Read Las vírgenes suicidas Online
Authors: Jeffrey Eugenides
El 7 de mayo llegó la primera carta. Se deslizó en el buzón de Chase Buell junto con el resto de la correspondencia. No llevaba sello ni remitente, pero al abrirla reconocimos en seguida el Flair púrpura con el que a Lux le gustaba escribir.
Querido quien seas:
Di a Trip que he acabado con él.
Es asqueroso.
Adivina quién soy
No decía más. Durante las semanas siguientes llegaron otras cartas que revelaban diferentes estados de ánimo. Los sobres venían hasta nuestras casas traídos por las propias chicas en plena noche. Sólo pensar que salían a hurtadillas de su casa y pasaban por nuestra calle nos llenaba de excitación y hubo noches en que permanecimos despiertos hasta tarde tratando de sorprenderlas. Pero despertábamos por la mañana para descubrir que nos habíamos quedado dormidos junto al buzón, donde, igual que la moneda que el hada pone debajo de la almohada a cambio del diente, esperaba una carta. Hubo ocho en total. No todas las escribió Lux, aunque ninguna llevaba firma. Todas eran cortas. Una decía: «¿Nos recordáis?». Otra: «Abajo los chicos sosos». Otra más: «Vigilad las luces». Y la más larga: «En esta oscuridad habrá luz. ¿Nos ayudaréis?».
Durante el día la casa de los Lisbon parecía vacía. La basura que la familia sacaba una vez por semana (también en plena noche, puesto que nadie los vio nunca, ni siquiera el tío Tucker) se parecía cada vez más a los desechos de gente sometida a un largo asedio. Comían habichuelas de lata, sazonaban el arroz con salsas inmundas. Por la noche, cuando aparecían las señales luminosas, nos devanábamos los sesos para dar con la manera de ponernos en contacto con las chicas. A Tom Faheem se le ocurrió que podíamos hacer volar una cometa con algo escrito en ella y pasearla por delante de la casa, pero la idea fue rechazada por razones logísticas. El pequeño Johnny Buell dijo que se podía optar por escribir lo que fuera en una piedra y arrojarla a las ventanas de las chicas, pero teníamos miedo de que al romper el cristal pusiéramos en guardia a la señora Lisbon. La solución era tan sencilla que tardamos una semana en dar con ella.
Las llamaríamos por teléfono.
En el listín telefónico de los Larson, descolorido por el sol, justo entre Licker y Little, encontramos la inclusión «Lisbon, Ronald A.». Estaba hacia la mitad de la página de la derecha, no indicado por ningún código ni símbolo, ni siquiera un asterisco como referencia a un apéndice de dolor. Lo miramos fijamente durante un rato. Después, con tres índices diferentes preparados, marcamos el número.
El teléfono sonó once veces antes de que contestara el señor Lisbon.
—¿Qué va a ser hoy? —dijo en seguida con voz cansada. Su manera de hablar era confusa. Tapamos el aparato con la mano y no dijimos nada—. Adelante, estoy esperando. Hoy pienso escuchar todas sus mierdas. —Se oyó otro chasquido a través del teléfono, como el de una puerta que se abriera en un pasillo vacío. Por fin, el señor Lisbon farfulló—: Mire, concédanos un descanso, ¿quiere?
Hubo una pausa. Una respiración regular, reformulada mecánicamente, se introdujo en el espacio electrónico. Entonces el señor Lisbon habló con voz distinta de la suya, un agudo chillido... la señora Lisbon se había apoderado del aparato.
—¿Por qué no nos dejan en paz? —gritó, antes de golpear ruidosamente el teléfono.
Nosotros seguimos a la escucha. Durante cinco segundos más nos llegó su respiración furiosa a través del hilo pero, tal como esperábamos, la comunicación no se interrumpió. En el otro extremo del hilo una presencia oscura esperaba.
Pronunciamos un intento de saludo. Pasado un momento, una voz débil y desgarrada contestó:
—Hola.
