Read Las vírgenes suicidas Online
Authors: Jeffrey Eugenides
—Una no puede quedarse como si tal cosa mientras tu vecino desaparece por el retrete —comentó—. No somos tan malos como eso.
Un día después de publicada la carta, se paró un Pontiac azul delante de la casa de los Lisbon y bajó de él una desconocida. Tras comprobar la dirección que llevaba escrita en un trozo de papel, subió los escalones de aquel porche por el que hacía semanas que no pasaba nadie. Shaft Tiggs, el repartidor de periódicos, lo lanzaba ahora contra la puerta a tres metros de distancia. Incluso dejó de ir a cobrar los jueves (su madre ponía la cantidad de su bolsillo no sin recomendar al chico que no se lo dijera a su padre). El porche de los Lisbon, donde en otro tiempo nos habíamos parado para ver a Cecilia apoyada en la cerca, se había convertido en un lugar tabú: pisarlo traía mala suerte. La estera de bienvenida confeccionada con césped artificial ya estaba empezando a curvarse por los bordes. Los periódicos se quedaban sin leer y formaban un montón de papel mojado. De las fotos en colores de la sección de deportes chorreaban lagrimones de tinta roja. El buzón metálico despedía olor a óxido. La mujer apartó a un lado los periódicos con el escarpín azul y llamó con los nudillos a la puerta. Se abrió una rendija y la mujer, mirando a través de la oscuridad, soltó su perorata. En un momento dado advirtió que la persona con la que hablaba estaba situada un palmo más abajo del lugar hacia el que miraba, y corrigió la inclinación de la cabeza. Sacó un bloc del bolsillo de la chaqueta y lo agitó como los supuestos espías en las películas de guerra. El gesto funcionó. La puerta se abrió unos centímetros más para dejarla entrar.
El artículo de Linda Perl apareció publicado al día siguiente, aunque el señor Larkin nunca quiso hablar de las razones que lo indujeron a claudicar. En él se daba una descripción detallada del suicidio de Cecilia. Por los datos aparecidos en el artículo (si les interesa pueden leerlo, porque lo hemos incluido bajo el epígrafe de documento número nueve), es evidente que la señora Perl, reportera recién contratada por un periódico provinciano de Mackinac, sólo pudo hablar con Bonnie y con Mary antes de que la señora Lisbon la pusiera de patitas en la calle. El artículo procede de acuerdo con la lógica de las noticias «de interés humano» que comenzaron a proliferar por aquel entonces. Pinta la casa de la familia Lisbon en términos muy difusos. Frases como «El elegante barrio más famoso por las puestas de largo que por los entierros de chicas en edad de puesta de largo» o «Las exuberantes y guapas hermanas evidencian muy pocos signos de la reciente tragedia» dan una idea del estilo de la señora Perl. Después de una descripción superficial de Cecilia («Era aficionada a llevar un diario que ilustraba con dibujos»), el artículo despacha el misterio de su muerte con conclusiones de este tipo: «Los psicólogos coinciden en afirmar que la adolescencia es ahora mucho más vulnerable a las presiones y complejidades que en otros tiempos. Es frecuente que, en el mundo actual, esta infancia más larga que concede la vida americana a sus hijos sea una especie de erial donde el adolescente se siente extrañado tanto de la infancia como de la etapa adulta. Es frecuente, también, que se corten las vías de expresión. Según afirman los médicos, esta frustración conduce cada vez más a actos de violencia cuya realidad el adolescente no puede desvincular de la tragedia que presuponen».
Es evidente que el texto evita el sensacionalismo, informando al público de un peligro social generalizado. El día siguiente apareció un artículo de carácter general sobre el suicidio de adolescentes cuya autora era también la señora Perl y que se complementaba con gráficos y diagramas. En él Cecilia sólo aparecía mencionada en la primera frase: «El suicidio de una adolescente del East Side durante el pasado verano ha aumentado la conciencia pública de una crisis nacional». A partir de ese momento empezó el barullo. Aparecieron artículos que daban cuenta de suicidios de adolescentes dentro del ámbito estatal durante el año anterior. Se publicaron fotografías, generalmente retratos escolares de jóvenes muy emperejilados y con cara de pena, chicos con bigotes incipientes y corbatas de nudo que parecían bocios, chicas de peinados altos rociados de laca y cadenas de oro con los nombres «Sherri» o «Gloria» en sus vulnerables cuellos. Había fotos de familia que databan de tiempos más felices, donde los rostros de los adolescentes esbozaban sonrisas, a menudo soplando las velas de pasteles de cumpleaños. Como tanto el señor como la señora Lisbon se negaban a conceder entrevistas, los periódicos debieron procurarse las fotos de Cecilia a través del anuario escolar Spirit. En la página arrancada (documento número cuatro), los ojos penetrantes de Cecilia atisban entre los hombros de dos compañeros que están delante de ella. Varios equipos de televisión acudieron a filmar el exterior cada vez más degradado de la casa de los Lisbon. Primero vino el Canal 2, después el Canal 4 y finalmente el Canal 7. Estuvimos un tiempo vigilando la televisión por si veíamos aparecer la casa de los Lisbon, pero no aprovecharon la película hasta unos meses después, cuando todas las niñas Lisbon ya se habían suicidado y ya no era el momento. Mientras tanto, un programa de la televisión local se centró en el tema del suicidio de los adolescentes e incluso invitó a dos chicas y a un chico para que expusieran las razones por las que lo habían intentado. Los escuchamos, pero era evidente que habían sido sometidos a tantas sesiones terapéuticas que ya no sabían dónde estaba la verdad. Las respuestas que dieron parecían forzadas y se apoyaban en conceptos de autoestima y otras palabras que sonaban falsas puestas en su boca. Una de las chicas, Rannie Jilson, había intentado acabar con su vida preparándose un pastel con veneno para ratas a fin de no despertar sospechas, con lo que únicamente había conseguido matar a su abuela de ochenta y seis años, especialmente aficionada a los dulces. Rannie, al contarlo, no pudo contener las lágrimas y fue consolada por la presentadora, quien de inmediato dio paso a los anuncios publicitarios.
