Las mujeres de César (64 page)

Read Las mujeres de César Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
7.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Adelante, Marco Tulio Cicerón —dijo Mamerco, atrapado en aquel momento de pesadilla y apenas capaz de creer que Léntulo Sura, una vez cónsul, dos veces pretor, pudiera estar realmente implicado.

¡Oh, qué bueno era ser el centro de todas las miradas en un drama tan enorme y portentoso como aquél!, pensó Cicerón mientras, como consumado actor que era, rompía con un chasquido fuerte y sonoro el sello de cera que todos habían identificado como de Léntulo Sura. Pareció tardar una eternidad en desdoblar la hoja de papel, echarle un vistazo a la carta y asimilar su contenido antes de leerla en voz alta.

Lucio Sergio, te ruego que cambies de idea. Ya sé que no deseas manchar nuestra empresa con un ejército de esclavos, pero créeme cuando te digo que si aceptas admitir esclavos entre las filas de tus soldados, tendrás un número aplastante de hombres y conseguirás la victoria en cuestión de días. Lo único que Roma puede enviar contra ti son cuatro legiones, una de Marcio Rex y otra de Metelo Crético, y otras dos bajo el mando de ese zángano de Híbrido.

Está en las profecías que tres miembros de la
gens
Cornelia gobernarán Roma, y yo sé que soy el tercero de esos tres hombres llamados Cornelio. Comprendo que tu nombre, Sergio, es mucho más antiguo que el nombre de Cornelio, pero tú ya has indicado que preferías gobernar en Etruria antes que en Roma. En cuyo caso, reconsidera tu postura en lo referente a los esclavos. Yo lo condono. Por favor, consiente en ello.

Acabó de leer la carta en medio de un silencio tan profundo que parecía que ni siquiera la respiración turbase el aire de aquella habitación abarrotada.

Entonces Catulo habló de manera dura y enojada:

—¡Léntulo Sura, estás acabado! —le dijo bruscamente—. ¡Me meo en ti!

—Yo creo que deberías abrir ahora los rollos, Marco Tulio —dijo Mamerco pesadamente.

—¿Cómo, y que Catón luego me acuse de manipular las pruebas del Estado? —preguntó Cicerón abriendo mucho los ojos y luego poniéndose bizco—. No, Mamerco, sellados se quedan. ¡No me gustaría incomodar a nuestro querido Catón, por muy correcto que fuera el hecho de abrirlos ahora!

El pretor Cayo Sulpicio estaba allí, observó Cicerón. ¡Bien! A él también iba a encomendarle una tarea, de manera que no pareciese que él tenía favoritismos y que Catón no pudiera encontrar absolutamente ningún fallo.

—Cayo Sulpicio, ¿querrías ir a las casas de Léntulo Sura, de Cetego, de Gabinio y de Statilio y ver si se encuentran armas en ellas? Llévate contigo a la milicia de Pontino, y haz que luego registren la residencia de Porcio Leca; y también las de Cepario, Lucio Casio, este Volturcio aquí presente y un tal Lucio Tarquinio. Te ordeno que dejes que tus hombres continúen con los registros después de que tú inspecciones en persona los domicilios de los conspiradores senatoriales, porque te necesitaré en el Senado en cuanto sea posible. Una vez allí, puedes informarme acerca de tus hallazgos.

A nadie le apetecía comer ni beber; Cicerón dejó salir a Cepario del armario y llamó a los alóbroges que estaban en el comedor. Las ganas de pelea que hubiera podido tener Cepario antes de que lo encerrasen le habían abandonado por completo; el armario de Cicerón había resultado ser casi hermético y Cepario salió de allí como desvariando.

¡Un pretor en el cargo que era un traidor! Y que además había sido cónsul antes. ¿Cómo manejar aquello de un modo que hiciera honor a aquel Hombre Nuevo, a aquel huésped, a aquel residente forastero procedente de Arpinum? Al final Cicerón atravesó la habitación hacia donde se encontraba Léntulo Sura, cogió la lacia mano derecha de aquel hombre y se la apretó con fuerza.