Hacía mucho tiempo que no oíamos hablar a ninguna de las hermanas Lisbon, pero la voz no removió ningún recuerdo. Sonó —quizá porque la persona apenas susurraba— de forma irreparablemente alterada, disminuida, como la voz de un niño caído en un pozo. No sabíamos cuál de ellas era, no sabíamos qué decirle. Pese a todo, continuamos juntos —ella, ellas, nosotros— y en algún lugar adyacente del sistema telefónico de Bell hubo una conexión de otra línea. Un hombre comenzó a hablar bajo el agua a una mujer. Oíamos a medias lo que decían («He pensado que tal vez una ensalada...» «¿Una ensalada? Me matas con tus ensaladas»), pero entonces debió de liberarse otro circuito porque la pareja fue repentinamente eliminada y nos dejó en un rumoroso silencio mientras la voz, destemplada pero ahora más potente, dijo:
—Mierda. Hasta luego. —Y colgó.
El día siguiente volvimos a llamar a la misma hora y contestaron a la primera llamada. Esperamos un momento por razones de seguridad y procedimos de acuerdo con el plan que habíamos ideado la noche anterior. Sostuvimos el teléfono delante de uno de los altavoces del señor Larson y pusimos la canción que de manera más directa transmitía los sentimientos que nos inspiraban las hermanas Lisbon. No recordamos ahora el título de la canción y la búsqueda exhaustiva en los discos de la época ha resultado infructuosa. Sin embargo, recordamos los sentimientos esenciales que evocaba, sabemos que hablaba de días difíciles, de largas noches, de un hombre aguardando fuera de una cabina de teléfonos rota esperando que suene el teléfono, de lluvia y del arco iris. Predominaban las guitarras, aparte de un intervalo con el suave zumbido de un violoncelo. La transmitimos por teléfono, después Chase Buell dio nuestro número y colgamos.
El día siguiente, a la misma hora, sonó nuestro teléfono y, después de una cierta confusión (se nos cayó el teléfono), oímos el golpe de una aguja al caer sobre un disco y la voz de Gilbert O'Sullivan que cantaba desde un disco rayado. Es posible que recuerden la canción; se trata de una balada que describe las desventuras de la vida de un joven (mueren sus padres, su novia lo deja plantado ante el altar), que tras cada línea va quedándose cada vez más solo. Era la canción favorita de la señora Eugene y nosotros lo sabíamos muy bien, porque se la habíamos oído cantar junto a sus ollas humeantes. La canción nunca tuvo mucho sentido para nosotros, debido a que hablaba de una época que no habíamos conocido, pero oída de aquella manera tan queda a través del teléfono y saliendo como salía de casa de las hermanas Lisbon, nos impactó. La voz mágica de Gilbert O'Sullivan era tan aguda que casi parecía la de una chica. La letra también podría haber estado compuesta por fragmentos de un diario que las hermanas Lisbon musitasen en nuestros oídos. Aunque no eran sus voces las que oíamos, la canción conjuraba sus imágenes con más fuerza que nunca. Las sentíamos, al otro extremo del hilo, soplando el polvo de la aguja, sosteniendo el teléfono sobre el negro disco que iba girando, poniendo el volumen muy bajo para que no lo oyeran en la casa. Al terminar la canción, la aguja patinó por el círculo interior y produjo un chasquido que fue repitiéndose (como un momento vivido una y otra vez). Joe Larson ya tenía preparada nuestra respuesta y, apenas la transmitimos, las chicas Lisbon volvieron a transmitir la suya, y de esta manera fue transcurriendo la noche. Hemos olvidado el nombre de muchas de las canciones, pero una parte de aquel intercambio musical ha sobrevivido en el dorso del
