Las cuatro vidas de Steve Jobs (16 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
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Una vez despachados los asuntos más urgentes, el consejo de administración pidió formalmente un plan a Sculley para intentar corregir el rumbo de la empresa. En ese momento, Steve Jobs anunció que él era el indicado para dirigir las operaciones. Ante su sorpresa y mediante voto irrevocable, el consejo rechazó su propuesta.

Sculley decidió jugarse el todo por el todo y planteó asumir el mando efectivo de Apple sin interferencias por parte de Jobs, cuyas responsabilidades quedarían limitadas a la concepción de nuevos productos. «Quería que Steve encabezase el equipo de trabajo para nuevos productos, que se concentrase en las nuevas tecnologías y me dejase dirigir Apple, al fin y al cabo, me habían contratado para eso», explica Sculley. De nuevo, el consejo de administración le dio su apoyo.

Los acontecimientos se precipitaban. Apenas entronado Sculley, el voto se centró en otra cuestión fundamental: ¿era necesario retirar a Steve Jobs de la dirección de la división Macintosh? Y otra vez más, ante el asombro de Jobs, la mayoría se decantó a favor. Sobre la marcha, decidieron ofrecer su puesto a Jean-Louis Gassée.

Trastornado, Jobs se dio cuenta de que quienes hasta ese momento habían confiado en él, eran los que le estaban hundiendo. Para intentar darle la vuelta a la situación,, durante las siguientes semanas, trató de organizar una revolución de palacio. ¿Al fin y al cabo, no seguía siendo el presidente del consejo de administración de la compañía?

El 2 de mayo de 1985, Microsoft lanzaba Excel, un programa que se suponía vital para el futuro del Mac, y pese a la enemistad que había entablado con Gates, Jobs acudió a la conferencia de prensa. La expectación era máxima pues, hasta ese momento, había dejado muy clara su preferencia por Jazz, de Lotus.

Tras una breve introducción sobre las virtudes de Excel, Bill Gates inició la demostración, tenso porque el programa no estaba puesto a punto y no se podía excluir algún fallo aunque, al final, todo se desarrolló como una seda. A la hora de las preguntas, Jobs tuvo que contestar qué pensaba del Excel e, inesperadamente, dio un giro de 180.° y declaró que «Excel va a conseguir que Lotus no se coma sola el pastel». Después, subrayando su decepción hacia la empresa dirigida por Mitch Kapor, añadió que no creía en absoluto en las virtudes de los programas todo en uno, refiriéndose al Jazz.

Poco antes de que terminara la conferencia, Bill Gates recibió una pregunta que podía empañar el buen ambiente reinante. «¿Va a desarrollar Microsoft una versión de Excel para PC?». Con total habilidad, trató de esquivar el escollo: «es una cuestión de liderazgo. Apple tiene una ventaja clara en el campo de las interfaces gráficas pero, tarde o temprano, todas las tecnologías se vuelven disponibles para todos los fabricantes. Los PC tendrán una interfaz gráfica algún día…». Sarcástico, Steve Jobs le interrumpió, añadiendo que «¡ese día, estaremos todos muertos!» y la sala irrumpió a carcajadas. Gates esperó a que se apagase el ruido para dejar un guiño envenenado: «IBM no».

Jobs ignoraba que acababa de hacer una de sus últimas apariciones en público como representante de Apple y que sus días en la empresa de Cupertino estaban contados.

El 11 de mayo de 1988, Jean-Louis Gassée asumió sus funciones en Apple como director de I+D y márketing del grupo y, tres días después, el francés asistió a una conflictiva reunión sobre la división Macintosh, en la que la discusión entre Sculley y Jobs se convirtió en una batalla campal. Gassée redactó una nota dirigida a varios directivos con la intención de extraer los aspectos positivos de la situación. «La confrontación entre los miembros del grupo es bastante obvia y aunque me he adaptado enseguida, es preferible una línea de conducta única e inequívoca». A continuación, enunció una lista de problemas pendientes sobre el Macintosh, poniendo los puntos sobre las íes con soluciones concretas y concluyendo que «dado que no parecemos saber quiénes o dónde están los usuarios del Macintosh, tendremos que buscarles para validar nuestras estrategias. Hasta ahora, hemos dado palos de ciego».

Steve Jobs, mientras tanto, estaba trabajando en un golpe de Estado desde dentro. Se decidió a reunir a un número suficiente de partidarios del consejo de administración en la casa de Mike Markkula para aprovechar que Sculley tenía que hacer un viaje a China a final de mes. La idea era votar su destitución cuando estuviese fuera para limitar su poder de respuesta. Jobs estaba en contacto con los consejeros más allegados pero cometió un error de cálculo al llamar al banco de inversión Morgan Stanley para preguntar si apoyarían con sus acciones la revocación de un empleado. Pocos minutos después, Sculley estaba al tanto de los movimientos de Jobs.

