Las Dos Sicilias (19 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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Y diciendo esto, apremió a su hermana para que abandonara con ella el cuarto de Marschall.

Silverstolpe, sentado en una silla tapizada de verde, la siguió sonriendo con la mirada.

—En el fondo, son las dos las mejores personas del mundo —dijo— y resulta divertido verlas siempre juntas... Lo cierto es que les estoy muy agradecido por permitirme morir aquí.

—Pero, querido, ¡qué cosas dices...! —exclamó Marschall.

—Ay, nada de cortesías superfluas —replicó Silverstolpe—. Me doy por satisfecho si la muerte sigue siendo tan cortés al acercárseme como hasta ahora. El médico, que viene de la ciudad cada dos días, naturalmente no pudo tampoco orientarse en mi caso. Empieza otra vez a hablarme de tomaínas, que se trata de un caso perfectamente normal de infección cadavérica, como la que suelen contraer con frecuencia los médicos en el curso de una autopsia. Me dijo que los ganglios han de hincharse, pero que, después de ciertos accesos febriles muy vivos, todo volverá a la normalidad. Le repliqué entonces que hacía ya tiempo que había pasado por ese estado, que semanas atrás me había atacado la fiebre y se me habían hinchado los ganglios, que esos síntomas habían desaparecido por entero, pero que ahora suponía que la enfermedad había asumido otra forma en su curso o que tal vez se trataba de una enfermedad nueva, nacida de la primera y que todavía los médicos no habían investigado. Le manifesté asimismo mi opinión de que quizá mi organismo no fuera ya capaz de vencer esa enfermedad... Entonces el médico exclamó: «¡Si los enfermos no se imaginaran siempre que padecen una enfermedad desconocida o que su organismo es distinto del de los demás hombres, todo sería más fácil! La naturaleza no cambia sus leyes ni siquiera a favor de los ex oficiales de caballería». «La naturaleza, desde luego que no —le respondí—, pero Dios tal vez sí lo hace en favor de mucha gente.» Me resultó extremadamente difícil explicarle que precisamente existen criaturas que, por causas desconocidas (desconocidas porque no quiere admitírselas), no pueden continuar viviendo. Tampoco podía decirle que la que yo llevo en mí es la muerte de Engelshausen. Pero quizá, en el fondo, sea verdaderamente mejor morir. Desde luego que lo digo no sin cierta pena. Porque, en efecto, por más que uno esté decidido a morir, no deja sin embargo de lamentar su propia muerte. ¿No fueron acaso más sabios que nosotros los que nos precedieron? ¡Engelshausen, Fonseca, Rochonville! Y dime, ¿no se sabe aún nada del asesinato de Engelshausen y en qué circunstancias desapareció Fonseca?

—Podrías preguntar asimismo acerca del coronel —dijo Marschall, que, enseguida, procuró informar a su amigo sobre lo que se sabía, o mejor dicho, sobre lo que se creía saber.

—Mis tías conocen muy bien a los Gordon —dijo Silverstolpe— y yo mismo tuve ocasión, cuando me sentía mejor y podía aún acercarme hasta la ciudad, de conocer a algunos de los miembros de esa familia. La mayor parte de ella vive aquí, en Carintia. Casi todos se parecen a ese comisario. Y dime, ¿qué ocurrió con Lukavski en Hungría? ¿Qué quería de ese ruso? ¿Crees posible que...?

Marschall se encogió de hombros. Mientras conversaban, el capitán se paseaba arriba y abajo por el cuarto y Silverstolpe seguía atentamente el ir y venir de su amigo, sin que Marschall comprendiera la razón de tal expectación. Pero en un momento dado, Silverstolpe se agachó hasta el suelo y recogió una abeja de la alfombra.

—Pues la has aplastado —dijo—. Al principio quise llamarte la atención sobre ella; se había posado en la alfombra y parecía enferma. Pero no quise interrumpirte. O tal vez lo que quería era sólo ver si la abeja se salvaba o no. Porque has de saber que ahora, lo cual es muy comprensible, me intereso un poco por la duración de la vida de los demás seres...

