Las flores de la guerra (3 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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—¡Padre, no estoy de acuerdo! —le gritó Fabio a su espalda.

El padre Engelmann se detuvo y se giró. Llevando de nuevo su cortesía a la exageración, le contestó:

—Ya sé que no estás de acuerdo —le respondió con frialdad. Acto seguido, se dio otra vez la vuelta y se marchó.

Lo que no había dicho había sonado más claro que lo que había dicho: «¿Y qué si no lo estás?». Resultaba muy difícil seguir desafiándole ante tan educada demostración de superioridad y autoridad. En su trato con los chinos Fabio no era diferente de las familias adineradas o los miembros de las guardias privadas del pueblo en el que se había criado: todos los trataban como seres inferiores. Por su parte, el padre Engelmann le consideraba a él inferior debido a los hábitos de aldeano con los que había crecido.

Una de las prostitutas más jóvenes se encaminó hacia el taller de encuadernación. Había visto las caras de las niñas asomadas en las ventanas del piso de arriba y pensó que allí no se debía de estar mal, al menos estarían más calentitas y cómodas que afuera. Fabio la agarró por atrás pero ella consiguió zafarse como si fuese una serpiente de agua. El diácono volvió a intentarlo y esta vez la sujetó por el fardo que llevaba al hombro. La tela del bulto era áspera, nada que ver con la suavidad de la seda con la que vestía. La mano de Fabio logró agarrarlo firmemente y la arrastró fuera del taller. Se oyó entonces el repiqueteo de las fichas del mahjong cayendo como granizo desde el fardo. Simplemente por el claro tintineo que produjeron al chocar contra el suelo se podía saber que eran fichas de buena calidad.

—¡Doukou, como pierdas una ficha, te despatarro! —le gritó la prostituta fortachona de piel oscura.

—Las cerdas negras sí que se despatarran bien. Partámosla en dos por su **** negro —replicó la joven prostituta.

Fabio ya había soltado a Doukou, pero al escucharla hablar de esa manera tan grosera y temiéndose que aquello iría a peor, volvió a agarrarla y la empujó hacia la salida.

—¡Fuera! ¡Salid de aquí inmediatamente! ¡Ah Gu, abre la puerta! —gritó. Su cara descolorida por el invierno brillaba como si fuese a romper a sudar en cualquier momento.

—¡Ay, padrecito! Somos paisanos —le dijo Doukou poniendo una vocecita y a punto de perder el equilibrio—. ¡Por favor! No lo volveré a hacer.

Su carita de niña contrastaba con su cuerpo bien desarrollado, que rebotaba hacia atrás después de cada empujón.

—Padrecito, enséñele a su paisana a comportarse y prometo que me portaré bien. Sólo tengo quince años... ¡Yumo, ayúdame a convencerlo!

La mujer de la espalda bonita estaba acabando de reunir su equipaje y sus objetos de valor. Se dirigió hacia Doukou y Fabio, que continuaban con su rifirrafe, y habló mostrando una sonrisa:

—¿Cuántas veces te he dicho que tienes que limpiarte esa boca, Doukou? Lo que de verdad te hace falta no es que el padre te enseñe modales, sino comerte una bola de alcanfor.

Se metió en medio de los dos y consiguió separarlos. Tiró entonces de Doukou para llevarla de nuevo junto a sus compañeras.

Ah Gu había necesitado únicamente veinte minutos para pasar de ser un hombre decente a convertirse en un golfo. Aprovechó el momento para mostrarles entusiasmado a las prostitutas el camino hacia el almacén que había bajo la cocina para que se instalaran allí. Ellas lo siguieron con andares de modelos desfilando sobre una pasarela, mirando todo de arriba abajo y haciendo comentarios frívolos sobre el interior de la parroquia.

Shujuan, asomada al alféizar de la ventana, observó cómo las mujeres se alejaban, mientras se presionaba el vientre para mitigar el dolor.

Capítulo 2

A la hora de las oraciones matinales se escuchó el sonido de disparos. Parecía como si en algún lugar de la ciudad se hubiera abierto de nuevo un frente de guerra. El resonar de las ráfagas era denso e impaciente. A pesar de ello, Fabio insistió en acudir a la Zona de Seguridad para enterarse de si todavía sería posible tomar un ferry. Regresó al mediodía con malas noticias. Las niñas escucharon con los ojos abiertos como platos cómo le contaba al padre Engelmann que entre los cadáveres de las calles había tanto niños como ancianos, y hasta unas cuantas mujeres desnudas de cintura para abajo. Los agujeros y los fosos que habían abierto los impactos de las bombas se habían nivelado con pilas de cuerpos. Cualquiera que no entendiese una amonestación en japonés, cualquiera que saliese corriendo al ver sus armas, era derribado allí mismo y utilizado a continuación como material para allanar los socavones. Los miembros del Comité Internacional para la Zona de Seguridad sospechaban que los disparos que las niñas habían escuchado por la mañana durante media hora eran del ejército japonés fusilando a los soldados chinos que se habían entregado al amanecer.