La mañana siguiente, Sculley convocó una reunión extraordinaria para acusar a Steve de maquinar su despido e invitarle a dimitir. Steve se negó y respondió que era él, en calidad de presidente del consejo, quien le despedía. Jobs, hasta entonces tan seguro de sí mismo, parecía atravesar una fase de incertidumbre y, al día siguiente, acudió al domicilio de Sculley con una propuesta de paz entre ambas partes. De repente creía que era mejor, por el bien de la empresa, que los dos se entendiesen y depusiesen su actitud.

—Sólo tengo treinta años y quiero seguir teniendo la oportunidad de dar rienda suelta a mi creatividad. Sé que al menos me queda una gran idea para el futuro de los ordenadores y necesito que Apple me dé la oportunidad de ponerla en marcha.

—Te daremos la oportunidad de crear el próximo gran ordenador pero tienes que dejar de dirigir las operaciones. Estamos en una situación muy delicada y necesitamos concentrar toda nuestra energía en salvar la compañía.

Parecía que, tras la tempestad, había llegado la calma. Pero Jobs volvió sobre sus pasos, incapaz de resistirse a la perspectiva del golpe de Estado definitivo. Pidió reunirse acompañado de tres de sus colaboradores con Mike Markkula y, durante la entrevista, sugirieron un plan alternativo para salvar a Apple.

La mañana del 28 de mayo de 1985 Sculley recriminó a Jobs por sus continuas intrigas para derrocarle. Con todo el dolor de su corazón, se veía obligado a plantear lo que hasta entonces parecía impensable: retirar de una vez por todas a Jobs de cualquier responsabilidad directiva. El consejo de administración secundó por unanimidad la propuesta de John Sculley.

Desautorizado, rechazado y tratado como un paria, Jobs encajó el golpe como pudo. En Apple su voz ya no tenía el más mínimo peso e incluso alguno de sus amigos temió que pudiera suicidarse.

Para intentar sobreponerse al golpe, pasó varios días dando vueltas con su bicicleta por la playa hasta que, para cambiar de aires, viajó a París donde comió con Jean Calmon, el nuevo director de la filial francesa. Durante la comida, este último se sorprendió al ver a un Jobs hundido, sumido en el llanto y lamentándose de que su carrera estuviese acabada con sólo treinta años. Después visitó Italia donde, con la sensibilidad a flor de piel, el genio torturado parecía inconsolable, abrumado por la traumática salida de la sociedad que había contribuido a fundar. A finales de junio se trasladó a Suecia y más tarde a la Unión Soviética.

Apple cerró el segundo trimestre por primera vez en su historia con unas pérdidas de 17,2 millones de dólares. La primera consecuencia no se hizo esperar: John Sculley decidió despedir nada menos que a 1500 empleados para intentar corregir los resultados. Además se adoptaron medidas draconianas para restringir los gastos, reduciendo el presupuesto publicitario en unos cien millones de dólares, lo que significaba una inversión menor que la realizada en el ejercicio anterior. También se paró la producción durante una semana para tratar de reducir existencias y el Lisa dejó de fabricarse. Bill Gates, muy pesimista sobre el futuro de Apple, aconsejó a Sculley que vendiera la tecnología del Macintosh a otros fabricantes.

Jobs regresó a Cupertino a mediados de julio para trasladarse a unos locales de la empresa lejos del cuartel general tal y como le habían pedido desde Apple. «Me fui a aquel edificio pero antes quise asegurarme de que todos los responsables de la empresa tenían mi número de teléfono», recordaría Jobs tiempo después. «Sabía que John Sculley lo tenía y llamé personalmente a los demás para cerciorarme de que ellos también. Quería ser útil para la empresa, de la forma que fuese, así que les pedí que si podía resultar de ayuda, fuese en lo que fuese, no dudasen en ponerse en contacto conmigo».

«A pesar de la amabilidad de sus palabras nadie se puso en contacto conmigo. Seguía yendo a trabajar todos los días y me quedaba en el despacho atendiendo a las llamadas de teléfono pendientes y a la poca correspondencia que recibía. Casi nunca recibía los informes destinados a la dirección. Algunos veían mi coche en el aparcamiento y subían a compadecerse. Cada vez estaba más deprimido. Me quedaba en la oficina un par de horas y volvía a casa. Y así continué durante varios días hasta que me di cuenta de que aquello no era bueno para mi salud mental. Tenía que irme de Apple y eso hice. Nadie me echó de menos».

John Sculley asestó el golpe definitivo aquel verano durante una junta de accionistas al recalcar que «Steve Jobs no tiene ninguna función en las actividades de Apple, ni ahora ni en el futuro». La noticia dejó a consternado a Jobs: «Seguro que alguna vez has sentido un golpe en el estómago y se te ha entrecortado el aliento, dejándote con dificultad para respirar. Cuanto más tratas de inspirar, menos lo consigues y sabes que lo único que puedes hacer es relajarte».

