Las crisálidas (29 page)

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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

BOOK: Las crisálidas
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Una de las hebras descendentes me rozó en el dorso de la mano. Mandé a Rosalind y Petra que se metieran en el fondo de la cueva. Contemplé el hilo sin atreverme a tocarlo con mi otra mano. Lenta y cuidadosamente giré la mano afectada tratando de que la hebra se enredara en la roca. No fui lo suficientemente prudente. El movimiento hizo que la hebra, junto a otras muy próximas, envolvieran mi mano de tal forma que quedó pegada a la piedra.

—¡Ya están aquí! —gritó Petra con palabras y pensamientos a la vez.

Miré arriba para comprobar que el reluciente y blanco objeto en forma de pez se estaba acercando al centro del claro. En su descenso formó una nube con los filamentos a su alrededor y lanzó una bocanada de aire hacia las alturas. Vi que algunos de los hilos que había delante de la boca de la cueva vacilaban, se encogían y penetraban dentro.

Involuntariamente cerré los ojos. Sentí como una luz muy tenue sobre mi rostro. Y cuando traté de abrir los ojos de nuevo, me di cuenta de que me era imposible.

Se necesita mucha resolución para permanecer tendido e inmóvil mientras uno nota caer sobre su rostro y manos más y más hebras pegajosas como plumas hormigueantes; y se precisan aún más arrestos cuando se empieza a sentir que los primeros filamentos que se adhirieron a uno aprietan la piel como finas cuerdas y tiran suavemente de ella.

Capté el pensamiento de Michael preguntándose alarmado si aquello no era una trampa, y si no hubiera sido preferible haber intentado escapar de allí como fuese. Antes de que pudiera responderle, la mujer de Tierra del Mar volvió a alentarnos y a pedirnos que tuviéramos calma y paciencia. Rosalind subrayó esos conceptos a Petra.

—¿Estáis vosotras atrapadas también? —pregunté.

—Si —me contestó Rosalind—. El viento que produjo la máquina metió esos hilos en la cueva… Petra, guapa, ya has oído lo que ha dicho tu amiga. Trata de estarte quieta.

Las vibraciones y los zumbidos que anteriormente parecían inundarlo todo, disminuyeron al aproximarse despacio la máquina al suelo. Al final se detuvo. El subsiguiente silencio sobresaltaba. Se oyeron llamadas en murmullo y sonidos ahogados, pero poco más. En seguida comprendí la causa. Algunos hilos habían caído sobre mis labios. Aunque hubiera querido, no habría podido abrir la boca.

La espera pareció interminable. Sentía el tirón de la materia sobre mi piel, y ya estaba resultando doloroso.

—¿Michael? —pidió la mujer de Tierra del Mar—. Cuenta para guiarme hasta ti.

Michael, en cifras pensadas, principió a contar. Fueron constantes hasta que el uno y el dos del número doce fluctuaron y se disolvieron en un concepto de alivio y gratitud. En el silencio que ahora predominaba le oí manifestar en palabras:

—Están en aquella cueva, sí, en aquella.

De la escala me llegó un crujido, luego el ruido de los peldaños al golpear la fachada de piedra, y por último un ligero chirrido. Noté que se humedecían mis manos y cara, y que la piel empezaba a perder la sensación de tirantez. Intenté abrir nuevamente los ojos; aunque parecía haber resistencia, cedieron poco a poco. Al levantar los párpados sentí en ellos la pegajosidad.

Delante de mí, subida en los últimos peldaños de la escala y encorvada hacia el interior, se encontraba una figura enteramente oculta en un lustroso vestido blanco.

Todavía colgaban en el aire algunos filamentos, pero cuando rozaban el atuendo blanco no se quedaban pegados a él. Al tocar, por ejemplo, la cabeza o los hombros, resbalaban suavemente sin adherirse. Lo único que podía ver de la persona así vestida era el par de ojos que me observaban a través de unas aberturas pequeñas y transparentes. En una de sus manos cubierta con un guante blanco tenía una botella metálica de la que me estaba rociando un líquido.

—Date la vuelta —me indicó el pensamiento de la mujer.

Me volví para que pudiera rociarme por detrás. Luego terminó de entrar en la cueva, pasó junto a mí y se dirigió esparciendo el líquido hacia Rosalind y Petra, en el fondo del hueco. La cabeza y los hombros de Michael aparecieron por el borde de la entrada.

