Las flores de la guerra (5 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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—¡Nanni! Déjame jugar una ronda —dijo Doukou.

Nanni estiró el párpado inferior del ojo derecho hacia abajo con uno de sus dedos de uñas esmaltadas. Todas entendían lo que quería decir ese gesto: no te hagas ilusiones y sigue mirando.

—¡Uf! ¡Me aburro! —dijo Doukou al tiempo que tomaba entre las manos el cuenco de vino de Nanni y le daba un trago largo.

—¿Por qué no vas donde los monjes extranjeros y les pides un par de libros sagrados para distraerte? —le dijo Yumo entre risas.

—Ya he subido hasta el primer piso sin que nadie se diera cuenta, a ver qué había allí —les informó Hongling—, ¡y son todo libros! Fabio el de Yangzhou vive en la habitación al lado de la biblioteca.

—Yo también lo he visto —dijo la mujer de piel oscura—. ¡Hay libros como para levantar las murallas de la ciudad!

—Yusheng subió conmigo —explicó Hongling.

Las niñas se miraron entre sí y volvieron de nuevo a fijarse en la mujer llamada Yusheng: ¿qué tenía de «jade»
[5]
aquella piel oscura?

—Si leyéramos todos esos textos de santos, podríamos entrar en un monasterio —dijo Hongling al tiempo que les mostraba una fila de fichas. Había ganado la partida. Arrastró hacia sí con ambas manos las monedas que se habían jugado.

—No se estaría nada mal. Nos darían de comer —dijo Yusheng.

—Yusheng, con esa gran barriga tuya te saldría a cuenta hacerte sacerdotisa para comer lo que quisieras —le dijo Nanni.

—Y si fuese en compañía de un monje extranjero que hablase el dialecto de Yangzhou, ya sería perfecto —dijo riendo Hongling.

—En un monasterio no se las llama sacerdotisas, ¿verdad que no, Yumo?

—Qué más da cómo se las llame. Todas comen sin carne y duermen sin carne —dijo Yumo.

—No comer carne, vale, pero lo de dormir sin chicha te resultaría muy difícil, Yusheng —dijo Hongling.

Se echaron a reír a carcajadas. Yusheng cogió una ficha y se la lanzó a Hongling. Aquello las hizo reír todavía más.

—Hongling, hoy ya es la segunda vez que recibes por culpa del mahjong —gritó alguien—. ¡Acabará matándote!

Yusheng y Hongling comenzaron una persecución a muerte por el sótano tropezando con todo mientras corrían.

—No te preocupes, Hongling. Mañana por la noche te conseguiré un poco de carne. Yo misma haré de celestina para que no tengas que dormir como una vegetariana —le dijo Yusheng.

Hongling hizo un gesto con los dedos que las niñas no entendieron, pero enseguida dedujeron que debía de ser algo obsceno al ver las risotadas de las prostitutas. Yusheng se frotaba su redonda barriga para aguantar el dolor de tanto reírse.

Yumo las observaba distraída en sus pensamientos. Estaba sentada sola sobre un barril de madera tumbado, con un cigarrillo en una mano y un tazón de vino en la otra.

Después de haberlas estado contemplando tanto rato, las niñas cambiaron de parecer respecto a la primera candidata para ganar el concurso. A cada minuto que pasaba, les parecía que Zhao Yumo era más y más guapa. No era una belleza despampanante a primera vista, pero tras observarla con atención un rato, luego resultaba difícil de olvidar. Tenía una mata de pelo muy densa que daba la impresión de ser muy pesada cuando caía suelta a ambos lados de su rostro, y que hacía que éste pareciera muy pequeño. La forma de su cara no era ni cuadrada ni redonda, simplemente pequeña y no muy alargada. La barbilla sobresalía hacia delante dándole un aire ligeramente arrogante aunque no hiciera el gesto de levantar la cabeza. Era una arrogancia del tipo «si me miras por encima del hombro, yo también te miro por encima del hombro a ti». Sus ojos eran negros y grandes y te obligaban a preguntarte qué es eso que había visto y que la mantenía absorta, y que a ti se te escapaba. Su boca era su punto flaco. Fina pero grande, era una boca del tipo amargada y charlatana. Sorprendía que perteneciera a una persona que valoraba el silencio y medía sus palabras. Por su forma, también se podía pensar que era una mujer mezquina capaz de volverse contra un amigo sin misericordia. Su rasgo más sobresaliente era su alta autoestima: podría ser la concubina o la joven esposa de una familia rica e influyente, incluso una estrella de las que salían en los carteles de las películas. Tampoco parecía la misma que cuando había llegado aquella mañana. Se había puesto un
qipao
de algodón de florecitas azul oscuro con una chaqueta blanca y gruesa de la que colgaban a la altura del pecho dos pompones de lana a modo de adorno. Había tomado buena nota de la situación: estando en el territorio de las estudiantes tenía que mudar de piel completamente. Shujuan fue incapaz de descubrir si lo que la llevó a camuflarse bajo aquel recatado atuendo respondía a su afán de supervivencia o a su aspiración a sentirse como una igual entre ellas.

