Read Las vírgenes suicidas Online
Authors: Jeffrey Eugenides
—Hay una intermitente —explicó al señor Bates cuando éste se metía en el coche—. La caja dice que lleva una marca de color rojo, pero las he revisado todas y no la encuentro. Detesto las luces que parpadean.
El señor Lisbon podía detestarlas, pero seguían destellando siempre que se acordaba de conectarlas por la noche.
Durante todo el invierno las hermanas Lisbon se mantuvieron esquivas. A veces salía alguna a la calle, abrazándose el cuerpo con los brazos cruzados y formando una nube de vapor con la respiración, pero un minuto después volvía a meterse dentro. Por la noche Therese continuaba utilizando su emisora de radioaficionada y enviaba mensajes que la llevaban lejos de su casa, a calentarse en los estados sureños e incluso hasta la punta de América del Sur. Tim Winer intentaba encontrar la frecuencia de onda de Therese y llegó a afirmar que había dado con ella. En una ocasión la oyó hablar con un hombre de Georgia sobre el perro de éste (artritis en la cadera, ¿lo operaba o no?) y otra vez, a través de aquel medio que está al margen de sexos y naciones, Therese habló con un ser humano cuyas escasas respuestas Winer consiguió grabar. No eran más que puntos y rayas, pero nos las ingeniamos para traducirlas al inglés. La conversación se desarrolló más o menos en estos términos:
—¿Tú también?
—Mi hermano.
—¿Cuántos años?
—Veintiuno. Guapo. Tocaba bien violín.
—¿Cómo?
—Puente próximo. Corriente rápida.
—¿Cómo lo cruzó?
—No lo cruzó.
—¿Cómo es Colombia?
—Caluroso. Tranquilo. Ven.
—Me gustaría.
—Respecto de bandidos estás equivocada.
—Te dejo. Mamá me llama.
—Pinté tejado de azul, como dijiste.
—Adiós.
—Adiós.
Eso fue todo. Nos parece que la interpretación es bastante obvia y sirve para demostrar que, en marzo, Therese estaba conectando con un mundo más libre. En esta época pidió solicitudes de ingreso en una serie de universidades (los periodistas hablarían de ello más tarde). Las hermanas Lisbon también solicitaban catálogos de artículos que no estaban en condiciones de comprar y el buzón de los Lisbon volvió a llenarse de catálogos de muebles de Scott-Shruptine, de indumentaria lujosa, de vacaciones exóticas. Como no podían ir a ninguna parte, las chicas viajaban con la imaginación a templos siameses coronados de oro o pasaban junto a un viejo que con el cubo y el rastrillo iba recogiendo las hojas de un trocito de Japón alfombrado de musgo. Tan pronto como supimos los nombres de esos folletos los solicitamos para enterarnos de los sitios a los que querían ir las hermanas Lisbon:
Aventuras en el Lejano Oriente, Circuitos sin trabas, Túnel hacia la China, Orient Express.
Los conseguimos todos y, al hojearlos, recorrimos polvorientos caminos en compañía de aquellas muchachas, nos paramos de vez en cuando para ayudarlas a descargar las mochilas, les rozamos con las manos los hombros cálidos y húmedos, contemplamos puestas de sol entre papayos. Tomamos el té con ellas en un pabellón acuático, sobre refulgentes pececillos dorados. Hicimos todo cuanto deseábamos hacer, y Cecilia no se había suicidado, sino que era una novia de Calcuta que iba cubierta con un velo rojo y se había teñido con alheña las plantas de los pies. La única manera de acercarnos a las hermanas Lisbon fue a través de esas imposibles excursiones que dejaron en nosotros cicatrices perennes y que nos hicieron más felices con aquellos sueños que a las mujeres. Algunos maltrataron los catálogos, se los llevaron a sus habitaciones o se los escondieron debajo de la camisa. Pero teníamos poca cosa más que hacer, caía la nieve y el cielo era de un color gris implacable y constante.