Tea for the Tillerman
de Demo Karafilis, anotada a lápiz por él mismo. La damos a continuación:
las hermanas Lisbon «Otra vez solo, naturalmente», Gilbert O'Sullivan
nosotros «Tienes un amigo», James Taylor
las hermanas Lisbon «¿Dónde juegan los niños?», Cat Stevens
nosotros «Querida Prudence», The Beatles
las hermanas Lisbon «Una candela al viento», Elton John
nosotros «Caballos salvajes», The Rolling Stones
las hermanas Lisbon «A los diecisiete», Janice Lan
nosotros «El tiempo en una botella», Jim Croce
nosotros «Tan lejos», Carole King
En realidad, no estamos muy seguros del orden. Demo Karafilis garrapateó los títulos un poco al azar. De todos modos, el orden presentado ofrece la progresión básica de nuestra conversación musical. Como Lux había quemado sus discos de rock duro, las canciones de las chicas eran en su mayor parte de música folk. Se trataba de voces plañideras que pedían justicia e igualdad. Algún ocasional violín country evocaba tiempos pasados. Los cantantes eran hombres de piel curtida o llevaban botas. Todas las canciones, una tras otra, palpitaban con secreto dolor. Hacíamos circular el pegajoso teléfono de oreja a oreja, los redobles de tambor eran tan regulares que parecía como si tuviésemos la oreja pegada al pecho de las hermanas Lisbon. A veces teníamos la impresión de que las oíamos cantar y era casi como estar con ellas en un concierto. Nuestras canciones eran en su mayor parte canciones de amor. Cada selección intentaba dirigir la conversación hacia terrenos más íntimos. Pero las hermanas Lisbon se atenían a cuestiones más impersonales. (Agachamos la cabeza e hicimos un comentario sobre su perfume. Dijeron que probablemente era de magnolia.) Poco después nuestras canciones se volvieron más tristes y sensibleras y entonces fue cuando ellas pusieron «Tan lejos». Advertimos el cambio de inmediato (habían dejado la mano en nuestra muñeca y se demoraban en ella) y continuamos con «Puente sobre aguas turbulentas». Con ésta subimos el volumen porque la canción expresaba mejor que ninguna lo que nos inspiraban las chicas, lo mucho que queríamos ayudarlas. Al terminar, esperamos su respuesta. Después de una larga pausa, volvió a rechinar su tocadiscos y entonces oímos aquella canción que incluso ahora, cuando la escuchamos a través del hilo musical de unas galerías comerciales, hace que detengamos nuestros pasos y que volvamos la vista atrás, hacia un tiempo perdido:
¡Eh! ¿habéis intentado probar alguna vez llegar al otro lado?
Tal vez suba al arco iris,
Pero, amigo, ahí está:
Los sueños son para los que duermen,
a nosotros nos toca vivir.
Y si te preguntas adónde va a parar esta canción,
quiero descubrirlo contigo.
Se interrumpió la comunicación. (De pronto, las muchachas nos habían echado los brazos al cuello, nos habían hecho aquella confesión ardiente al oído y habían salido corriendo de la habitación.) Durante unos minutos permanecimos inmóviles, escuchando el zumbido de la línea telefónica, que inmediatamente después comenzó a emitir un furioso
bip bip
hasta que una voz grabada nos dijo que colgáramos sin más pérdida de tiempo.