—Vamos, Publio Cornelio —le dijo con gran cortesía—, es hora de ir al templo de la Concordia.

—¡Qué raro! —dijo Lucio Cotta cuando la doble fila de hombres cruzó el Foro inferior desde las escaleras Vestales hasta el templo de la Concordia, separado de la cámara de ejecución Tuliana por las escaleras Gemonias.

—¿Raro? ¿Qué hay de raro? —preguntó Cicerón, que todavía llevaba de la mano al flojo Léntulo Sura.

—Justo en este momento los contratistas están poniendo la nueva estatua de Júpiter Optimo Máximo sobre la peana en el interior del templo. ¡Ya era hora de que se hiciera! Hace casi tres años que Torcuato y yo lo prometimos. —Lucio Cotta se estremeció—. ¡Cuántos presagios!

—Hubo muchos en tu año —le dijo Cicerón—. Sentí ver a la vieja loba etrusca perder al bebé que mamaba de ella a causa de aquel rayo. ¡Me gustaba ver aquella expresión tan de perrita que tenía la loba en el rostro! Le daba su leche a Rómulo, pero sin preocuparse de él lo más mínimo.

—Nunca comprendí por qué no estaba amamantando a dos bebés —dijo Cotta; luego se encogió de hombros—. Oh, bueno, quizás entre los etruscos la leyenda dijera que sólo había un niño. Pero lo que es seguro es que la estatua es anterior a Rómulo y Remo, y todavía nos queda la loba.

—Tienes razón —convino Cicerón mientras ayudaba a Léntulo Sura a subir los tres escalones que conducían hasta el porche del templo, que era bastante bajo—, es un presagio. ¡Confío en que orientar al Gran Dios hacia el Este signifique que se van a producir cosas buenas! —Se detuvo bruscamente al llegar a la puerta—. ¡
Edepol
, vaya apreturas!

La voz se había corrido rápidamente. El templo de la Concordia estaba hasta los topes para dar cabida a todos los senadores que se hallaban presentes en Roma, porque los que estaban enfermos también acudieron. La elección de aquel local no obedecía únicamente al capricho, aunque Cicerón tenía un tic acerca de la concordia entre las distintas categorías de hombres romanos; se suponía que no había de celebrarse ninguna reunión en la Curia Hostilia para tratar de las consecuencias de una traición, y como aquella traición recorría toda la gama de categorías de hombres romanos, el templo de la Concordia era un lugar lógico para reunirse. Desgraciadamente, las gradas de madera que se instalaban dentro de templos como el de Júpiter Stator cuando el Senado se reunía allí no cabían dentro del de la Concordia. Todo el mundo tenía que quedarse de pie donde podía, y todos deseaban una mejor ventilación.

Por fin Cicerón logró establecer cierto tipo de orden entre aquel gentío e hizo que los consulares y magistrados se sentasen en taburetes delante de los senadores de
pedarius
o de rango inferior. Envió a los magistrados curules hasta la parte de atrás, justo en el centro, y luego, entre las dos filas de taburetes situadas una de frente a la otra, situó a los alóbroges, así como a Volturcio, a Cepario, a Léntulo Sura, a Cetego, a Statilio, a Gabinio Capitón y a Fabio Sanga.

—¡Las armas estaban almacenadas en la casa de Cayo Cetego!

—dijo el pretor Sulpicio, que entró casi sin aliento—. Había cientos y cientos de espadas y dagas, unos cuantos escudos y ninguna coraza.

—Soy un ardiente coleccionista de armas —aseguró Cetego, aburrido.

Cicerón frunció el entrecejo y se puso a meditar sobre otro problema logístico que aquel reducido espacio había generado.

—Cayo Cosconio —le dijo a aquel pretor—, he oído que eres un brillante taquígrafo. Sinceramente, no veo que quede espacio aquí para media docena de escribas, así que dispenso de la presencia de profesionales. Elige a tres
pedarii
que sean también capaces de tomar nota de la causa que aquí se instruya palabra por palabra. Eso divide la tarea entre cuatro de vosotros, y tendrá que ser suficiente con cuatro. Dudo que ésta sea una reunión larga, así que creo que tendréis tiempo después de comparar las notas que hayáis tomado y redactarlas todas juntas.