Nos gustaría contar de manera fidedigna qué ocurría en casa de las hermanas Lisbon o qué sentían encarceladas en ella. A veces, consumidos por las averiguaciones, anhelábamos dar con alguna evidencia, alguna piedra Rosetta que nos descubriese cómo eran realmente las chicas. Pero aunque no se puede decir que aquel invierno fuese feliz, poco más habría podido afirmarse. El intento de averiguar qué dolor atormentaba a las hermanas Lisbon venía a ser como el autoexamen que los médicos nos instaban a hacer (ya habíamos llegado a esa edad). De manera regular, nos vemos obligados a explorar con distanciamiento clínico nuestra bolsa más íntima y, al presionarla, a imbuirnos de su realidad anatómica: dos huevos de tortuga alojados en un nido de minúsculos huevecillos de jibia, con tubos que entran y salen a través de un sinuoso recorrido y de protuberancias de nódulos cartilaginosos. En este paraje oscuramente trazado, entre grumos y espirales naturales, nos piden que descubramos inesperados intrusos. No sabíamos que tuviéramos todos aquellos bultos hasta que los exploramos. Así pues, nos tumbábamos boca arriba, nos explorábamos, nos asustábamos, volvíamos a explorarnos y las simientes de la muerte se perdían en aquel embrollo en el que Dios nos había metido.
No ocurría de manera diferente con las chicas. Apenas habíamos empezado a palpar su pesadumbre, ya nos preguntábamos si aquella herida particular era mortal o no, o si (en nuestra ciega manipulación) era realmente una herida. Igual podía ser una boca, así de húmeda y cálida. La cicatriz podía estar en el corazón o en la rótula. Imposible decirlo. Todo lo que podíamos hacer era ir palpando brazos y piernas, recorriendo el suave torso bivalvular hasta el rostro imaginado. Él nos habla. Pero nosotros no lo oímos.
Todas las noches escudriñábamos las ventanas de las habitaciones de las hermanas Lisbon. En la mesa, a la hora de cenar, nuestras conversaciones giraban inevitablemente en torno de la situación problemática que vivía la familia. ¿Conseguiría el señor Lisbon otro trabajo? ¿Cómo mantendría a su familia? ¿Cuánto tiempo seguirían soportando las niñas aquel encierro? Hasta la misma anciana señora Karafilis hizo uno de sus raros viajes a la planta superior (ese día no le tocaba bañarse) sólo para echar una mirada a la casa de los Lisbon, al otro lado de la calle. No recordábamos ningún otro incentivo que hubiera empujado a la anciana señora Karafilis a interesarse por el mundo, puesto que desde que la conocíamos no había hecho otra cosa que permanecer en el sótano esperando la muerte. A veces Demo Karafilis nos llevaba abajo para jugar al
foosball,
y entre los conductos de la calefacción, los catres de repuesto y las maletas medio desfondadas nos abríamos paso hasta el cuartito que la anciana señora Karafilis había decorado para que se pareciera al Asia Menor. De un techo enrejado colgaban racimos artificiales y decorativas cajas que contenían gusanos de seda; las paredes construidas con ladrillos de ceniza estaban pintadas de aquel color azul celeste que es definitivamente propio del país. Las postales pegadas en esas paredes eran ventanas abiertas a otro tiempo y a otro lugar en los que la anciana señora Karafilis seguía viviendo. Había un fondo de verdes montañas que se abrían a desportilladas tumbas otomanas, techados de tejas rojas y una vaharada que se elevaba de un rincón en tecnicolor donde un hombre vendía pan caliente. Demo Karafilis nunca nos dijo qué mal aquejaba a su abuela, aunque a él tampoco le parecía extraño que la tuviesen recluida en el sótano junto a la enorme caldera y a los desagües que rebosaban (las tierras bajas de nuestro barrio eran propensas a las inundaciones). Sin embargo, aquella manera suya de pararse delante de las postales, chupándose el pulgar y presionando con él siempre un mismo punto ya descolorido, aquella manera de sonreír mostrando los dientes de oro y de mover afirmativamente la cabeza ante el paisaje como si saludase a los viandantes, nos decían que la anciana señora Karafilis había sido moldeada y entristecida por una historia de la que nada sabíamos. Cuando fuimos a verla, nos dijo:
—Apagad la luz, cariño
mou.