Capítulo 4

Al día siguiente por la mañana no se escuchaba ninguna actividad en el sótano. George bajó a llevar a las mujeres un poco de sopa, pero no quiso despertarlas. Más tarde, pasada la hora del almuerzo, fueron apareciendo una tras otra en la cocina y el comedor preguntando por qué no había nada de comer para ellas. Les fallaban las piernas del hambre que tenían.

Al ver que ignoraban totalmente su prohibición, Fabio convocó a Yumo en el comedor. Para apresar a los bandidos, había que capturar primero a su jefe.

—Es la última vez que os lo advierto —le dijo—. Si volvéis a salir a corretear por todas partes, dejaréis de ser bienvenidas aquí.

Yumo se disculpó.

—Entiendo que no seamos bienvenidas. Pero de verdad que están pasando mucha hambre.

Las mujeres fueron juntándose gradualmente a las puertas del comedor. Querían comprobar si su representante en las negociaciones estaba desempeñando con éxito sus funciones o si, por el contrario, necesitaba que acudieran como refuerzos. La fuerza de la elocuencia de las catorce compañeras juntas resultaría más difícil de derrotar.

—Os hablaré en un momento del problema de la comida. Primero volvamos sobre las normas que debéis obedecer —dijo Fabio.

Sus esfuerzos por transformar su dialecto de Yangzhou en el lenguaje refinado de la ciudad hicieron reír divertidas a algunas de las prostitutas.

—Entonces explícanos primero cómo organizarnos con el retrete —le pidió Nanni.

—¡Ya que no nos dais de comer, al menos dejadnos cagar! —dijo Doukou.

—Sólo hay un lavabo para las chicas allí dentro —dijo Hongling señalando al taller de encuadernación—, y las niñatas lo han cerrado y se han quedado con la llave. No tenemos más remedio que usar el baño de la iglesia.

—¿Habéis utilizado el retrete de la iglesia? —les preguntó Fabio—. ¡Ése es para que lo utilicen las damas, los caballeros y sus distinguidos hijos cuando acuden a misa! Ahora que no queda agua en la cisterna, ¡debe de oler que apesta!

Yumo envolvió a Fabio con sus grandes ojos negros. Cuando miraba a alguien de esa manera parecía que sólo quedaban un par de enormes ojos en su pequeña carita. Además, resultaba imposible esquivarlos. A Fabio se le detuvo de golpe ese corazón que llevaba palpitando treinta y cinco años. Aún tenía que descubrir que cuando Zhao Yumo clavaba su mirada de aquel modo en un hombre, aquello siempre tenía sus consecuencias.

—Señor diácono, las chicas saben comportarse con dignidad, pero muchas veces se ven obligadas a no hacerlo —dijo Yumo. Quería trazar una línea clara entre ella y las compañeras que se agrupaban en la puerta para que Fabio no las metiera en el mismo saco. Era una prostituta de cinco estrellas y, en tiempos de paz, un monje extranjero pobretón como él no podría permitirse ni siquiera el lujo de mirarla.

Cuando Fabio volvió a hablar, era obvio el efecto que había provocado la mirada de Yumo. Bajó su tono de voz y, como si estuviera recitando de memoria, le explicó que ya había dado órdenes a Ah Gu para ayudar a resolver las inconveniencias del uso del retrete. Él y George iban a cavar unas letrinas provisionales en el patio. Les darían dos cubos metálicos, además de dos cartones duros para que los usaran como tapa. Cuando los cubos estuvieran llenos, tendrían que vaciarlos en la letrina cavada para ello en la parte trasera del patio. Pero tenían que respetar un horario para vaciar los cubos: debían hacerlo antes de las cinco de la madrugada para evitar encontrarse con las niñas o con el padre Engelmann.

—¿Las cinco de la madrugada? Para nosotras la madrugada es ahora —dijo Hongling.

Levantó su mano regordeta y mostró un pequeño reloj de muñeca. La aguja pequeña señalaba entre la una y las dos del mediodía.

—A partir de ahora tenéis que respetar los horarios de la iglesia. Tendréis que comenzar el día a nuestra hora y respetar el tiempo de las comidas. Si os lo saltáis, lo siento por vosotras. Nuestras estudiantes están quitándose comida de sus propias bocas para dárosla a vosotras. Si no llegáis a comer, no es necesario que vean cómo los fideos se echan a perder ablandándose en la sopa.

Conforme iba hablando, Fabio se sorprendió a sí mismo al darse cuenta de la serenidad con la que charlaba ahora con la jefa de las prostitutas.

—¡Al final resulta que sí vamos a entrar en el monasterio! —dijo riendo Hongling.

Las mujeres sabían a qué se estaba refiriendo y rieron por lo bajo. Hasta Fabio, tan poco versado en las relaciones entre hombres y mujeres, captó que el motivo de aquellas risitas tenía alguna implicación sexual de la que él era el protagonista.

—¡Silencio, todavía no he acabado de hablar! —dijo recuperando su tono tosco. Parte de esa tosquedad iba dirigida hacia sí mismo, por haber dejado de serlo con las mujeres.

