Read Las vírgenes suicidas Online
Authors: Jeffrey Eugenides
Hay una foto de aquella noche (documento número diez). Las niñas aparecen una al lado de la otra con sus vestidos de fiesta, hombro contra hombro, como las pioneras. Sus rígidos peinados (o «antipeinados», según dijo Tessie Nepi, la esteticista) poseen aquella connotación estoica y presuntuosa de la moda europea que intenta imponerse a la rusticidad. También los vestidos tienen un aire extranjerizante, con sus pecheras rematadas de encaje y sus cerrados escotes. Aquí están tal como las conocimos, tal como seguimos recordándolas: la asustadiza Bonnie, como rehuyendo el destello de la fotografía; Therese, con aquella cabeza suya comprimida que le hacía entrecerrar las suspicaces rendijas de los ojos; Mary, muy comedida y en pose; y Lux, que no mira la cámara sino el aire. Aquella noche llovió y justo sobre la cabeza de Lux cayó un goterón que le fue a parar a la mejilla un segundo antes de que el señor Lisbon dijera: «Cuidado». Aunque dista mucho de ser perfecta (un foco perturbador de luz irrumpe por la izquierda), la fotografía reproduce el orgullo de una prole hermosa y de un rito liminar. En los rostros de las hermanas Lisbon resplandece una especie de esperanza. Agarradas entre sí, empujándose para caber en el encuadre, es como si se animaran a esperar algún descubrimiento o algún cambio de vida. Sí, de vida. Eso, por lo menos, es lo que nos parece ver. No la toquen, por favor. Volvemos a guardarla en el sobre.
Una vez hecha la fotografía, las chicas se quedaron esperando a los muchachos cada una a su manera, Bonnie y Therese se sentaron a jugar a las cartas, mientras Mary permanecía inmóvil en el centro del salón, como si no quisiese que se le arrugara el vestido. Lux abrió la puerta principal y caminó, vacilante, hacia el porche. Creímos, de pronto, que se había torcido el tobillo, pero después nos dimos cuenta de que llevaba tacones altos. Caminaba arriba y abajo, como practicando, hasta que el coche de Parkie Denton dobló la esquina. Entonces dio media vuelta, llamó al timbre de la puerta de su casa para avisar a sus hermanas y desapareció en el interior.
Nosotros estábamos en la calle y vimos acercarse el coche. El Cadillac amarillo de Parkie Denton se aproximó flotando calle abajo, los chicos como suspendidos en el interior. Pese a que llovía y estaba funcionando el limpiaparabrisas, el interior del coche resplandecía con un cálido fulgor. Al pasar por delante de la casa de Joe Larson, los chicos levantaron los pulgares.
El primero en salir fue Trip Fontaine. Se había remangado las mangas de la chaqueta como había visto que hacían los modelos masculinos que aparecían en las revistas de moda de su padre. Llevaba una corbata muy estrecha. Parkie Denton se había puesto una americana azul, al igual que Kevin Head. Finalmente salió Joe Hill Conley, que iba sentado detrás y llevaba una americana de tweed que le estaba grande porque era de su padre, maestro de escuela y comunista. Los chicos titubearon un momento y se quedaron junto al coche, como si no advirtieran que estaba lloviendo, hasta que Trip Fontaine se dirigió por fin al camino de entrada de la casa. Los perdimos de vista cuando cruzaron la puerta, aunque después nos contaron que el principio de aquella salida había sido como el de otra cualquiera. Las chicas habían desaparecido escaleras arriba, fingiendo no estar preparadas, y el señor Lisbon había hecho pasar a los muchachos al salón.
—Las niñas bajarán en seguida —dijo mirando el reloj—. ¡Huy! Será mejor que yo también me prepare.
Bajo el arco apareció la señora Lisbon. Tenía la mano en la sien, como si le doliera la cabeza, pero sonrió cortésmente.
—Hola, chicos.
—Hola, señora Lisbon —dijeron todos al unísono.