—¿Lo ves y lo escuchas? —le cuchicheó Silano a César; extraña elección para hacer confidencias, dada la relación que existía entre ambos, pero probablemente, decidió César, no había nadie más apretujado contra Silano que éste considerase digno de hablar con él, incluido Murena—. ¡Por fin se ve en la gloria! —Silano hizo un sonido que César interpretó como asco—. ¡Bueno, yo por mi parte encuentro este asunto indeciblemente sórdido!

—Hasta los hacendados de Arpinum deben tener su gran día —dijo César—. Cayo Mario empezó esa tradición.

Por fin, y de forma muy puntillosa, Cicerón abrió la sesión con las oraciones y las ofrendas, los auspicios y las salutaciones. Pero la valoración previa que había hecho era acertada; no fue aquél un asunto prolongado. El guía Tito Volturcio escuchó a Fabio Sanga y a Brogo cuando éstos prestaron declaración, luego se echó a llorar y exigió que se le permitiera contarlo todo. Y así lo hizo; respondió a todas las preguntas e incriminó a Léntulo Sura y a los otros cuatro de forma cada vez más grave. Lucio Casio, explicó, había partido muy de repente hacia la Galia Transalpina, él suponía que se dirigía a Masilia en exilio voluntario. Otros también habían huido, incluidos los senadores Quinto Annio Quilón, los hermanos Sila, y Publio Autronio. Fueron saliendo a trompicones un nombre tras otro, caballeros y banqueros, secuaces, sanguijuelas. Cuando Volturcio llegó al final de aquella letanía, había implicados unos veintisiete hombres romanos importantes, desde Catilina hacia abajo hasta llegar al propio Volturcio (y el sobrino del dictador, Publio Sila —que no había sido nombrado— sudaba profusamente).

Después de lo cual, Mamerco, príncipe del Senado, rompió los sellos de las cartas y comenzó a leerlas en voz alta. Casi fue una decepción.

Deseando con ansia hacer el papel de gran abogado en persecución de la verdad, Cicerón interrogó primero a Cayo Cetego. Pero, ay, Cetego se vino abajo y confesó inmediatamente.

A continuación le tocó el turno a Statilio, con parecidos resultados.

Seguidamente le llegó la vez a Léntulo Sura, y ni siquiera esperó a que le interrogasen antes de confesar.

Gabinio Capitón luchó un poco, pero confesó justo cuando Cicerón empezaba a cogerle el tranquillo a la cosa.

Y finalmente vino Marco Cepario, quien prorrumpió en frenético llanto y confesó entre ataques de sollozos.

Aunque resultó bastante difícil para Catulo, cuando el asunto hubo terminado propuso una moción de agradecimiento al brillante y vigilante cónsul
senior
de Roma; se le atascaron un poco las palabras al hablar, pero salieron de su boca con tanta claridad como la confesión de Cepario.

—¡Te aclamo como
pater patriae
… padre de nuestra patria! —fue la contribución de Catón.

—¿Lo dice en serio o no es más que un sarcasmo? —le preguntó Silano a César.

—Con Catón, ¿quién sabe?

Luego concedieron autoridad a Cicerón para emitir órdenes de arresto contra los conspiradores que no estaban presentes, después de lo cual llegó la hora de poner a los cinco conspiradores presentes bajo custodia senatorial.

—Me haré cargo de Léntulo Sura —dijo Lucio César con tristeza—. Es mi cuñado. Por parentesco debería ir a cargo de otro Léntulo, quizás, pero por derecho me corresponde a mí.

—Yo me encargaré de Gabinio Capitón —dijo Craso.

—Y yo de Statilio —dijo César.

—Dadme a mí al joven Cetego —pidió Quinto Cornificio.

—Yo me quedaré con Cepario —dijo el viejo Cneo Terencio.