Más adelante, Jobs recordaría aquel trágico episodio durante su archiconocido discurso de graduación de la promoción de 2005 de recién licenciados de Stanford. «Con treinta años estaba en la calle: despedido, con pérdidas y fracasos. No tenía razón de ser y estaba hecho añicos. Seguí sin saber qué hacer durante varios meses. No podía quitarme de la cabeza la sensación de que había traicionado a la generación que me precedía porque había dejado caer el testigo justo cuando me lo habían pasado. Había sido un fracaso público y únicamente podía soñar con una huida de Silicon Valley. Hasta que, poco a poco, fui comprendiendo que todavía me gustaba lo que hacía y que lo sucedido en Apple no cambiaba las cosas. Me habían dado calabazas pero seguía enamorado. Era el momento de empezar de cero».

Tercera vida:
La Odisea
10
NeXT

A mediados de agosto de 1985, Steve Jobs tenía una cita para cenar con Paul Berg, Nobel de Biología Molecular y conocido de la Universidad de Stanford con el que se había vuelto a encontrar durante una cena organizada en prima-vera en honor a la visita de François Mitterrand, presidente de la república francesa, a California.

Berg le explicó la complejidad del ambicioso plan para descifrar el ADN y de los resultados que podría tener que los investigadores entendiesen los procesos de secuenciación del ADN. Jobs sugirió que utilizasen ordenadores para simular las condiciones de laboratorio para ahorrar tiempo y dinero a lo que Berg replicó recordándole que el coste de las estaciones de trabajo y de los programas necesarios supondría una inversión de miles de dólares que la mayoría de universidades no podían acometer aunque fuesen conscientes de los formidables avances que podrían suponer para la investigación.

Aquella conversación le hizo reflexionar. Todavía recordaba con orgullo su lucha para introducir los ordenadores en el mundo de la educación y cómo, gracias a su intervención, Apple había accedido a practicar importantes descuentos del Apple II a los colegios. Entonces, ¿por qué no seguir esa inercia y dedicarse a producir un ordenador específico para la investigación y la enseñanza universitaria? Un ordenador con la potencia de las estaciones de trabajo utilizadas por los ingenieros pero con la usabilidad del Mac. La idea de una máquina de esas características despertó su creatividad.

Poco a poco, la perspectiva de un nuevo viaje devolvió el aplomo al capitán que había salido de la circulación. Su fuerza, como ya había demostrado, residía en la capacidad de liderar a la tripulación contra viento y marea hacia continentes inexplorados y tierras míticas. Apple le había aparcado demasiado pronto y, lo quisiera o no, el momento de embarcarse en una nueva aventura había llegado. Si quería dar rienda suelta a su creatividad, tendría que hacerlo construyendo sobre nuevos cimientos.

En Apple, Bud Tribble, que había supervisado a los desarrolladores de programas del proyecto Macintosh, fue el primero en manifestar interés en el proyecto de Jobs. Éste le anunció que tenía pensado dimitir como presidente del consejo de administración aunque no descartaba la posibilidad de vender la licencia de su nuevo ordenador a Apple para que se comercializara bajo la marca Macintosh.

Jobs arrastró hacia su proyecto a George Crow quien, al igual que Tribble, también formaba parte del equipo de creación del Mac, y a Rich Page, uno de los ingenieros que había dirigido el desarrollo del Lisa. También convenció a Susan Barnes, controladora financiera para EE.UU. de Apple que había seguido siéndole fiel contra viento y marea, y sedujo a Dan'l Lewin, que gestionaba las relaciones con el mercado de la educación y que acabaría ocupándose del márketing.

El 12 de septiembre de 1985 John Sculley y sus partidarios dejaron entrever, durante la reunión del consejo de administración de Apple, que aunque las ventas no habían mejorado especialmente, la empresa iba camino de la recuperación. Jobs, en calidad de presidente, era quien se encargaba de cerrar las reuniones y llevaba tiempo preparando una intervención que presentía que iba causar mucho alboroto. La inactividad le aturdía. Se levantó y, con voz taciturna y ante la sorpresa de todos, anunció su dimisión de la presidencia de Apple. «He estado reflexionando y ha llegado el momento de que haga algo con mi vida. Sólo tengo treinta años». Explicó al consejo de administración que tenía previsto crear una nueva empresa con el objetivo de introducirse en el mercado universitario y que, por lo tanto, ofrecería un servicio complementario que no competiría con los productos de Apple. Según sus previsiones, en varios años alcanzaría un volumen de negocio de cincuenta millones de dólares anuales.

Sculley, Markkula y el resto de consejeros estaban estupefactos. ¿Cómo reaccionar a aquella noticia? Pidieron a Jobs que saliese un momento para que pudieran debatir sobre su anuncio. Al cabo de una hora, le invitaron a que se volviese a unir a ellos. Sculley se mostró diplomático y le ofreció su predisposición favorable a dejarle hacer. «Nos gustaría que reconsiderases tu decisión de dimitir del consejo de administración. En caso de que sigas convencido de que es la mejor opción, Apple estaría interesada en adquirir el 10% de tu nueva empresa». «Lo pensaré y tendréis una respuesta el jueves que viene», contestó Jobs.

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