Las Dos Sicilias (18 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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Como Gasparinetti volviera a comenzar a hablar de su idea fija, la muerte, el coronel se despidió de él muy pronto, después de replicar a las consideraciones del capitán sin preocuparse sobre si sus respuestas eran muy pertinentes. Pensaba que ya era hora, por ejemplo, de hacer una visita a la señora Lukavski. Sin embargo, al bajar la escalera y al llegar a la calle, donde ya estaban encendidos los faroles, continuaban agitándose en su mente aquellas cosas de las que había hablado el capitán. Se sentía cansado y sin embargo no podía apartar de su cabeza aquellos pensamientos que no cesaban de atormentarlo; volvió a pensar en los muchos regimientos de los que habían hablado, de los austríacos y de los extranjeros, de los escuadrones de otra época; y los vio alineados en largas filas que terminaban en enhiestas cabezas de caballos. De pronto le pareció que veía, con toda claridad, frente a sí, las bocas de los caballos, como si en ese momento les tiraran fuertemente de las riendas, bocas llenas de espuma, que con sus dientes mordían el freno; y los ojos de aquellos caballos estaban tan desorbitados que Rochonville veía el blanco del ojo. Al mismo tiempo oyó un clamor como lanzado por muchos combatientes, y, cual un lanzazo, sintió en el medio del pecho el golpe de la vara de un coche; fue arrojado al suelo y allí perdió el conocimiento.

Cuando levantaron al anciano, que arrojaba sangre por la boca en medio de una multitud de hombres y entre las continuas voces del cochero que se maldecía a sí mismo y protestaba de su inocencia, Gasparinetti, que de pie junto a su ventana había presenciado el accidente, hizo llevar a su casa el cuerpo del coronel. Pero, antes de que Gabrielle, a quien Gasparinetti avisó enseguida, llegara a la casa, Rochonville había muerto.

S
ILVERSTOLPE

1

Originariamente, la familia de los Marschall von Sera se llamaba Stubenberg. En el curso de aquella singular cruzada que emprendió Federico II y que más constituyó una serie de pactos llevados a cabo con los sarracenos que una guerra, el soberano concedió a uno de los Stubenberg el cargo hereditario de mariscal del reino de Jerusalén y le asignó el lugar de Sera o Serah, llamado antes Kirjath-Arba y situado no lejos de Jesreel.

Federico II distribuyó entre los miembros de su pequeña nobleza distintos cargos hereditarios en aquel estado de tan breve duración. Manteniendo excelentes relaciones con los sultanes y pésima con los Papas, el monarca y su canciller Pier delle Vigne no se tomaron en serio aquella cruzada. Hasta habrían podido dar Belén a cualquier cortesano «sin tierra» y Nazareth a cualquier desheredado.

Por la mañana temprano de un día de julio llegó el capitán Marschall a la ciudad principal de Carintia. Frente a la estación, lo esperaba un coche abierto, con su cochero, y dos caballos bayos muy desiguales: uno pesado y el otro esbelto.

Silverstolpe no había ido a la estación. Se hizo disculpar a causa de su debilidad física.

El coche salió pronto de la ciudad, agobiada ya por el calor matinal, y tomó hacia el este por polvorientos caminos, animados por el tránsito de los vehículos de los campesinos que se dirigían al mercado. Los carros iban cargados de leña, legumbres, frutas, aves, huevos y mantequilla. Veíanse también, de cuando en cuando, camiones con ruedas de llanta de goma maciza, restos del equipo de abastecimiento del ejército que había servido en Lombardía.

