Las vírgenes suicidas (30 page)

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Authors: Jeffrey Eugenides

BOOK: Las vírgenes suicidas
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—Yo estaba fuera fumándome un pitillo. Serían alrededor de las dos de la madrugada. Oí que se abría la puerta al otro lado de la calle y salieron los dos. La mujer parecía achispada. El marido la sostenía y la ayudó a meterse en el coche. Se fueron de inmediato, como alma que lleva el diablo.

Cuando despertamos a la mañana siguiente, la casa de los Lisbon estaba vacía. Tenía un aire más ruinoso que nunca, como si hubiera sufrido un colapso, igual que un pulmón. Durante el tiempo que la nueva y joven pareja que tomó posesión de la casa dedicó a rascar, pintar y rehacer el tejado, arrancar los arbustos e instalar césped artificial en el jardín, pudimos unir nuestras intuiciones y teorías y formar con ellas una historia con la que nos fuera posible seguir viviendo. La joven pareja eliminó las ventanas frontales (que todavía ostentaban las marcas de nuestros dedos y de nuestras narices) e instaló vidrios correderos de cierre hermético. Una cuadrilla de hombres vestidos con mono y gorro blanco limpió las paredes exteriores con arena y permaneció después dos semanas seguidas recubriéndolas de una espesa pasta blanca. El capataz, que llevaba prendida una tarjetita que decía «Mike», nos dijo que, gracias al «nuevo método Kenitex», no habría que volver a pintar la casa nunca más.

—Muy pronto todos optarán por el método Kenitex —dijo mientras los hombres se movían alrededor de la casa embadurnándola con sus pistolas rociadoras.

Al terminar, la casa de los Lisbon había quedado transformada en un gigantesco pastel de boda escarchado, pero antes de que pasase un año el Kenitex comenzó a desprenderse a pedazos igual que mierda de pájaro. Lo consideramos una venganza contra la joven pareja que con tanta rapidez y decisión se había lanzado a eliminar todas las señales de las hermanas Lisbon, a las que seguíamos queriendo: el tejado de pizarra, donde Lux había hecho el amor, cubierto ahora de cascajo; el lecho de flores del jardín de atrás, cuya tierra había analizado Therese para averiguar su contenido en plomo, ahora cubierto de ladrillos rojos para que la joven pareja pudiera coger flores sin mojarse los pies; las mismas habitaciones de las muchachas, convertidas ahora en espacios privados donde la joven pareja podía dedicarse a sus intereses personales: una mesa y un ordenador en lo que había sido la habitación de Lux y Therese, un telar en la de Mary y Bonnie. La bañera donde en otro tiempo flotaban nuestras náyades, donde Lux fumaba y luego dejaba las colillas flotando en el agua, como un cañaveral a través del cual respiraba, fue segada de raíz para instalar en su sitio un jacuzzi de fibra de vidrio. Abandonada junto al bordillo, examinamos la bañera y luchamos contra el ansia irreprimible de tumbarnos en ella. Los niños que saltaban dentro de la bañera desconocían su significado. La joven pareja transformó la casa en un espacio acicalado y vacío donde poder meditar y vivir serenamente, y cubrió con pantallas japonesas los toscos recuerdos de las chicas Lisbon.

No fue únicamente la casa de los Lisbon la que cambió, sino también la calle. El Departamento de Parques continuó abatiendo árboles, talando un olmo para salvar los veinte restantes, talando después otro más para salvar los diecinueve que quedaban y así sucesivamente hasta que ya no hubo más que aquel medio árbol delante de la casa de los Lisbon. Nadie se atrevió a mirar cuando vinieron por él (Tim Winer lo comparó con el último hablante de la lengua que existió un día en la isla de Mann), pero lo aserraron con un zumbido como habían hecho con todos los anteriores a fin de salvar otros árboles más lejanos, que crecían en otras calles. Todos permanecimos en casa durante la ejecución del árbol de los Lisbon, pero incluso metidos en nuestras madrigueras podíamos sentir lo deslumbrante que resultaba el exterior y que todo el barrio se había convertido en un fotografía sobreexpuesta. En aquel momento nos dimos cuenta de lo poco imaginativo que era nuestro barrio, de que todo él estaba trazado según una cuadrícula cuya anodina uniformidad había quedado oculta tras los árboles y de que los viejos artificios de estilos arquitectónicos diferenciados perdían aquel poder que hacía que nos sintiéramos únicos. El Tudor de los Krieger, el colonial francés de los Buell, la imitación de Frank Lloyd Wright de los Buck... todo se había convertido en un conjunto de tejados cociéndose al sol.

