Las señoritas de escasos medios (3 page)

BOOK: Las señoritas de escasos medios
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«Más te vale perder una sola parte del cuerpo y no que todo él vaya al infierno», tronaba la voz del cura. «El Infierno, por supuesto, es un concepto negativo. Pongámoslo en positivo. Dándole un matiz positivo, el texto diría: "Más te vale entrar tuerto en el Reino de los Cielos que no entrar"». Todo ello esperaba llegar a publicarlo en un volumen de sermones escogidos, pues aún era inexperto en muchos sentidos, aunque luego se curtiría en cierto modo como capellán del ejército.

Joanna, por tanto, había decidido entrar tuerta en el Reino de los Cielos. Aunque lo cierto es que no parecía tuerta, ni mucho menos. Consiguió un empleo en Londres y se instaló en el club May of Teck. En su tiempo libre se dedicaba a la elocución. Al final de la guerra comenzó a estudiar y se entregó a ello por completo. El mundo de la poesía sustituyó al mundo del sacristán, y para sacarse el diploma empezó a dar clases a seis chelines la hora.

Los crueles soldados de la caballería

han matado a mi fauno, que pronto morirá.

Nadie en el club May of Teck conocía del todo bien la historia de Joanna, pero se daba por hecho que tenía una trascendencia heroica. Se la comparaba con Ingrid Bergman, y era de las pocas que no intervenían en las discusiones entre las socias y empleadas sobre asuntos como si la comida engordaba mucho o poco, incluso estando como estaba racionada por la guerra.

Capítulo 3

E
n todas las habitaciones y dormitorios los dos temas preferidos eran el amor y el dinero. En primer lugar iba el amor, mientras que el dinero se consideraba algo subsidiario, imprescindible para cuidar el aspecto físico y para hacerse con los vales de ropa en el mercado negro a su precio oficial, que era de ocho cupones por una libra.

El club estaba en una amplia casa victoriana cuyo interior había sufrido muy pocos cambios desde los tiempos en que era un domicilio privado. En su distribución se parecía a la mayoría de las residencias femeninas, que ofrecían un ambiente respetable por un precio sensato, y que abundaban desde que la emancipación femenina empezara a forzar su aparición. Ninguna de las inquilinas del club May of Teck lo consideraba una residencia, salvo en momentos de desánimo tales como los experimentados por las socias jóvenes, cosa que solo les sucedía cuando un novio las abandonaba.

El sótano de la casa estaba ocupado por las cocinas, la lavandería, el horno y los depósitos de combustible.

En la planta baja estaban los despachos del personal, el comedor, la sala de juegos y el salón, recién empapelado en un color marrón parecido al barro. Por desgracia, el molesto papel había aparecido en grandes cantidades al fondo de un armario. De lo contrario, las paredes podían haber seguido siendo igual de grises y cochambrosas que antes, como las paredes del mundo entero.

Los novios de las socias podían cenar como invitados por un módico precio de dos libras y seis peniques. También estaba permitido recibir a las visitas en la sala de juegos, la terraza que comunicaba con ella y el salón, cuyas paredes de color barro resultaban tan tristonas en aquellos tiempos (pues las socias no sabían que, años después, muchas de ellas forrarían las paredes de sus propias casas con un papel de tono similar, que para entonces se habría convertido en un signo de elegancia).

Sobre esta zona, en el primer piso, donde en épocas previas de privados esplendores hubo un gran salón de baile, ahora había un gran dormitorio. La estancia estaba dividida en numerosos cubículos separados con cortinas. Allí vivían las socias más jóvenes, chicas entre los dieciocho y los veinte años, procedentes a su vez de los cubículos de los internados que salpicaban la campiña inglesa, chicas que sabían de sobra lo que era vivir en un dormitorio como aquel. Las inquilinas de esta planta aún no sabían hablar de hombres. Todo giraba en torno a si el hombre en cuestión bailaba bien y tenía sentido del humor. Como las Fuerzas Aéreas tenían mucho predicamento, la Cruz de Vuelo Distinguido daba una clara ventaja. En 1945 tener un historial en la batalla de Inglaterra, a ojos de las inquilinas del dormitorio del primer piso, equivalía a echarse años encima. Lo de Dunkerque era otras de esas cosas raras que hacían sus padres. Los que triunfaban de verdad con ellas eran los heroicos pilotos de la batalla de Normandía, dados a repantigarse en los cojines del salón del club. Con ellos el entretenimiento estaba asegurado:

—¿Os sabéis la historia de los dos gatos que se fueron a Wimbledon? Resulta que uno de los gatos convence al otro de ir a Wimbledon a ver el tenis. Al cabo de dos sets un gato le dice al otro: «La puñetera verdad es que me aburro. No consigo entender por qué te interesa tanto el deporte del tenis». Y el otro gato le contesta: «¡Pues porque mi padre le da
cuerda
al negocio!».