Pero este movimiento no duró mucho y pronto se abrió ante Marschall un apacible paisaje, limitado al sur por montañas que parecían pintadas con colores grises de acuarela sobre el intenso azul del cielo. Aquí y allá resplandecían sus picos, como si en ellos hubiera agua o nieve. La mayor parte de las montañas se recortaba en unas pocas y sencillas líneas, en tanto que el resto se esfumaba, como si no hubiera sido elegante destacar perfectamente todos los detalles. Hacia el este se confundían los inciertos contornos de unas colinas. El paisaje se extendía a lo lejos, velado por un vapor soleado. Veíanse parcelas de campo cultivadas con maíz, que se erguía, con un color verde claro como el del crisólito, y otros solares sembrados de mijo. Las granjas parecían hundidas en el paisaje. Había gran cantidad de polvo. Había tanto en esa región que muchas veces, al estallar una tormenta, por ejemplo, podía creerse que toda la ciudad, hasta lo alto de los tejados de sus casas de estilo barroco y hasta lo alto de las torres, quedaba envuelta por un temporal de arena.

Al cabo de una hora de marcha, el coche llegó al pie de las colinas. De cuando en cuando se distinguían castillos sobre terrenos pedregosos en los que se levantaban algunos árboles frutales y viñedos. El coche tomó un estrecho camino de suave cuesta ascendente que seguía una línea extrañamente zigzagueante. Según se dice, en otra época se hacían pasar los caminos deliberadamente por el mayor número posible de colinas, a fin de que quedara más protegido cada trecho de la ruta. Ahora a menudo el follaje de grandes árboles sombreaba el polvoriento camino y algunos bosquecillos llegaban hasta él. Los caballos, especialmente cuando subían la cuesta, estercolaban abundantemente. Aunque recién segados, los campos presentaban ya de nuevo la hierba alta y numerosas flores. Se oía el zumbido de las abejas.

Cuando el cochero detuvo por uno o dos minutos a los caballos para darles un respiro, se oyó el zumbar de las abejas sobre toda la campiña, como si el aire resonara en la caja de un inmenso instrumento. Pero no era sólo el aire, sino también las briznas de hierba de los campos y hasta el follaje y las ramas de los árboles y los troncos, hasta la profundidad de sus raíces, lo que vibraba intensamente. Sólo las mariposas revoloteaban, caprichosas, a través del gigantesco acorde de esa vibración general. Marschall, recostado en el coche, recordó una descripción que había leído años atrás: cuando llevaron los restos mortales de Napoleón de Santa Elena a París y cuando el ilustre muerto entró triunfalmente en la capital, las abejas de oro que, desde la época de Childerico, estaban bordadas en las capas de todos los monarcas de Francia, parecieron zumbar de modo tal que todo el pueblo hubo de oír aquel murmullo. No de otra manera sonaba ahora sobre la campiña el inmenso rumor, y el capitán advirtió, casi con pena, que el chirrido de las ruedas del carruaje, que había vuelto a ponerse en movimiento, le impedía oír aquel zumbido infinito.

Después de haber subido otra breve cuesta apareció, a mano izquierda, un soleado estanque cuyas orillas estaban invadidas de juncos y en el que se veían flotar algunos nenúfares. Sobre el agua misma se levantaba una pequeña cabaña a la que se llegaba por un puentecillo de madera. Al pasar el carruaje, algunas culebras, gruesas como un brazo, se deslizaron desde el puentecillo. «Este debe de ser —pensó el capitán— el estanque en el que las viejas señoritas, una de las cuales ya no lo es, suelen tomar sus singulares baños.» Y, en efecto, cuando, dos minutos después, los caballos, siempre al paso, sacaron el coche de debajo de los árboles, el capitán descubrió la residencia, una construcción alargada, y, a la izquierda, un gigantesco granero con verja y ventanas de ladrillos. En medio de las dos construcciones corría una especie de calleja.

La baja y ancha puerta de rejas del jardín estaba abierta. El cochero, a quien por lo visto se le ocurrió de pronto que era preciso hacer una entrada en regla, puso los caballos al trote y el coche, cruzando el portón de verjas, rodó por el sendero de guijo hasta el centro del jardín, frontero a la fachada de la casa, provista de dos galerías de madera superpuestas por las que trepaban las vides. Después de un viraje, durante el cual los bayos parecieron sentirse obligados a tascar el freno, el carruaje se detuvo.