Dejó la abeja en un cenicero, y luego dijo:

—Y bien, ahora está muerta, aunque el verano acaba de comenzar. Ya no errará por las flores de los prados ni por la espaldera en la que brilla el sol. Ya no volverá a las malvas por las que solía revolotear, ni se posará en el
phlox
cuando florezca. ¡Y pensar que las flores volverán a abrirse inútilmente! ¡Pensar que también el verano pueda terminar, siendo así que parece que ha llegado para siempre! ¡Un día, cuando todo se enturbie, el estanque se cubrirá de plata y sus suaves ondas ocultarán el reflejo de un mundo que ya no existe y las cañas murmurarán acerca de todas las cosas que ya no volverán! ¡Qué triste es no poder volver, no poder volver ya nunca! ¡Y, ay, qué triste también el que los que se amaron no puedan volver a encontrarse! ¡No, ni siquiera ellos pueden! Sin embargo, viven sólo el uno para el otro. Primero días, luego semanas, y por fin años. Y creen que eso será para siempre. Luego llega, sin embargo, el momento que ha de ser el último. Entonces se despiden, y tal vez aún crean que se trata de una despedida cualquiera y que su separación durará poco. Pero esa despedida es definitiva. En vano los esperarán los caminos por los que solían andar juntos y vacías permanecerán las habitaciones en las que se encontraban. Permanecen aún unidas dos manos, pero llega un momento en que una de ellas está más lejos de la otra que la más remota de las estrellas, y las lágrimas que las bañan caen en la eternidad.

Marschall descansó hasta el mediodía. Se despertó después de las doce. En la casa reinaba un gran silencio, turbado sólo por el rumor infinitamente suave e infinitamente vasto del verano sobre los campos, que se percibía incluso en el interior de las habitaciones. Las señoritas debían de haber ido al estanque para bañarse allí según su anticuado modo de hacerlo. Alrededor de la una, Marschall oyó de nuevo sus voces, es decir, oyó propiamente sólo la voz de la señorita Ainether, pues como de costumbre, la señora Pobeheim no parecía tener derecho a hablar.

Almorzaron en una amplia habitación que llamaban sala. Era una estancia relativamente espaciosa y alargada del primer piso que comunicaba con la galería superior. Aquella sala estaba amueblada de modo mucho más sencillo que las restantes habitaciones; sólo había en ella la mesa de comedor, un aparador, sillas de alto respaldo y, en las paredes, retratos de varios siglos atrás. El sol brillaba en los balcones y las parras las bordeaban. La suave brisa estival que llegaba al interior de la sala era de una increíble dulzura.

Comieron en platos azules que mostraban, en un azul aún más oscuro, diversas figuras y paisajes difuminados. Aquellos platos eran singularmente hondos y toda la vajilla presentaba bordes dorados; las cucharas eran extraordinariamente pesadas. Silverstolpe, que se mantenía muy silencioso, partía el pan con sus dedos casi translúcidos. Sus manos inmóviles, como si no tuvieran ya nada que hacer, se apoyaban desfallecidas sobre el mantel y sólo de cuando en cuando, como sumido en pensamientos ajenos a lo que le rodeaba, Silverstolpe jugueteaba con la cucharilla de plata del salero y cambiaba de lugar su copa. La señora Pobeheim le servía vino griego en un vasito y lo apremiaba a que lo bebiera. Hablaba con el joven a media voz y éste, mirándola fijamente, se inclinaba hacia ella, para oírla mejor. O, mejor dicho, parecía que la miraba fijamente, porque, ¿quién podía saber lo que en realidad ya estaba viendo? La señorita Ainether obligó al capitán a contarle las novedades de Viena y Marschall lo hizo lo mejor que pudo, aunque no sabía gran cosa.

—No es usted mejor que mi cuñado —dijo por fin la señorita Ainether—, pero, claro está, también usted es un hombre.