—¡Ay! —gritaban las chicas, tronchadas de risa ante la absurda creencia de que las cuerdas de raqueta se hacían con tripas de gato.

—Pero la historia no se acaba ahí. Detrás de los dos gatos se había sentado un coronel. Estaba viendo el tenis porque, en plena contienda bélica, no tenía nada que hacer. El caso es que el coronel en cuestión iba con su perro. Así que cuando los gatos se pusieron a hablar, el perro se volvió hacia el coronel y le dijo: «¿Has oído a esos dos gatos que tenemos delante?». «No, cállate», dijo el coronel. «Estoy viendo el partido.» «Vale», dijo el perro, que era un animal muy alegre. «Pensaba que te podían sorprender dos gatos que hablan.»—Hay que ver —dijo esa noche una voz en el dormitorio—. ¡Qué sentido del humor tan fenomenal! —añadió con una risita alborozada.

En vez de unas chicas a punto de dormirse parecían unos pajarillos que acabaran de despertarse, porque «¡Qué sentido del humor tan fenomenal!» podría ser perfectamente la eufonía coral de las aves del parque cinco horas más tarde, si alguien se parase a escucharla.

Encima del dormitorio estaba el piso donde dormían las empleadas y las socias que podían permitirse un cuarto compartido en lugar de un simple cubículo. Estas mujeres, que dormían en habitaciones de cuatro camas, o incluso de dos, solían ser jóvenes de paso, o bien socias temporales que estaban buscando un piso o un apartamento individual. En la segunda planta vivían dos de las solteronas mayores, Collie y Jarvie, que llevaban ocho años compartiendo habitación, porque estaban ahorrando con vistas a la vejez.

Pero en el piso superior parecían haberse reunido, por una especie de acuerdo instintivo, la mayoría de las célibes; solteronas de carácter estable y edades variadas que habían optado por una vida no matrimonial, junto a varias más que estaban abocadas a acabar de igual modo, pero sin ser aún conscientes de ello.

Esta tercera planta contenía cinco dormitorios grandes, ahora convertidos mediante tabiques en diez pequeños. Sus inquilinas iban desde las jóvenes vírgenes monas y remilgadas, en quienes nunca se revelaría la mujer que llevaban dentro, hasta las marimandonas de veintitantos años, que eran demasiado hembras para rendirse jamás a un hombre. Greggie, la tercera de las solteronas mayores, tenía su habitación en este piso. Era la menos mona, pero la más simpática de todas.

En este rellano también tenía su habitación Pau— line Fox, una joven chiflada que tenía la costumbre de arreglarse mucho algunas noches, poniéndose esos trajes largos que estuvieron de moda en los años inmediatamente posteriores a la guerra. También usaba esos largos guantes blancos que se llevaban entonces y se dejaba el pelo suelto, que le caía en bucles sobre los hombros. Estas noches solía decir que se iba a cenar con el famoso actor Jack Buchanan. Como nadie lo puso en duda abiertamente, su locura pasó inadvertida.

Allí estaba también la habitación de Joanna Childe, a quien se oía ensayar su elocución cuando la sala de juegos estaba ocupada:

En primavera las flores

nos perfuman los dolores.

En la parte superior de la casa, en el cuarto piso, era donde tenían sus habitaciones las chicas más atractivas, elegantes y divertidas. Todas tenían anhelos sociales variados y cada vez más intensos, conforme la paz iba entrando sigilosamente en sus vidas. Los cinco dormitorios superiores los ocupaban solamente cinco chicas. Tres de ellas tenían amantes, además de amigos a los que trataban con vistas al matrimonio, pero sin casarse con ellos. De las dos restantes, una estaba a punto de comprometerse y la otra era Jane Wright, una chica gorda pero con el atractivo intelectual que le daba el hecho de trabajar en una editorial. Mientras buscaba marido se entretenía con una serie de intelectuales jóvenes.

Encima de esta planta no había nada más que el tejado, antes accesible por el ventanuco que había en el techo del cuarto de baño, ahora un cuadrado de madera inútil desde que lo clausuraran tras la guerra, cuando entró por ahí un ladrón o bien un amante que atacó a una socia (aunque tal vez solo discutiera con ella, o, como mantenían algunas, se los encontraran a los dos metidos en la cama); sea como fuere, el incidente dejó tras de sí una leyenda poblada de gritos en la noche, y desde entonces la claraboya estaba cerrada a cal y canto. Los obreros que iban de vez en cuando a hacer alguna reparación en el tejado no tenían más remedio que subir por el desván del hotel contiguo. Greggie decía que se sabía la historia entera, porque del club lo sabía absolutamente todo. Es más, fue ella quien, inspirada por un súbito recuerdo, guio a la directora hacia el armario donde estaba aquel arsenal de papel color barro que ahora profanaba las paredes del salón, como desafiándolas a todas a plena luz del día. Las chicas del último piso se planteaban a menudo la posibilidad de salir a tomar el sol en la azotea, subiéndose a una silla para ver si de ese modo lograban abrir la trampilla. Pero la portezuela no se movía ni un centímetro, y de nuevo fue Greggie quien les explicó por qué. Cada vez que les contaba la historia, se las arreglaba para mejorarla.