—¿Y qué hacemos con un pretor que está en el cargo y es un traidor? —preguntó Silano, a quien la cara se le había puesto muy gris en aquel ambiente sin ventilación. —Ordenamos que se quite su insignia del cargo y despida a los lictores —dijo Cicerón.

—No creo que eso sea legal —intervino César con cierto tono de cansancio— Nadie tiéne poder para poner fin al cargo de un magistrado curul antes del último día de su año. Estrictamente, no podéis arrestarlo.

—¡Podemos bajo un
senatus consultum ultimum
! —dijo con brusquedad Cicerón. ¿Por qué César estaba siempre poniendo faltas?—. ¡Si lo prefieres no lo llames ponerle fin! ¡Considera que sólo se le despoja de sus galas curules!

Tras lo cual Craso, harto de aquellas apreturas y muerto de ganas de salir del templo de la Concordia, interrumpió aquella conversación cáustica para proponer que se celebrase un acto público de acción de gracias por el descubrimiento de aquel complot sin que se hubiera producido derramamiento de sangre dentro de los muros de la ciudad. Pero no nombró a Cicerón.

—Mientras lo organizas, Craso, ¿por qué no votas a nuestro querido Marco Tulio Cicerón para que le sea concedida la corona cívica? —dijo gruñendo Publícola.

—Eso es un comentario definitivamente irónico —le dijo Silano a César.

—Oh, gracias sean dadas a los dioses, por fin se dispone a levantar la sesión —fue la respuesta de César—. ¿No podría haber encontrado un motivo para que nos hubiéramos reunido en Júpiter Stator o en Bellona?

—¡Mañana aquí a la segunda hora del día! —gritó Cicerón ante un coro de quejas; luego salió apresuradamente del templo para subir a la tribuna y dirigir un discurso tranquilizador a la enorme y expectante multitud.

—No sé por qué tiene tanta prisa —le dijo Craso a César mientras los dos, de pie, flexionaban los músculos y respiraban profundamente el dulce aire del exterior—. Esta noche no puede ir a su casa, su mujer es la anfitriona de la Bona Dea.

—Sí, desde luego —repuso César dejando escapar un suspiro—. Mi esposa y mi madre van allí, por no hablar de todas mis vestales. Y Julia también, supongo. Está haciéndose mayor.

—Ojalá también se hiciera mayor Cicerón.

—¡Oh, venga, Craso, por fin se encuentra en su elemento! Déjale que disfrute esta pequeña victoria. En realidad no se trata de una conspiración muy importante, y tenía tantas posibilidades de triunfar como Pan al competir con Apolo. Una tempestad en un vaso de agua, nada más.

—¿Pan contra Apolo? Pues ganó, ¿no?

—Sólo porque Midas era el juez, Marco. Por lo cual siempre llevó orejas de burro después de aquello.

—Midas siempre está sentado en el tribunal, César. —El poder del oro.

—Exactamente.

Empezaron a avanzar por el Foro, sin sentirse en lo más mínimo tentados a detenerse para oír el discurso que Cicerón le dedicaba al pueblo.

—Pues, sin duda, hay parientes tuyos implicados —dijo Craso cuando César ignoró la vía Sacra y se encaminó también hacia el Palatino.

—Claro que sí. Una prima muy tonta y esos tres robustos gamberros que tiene por hijos.

—¿Tú crees que ella estará también en casa de Lucio César?

—Definitivamente, no. Lucio César es demasiado puntilloso. Tiene en custodia al marido de su hermana. Así, que con mi madre en casa de Cicerón celebrando la Bona Dea, creo que iré a ver a Lucio para decirle que pienso ir derecho a ver a Julia Antonia.

Other books

Hitting the Right Note by Rhonda Bowen
Curse Not the King by Evelyn Anthony
Saving Gracie by Kristen Ethridge
The Maine Massacre by Janwillem Van De Wetering
Inside Out by John Ramsey Miller
Damsel in Distress? by Kristina O'Grady
El Sol brilla luminoso by Isaac Asimov