Y así lo hicimos, dejándola en la oscuridad, mientras iba dándose aire con aquel abanico que le regalaba todas las Navidades la empresa de pompas fúnebres que había enterrado a su marido. (En el abanico, cartón barato sujeto a una varilla, se veía la escena de Jesús rezando en el huerto de Getsemaní y, detrás de él, todo un cúmulo de portentosas nubes, mientras que a un lado se anunciaban los servicios funerarios.) Aparte de cuando tenía que tomar un baño, la anciana señora Karafilis sólo subía arriba —atada con una cuerda a la cintura de la que tiraba suavemente el padre de Demo mientras éste y sus hermanos colaboraban empujándola por detrás— una vez cada dos años, cuando ponían en la televisión
El tren a Estambul.
Entonces permanecía sentada, excitada como una muchachita, inclinada hacia delante en el sofá y esperando aquella escena de diez segundos en la que el tren pasaba por delante de unas colinas verdes que le dejaban el corazón en vilo. Levantaba entonces los dos brazos y soltaba un grito como el de un buitre mientras el tren —siempre igual— desaparecía en el interior del túnel.
A la anciana señora Karafilis jamás le preocuparon excesivamente las habladurías del vecindario, especialmente porque no entendía casi nada, y lo que entendía le parecía trivial. De joven había tenido que esconderse en una cueva para evitar que los turcos la mataran. Se había pasado un mes entero alimentándose únicamente de aceitunas e incluso tragándose los huesos para llenar el estómago. Había presenciado cómo exterminaban a miembros de su familia, había visto a hombres colgados al sol comiéndose sus propios genitales y ahora, al oír que Tommy Riggs había dejado hecho chatarra el Lincoln de sus padres o que el árbol de Navidad de los Perkin se había incendiado y había matado al gato, era incapaz de valorar el drama. La única vez que se animó fue cuando le mencionaron a las hermanas Lisbon y entonces no fue para hacer preguntas ni obtener detalles, sino para ponerse en contacto telepático con ellas. Si hablábamos de las muchachas y la anciana señora Karafilis oía lo que decíamos levantaba la cabeza e inmediatamente después se incorporaba trabajosamente de la silla y cruzaba con su bastón el frío pavimento de cemento. A un extremo del sótano un patio interior dejaba penetrar una luz débil y, acercándose a sus fríos cristales, podía contemplar un pedazo de cielo visible a través de una blonda de telarañas. Éste era todo el mundo de las hermanas Lisbon que ella podía ver, el mismo que ellas veían desde su casa, aunque para la anciana señora Karafilis constituía información suficiente. Se nos ocurrió pensar que tanto ella como las chicas leían secretos signos de desgracia en la forma de las nubes, que a pesar de la diferencia de edad había algo intemporal que las comunicaba, como si aquella mujer aconsejara a las muchachas en su griego farfullado:
—No perdáis el tiempo en la vida.
El patio de ventanas estaba cubierto de hojas que el viento había arrastrado, también había una silla rota de cuando habíamos construido un fuerte. A través de la bata de la anciana señora Karafilis se filtraba la luz, y era tan fina y su dibujo tan monótono que parecía de papel. Llevaba unas sandalias útiles para ir a un hammam, a algún lugar lleno de vapor, pero no para pisar un suelo sujeto a todo tipo de corrientes de aire.
El día que supo que las niñas volvían a estar encarceladas, levantó la cabeza y asintió sin sonreír. Al parecer, ya estaba enterada.
