Read Las señoritas de escasos medios Online
Authors: Muriel Spark
—Ya la he llamado, a decir verdad. Parece no saber nada de Selina, y las demás chicas tampoco. Pero yo tenía la esperanza de que pudieran haberse equivocado. Ya sabe usted cómo son estas cosas.
—Selina… —dijo el párroco.
—Sí, ese es su nombre.
—Un momento. Ahora que me acuerdo, sí que se habló de una tal Selina. Una de las chicas, una joven— cita de buen aspecto, se quejó de que Selina se había llevado su único traje de noche. ¿Puede ser esa?
—Esa es.
—No es muy amable de su parte eso de birlarle el vestido a otra chica, sobre todo cuando todas habían perdido la ropa en el incendio.
—Era un vestido de Schiaparelli.
El párroco prefirió no intervenir más en el enigma aquel. Al poco llegaron donde estuvo el club May of Teck. Ahora parecía uno de los muchos lugares asolados que había en ese barrio, como si le hubiera caído una bomba hacía ya años, o un misil teledirigido acabara de destruirlo hacía apenas unos meses. Las baldosas del sendero del porche estaban desperdigadas por el suelo, sin llevar a ninguna parte. Las columnas tumbadas por doquier daban al lugar un aspecto de ruina romana. En la parte trasera había un muro medio derruido que parecía perdido en mitad de la nada. El jardín de Greggie era un montón de escombros donde habían brotado unas extrañas plantas con alguna florecilla. Las baldosas rosas y blancas del vestíbulo mostraban estados variados de abandono, mientras en la parte inferior del maltrecho muro ondeaba un pedazo del célebre papel marrón con el que estaban forradas las paredes del salón del club.
Quitándose el sombrero negro de ala ancha, el padre de Joanna contempló la escena.
Hileras de manzanas en el desván…
Al cabo de unos instantes el párroco murmuró:
—La verdad es que no hay nada que ver.
—Es un caso parecido al de mi grabación —dijo Nicholas.
—Sí —respondió el anciano—. No queda nada.
Todo eso ha dejado de existir.
Rudi Bittesch se acercó a una pila de cuadernos que había sobre la mesa de Nicholas, hojeando las páginas de alguno de ellos.
—Por cierto, ¿esto es tu manuscrito? —le preguntó.
Normalmente Rudi no se habría tomado la libertad de fisgar entre los papeles de Nicholas, pero en ese momento su amigo estaba en deuda con él, porque Rudi había descubierto el paradero de Selina.
—Quédatelo —le dijo Nicholas, en referencia al manuscrito—. Quédatelo. Puede que un día valga algo cuando yo sea famoso —añadió sin imaginar ni remotamente la extraña muerte que le habría de deparar el destino.
Rudi sonrió al oírle, pero se metió los cuadernos bajo el brazo.
—¿Te vienes? —le preguntó a Nicholas.
Cuando ya iban de camino con la idea de recoger a Jane para acudir todos juntos a la celebración del palacio de Buckingham, Nicholas dijo:
—En cualquier caso, no voy publicar el libro. He destruido el texto mecanografiado.
—Maldita sea, tengo que acarrear los cuadernos estos y ahora me das ese notición. ¿De qué me van a valer si no publicas nada?
—Quédatelos. Nunca se sabe.
Rudi era un hombre cauto. Por eso se quedó con
Los cuadernos sabáticos
, a los que acabaría sacando provecho.
—¿Te interesaría también una carta de Charles Morgan diciendo que soy un genio? —le preguntó Nicholas.
—Veo que estás contento, aunque no tengas ni un puñetero motivo para estarlo.
—Pues sí —dijo Nicholas—. Entonces, ¿te quieres quedar la carta esa?
—¿Qué carta?
—Aquí la tienes —dijo Nicholas.
Del bolsillo interior de la chaqueta se sacó la carta de Jane, arrugada como una vieja fotografía conservada por su valor histórico.
Rudi le echó un vistazo.
—Eso te lo ha hecho Jane —dijo, devolviéndoselo—. ¿Por qué estás tan contento? ¿Has visto a Selina? —Sí.
—¿Y qué te ha dicho?
—Me ha dado muchos gritos. No podía parar de gritar. Era una reacción nerviosa.
—Al verte se habrá acordado de todo el asunto. Ya te dije que no la persiguieras.
—La pobre no podía parar de gritar.
—La habrás asustado. —Sí.
——Te lo dije. No parece que le vaya muy bien, por cierto, con ese cantante de Clarges Street. ¿Le has visto?
—Sí, es un chico de lo más amable. Están casados.
—Eso dicen ellos. Pero a ti te conviene una chica con más carácter. Olvídate de ella.
—Ya. El caso es que él me pidió disculpas por los gritos de ella y yo le pedí disculpas a él, por supuesto. Pero solo conseguimos hacerla gritar más. Creo que casi habría preferido que nos peleáramos.
—No la quieres lo bastante como para pelearte con un cantante cualquiera.
—Es un cantante bastante bueno.
—¿Le has oído cantar?
—Pues no, la verdad. En eso tienes razón.
En cuanto a Jane, había recuperado su estado habitual de optimismo melancólico, y vivía en una habitación amueblada en Kensington Church Street. Ya estaba lista para irse con ellos.
—¿Tú no gritas cuando ves a Nicholas? —le dijo Rudi.
—No —respondió Jane—. Pero si se sigue negando a que George le publique el libro, sí que gritaré. Además, George me echa toda la culpa a mí. Le he contado lo de la carta de Charles Morgan.
—Pues Nicholas tendría que darte más miedo. Consigue hacer gritar a las mujeres, por cierto. A Selina le ha dado un buen susto hoy.