Nunca se nos habría ocurrido soñar que las hermanas Lisbon pudieran corresponder nuestro amor. Sólo de imaginarlo la cabeza nos daba vueltas. Nos tumbamos en la alfombra de los Larson, que olía superficialmente a desodorante de animales y, más profundamente, a animales. Pasó un buen rato sin que nadie hablara, pero, poco a poco, mientras íbamos barajando recuerdos en nuestra mente, comenzamos a ver las cosas bajo una nueva luz. ¿Acaso las hermanas Lisbon no nos habían invitado a la fiesta que habían dado en su casa el año pasado? ¿No sabían nuestros nombres y direcciones? ¿No nos espiaban a través de los pequeños huecos que limpiaban con la mano en los cristales sucios de las ventanas? Olvidados de nosotros y, cogidos de la mano, sonreíamos con los ojos cerrados. En el estéreo, Garfunkel comenzó a desgranar sus agudos y ya no pensamos en Cecilia. Sólo pensábamos en Mary, Bonnie, Lux y Therese, varadas en la vida, imposibilitadas hasta ahora de hablar con nosotros a no ser de aquella manera tímida e incierta. Repasamos sus últimos meses en la escuela y surgieron nuevos recuerdos. Lux se había dejado olvidado un día el libro de matemáticas y había tenido que compartir el de Tom Faheem. En el margen había escrito: «Quiero irme de aquí». ¿Qué amplitud tenía aquel deseo? Volviendo la vista atrás, nos dimos cuenta de que las hermanas Lisbon habían intentado comunicarse con nosotros, habían tratado de que las ayudásemos, pero nosotros habíamos estado demasiado embobados para escucharlas. Estábamos tan absortos vigilándolas que éramos incapaces de notar nada excepto que cuando las mirábamos nos miraban. ¿A quién más podrían recurrir? A sus padres desde luego que no, tampoco a los vecinos. Estaban prisioneras en su propia casa: fuera de ella, eran unas leprosas. Por eso se escondían del mundo y esperaban que alguien —nosotros— las salvase.
Durante los días siguientes tratamos de volver a llamar a las chicas, aunque sin éxito. El teléfono sonaba desesperanzado, abandonado. Nos imaginábamos el aparato ululando debajo de almohadones mientras las hermanas Lisbon trataban en vano de cogerlo. Incapaces de establecer contacto, compramos
Lo mejor de Bread
y estuvimos escuchando una y otra vez «Hacerlo contigo». Hablábamos de túneles incesantemente, decíamos que se podría iniciar uno en el sótano de los Larson y continuarlo por debajo de la calle. Podríamos trasladar la tierra en las perneras de los pantalones y vaciarlas mientras paseábamos, como en
La gran evasión.
Nos seducía tanto el dramatismo de la situación que llegamos a olvidar por un momento que aquel túnel ya estaba construido: las cloacas. Sin embargo, al explorarlas descubrimos que estaban llenas de agua, ya que aquel año el nivel del lago había vuelto a subir. No importaba. El señor Buell tenía una escalera extensible que podíamos apoyar fácilmente en las ventanas de las muchachas.
—Es como fugarse —dijo Eugie Kent.
Las palabras hicieron navegar nuestros pensamientos hasta un juez de paz de rostro rubicundo en alguna pequeña ciudad y hasta el coche cama de un tren que atravesaba durante la noche azules campos de trigo. Nos imaginábamos todo tipo de cosas, sólo esperábamos a que las hermanas dieran la señal.
Ninguna de estas cosas —lo de los discos, los destellos de luces, las estampas de la Virgen— salió nunca en los periódicos. Pensábamos en nuestra comunicación con las hermanas Lisbon como en una muestra de sagrada confianza, incluso cuando esa fidelidad dejó después de tener sentido. La señorita Perl (que más adelante publicó un libro con un capítulo dedicado a las hermanas Lisbon) habló de que su ánimo iba hundiéndose cada vez más en inevitable progresión. Presenta en él los últimos y patéticos intentos de las chicas por incorporarse a la vida —Bonnie ocupándose del altar, Mary poniéndose jerseys de colores chillones—, aunque la señorita Perl añade que, debajo de cada piedra que utilizaban las muchachas para construirse un refugio, había barro y gusanos. Las velas eran un espejo entre dos mundos que tenía una doble función: evocaba a Cecilia pero llamaba también a sus hermanas a reunirse con ella. Los vistosos jerseys de Mary sólo demostraban la urgente y desesperada necesidad de la adolescente de sentirse hermosa, en tanto que los holgados chándals de Therese revelaban su falta de autoestima.