Cuando acabó de hablar, Fabio miró a las niñas, forzó una sonrisa y a continuación desvió su mirada hacia el padre Engelmann. Su silencio implicaba una crítica: se había equivocado en sus predicciones. ¿Cómo había podido imaginar que aquella sangrienta situación quedaría controlada en uno o dos días?

Era la hora del almuerzo. A ambos lados de la larga mesa de comedor en la que habitualmente se sentaban los clérigos se apiñaban ahora dieciséis estudiantes. Desde que las niñas se habían instalado en la parroquia, el padre Engelmann había dado instrucciones a George para que le sirviera sus dos comidas diarias a base de copos de avena o pasta en sopa en su propia casa. Estaba convencido de que para mantener su dignidad era necesaria una cierta distancia y no familiarizarse demasiado con ellas. Como mínimo, debían estar separados por la parcela de césped. Pero aquel día, al saber que Fabio había regresado de la Zona de Seguridad, dejó el tazón de copos sobre la mesa y corrió hacia el comedor.

—Al haber acogido a estas catorce mujeres, nuestro mayor problema ahora son los alimentos y el agua —dijo Fabio.

—George —intervino el padre Engelmann—, ¿cuánta comida nos queda?

—Aún tenemos unos cincuenta kilos de harina blanca, pero de arroz no llegamos a un kilo. De agua contamos con la poca que queda en el depósito... ¡Ah, bueno, y nos quedan dos barriles de vino!

Fabio lo miró fijamente: ¿acaso podían asearse y lavar la ropa con vino? ¿Les servía el vino para hacer té y cocer pasta? ¡Cómo podía decir esta tontería!

Del mismo modo, George le devolvió una mirada ofendida al tiempo que pensaba: «Si falta agua, al menos los adultos pueden beber un poco de vino. Al fin y al cabo, diácono Adornato, ¿para ti beber vino no es como beber agua?».

—Estamos mejor de lo que imaginaba —comentó el padre Engelmann para sorpresa de todos.

—¿Cincuenta kilos para tanta gente? ¡En dos días estaremos alimentándonos del aire! —Fabio descargó su enfado contra George. ¿Qué podía hacer? No podía enfrentarse al sacerdote y, en su lugar, dirigió la rabia que le había producido su comentario hacia el cocinero. Era habitual que cuando alguno de ellos no podía contenerse cargara contra aquel huérfano de veinte años. George Chen era un mendigo que el padre Engelmann había recogido de la calle y que había enviado unos meses a aprender a cocinar. A la vuelta, él mismo se había puesto aquel nombre extranjero.

—¡Ah, todavía hay algo más! Tenemos un poco de mantequilla rancia. Me habían pedido que la tirara pero no quise deshacerme de ella. Y también queda un pote de encurtidos. Les ha salido algo de moho y huelen un tanto fuerte, pero no saben nada mal.

No sólo habló para ponerse un poco de mérito. También lo hizo para darle coba y alentar al padre Engelmann.

—De aquí a dos días, la situación se habrá calmado, creedme. He estado en Japón muchas veces y no hay nadie en el mundo tan correcto y tan amable como los japoneses. No permiten que en sus jardines haya una sola rama que rompa su equilibrio —dijo el padre Engelmann.

Aunque las niñas habían sido educadas desde pequeñas en inglés, no prestaron atención a todas y cada una de las palabras que utilizó el sacerdote. El entusiasmo contagioso de su voz bastó para que se tranquilizaran sin necesidad de detenerse a escuchar lo que decía.

Acababa de irse el padre Engelmann cuando llegó el ruido de alguien hurgando en los armarios de la cocina.

—¿Quién anda ahí? —preguntó George apresurándose hacia adentro.

Al cabo de unos instantes, Shujuan oyó a las mujeres, que preguntaban:

—¿No queda nada de comida?

—Aquí hay unas pocas galletas... —les contestó él.

Sin pensárselo dos veces, las niñas salieron corriendo en dirección a las voces. Shujuan llegó la primera. Ese George las había traicionado a la primera de cambio entregando sin más sus escasas provisiones. Las galletas eran para acompañar la sopa. No era posible matar el hambre si no masticaban una al beber sus gachas cada vez más aguadas que sólo les servían para engañar al estómago.

Shujuan encontró a tres o cuatro prostitutas acicaladas de pies a cabeza, como si también allí tuvieran oportunidad de ejercer su oficio. Al frente, una llamada Hongling: una mujer entrada en carnes, sin llegar a ser gorda. Se movía con gestos decididos y la expresión de su cara cambiaba sin cesar. El arco de sus dos finas cejas, perfectamente perfiladas, se levantaba en claro aviso: mucho cuidado con provocarla.

—George, ¿cómo se te ocurre darles nuestras galletas a ellas? —dijo Shujuan soltando un «ellas» que sonó como un insulto.

—Han venido y las han cogido.

—¡Te las han pedido y tú se las has dado! —dijo Sophie. Era una niña huérfana; le habían dado este nombre extranjero en la escuela de la misión y tuvo que aceptarlo sin más.

—Vaya, ¿también protegéis la comida? —dijo en un tono de burla la prostituta de piel oscura.