Mientras tomaba el baño semanal de sales de Epsom, hablaba de las hermanas Lisbon o les hablaba, no se habría podido decir cuál de las dos cosas ocurría realmente. Nosotros no nos acercábamos demasiado a ella ni escuchábamos lo que decía a través del ojo de la cerradura, porque los pocos atisbos contradictorios que habíamos tenido de la anciana señora Karafilis, con sus pechos colgantes que databan de otro siglo, sus piernas azules, su cabello enmarañado asquerosamente largo y brillante como el de una jovencita, nos llenaban de confusión. Hasta el mismo ruido del agua del baño al correr nos hacía enrojecer, mientras ella se quejaba con voz apagada de sus dolores y la mujer negra, tampoco joven por cierto, la instaba a meterse en la bañera y las dos, con toda su decrepitud a cuestas, se quedaban solas detrás de la puerta del cuarto de baño, gritando, cantando, primero la mujer negra y después la anciana señora Karafilis, que entonaba una antigua canción griega y, como fondo de todo, el ruido del agua, cuyo color no podíamos imaginar siquiera, desapareciendo en un remolino. Después de todo aquello aparecía tan pálida como antes y con la cabeza envuelta en una toalla. Oíamos sus pulmones mientras se inflaban y la mujer negra pasaba una cuerda alrededor de la cintura de la anciana señora Karafilis y se la llevaba escaleras abajo. A pesar de sus deseos de morir lo antes posible, la anciana señora Karafilis siempre afrontaba con miedo el descenso de aquellas escaleras y se agarraba a la barandilla con los ojos agrandados por las gafas sin montura. A veces, cuando pasaba, le soplábamos la última noticia acerca de las hermanas Lisbon, y ella exclamaba:
«¡Mana!»
, lo que, según Demo, quería decir algo así como: «¡Vaya mierda!».
Pero nunca parecía realmente sorprendida. Fuera pasaban las ventanas que atisbaba todas las semanas, fuera pasaba la calle, vivía aquel mundo que la anciana señora Karafilis sabía que estaba muriéndose desde hacía años.
En última instancia no era la muerte lo que la sorprendía, sino la terquedad de la vida. No le cabía en la cabeza que los Lisbon se mantuvieran tan tranquilos, no se lamentaran ni gritaran enloquecidos. Al ver al señor Lisbon colgando las guirnaldas de Navidad, sacudió la cabeza y murmuró algo por lo bajo. Soltó el andador geriátrico que le habían instalado en el primer piso, dio unos pasos a nivel del mar sin ningún tipo de apoyo, y por primera vez en siete años no sintió dolor alguno. Demo nos lo explicó en estos términos:
—Nosotros los griegos somos gente taciturna. Para nosotros el suicidio tiene sentido. Pero poner luces de Navidad después de que tu hija se ha suicidado, eso sí que no tiene sentido. Lo que mi
yia yia
no llegó a entender jamás de este país es por qué la gente se empeña en ser constantemente feliz.
El invierno es la estación del alcoholismo y la desesperación. No hay más que ver los borrachos de Rusia o los suicidios de Cornell. Hubo tantos examinandos que se lanzaron allí colina abajo que la universidad decretó un día de fiesta en pleno invierno para tratar de aliviar la tensión existente (conocida popularmente como «día del suicidio», la fiesta apareció de improviso, en una indagación informática que realizamos, junto con «excursión al suicidio» y «suicidio-móvil»). No entendemos en absoluto a aquellos chicos de Cornell, a Bianca con su primer diafragma y toda la vida por delante saltando desde el puente llevando un chaleco como único amortiguador; al moreno y existencial Bill, con sus cigarrillos de clavo y su abrigo del Ejército de Salvación, que no saltó como Bianca, sino que se encaramó a la barandilla y se quedó colgado ante la muerte antes de dejarse caer (los músculos de los hombros muestran desgarrones en un treinta y tres por ciento de los que escogen los puentes; el sesenta y siete por ciento restante se limita a saltar). Lo decimos sólo para demostrar que hasta los estudiantes universitarios, libres de emborracharse y de fornicar a placer, optan por quitarse de en medio en gran número. Imagínense, pues, qué había de ocurrirles a las hermanas Lisbon, encerradas en su casa sin un estéreo atronador ni posibilidad de escuchar sonido alguno.