Poco tiempo después, el FBI detuvo a Sammy el Tiburón Baldino, que no tuvo tiempo de escapar por el túnel y, al cabo de un largo juicio, fue a parar a la cárcel. Según se decía, continuaba dirigiendo sus operaciones criminales desde la celda, mientras la familia Baldino seguía viviendo en la casa. De todos modos, aquellos hombres que los domingos por la tarde llegaban en sus limusinas blindadas a prueba de balas, ya no acudían a presentar sus respetos. Los laureles, que a nadie recortaba, estallaban en formas inarmónicas, mientras que el terror que la familia había inspirado en otro tiempo fue decreciendo día tras día hasta que alguien tuvo agallas suficientes para mutilar los leones de piedra que flanqueaban la escalinata principal. Paul Baldino comenzó a tener el mismo aspecto de todos los chicos gordos con ojeras, y un día que resbaló —o lo empujaron— en las duchas de la escuela, lo vimos tumbado en el suelo de baldosas frotándose el pie. Las convicciones de otros miembros de la familia acabaron por prevalecer y por fin los Baldino también se mudaron, llevándose a otra parte sus piezas de arte del Renacimiento y sus tres mesas de billar, todo metido en tres camiones. Un oscuro millonario compró la casa y elevó un palmo más la cerca.

Todas las personas con las que hablamos coinciden en señalar que la ruina del barrio comenzó en la época de los suicidios de las hermanas Lisbon. Aunque al principio todo el mundo les echaba la culpa a ellas, poco a poco fue operándose un cambio que acabó siendo radical, y al final ya no se vio a las hermanas Lisbon como chivos expiatorios sino como videntes. La gente fue olvidándose paulatinamente de las razones que podían haber inducido a las chicas a quitarse la vida, de los trastornos provocados por las tensiones o la insuficiencia de neurotransmisores, y atribuyó las muertes a la clarividencia de las muchachas en la predicción de la decadencia. La gente vio esa clarividencia en los olmos arrancados, en la áspera luz del sol, en el persistente declive de la industria del automóvil. Pero aquella transformación en la manera de ver las cosas pasó en gran parte inadvertida, porque ya rara vez volvimos a encontrarnos. Sin árboles ya no había hojas que rastrillar ni montones de hojas secas para hacer hogueras. Las nevadas de invierno continuaban frustrándonos. Ya no podíamos espiar a las hermanas Lisbon. De cuando en cuando, naturalmente, mientras nos sumíamos lentamente en el poso melancólico de nuestras vidas (un espacio que las hermanas Lisbon, prudentemente, como empezábamos a ver ahora, jamás se preocuparon en examinar), nos deteníamos, la mayor parte de las veces solos, delante de aquel sepulcro blanqueado que fuera en un tiempo la casa de las hermanas Lisbon y lo observábamos con atención.

Las hermanas Lisbon convirtieron el suicidio en un acto familiar. Más adelante, cuando otros conocidos nuestros optaron por poner fin a sus vidas —a veces incluso después de haber pedido prestado un libro a la biblioteca el día anterior—, nos los imaginábamos siempre sacándose unas engorrosas botas y metiéndose en una mohosa cabaña cargada de recuerdos, en una duna frente al mar. Todos habían leído los signos de dolor que la anciana señora Karafilis había escrito, en griego, en las nubes. Desde diferentes caminos, con ojos de colores diferentes o con diferentes movimientos de la cabeza, todos habían descifrado el secreto que conduce a la cobardía o al valor, lo que quiera que sea. Y las hermanas Lisbon siempre estaban delante de ellos. Se habían matado por nuestros bosques moribundos, por los manatíes que mutilaban las hélices cuando se asomaban al agua para beber de las mangueras de los jardines, por montañas de neumáticos viejos más altas que las pirámides. Se habían matado por la imposibilidad de encontrar un amor que ninguno de nosotros ha encontrado jamás. Al final, la tortura que había destrozado a las hermanas Lisbon indicaba una renuncia razonada a aceptar el mundo tal como se les concedía, tan lleno de defectos.

Pero esto ocurrió más tarde. Inmediatamente después de los suicidios, en la época en que nuestro barrio disfrutó de su transitoria infamia, el tema de las hermanas Lisbon se convirtió casi en un tabú.

—Fue como quedarse picoteando un cadáver —dijo el señor Eugene—, aparte de que la liberal distorsión de los medios de comunicación tampoco ayudó demasiado. ¡Salvad a las hermanas Lisbon! ¡Salvad la perca de los caracoles! ¡Vaya mierda!