Hubo muchas personas que protestaron contra los artículos y programas de televisión pues en su opinión aparecían demasiado tiempo después de ocurridos los hechos. La señora Eugene dijo:
—Que la dejen descansar en paz.
La señora Larson, por su parte, se lamentaba de que los medios de comunicación social se hubieran ocupado del asunto «precisamente cuando todo estaba volviendo a la normalidad». Aun así, los reportajes nos ponían en guardia contra las señales de peligro que no podíamos por menos de tener en cuenta. ¿Tenían las pupilas dilatadas las niñas Lisbon? ¿Hacían un uso excesivo de los sprays nasales? ¿O quizá de los colirios? ¿Habían dejado de interesarse por las actividades escolares, por los deportes, por sus aficiones particulares? ¿Se habían distanciado de sus compañeros? ¿Tenían crisis de llanto sin motivo justificado? ¿Se quejaban de insomnio, de dolores torácicos, de constante fatiga? Comenzaron a llegar folletos. Eran de color verde oscuro con letras blancas y los enviaba la Cámara de Comercio local.
—Consideramos que el verde era un color alegre, pero no excesivamente alegre —dijo el señor Babson, que era el presidente—. El verde, además, era serio. Así que insistimos en él.
Los folletos no hablaban para nada de la muerte de Cecilia y ahondaban, en cambio, en las causas del suicidio en general. Por ellos nos enteramos de que en Estados Unidos se producían ochenta suicidios diarios, a razón de uno cada dieciocho minutos, lo que sumaba treinta mil suicidios al año; que cada minuto había un intento de suicidio y que alguno llegaba a término; que por cada tres o cuatro varones se suicidaba una mujer, pero que éstas lo intentaban en un número tres veces superior al de los hombres; que entre los suicidas había más blancos que personas no blancas; que en los últimos cuarenta años se había triplicado el número de suicidios entre los jóvenes (15-24); que el suicidio era la segunda causa de muerte entre los estudiantes de segunda enseñanza; que la cuarta parte de todos los suicidios se producía en el grupo de edad comprendido entre los quince y los veinticuatro años pero que, contrariamente a lo que pudiera pensarse, el índice más alto de suicidios se daba entre los varones de raza blanca mayores de cincuenta años. Hubo muchos hombres que afirmaron posteriormente que los miembros de la junta de la Cámara de Comercio local —el señor Babson, el señor Laurie, el señor Peterson y el señor Hocksteder— habían demostrado una gran previsión al predecir la publicidad negativa que el miedo al suicidio reportaría a nuestra ciudad, así como la posterior disminución de la actividad comercial. Mientras duró la racha de suicidios, y durante un cierto tiempo después, la Cámara de Comercio se ocupó menos de la afluencia de compradores negros que de la disminución de los blancos. Hacía años que afluían negros, generalmente mujeres, que se mezclaban con nuestras sirvientas. El centro comercial de la ciudad se había deteriorado hasta tal punto que la mayoría de los negros no tenían ningún otro sitio al que acudir. No era casualidad que pasaran por delante de nuestros escaparates en los que se exhibían elegantes maniquíes luciendo faldas de color verde, alpargatas rosa, monederos azules con broches formados por dos ranas doradas unidas en un beso. A pesar de que siempre habíamos preferido hacer de indios que de vaqueros, y que considerábamos que Travis Williams era el que mejor pateaba y Willie Horton el que mejor le pegaba, nada nos molestaba tanto como una persona negra comprando en Kercheval. No podíamos por menos de preguntarnos si ciertas «mejoras» del Village no habían obedecido al deseo de ahuyentar a los negros. La figura del escaparate de la tienda de vestidos, por ejemplo, tenía una cabeza terriblemente puntiaguda y cubierta con una capucha, mientras que el restaurante había eliminado el pollo frito de la carta sin que mediase explicación alguna. Sin embargo, nunca llegamos a saber si estas modificaciones habían sido planificadas, puesto que apenas comenzaron los suicidios la Cámara de Comercio dirigió toda su atención hacia una «Campaña en favor del Bienestar». Bajo el disfraz de educación sanitaria, la cámara colocó unos avisos en los institutos donde facilitaba información acerca de una gran variedad de contingencias, desde el cáncer rectal a la diabetes. Se autorizó a los Hare Krishna a que entonaran sus cánticos con la cabeza afeitada y sirvieran gratuitamente alimentos vegetales azucarados. A todo esto vinieron a sumarse los folletos verdes y las sesiones de terapia familiar en las cuales los hijos describían sus pesadillas. Willie Kuntz, que asistió a una de ellas obligado por su madre, dijo:
—No querían dejarme salir hasta que me echara a llorar y dijera a mi madre que la quería. Y así lo hice. Pero lo de llorar fue pura farsa. Me restregué los ojos hasta que me escocieron y la cosa dio resultado.