Como Joe Hill Conley diría más tarde, tenía el aspecto contenido de una persona que ha estado llorando en la habitación de al lado. Había advertido en la señora Lisbon (esto dijo muchos años después, por supuesto, cuando Joe Hill Conley ya se arrogaba la facultad de extraer a voluntad la energía de su
chakras)
un dolor antiguo que emanaba de toda su persona, algo que era el compendio del dolor de toda su familia.
—Era una mujer que provenía de una raza triste —dijo—. La cosa no había empezado con Cecilia, sino que aquella tristeza se había iniciado mucho antes, antes de América. Las chicas también la tenían.
Nunca habían advertido que llevase gafas bifocales.
—Le partían los ojos por la mitad.
—¿Quién conduce? —preguntó la señora Lisbon.
—Yo —respondió Parkie Denton.
—¿Cuánto tiempo hace que tienes carné?
—Dos meses. Pero ya hacía un año que tenía el permiso.
—Normalmente no dejamos que las niñas vayan en coche. Hay tantos accidentes ahora. Está lloviendo y los caminos deben de estar resbaladizos. Espero que seas prudente.
—Lo seremos.
—De acuerdo —exclamó el señor Lisbon—, ha terminado el interrogatorio. ¡Chicas! —gritó dirigiéndose al techo—. Me voy. Os veré en el baile, muchachos.
—Allá nos veremos, señor Lisbon.
Salió y dejó a los chicos solos con su esposa. La señora Lisbon no miraba a los ojos, pero hacía una exploración general, como las enfermeras jefes cuando revisan los gráficos. Después se acercó al pie de la escalera y miró hacia arriba. Ni el mismo Joe Hill Conley pudo deducir lo que pensó en aquel momento. Tal vez pensaba en Cecilia, cuando había subido por aquella misma escalera cuatro meses antes. O en la escalera por la que ella misma había bajado el día que tuvo su primera cita. O escuchaba aquellos ruidos que sólo puede oír una madre. Ninguno de los chicos recordaba haber visto nunca a la señora Lisbon tan distraída como aquel día. Parecía haber olvidado que ellos estaban allí. Tenía la mano en la sien (sí, le dolía la cabeza).
Por fin aparecieron las hermanas Lisbon en lo alto de la escalera. Estaba bastante oscuro (tres bombillas, de las doce que tenía la araña de cristal, estaban fundidas) y mientras bajaban se agarraban ligeramente a la barandilla. Los vestidos holgados que llevaban le recordaron a Kevin Head las túnicas de los niños que cantan en los coros.
—Pero ellas no parecían advertirlo. Creo, personalmente, que aquellos vestidos les gustaban. O a lo mejor es que estaban tan contentas de poder salir que no les importaba lo que llevasen. Tampoco a mí me importaba. Estaban guapísimas.
Sólo cuando llegaron al pie de la escalera los chicos se dieron cuenta de que no habían decidido cómo se emparejarían. Naturalmente, Trip Fontaine tenía derechos adquiridos sobre Lux, pero las otras tres estaban por adjudicar. Por suerte, los vestidos y los peinados las hacían homogéneas.
Una vez más, los chicos no estaban seguros de quién era quién. En lugar de preguntar, hicieron lo primero que se les ocurrió: ofrecerles la flor que llevaban para cada una.
—Las flores son blancas —dijo Trip Fontaine—. No sabíamos de qué color sería el vestido y el chico de la floristería nos ha dicho que el blanco va bien con todo.
—Me gusta que sean blancas —dijo Lux al tiempo que cogía el ramillete, que estaba dentro de una pequeña caja de plástico.
—No hemos querido comprar esas flores que se ponen en la muñeca —explicó Parkie Denton— porque siempre se caen.
—Sí, no son prácticas —dijo Mary.
Nadie dijo nada más. Nadie se movió. Lux examinó la flor encerrada en la cápsula contra el tiempo. De pronto, la señora Lisbon dijo:
—¿Por qué no dejáis que ellos os las prendan?