Las familias se mudaban o se dispersaban, todo el mundo buscaba un sitio diferente en el Cinturón del Sol y durante un tiempo nos pareció que nuestra única prerrogativa sería la deserción. Después de desertar de la ciudad para escapar a su podredumbre, desertábamos ahora de las verdes orillas de nuestra lengua de tierra bordeada de agua que, trescientos años antes, los exploradores franceses habían llamado «Punta Gorda», dando origen a un chiste sucio que nunca nadie llegó a entender. Pero el éxodo no duró mucho. Una tras otra, las personas fueron regresando después de residir en otras comunidades, restaurando con ello ese banco de recuerdos defectuoso de donde hemos sacado los datos para realizar estas pesquisas. Hace dos años que la última mansión aislada fue arrasada para construir en su sitio una urbanización. El mármol italiano que revestía el vestíbulo de entrada —de una rara tonalidad rosada presente en una única cantera del mundo— fue cortado en bloques y vendido a tanto la pieza, al igual que las tuberías revestidas de oro y los frescos del techo. Una vez desaparecidos los olmos, sólo quedaron los minúsculos tocones que los sustituyeron. Y nosotros. Ya ni siquiera se nos permiten las barbacoas (ordenanza contra la contaminación atmosférica) pero, si nos autorizasen a hacerlas, es posible que algunos todavía nos reuniésemos para recordar la casa de los Lisbon y a las muchachas, cuyo cabello todavía conservamos fielmente en mechones y que cada vez se parece más al pelo artificial de los animales expuestos en los museos de historia natural. Todo está catalogado: desde el documento número uno al número noventa y siete, distribuidos en cinco maletas, cada uno con una fotografía de la difunta igual que una piedra angular copta, guardadas en la remozada casa del árbol, instalada en uno de los pocos árboles que quedan: (número uno) una polaroid de la señora D'Angelo en la que aparece la casa, recubierta de una pátina verdosa que tiene todo el aspecto del moho; (número dieciocho) los viejos cosméticos de Mary secándose y transformándose en un polvo de color tostado; (número treinta y dos) las camisetas que llevaba Cecilia, que ya se están amarilleando sin remedio pese a los cepillos de dientes y al lavavajillas; (número cincuenta y siete) las velas votivas de Bonnie roídas por los ratones durante la noche; (número sesenta y dos) las diapositivas de Therese que presentan las nuevas bacterias invasoras; (número ochenta y uno) los sostenes de Lux (Peter Sissen los cogió del crucifijo, ahora ya no tenemos reparo en admitirlo) tan tiesos y protéticos como los de una abuela. No hemos mantenido el sepulcro herméticamente y nuestros objetos sagrados están en las últimas.

Finalmente, dispusimos de algunas piezas del rompecabezas pero, por muchas combinaciones que hiciéramos con ellas, seguía habiendo huecos, espacios vacíos de formas extrañas, delimitados por todo lo que los rodeaba, países que no sabíamos nombrar.

—Toda la sabiduría termina en paradoja —dijo el señor Buell, justo antes de dejarlo al final de nuestra última entrevista, y entonces nos dimos cuenta de que lo que intentaba decirnos era que nos olvidásemos de las chicas, que las dejásemos en manos de Dios.

Sabíamos que Cecilia se había quitado la vida porque era un ser inadaptado, porque sentía la llamada del más allá, y sabíamos que sus hermanas, una vez abandonadas, también habían sentido que ella las llamaba desde el lugar donde se encontrase. Pero, pese a haber llegado a estas conclusiones, actualmente sentimos un nudo en la garganta porque nos damos cuenta de que son a la vez verdad y mentira. Se han escrito tantas cosas sobre las hermanas Lisbon en los periódicos, se ha rumoreado tanto sobre ellas por encima de la cerca trasera de la casa o se han relatado tantas versiones de los hechos en los consultorios de los psiquiatras a lo largo de los años, que estamos seguros de que no hay explicación suficiente. El señor Eugene, que nos dijo que los científicos estaban a punto de descubrir los «genes malos» que causan el cáncer, la depresión y otras enfermedades, habló de la esperanza de que muy pronto «se pudiese encontrar el gen causante del suicidio». En esto discrepaba del señor Hedlie, que no veía los suicidios como una respuesta a nuestro momento histórico.

—¡Y una mierda! —exclamó—. ¿De qué tienen que preocuparse ahora los jóvenes? Si quieren problemas que vayan a Bangladesh.

—Se trataba de una combinación de muchos factores —dijo el doctor Hornicker en su último informe, escrito sin propósito médico, sólo porque no podía sacarse a las hermanas Lisbon de la cabeza—. Para la mayoría de las personas el suicidio viene a ser como la ruleta rusa. Hay una sola bala en el tambor. En el caso de las hermanas Lisbon, el arma estaba totalmente cargada. Una bala por presión familiar. Una bala por predisposición genética. Una bala por malestar histórico. Una bala por un impulso inevitable. Las otras dos balas son imposibles de nombrar, pero esto no quiere decir que las cámaras estuvieran vacías.

Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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