Eso era, pues, Gegendt. Un tanto emocionado, Marschall se dispuso a apearse del coche. Levantó sus ojos hacia la doble hilera de ventanas. Las paredes presentaban un color amarillento, el enlucido aparecía un poco resquebrajado, las lisas columnas y las cornisas de las ventanas estaban blanqueadas con cal. El vetusto tejado sobresalía hacia delante. Por las paredes trepaba un emparrado y al pie de ellas se extendían cuadros de flores.

De pronto, el capitán advirtió que Silverstolpe se había acercado al coche. Marschall no había visto antes al enfermo. Debía de haber estado esperándolo a la sombra de la galería y la intensa luz, que lo deslumbraba, no le había permitido distinguirlo. Y ahora, allí estaba, junto al coche, Silverstolpe, que se había acercado sin hacer el menor ruido. Marschall esperaba ver en su amigo un semblante demacrado, pero nada en su aspecto revelaba la enfermedad. Únicamente la manera que tuvo de acercarse hasta el coche tan silenciosamente, sin que el capitán lo advirtiera, tenía algo extraño.

—¡Pero si tienes un aspecto magnífico! —exclamó.

Marschall tomó con ambas manos las de Silverstolpe.

Silverstolpe sonrió fugazmente y dijo:

—Siento mucho no haber podido ir a esperarte a la estación. Pero lo cierto es que no podía permitírmelo.

Por debajo de la galería aparecieron dos señoras de aspecto avejentado: llevaban blusas de encaje con cuellos armados con ballenas; una de ellas, la de menor estatura, llevaba un broche en el cuello; la otra, una toquilla cerrada por un alfiler de oro terminado en una turquesa. Una larga cadenilla de oro le llegaba hasta la cintura. Ambas mujeres llevaban las manos juntas sobre el vientre, como suelen hacerlo las religiosas; Marschall nunca las vio, ni siquiera más adelante, llevar un bolso, sino que siempre sacaban sus pañuelos y otros efectos personales de los bolsillos de sus vestidos, que les llegaban hasta los tobillos. La más pequeña era la señora de Pobeheim. La de mayor estatura parecía mucho más enérgica que su hermana.

Detrás de las dos mujeres estaba de pie una criada que, una vez que el capitán hubo besado las manos de las señoras, manos en las que hacía ya mucho tiempo que los besos de antaño se habían marchitado, se adelantó y a su vez le besó la mano al joven. Cierto es que cogió la mano de Marschall con movimiento hábil, pero también cortado, como si supiera que hoy día los señores —tal vez con la excepción de los viejos— solían sorprenderse de semejantes prácticas. Sin embargo, Marschall no se manifestó particularmente sorprendido, sino que más bien, con cierta gracia, dejó hacer a la muchacha; Silverstolpe contempló la escena con una débil sonrisa. La muchacha era aún muy joven, pero luego Marschall hubo de enterarse de que ya era madre de dos hijos. Tenía el aspecto de una húngara, o tal vez de una eslovaca. Un perro que quizá en otra época hubiera sido perro de caza, pero que ahora engordaba en la cocina, se acercó para olisquear al capitán.

Mientras el cochero y la criada sacaban el equipaje del vehículo, la señorita Ainether preguntó cómo había viajado Marschall.

—Sí, ¿cómo viajó usted, señor von Marschall? —preguntó a su vez con expresión comparativamente tímida la señora Pobeheim.

—Pero no entretengas ahora al señor von Marschall con tus preguntas —dijo la señorita Ainether—. Estará cansado del viaje y querrá retirarse a su habitación. Piensa que viajó durante toda la noche. ¿Ya desayunó usted, señor von Marschall?

Marschall explicó que ya había desayunado en la estación.