Por lo visto, parecía considerar a los hombres como un género harto imperfecto. Tampoco manifestó particular interés por los sucesos referentes al regimiento Las dos Sicilias, aunque bien pudo entender que el destino de ese regimiento concernía también a su sobrino. Cierto es que preguntó algunas cosas sobre la hija de Rochonville, pero ésta debió de haberle parecido demasiado joven para considerarla seriamente. Toda la historia le parecía tan desprovista de sentido que no creía que valiera la pena hablar de ella.

Después del almuerzo, explicó y comentó al capitán los cuadros que pendían de las paredes. Estaban representados allí todos los Ungnad y los Ainether, comenzando por un retrato, manifiestamente imaginario, de George von Ungnad, señor y conde de Cilly, que ganó su nombre de familia a causa de las crueldades ejercidas en su castillo de Ortenburg
[1]
; luego le mostró el retrato de Christoph, el primer señor de Gegendt, y después los de Urban y Thomas, que ya se llamaron Ainether y que desempeñaron un papel preponderante en el movimiento de la Contrarreforma. Todos ellos llevaban negras vestimentas a la manera española, condecoraciones y barbas. Seguía en la serie Thomas II de Ainether, que adquirió el feudo de Kerschenegg y, junto a él, se veía el retrato de su mujer, una augsburgiana no desprovista de encanto. Hacía recordar un poco al retrato de Durero de una joven veneciana. Johann Georg, señor de Finkenstein y de Hollenburg, cerraba la serie. Llevaba ya un frac azul con botones dorados. Los retratos más recientes se encontraban en otras habitaciones.

Frente a las ventanas y más allá del mar de flores del jardín y de los muros de piedra, se extendía la campiña cuyas vagas colinas vaporosas se veían pálidas bajo la bruma del sol. El dominio de Gegendt era muy reducido y había llegado a ser bastante modesto; era una de las propiedades más pequeñas de la comarca, pero una infinita presencia parecía campear sobre todo el paisaje, como si Urban Ainether continuara aún cabalgando con sus ojos un tanto enrojecidos y con su ropón de cálido terciopelo, dentro del que se sentía, sin embargo, muy cómodo, mientras avanzaba bajo el sol, espectro bajo el sol, espectro de mediodía, y continuara ejerciendo su derecho de pernada en la primera noche, clara sin embargo como un mediodía de verano, y las mujeres de los campesinos continuaran yendo a besarle las manos, como la muchacha de aspecto de eslovaca, que ahora se hallaba levantando la mesa, se la besaba al capitán. Y aquellos campos, en su fertilidad sin medida, continuaban, de acuerdo con la ley de la primera noche de Dios, produciendo maíz y mijo, calabazas y ganados y abejas y niños, y continuarían reproduciéndolos eternamente; y lo extraño era que aquellas dos viejas señoritas estériles no parecían ya tan ridículas. Porque, en efecto, ¡quién puede saber qué frutos son en realidad los que el ser humano lleva dentro de sí!

Después del almuerzo, Silverstolpe solía dormir la siesta. Como Marschall ya había dormido se paseó por la casa y luego salió al patio. En el vestíbulo, cuyas enrejadas ventanas daban al patio, volvió a encontrar otro retrato de George Ungnad. Era una mala pintura de grandes dimensiones y que, debido al tiempo, presentaba numerosos pliegues; allí estaba George Ungnad, tendido en la hierba, y de su corazón nacía un árbol, un árbol genealógico de cuyas ramas pendían redondos letreros en los cuales se leían, en un carmín oscurecido por el tiempo, los nombres de sus descendientes. Aquel viejo barbudo dormido parecía soñar con los siglos venideros. Sin embargo, era menester reconocer que nada extraordinario había llenado esos sueños. Probablemente lo extraordinario no es nunca un fin. Es una excepción que, en última instancia, no consigue perturbar seriamente el acontecer cotidiano y ordinario.