—La verdad es que ha sido ella la que me ha asustado a mí —dijo Nicholas.
—¿Por fin has logrado dar con ella, entonces? —dijo Jane.
—Sí, pero está en estado de
shock.
Creo que he debido de hacerle recordar las escenas de la tragedia.
—Aquello fue un infierno —dijo Jane.
—Ya lo sé.
—¿Por qué se habrá enamorado este hombre de Selina, por cierto? —dijo Rudi—. ¿Por qué no se buscará una mujer con más carácter o una chica francesa?
—Esta es una llamada de larga distancia —dijo Jane precipitadamente.
—Ya lo sé. ¿Quién eres? —dijo Nancy, la hija del cura de las Midlands que a su vez se había casado con otro cura de las Midlands.
—Soy Jane. Escucha, tengo que hacerte una pregunta, muy rápida, sobre Nicholas Farringdon. ¿Tú crees que el incendio le influyó en su conversión a la Orden aquella? Estoy escribiendo un artículo largo sobre él.
—Bueno, a mí me gustaría pensar que fue por influencia de Joanna. Ya sabes que era muy devota de la Alta Iglesia.
—Ya, pero él no estaba enamorado de Joanna, sino de Selina. Después del incendio la buscó por todas partes.
—Ya, pero Selina jamás le podía haber convertido a nada. No llegaba a tanto.
—En su manuscrito Nicholas decía que el mal puede desencadenar una conversión tanto como el bien.
—Yo es que nunca he entendido a los fanáticos estos. El problema es ese, Jane. Creo que Nicholas estaba un poco enamorado de todas nosotras, el pobrecillo.
Aquella noche de agosto, la gente se lanzó a la calle con el mismo ímpetu que en la noche de mayo, cuando se celebró la victoria. Las diminutas siluetas salían puntualmente al balcón cada media hora, saludaban con el brazo y luego desaparecían.
De pronto Jane, Nicholas y Rudi se vieron aprisionados en medio de una multitud que les rodeaba por los cuatro costados.
—A codazo limpio —se dijeron Jane y Nicholas uno al otro, casi a la vez, aunque fuera un consejo completamente inútil.
Un marinero que estaba pegado a Jane le dio un apasionado beso en la boca, cosa que resultó imposible de evitar. Jane quedó a merced de aquella boca con sabor a cerveza hasta que la multitud se disgregó y los tres amigos pudieron tomar un sendero que los llevara a un lugar algo más despejado, con acceso al parque.
Fue allí donde otro marinero, al que en esta ocasión solo vio Nicholas, le clavó una sigilosa navaja entre las costillas a la mujer que estaba con él. En ese instante se encendieron las luces del balcón y el gentío guardó al fin silencio, esperando ver aparecer a la familia real. Sin un solo quejido, la mujer acuchillada inclinó suavemente la cabeza. A muchos metros de distancia otro grito quebraba el silencio, tal vez otra mujer asesinada. O quizá una persona a quien solo le hubieran pisado los dedos de un pie. Entre la multitud se alzó un rugido de voces. Todos los ojos estaban alzados hacia el balcón del palacio, donde los miembros de la familia real habían aparecido en el correspondiente orden, según la importancia de cada uno. Imbuidos del fervor, Rudi y Jane se pusieron a vitorearles.
En cuanto a Nicholas, que seguía embutido entre la gente, intentaba infructuosamente levantar un brazo para llamar la atención hacia la mujer herida. Al mismo tiempo, decía a gritos que acababan de apuñalar a una mujer. Entre tanto, el marinero del cuchillo soltaba improperios contra la mujer desmayada a su lado, que se mantenía en pie por el simple hecho de estar rodeada de una compacta multitud. Estos sucesos privados quedaban perdidos en medio del pandemonio generalizado. De pronto, Nicholas se vio arrastrado por un gentío recién llegado del Malí. Cuando el balcón volvió a quedar a oscuras, Nicholas logró hacerse un pequeño hueco entre la muchedumbre y se encaminó hacia el parque seguido de Jane y Rudi. Al abrirse paso, Nicholas tuvo que pararse precisamente al lado del marinero de la navaja. De la mujer herida ya no había ni rastro. Mientras esperaba a que le dejaran avanzar, Nicholas se sacó del bolsillo la carta de Charles Morgan y se la metió en la camisa al marinero antes de seguir adelante. No le movía ningún motivo concreto ni esperaba sacar nada de ello, pero era un gesto simbólico que en ese momento le pareció importante. Así eran las cosas en aquel entonces.
Los tres amigos emprendieron su regreso por el parque sumido en el frescor de la noche, procurando no pisar a las parejas abrazadas sobre la hierba. Por todas partes se oían voces cantando. Nicholas y sus acompañantes se unieron a los cantos de la multitud. Por el camino se toparon con una pelea entre un grupo de soldados británicos y otro de soldados americanos. A un lado del sendero había dos hombres inconscientes a quienes sus amigos intentaban reanimar. Tras ellos resonaban los vítores de la multitud. En ese momento, una formación de aviones del ejército pasó tronando por el cielo anochecido. Era la celebración de una gloriosa victoria.
—No hubiera querido perdérmelo, la verdad —dijo Jane, que se había parado a arreglarse el pelo y estaba hablando con una horquilla en la boca.
Maravillado ante su energía, Nicholas memorizó esa imagen de Jane y muchos años después, en el remoto país donde halló la muerte, la recordaría así, precisamente como estaba esa noche, de pie en la hierba del parque, robusta y con las piernas al aire, como una encarnación del club May of Teck, con aquella aceptación tan sensata y espontánea de la pobreza que había en aquellos tiempos, en 1945.