—Hoy nos prestáis un poco de comida y mañana, en cuanto pasen los vendedores de
huntun
[3]
, nosotras os compramos unos rellenos de carne, huevo y cebollino, ¿vale? —dijo Hongling.

—George, ¿estás sordo? —le gritó Shujuan. No estaba para bromas. Estallaron en ese momento todos los caprichos y los deseos que habían quedado insatisfechos en sus trece años de vida, incluido el dolor por la inclinación que sus padres habían demostrado hacia su hermana dejándola a ella «abandonada como a un perro» en aquella iglesia medio derruida donde no había nada para comer ni beber; traicionada, además, por George, que se dedicaba ahora a ayudar al enemigo, y teniendo que soportar el hostigamiento de aquellas mujerzuelas...

—Él no tiene nada que ver, hemos sido nosotras las que hemos encontrado las galletas —dijo Hongling. Las líneas curvadas de sus cejas recordaban dos lunas crecientes.

—¿Te crees digna de dirigirte a mí? —dijo Shujuan correspondiendo con todo su desprecio al intento de la mujer por mostrarse amable.

Su actitud hizo que hasta las otras niñas se sintieran avergonzadas y le pidieron en voz baja que no siguiera con aquello.

Sobre los ojos de Hongling sus cejas se encogieron en un gesto de furia.

—Yo estoy siendo educada, y tú, pequeña hija de ****...

Si en ese momento una mano no hubiese llegado desde atrás para taparle la boca, lo que habría seguido a continuación habría supuesto para aquellas niñas una completa lección sobre las relaciones sexuales entre hombres y mujeres.

Era la mano de Zhao Yumo. La riña de la cocina se podía escuchar en el sótano y había subido corriendo para impedir que Hongling soltara cualquier obscenidad. Quedó claro para las niñas que ella era la líder del grupo.

★ ★ ★

Después de que las prostitutas regresaran a su estancia y sus compañeras al desván, Shujuan se quedó sentada en la cocina, aturdida, durante un buen rato. Se sentía exhausta a causa de su enfado. Centenares de insultos dedicados a aquel grupo de mujeres daban vueltas en su cabeza. Se odiaba a sí misma porque no se le habían ocurrido en el momento preciso aquellas palabras hirientes tan brillantes y no había podido lanzarlas contra ellas. Permaneció sentada hasta que el atardecer invadió la estancia y un fuerte dolor surgió de su vientre. Nadie le había explicado que existía una sensación tan dolorosa y terrible. Le hubiera correspondido hacerlo a su madre, pero se había marchado lejos. Podía escuchar los sonidos que llegaban del sótano bajo el suelo de la cocina: jugaban al mahjong, tocaban la
pipa
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y flirteaban entre ellas. Así era: estaban tan acostumbradas a coquetear que, aun cuando no había hombres presentes, se hacían bromas y tonteaban entre sí.

Envuelta en la penumbra, Shujuan oyó el sonido incesante de disparos en las calles. Los malditos japoneses habían traído la guerra a Nanjing; su lucha le había privado de noticias de sus abuelos, había provocado que sus padres y su hermana no se atrevieran a regresar a su país y que un grupo de rameras detestables ocupara «el último oasis» del padre Engelmann. Shujuan sentía demasiado dolor y demasiado odio. Repasó todo lo que odiaba y, odiando y odiando, llegó a ella. Se detestaba a sí misma por tener el mismo cuerpo y los mismos órganos que las prostitutas del piso de abajo y por sentir, igual que sentirían ellas, aquel dolor que se agudizaba y se calmaba por momentos y aquella sangre sucia y caliente que brotaba como un torrente de su cuerpo.

★ ★ ★

El padre Engelmann también salió aquella tarde. Con George al volante del viejo y querido Ford del sacerdote, se dirigieron hacia el interior de la ciudad y regresaron después de recorrer apenas un par de kilómetros. No reconocían aquella Nanjing. Los edificios derrumbados y los cadáveres esparcidos por todas partes hicieron que George se perdiera varias veces. En una de las calles cercanas a la Puerta Zhonghua, vieron a militares japoneses escoltando a unos seiscientos soldados chinos en dirección a Yuhuatai y detuvieron el coche. El padre Engelmann hizo acopio de valor y preguntó educadamente al oficial japonés al mando adónde llevaban a los prisioneros. Después de que le tradujeran la pregunta, el oficial le explicó que iban a trabajar nuevas tierras de cultivo. Lo que le transmitió la expresión de su cara fue, sin embargo, que no contaba con que se creyera aquella patraña.

De vuelta en la parroquia, no quiso cenar y se quedó una hora sentado solo en la iglesia. A continuación reunió a las niñas y les contó lo sucedido aquella tarde. Miró con afecto a Fabio y reconoció que sus primeras estimaciones habían sido demasiado optimistas y que era él quien tenía razón. Asumió entonces como su mayor responsabilidad que aquellas más de treinta personas que tenía a su cargo no murieran de hambre ni de sed antes de conseguir más alimentos y agua. Le pidió a George que registrase de nuevo el almacén a ver si encontraba algo más. Valía todo, ya estuviera caducado, apestara o tuviera moho.

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