Al oír aquellas palabras, las chicas dieron un paso al frente, ofreciendo tímidamente las pecheras de los vestidos. Los chicos manosearon torpemente las flores, las sacaron de sus estuches prescindiendo de los alfileres decorativos que las sujetaban. Sentían clavada sobre ellos la mirada de la señora Lisbon y, aunque estaban lo bastante cerca de las chicas para notar su aliento y oler el primer perfume que se habían puesto en la vida, no sólo procuraron no pincharlas, sino ni siquiera tocarlas. Levantaron suavemente la tela que les cubría los pechos y les prendieron las flores blancas sobre el corazón. Cada uno se adjudicó la chica a la que le había prendido la flor. Al terminar, dieron las buenas noches a la señora Lisbon y escoltaron a las chicas hasta el Cadillac, sosteniendo las cajas que habían contenido las flores sobre sus cabezas para protegerles el cabello de la lluvia.
A partir de aquel momento las cosas fueron mejor de lo que habían esperado. En sus casas, los muchachos se habían imaginado a las hermanas Lisbon con todos los elementos del decorado que les brindaba su pobre imaginación: retozando entre el oleaje o deslizándose juguetonas en la pista de hielo o haciendo oscilar ante nuestros ojos los pompones de los gorros de esquí como si fuesen frutas maduras. Pero ya en el coche, sentados junto a las chicas de carne y hueso, descubrieron hasta qué punto eran erróneas aquellas imágenes. Quedaron igualmente descartadas cualidades negativas tales como que las chicas estaban locas o al menos ligeramente chaladas. (Siempre resulta que la vieja loca que encuentras todos los días en el ascensor está perfectamente cuerda cuando decides hablar con ella.) La revelación fue, para los chicos, más o menos ésta:
—No eran muy diferentes de mi hermana —declaró Kevin Head.
Alegando que nunca tenía ocasión de hacerlo, Lux quiso sentarse delante. Se colocó entre Trip Fontaine y Parkie Denton. Mary, Bonnie y Therese se apelotonaron en el asiento de atrás, Bonnie la más fastidiada. Joe Hill Conley y Kevin Head se sentaron uno a cada lado, junto a las puertas traseras.
Vistas de cerca, las hermanas Lisbon tampoco parecían deprimidas. Se instalaron en los asientos sin que les importaran demasiado las apreturas. Mary iba casi sentada en las rodillas de Kevin Head y se pusieron a charlar inmediatamente. Al pasar por delante de las casas, hacían comentarios sobre las familias que vivían en ellas, lo que indicaba que nos habían estado observando con el mismo interés con que nosotros las observábamos a ellas. Hacía dos veranos que habían visto al señor Tubbs, cogerente de UAW, cuando daba un puñetazo a la mujer que siguió a su esposa hasta su casa después de un accidente de automóvil sin importancia. Sospechaban que los Hessen habían sido nazis o simpatizantes de los nazis. Detestaban el cobertizo de aluminio de los Krieger.
—El señor Belvedere ataca de nuevo —dijo Therese refiriéndose al presidente de la empresa de rehabilitación de viviendas en su anuncio nocturno.
Como nosotros, las chicas tenían recuerdos muy precisos sobre diferentes arbustos, árboles y tejados de garajes. Se acordaban de los motines racistas, del día en que desfilaron los tanques por nuestra calle y la Guardia Nacional se lanzó en paracaídas en los patios de nuestras casas. Después de todo, eran vecinas nuestras.