Entonces la señorita Ainether, después de esbozar un ademán de invitación y de volver a juntar las manos sobre el vientre, entró en la galería. Allí el aire era cálido como el de un horno, pero el interior de la casa era fresco. Las habitaciones eran coquetas y exhibían muchos muebles pequeños y bien lustrados; de las paredes pendían cuadros de todos los tamaños; las alfombras eran claras. Subieron por una escalera de madera de nogal hasta el primer piso: en primer término iba la señorita Ainether, luego la señora de Pobeheim, a la que seguían Silverstolpe y Marschall y, por fin, cerraban la procesión algunos domésticos. El subir la escalera fatigó a Silverstolpe, que tuvo que apoyarse en el brazo de la señora Pobeheim.

—Esta escalera —dijo la señorita Ainether— se llama la escalera del almirante. Pero no vaya usted a creer que la llamamos así a causa de los muchos almirantes que nos hayan visitado. Aquí no estuvieron ni Montecuccoli ni Haus, ni Njegovan. La escalera recibió este nombre porque una vez se posó en ella una gran mariposa, una de ésas que se llaman «almirantes».

El dormitorio de Marschall estaba situado en el extremo oeste de la casa.

—¡Qué hermoso cuarto! —exclamó Marschall. Los muebles eran de madera de cerezo. La cama, bastante estrecha, y las sillas estaban tapizadas con reps verde. Una vez que los criados hubieron dejado en el cuarto el equipaje de Marschall, la doméstica retiró el biombo que ocultaba la mesa de tocador, vertió agua en la palangana y puso junto a ella una jarra de metal llena de agua caliente.

—Desgraciadamente no tenemos cuarto de baño —explicó la señorita Ainether—. Hace dos años quisimos hacer instalar uno, pero nos hubiera costado ocho millones y medio —se refería a coronas desvalorizadas—, de manera que seguimos lavándonos como nuestros abuelos y bisabuelos, con ayuda de una combinación de caños de goma, jarras de metal, palanganas de porcelana, etcétera. Además nos bañamos en el estanque y antes, en invierno, hasta hice romper el hielo de la superficie para bañarme. Pero ya no lo hago desde hace unos años. Ahora querrá usted sin duda asearse. Si necesita algo, llame con la campanilla. ¿O preferiría usted dormir? Luego podrá contarnos las novedades de la ciudad. Mi cuñado, cuando venía aquí, sólo quería dormir. Nunca hablaba. No comprendía cómo uno podía interesarse por ciertas cosas; todo había que sacárselo con gran esfuerzo. Pasaba aquí siempre seis semanas durante el verano, pero nunca se le ocurría contarnos ninguna novedad. Siempre tuve que pedirle a mi hermana que lo hiciera en lugar de su marido. Pero ella no heredó ese laconismo que tan bien caracterizaba a mi cuñado. Habla continuamente de millares y millares de cosas, de manera que cuando me cuenta algo, termino por no enterarme de nada. También la vieja Sunstenau dice siempre que la manía de hablar de hoy día la deja confusa. Si no se hubiera hablado tanto a tontas y a locas, no habría sobrevenido la revolución. Y ahora también falta el dinero. Si la gente tuviera dinero para vivir, no adquiriría todas esas nuevas enfermedades que hoy abundan. ¿Qué opina usted de la enfermedad del pobre Lennart?

Lennart era Silverstolpe.

—Sí, ¿qué opina usted de su enfermedad? —se arriesgó a preguntar la señora Pobeheim.

—¡Pero, no estés hablándole continuamente al señor von Marschall! —dijo la señorita Ainether—. ¿Cómo puede estarse uno interrumpiendo continuamente a los demás? ¡Te digo que no debes agobiarlo con tu charla! ¿Quieres ahora dejarlo solo, Lennart, o prefieres hacerle compañía? Mi cuñado nunca quería que le hicieran compañía. Pero, evidentemente, no todos los hombres han de ser como el marido de Cecile. Señor von Marschall, almorzamos a la una, pero si baja usted antes, nos alegrará. ¡Vamos, Cecile, ven conmigo!

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