Yumo giró la cabeza e impuso orden sobre sus compañeras con una mirada severa. Las risas se detuvieron al instante.

—¿Cuántas comidas se hacen al día? —quiso saber Doukou.

—¿Cuántas desea, señorita? —dijo Fabio al tiempo que levantaba la barbilla, entornaba los ojos y rebajaba con una mirada de desprecio a aquella prostituta ya de por sí bajita.

—Nosotras estamos acostumbradas a cuatro comidas, más una extra por la noche —respondió Doukou muy seria.

Hongling se apresuró a intervenir:

—Por la noche nos basta con algo sencillo: unos cuantos tentempiés, una sopa, una copa de licor y listo.

Era evidente que Fabio se estaba poniendo furioso y le hacía gracia chincharle. Sabía por experiencia que cuando un hombre y una mujer peleaban, más fácil acababa siendo que intimaran, y de ahí su buen humor.

—¿Podremos asistir a misa? —preguntó Nanni.

—¡Aquí tienen a alguien que desea reformarse totalmente y empezar una nueva vida! —intervino Hongling, aplaudiendo divertida—. En realidad, ha oído decir que durante el oficio religioso se puede beber vino tinto. No caigáis en la trampa o acabará con todos los barriles.

—¡Piérdete! —le contestó Nanni, sin perder el buen humor.

Yumo corrió rápidamente un tupido velo:

—Señor diácono, de no ser por su benevolencia al permitir que nos quedásemos, posiblemente ya nos habría sucedido cualquier desgracia —mientras hablaba, volvió a clavar sus grandes ojos negros en Fabio—. En estos tiempos de guerra, no podemos estar más que profundamente agradecidas por que compartan con nosotras un tazón de sopa. Dé también las gracias a las niñas en nuestro nombre.

Fabio sintió que se hundía en la negrura de aquellos ojos enormes. Durante aquellos segundos, olvidó la condición de la mujer que tenía delante e imaginó que se hallaba en un jardín cualquiera, o a orillas del lago Xuanwu, o bajo la sombra de los plátanos franceses de la avenida Zhongshan, que se había topado con ella por casualidad y que no era preciso más para saber a simple vista que procedía de buena familia. Aunque la dignidad con la que se expresaba tenía algo de pose, su refinamiento y amabilidad eran auténticos. Sus palabras estaban a la altura de su apariencia, sin dejar de sonar, sin embargo, un tanto afectadas.

La intención de Fabio había sido zanjar el asunto con un par de indicaciones, pero se encontró inesperadamente guiando a Yumo hacia la parte posterior de la iglesia. Cuando vio que las demás los seguían desconcertadas, se detuvo y les pidió que fueran buenas chicas y regresaran inmediatamente al sótano. Al fin y al cabo, lo que acababa de decir Fabio era «por favor, sígueme» y no «por favor, seguidme».

A la espalda del edificio principal de la iglesia había un depósito cuadrado cuya agua almacenada se utilizaba para los bautizos. Estaba hecho de mármol blanco y el fondo se había teñido del rojo oxidado de las hojas de nogal que lo cubrían. Tras la caída de Shanghai en manos del enemigo, previa a la de Nanjing, a la gente le preocupaba más la supervivencia de su cuerpo que la de su espíritu y en tres meses no se había celebrado ningún bautizo. Fabio señaló el agua pardusca que cubría hasta la mitad del depósito.

—Quería que vinieras a ver esto. Desde vuestra llegada, el nivel ha descendido mucho. ¿Puedes, por favor, explicarles a las demás que no sigan robando el agua que queda para lavarse la cara y la ropa?

Fabio se avergonzó de sí mismo: no había ninguna necesidad de traerla a solas hasta aquí para advertirle sobre aquello. «Lo que quieres es quedarte un rato más a solas con ella, que clave su mirada sobre ti una vez más, hundirte de nuevo en sus ojos negros.» En ese momento, aquellos ojos le parecieron un peligro más terrible que la propia guerra.

—De acuerdo, comunicaré sus palabras, señor diácono —dijo Yumo con una leve sonrisa.

Aquella sonrisa aterrorizó a Fabio. Las intenciones que albergaba y que él mismo no había podido reconocer hasta hacía un momento estaban clarísimas para ella, y ahora parecía querer consolarlo con aquel gesto: no tiene importancia, al fin y al cabo eres un hombre de carne y hueso.

—Si en tres días no se reanuda el suministro de agua, no tardaremos en morir de sed, igual que esta hierba marchita —dijo Fabio pisando el césped reseco y blanquecino del invierno. Percibió un tono de amargura en sus palabras que no pudo evitar y que a él mismo le sorprendió.

—Esto antes era un pozo, ¿verdad? —preguntó Yumo.

—Aquel año que nevó tanto, el potro del padre Engelmann lo pisó por accidente. Metió la pata delantera y se la rompió. Después de aquello, el padre ordenó a Ah Gu que lo sellara.

—¿Se puede volver a abrir?

—No lo sé, llevaría mucho tiempo hacerlo. Es posible que para cuando agotemos el agua que queda en el depósito, ya tengamos agua corriente.

Se advirtió a sí mismo que con esto ponía fin a la conversación.

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