Al principio los chicos permanecían callados, agobiados por la locuacidad de las hermanas Lisbon. ¿Quién hubiera dicho que hablaban tanto, que tenían tantas opiniones, que palpaban el mundo con tantos dedos? Entre las esporádicas ojeadas que les habíamos dirigido, las chicas habían continuado sus vidas, desarrollándose de una manera que ni siquiera podíamos imaginar, leyéndose todos los libros de la expurgada biblioteca familiar. Sin embargo, en cierto modo habían aprendido cómo debían comportarse cuando salían con chicos gracias a la televisión o a lo que habían observado en la escuela, por lo que sabían mantener una conversación fluida o llenar los embarazosos silencios que pudieran producirse. Su inexperiencia en materia de trato con chicos se ponía únicamente de manifiesto a través de sus remilgados peinados, cuyo relleno parecía estar a punto de salirse por todas partes, o de las agujas excesivamente visibles con que se sujetaban el cabello. La señora Lisbon jamás les había dado consejos de belleza y tenía vedada la entrada en la casa a las revistas femeninas (un artículo publicado en Cosmo, «¿Eres multiorgásmica?», había sido la gota que colmó el vaso). Las chicas Lisbon lo habían hecho lo mejor que habían podido.
Lux se pasó todo el viaje manipulando la radio para localizar su canción favorita.
—Me crispa los nervios —dijo—, sabes que la están tocando en alguna parte pero no puedes localizarla.
Parkie Denton enfiló la avenida Jefferson, pasó por delante del edificio Wainwright con su histórica lápida verde y se dirigió al grupo de mansiones situadas frente al lago. En los jardines delanteros brillaban farolas de gas de imitación. En cada esquina había una camarera negra esperando el autobús. Siguieron adelante, pasaron frente al resplandeciente lago y finalmente llegaron a la escuela después de atravesar el camino cubierto por las irregulares copas de los olmos.
—Esperemos un poco —rogó Lux—, quiero fumarme un cigarrillo antes de entrar.
—Papá lo olerá —dijo Bonnie desde el asiento trasero.
—¡Qué va! Llevo pastillas de menta —dijo agitándolas.
—Huele el tabaco en la ropa.
—Pues se le dice que en el lavabo había alguien fumando.
Parkie Denton bajó la ventana de delante mientras Lux fumaba. No se dio prisa, sacaba el humo por la nariz. De pronto avanzó la barbilla en dirección a Trip Fontaine, redondeó los labios y, con un perfil de chimpancé, le envió tres anillos de humo perfectos.
—Que no se muera ninguna virgen —exclamó Joe Hill Conley inclinándose hacia el asiento delantero y atrapando uno.
—¡Menuda vulgaridad! —dijo Therese.
—Sí, Conley —dijo Trip Fontaine—, a ver cuándo empiezas a crecer un poco.
Camino del baile, se formaron las parejas. A Bonnie se le quedó metido el tacón del zapato en la grava y tuvo que apoyarse en Joe Hill Conley para desengancharlo. Trip Fontaine y Lux iban juntos, ya formaban un todo. Kevin Head iba al lado de Therese, mientras Parkie Denton daba el brazo a Mary.
La llovizna había parado un momento y habían empezado a aparecer grupos de estrellas. Bonnie, que había conseguido liberar el tacón, levantó los ojos al cielo y comentó:
—¡Siempre la Osa Mayor! Cuando miras los mapas los ves llenos de estrellas, pero si levantas los ojos lo único que ves es la Osa Mayor.
—Es por las luces de la ciudad —le aclaró Joe Hill Conley.
—¡Pamplinas! —dijo Bonnie.
Las hermanas Lisbon sonreían al entrar en el gimnasio, lleno de rutilantes calabazas y de espantapájaros vestidos con los colores de la escuela. El comité encargado de organizar el baile había optado por el tema de la siega. La pista de baloncesto estaba cubierta de paja y en la mesa de la sidra había cornucopias que vomitaban tumorosos calabacines. El señor Lisbon ya había llegado, llevaba una corbata anaranjada que reservaba para las ocasiones festivas. Estaba hablando con el señor Tonover, el profesor de química. El señor Lisbon no se dio por enterado de que sus hijas acababan de llegar aunque muy bien podía haber sido que no las hubiera visto. Las luces de la pista habían sido recubiertas con gelatina anaranjada del teatro y las gradas quedaban a oscuras. Del tanteador colgaba una bola de discoteca que habían alquilado y que inundaba la sala de manchas de luz.