—Si hubiera un incendio no podríamos salir —dijo Selina Redwood, que era extremadamente guapa.

—Es evidente que no sabes lo que dice el manual de emergencias —dijo Greggie.

Eso era cierto. Selina casi nunca cenaba en el club, de modo que jamás había oído las normas. El manual lo leía la directora cuatro veces al año después de cenar, y esas noches no estaba permitido traer invitados. Al fondo de la planta superior había una escalera de incendios con dos rellanos, que daba a una salida de emergencia en perfecto estado, y el edificio entero estaba dotado de cajas con los utensilios precisos para estos casos. En las noches sin invitados también se recordaba a las socias que no debían tirar cosas grandes al retrete, por los problemas que daban las cañerías antiguas y lo difícil que era conseguir un buen fontanero en los últimos tiempos. También se les recordaba que cuando daban un baile en el club tenían que dejarlo todo en su sitio. El hecho de que algunas socias se marcharan a la discoteca con su novio, pensando que ya recogería alguien todo lo que ellas habían desordenado, era algo que la directora, según decía, era incapaz de entender.

Selina, que nunca había asistido a ninguna de estas cenas con la directora, se había perdido todo aquello. Por su ventana se veía, a la misma altura que el último piso del club y tras los cañones de las chimeneas, la azotea compartida con el hotel contiguo, que habría sido ideal para tomar el sol. Ninguna de las ventanas de su cuarto daba al tejado, pero un día cayó en la cuenta de que sí se podía acceder a él por el ventanuco del cuarto de baño, una estrecha abertura que se había visto reducida aún más cuando, en algún momento de la historia del edificio, el muro donde estaba se subdividió para construir los aseos. Para ver el tejado había que subirse al retrete. Selina midió el ventanuco. Era un rectángulo de dieciocho centímetros de ancho por treinta y cinco de largo. Con un clásico modelo de bisagra.

—Estoy segura de que puedo colarme por la ventana del baño —le dijo a Anne Baberton, que ocupaba la habitación de enfrente.

—¿Por qué quieres colarte por la ventana del baño? —dijo Anne.

—Porque da al tejado. Es un saltito de nada.

Selina estaba delgadísima. En la planta de arriba el asunto del peso y las medidas tenía una enorme importancia. La capacidad o incapacidad de colarse por la ventana del baño sería una de esas pruebas usadas para demostrar que la política alimenticia del club hacía engordar a sus socias innecesariamente.

—Una decisión suicida —dijo Jane Wright.

Acomplejada por su gordura, Jane vivía siempre entre ansiosa y temerosa de la siguiente comida, decidiendo lo que podía comer y lo que debía dejarse en el plato, y tomando contramedidas por el hecho de que su trabajo en la editorial era básicamente intelectual, lo que significaba que su cerebro precisaba una alimentación más consistente que la del resto de la gente.

De las cinco socias de la planta superior, las únicas capaces de colarse por la ventana del baño eran Selina Redwood y Anne Baberton, y Anne solo lo conseguía desnuda y con el cuerpo embadurnado en margarina. Tras un primer intento en que se torció el tobillo al saltar y se hizo un rasguño al encaramarse para volver a entrar, Anne decidió que a partir de entonces usaría su ración de jabón para suavizarle la salida. El jabón lo tenían igual de racionado que la margarina, pero era un bien más preciado porque, al fin y al cabo, no engordaba. En cuanto a la crema hidratante, era demasiado cara para desperdiciarla en la aventura de la ventana.

Jane Wright no lograba entender por qué a Anne le preocupaba tanto sacarle tres centímetros y medio de cadera a Selina, si en cualquier caso estaba delgada y ya se había prometido en matrimonio. De pie sobre la tapa del retrete, le tiró a Anne su gastada bata verde para que se cubriera con ella el cuerpo enjabonado, y le preguntó qué tal se estaba en el tejado. Las otras dos chicas de esa planta iban a pasar todo el fin de semana fuera.

Anne y Selina estaban asomadas a una parte de la azotea que Jane no lograba ver. Al regresar le informaron de que desde allí se veía el jardín de atrás, donde Greggie estaba ofreciéndoles una visita guiada a dos de las nuevas socias. Les estaba enseñando el sitio donde cayó la bomba que no estalló y que tuvo que ser retirada por un equipo especial de la policía, operación durante la cual todas las socias se vieron obligadas a abandonar el edificio. Greggie también les enseñó el sitio donde, en su opinión, aún quedaba otra bomba que no había estallado todavía.

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