El patio, o mejor dicho aquella callejuela a la que daba una puerta trasera de la casa, producía una extraña impresión de ensueño, como por lo demás suelen producir casi todos los patios que se hallan próximos a caballerizas o cuadras. Tal vez esto se deba a las sencillas líneas de las construcciones de ese género; en efecto, la sencillez produce una impresión más intensa que lo complicado, ya que, evidentemente, nada real puede ser tan múltiple como el ensueño engendrado por lo sencillo. El cálido sol golpeaba sobre el patio como con mazas de bronce. Sin embargo, todo parecía como envuelto en sombras. El aire caliente era perfectamente estival, pero en aquel patio creía uno percibir el suave murmullo de una corriente extrañamente fresca que susurraba, como voces, en los rincones y jugaba con el polvo y con los restos de heno y de paja dispersos en el suelo. Era evidente que los seres humanos que ahora habitaban en esa hacienda no estaban enteramente solos, o, en todo caso, no lo estaban esencialmente, sino que en aquel patio continuaba sintiéndose la presencia de todos los que allí habían vivido en otros tiempos. Los carruajes guardados en sus cocheras parecían provenir de muy lejos. Aunque eran relativamente nuevos tenían algo de los carruajes muy antiguos, como si acabaran de llegar de remotos países para detenerse en aquel lugar. Y una acción invisible parecía desarrollarse en el patio, en el corazón mismo de la residencia, que se había vaciado para que pudieran habitarla los espectros del pasado; una acción que continuaban tal vez realizando aún los antepasados, los venerables antepasados: el tomar posesión de la tierra, como antes; y por eso, aquella sombra que parecía envolver el patio no era sino el recuerdo de un país señorial hundido en la penumbra del pasado, en el curso interminable de las generaciones.

La casa había sido construida en distintas épocas. La parte más antigua era un edificio gótico, entre torre y cubo de piedra, de tres pisos de altura, aunque sólo el inferior, la planta baja, estaba del todo terminado. Aquella parte de la casa debía de datar de la época en que ya se comenzaba a considerar incómodo el vivir en los altos castillos y se prefería habitar en los valles, más acogedores. Evidentemente, aquella torre sólo en alguna ocasión esporádica había servido de defensa. Ahora compartía el mismo techo con el granero. En la planta baja se extendía la abovedada caballeriza y encima de ella, en las paredes, había dos hileras de troneras en forma de flores, sin piso intermedio. No era fácil establecer con precisión de qué época databa la residencia misma. Aunque estaba concebida según el estilo Imperio, presentaba gran cantidad de adornos del siglo
XVI
. En el jardín, donde crecían profusamente arbustos y flores, se conservaban aún algunas estatuillas de la época del Imperio, algunas urnas de piedra, por ejemplo, y un diminuto obelisco en el que una serpiente que se mordía la cola simbolizaba la eternidad.

Sin embargo, entre estas dos épocas tenía que haber influido otro estilo: el barroco. Efectivamente, el capitán descubrió, además de un reloj de sol procedente de esa época —reloj de color azul y oro, colgado en la pared del granero—, algunas tablas pintadas, olvidadas en el interior del cobertizo, que debían de haber servido para adornar los pabellones, ya desaparecidos, e incluso la misma casa, aunque, a decir verdad, no podía establecerse con precisión en qué partes las habían colgado; tal vez en las fachadas, pues entre ellas aparecía pintado una especie de reloj de pared con el dios del tiempo, y también naturalezas muertas de frutas carnosas y eternamente frescas, volatería y múltiples flores, y, circunstancia curiosísima, algunos fragmentos de una danza de la muerte, tema que siempre había interesado intensamente a aquellas épocas pasadas, detrás de cuyo esplendor y boato acechaban ya la muerte, la locura y las sombras de los lémures. Marschall pensó que aquellas tablas pintadas serían diversas copias de la serie de
La muerte de Basel.
Un esqueleto recubierto aún con restos de carne putrefacta recogía ávidamente a los representantes de las distintas edades y condiciones: al emperador, al guerrero, al sacerdote. Debajo de cada una de las pinturas se leían unos versos alejandrinos franceses.

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