Sometidas a creciente escrutinio, las chicas se las arreglaron para no llamar la atención en la escuela. Sus diferentes imágenes de la época se mezclan con la imagen general del grupo moviéndose a través del vestíbulo central. Pasaban por debajo del gran reloj de la escuela cuando la negra manecilla de los minutos señalaba hacia abajo en dirección a sus frágiles cabezas. Siempre creímos que el reloj acabaría cayendo, pero nunca ocurrió, y tan pronto como las chicas sorteaban el peligro sus faldas se hacían transparentes con la luz que llegaba del otro extremo del vestíbulo, revelando sus piernas. No obstante, si las seguíamos, las chicas se desvanecían y, al mirar en las clases donde podían haber entrado, veíamos cualquier rostro menos el de ellas, o les perdíamos el rastro e íbamos a parar a la escuela elemental, entre un remolino incomprensible de pinturas hechas con el dedo. El olor a huevo de la pintura al temple todavía nos retrotrae a aquellas inútiles persecuciones. Los corredores, limpiados durante la noche por solitarios conserjes, estaban en silencio, y nosotros seguíamos una flecha trazada a lápiz por algún niño a lo largo de quince metros de pared diciéndonos a nosotros mismos que esta vez hablaríamos con las chicas Lisbon y les preguntaríamos qué les preocupaba. A veces sorprendíamos algún andrajoso calcetín al volver una esquina o tropezábamos con ellas, agachadas delante de un armario, embutiendo los libros en él, apartándose los cabellos de los ojos. Pero siempre ocurría lo mismo: sus blancos rostros se deslizaban a cámara lenta ante nuestros ojos, mientras nosotros hacíamos como que no las buscábamos, como que ni siquiera sabíamos de su existencia.
Conservamos algunos documentos de aquella época (número trece y número quince): las evaluaciones de química de Therese, el trabajo de historia sobre Simone Weil que escribió Bonnie, las frecuentes excusas falsificadas que presentaba Lux para saltarse las clases de educación física. Utilizaba siempre el mismo procedimiento: imitaba las rígidas t y b de la firma de su madre y después, para diferenciar su propia caligrafía, firmaba debajo con su nombre a lápiz, Lux Lisbon, con las dos L mayúsculas inclinadas juntándose por encima del foso de la u y del alambre espinoso de la x. También Julie Winthrop solía saltarse la clase de gimnasia y pasaba muchas horas con Lux en el vestuario de las chicas.
—Solíamos encaramarnos a los armarios y fumábamos —nos contó—. Desde abajo no podía vernos nadie, y si entraba algún profesor, no podía saber de dónde venía el humo. Se figuraban que alguien había estado allí fumando, pero que ya se había marchado.
Según Julie Winthrop, ella y Lux no eran más que «compañeras de pitillo», y subidas en lo alto de los armarios apenas hablaban, ya que estaban demasiado atentas a aspirar el humo o a escuchar los pasos de alguien que pudiera acercarse. Dijo que Lux sólo era fría en apariencia y que posiblemente su frialdad no era más que una reacción frente al dolor.
—Decía continuamente: «Estoy hasta las narices de la escuela» o «Me falta tiempo para marcharme de aquí». Pero eso, en realidad, lo pensábamos todos.
Una vez, sin embargo, cuando ya habían terminado de fumar, Julie saltó de los armarios y se dispuso a salir, pero al ver que Lux no la seguía, la llamó por su nombre.
—Siguió sin responder, por lo que volví atrás y miré hacia arriba. Allí estaba, tumbada encima del armario, abrazándose a sí misma. No hacía ningún ruido, pero temblaba como si tuviera frío.
Nuestros profesores recordaban de maneras muy distintas a las chicas durante ese periodo, y la opinión dependía bastante de la asignatura que enseñasen. El señor Nillis decía de Bonnie:
—No se establecía contacto con ella. No puede decirse que hiciéramos buenas migas.