También a él le habían echado el líquido, y los pocos hilos que aún le quedaban brillaron momentáneamente antes de desvanecerse. Me senté para recibirle.

La máquina blanca reposaba en medio del claro. El artefacto que tenía en su parte superior había dejado de girar, y ahora que se podía contemplar daba la impresión de ser una especie de espiral cónica, construida a base de material transparente en una serie de secciones espaciadas. En el costado del cuerpo en forma de pez se veían unas ventanas de vidrio y una puerta abierta.

El claro parecía haber sufrido la invasión de un innumerable y poderosísimo número de arañas. Los hilos, ahora más blancos que brillantes, daban la impresión de festonear el lugar. Se tardaba un poco en notar que algo les ocurría, ya que la brisa no los balanceaba como hubiera hecho con cualquier telaraña. Pero no sólo ellos, sino todo lo demás permanecía inmóvil, como petrificado.

Entre las chozas se veían a unos cuantos hombres y caballos esparcidos. Estaban tan inmóviles como las otras cosas.

Un repentino crujido se oyó hacia la parte derecha. Miré en esa dirección a tiempo de ver desgajarse un joven árbol y caer al suelo. Por el rabillo del ojo capté otro movimiento extraño: un arbusto que se echaba hacia delante. Vi cómo salían de sus raíces de la tierra. Aun otro matojo se movió. Una choza titubeó y se desplomó por ultimo al suelo; y luego otra… Infundía pavor y alarma…

En el fondo de la cueva Rosalind exhaló un suspiro de alivio. Me levanté, y con Michael me aproximé a ellas. Petra, en tono sumiso y algo vehemente, declaró:

—Ha sido muy espantoso.

Sus ojos se clavaron reprobantes y curiosos en la figura del vestido blanco. La mujer hizo unas cuantas rociadas más con la botella metálica, se quitó los guantes y se levantó la pieza que cubría su cabeza. Nos miramos mutuamente con fijeza.

Tenía los ojos grandes, con iris de color más marrón que verde, y largas y doradas pestañas. Aunque su nariz era recta, las ventanas de ella tenían la perfección de una escultura. La boca, quizás, era un poco grande; la barbilla, si bien redonda, no era delicada. Su cabello era una pizca más oscuro que el de Rosalind, y sorprendentemente corto en una mujer. Casi lo llevaba a la altura de la mandíbula.

Pero lo que más atraía nuestra atención era la luminosidad de su rostro. No había palidez alguna, sino simple hermosura, como si a sus mejillas se hubiera aplicado una crema nueva o se las hubiera empolvado con pétalos rosados. Apenas se veía una línea en su tersura, toda su cara parecía ser nueva y perfecta, como si jamás hubiera sido castigada por el viento o la lluvia. Se nos antojaba difícil creer que ninguna persona real, viviente, pudiera tener ese aspecto tan intacto y sano.

Porque además ya no era una muchacha que empezaba a vivir; se trataba indudablemente de toda una mujer, quizás de unos treinta años, aunque tampoco se podía asegurar su edad. Se la notaba segura de sí misma, con una serenidad confiada que convertía casi en baladronada la autosuficiencia de Rosalind.

Después de observarnos a los demás, fijó su atención en Petra, a quien sonrió mostrando unos dientes perfectos y blancos.

Se produjo un concepto tremendamente complejo que se componía de placer, satisfacción, logro, alivio, aprobación y, lo que fue muy chocante para mi, algo así como temor reverencial. La mezcla superaba las posibilidades de captación de mi hermana, mas lo que pudo comprender originó en ella, durante algunos segundos, una gravedad desacostumbrada que se manifestó en la dilatación de sus ojos y en la firmeza con que miró a la mujer. Sin entender el cómo y el porqué, parecía darse cuenta de que aquel constituía uno de los momentos cardinales de su vida.

Al cabo del rato se relajó la expresión de su rostro, sonrió y mostró gestos de satisfacción. Algo estaba ocurriendo evidentemente entre ellas, pero por su calidad o altura me era imposible captarlo. Cuando crucé la mirada con Rosalind, ésta se limitó a mover la cabeza sin hacer comentarios.

La mujer de Tierra del Mar se agachó y cogió a Petra en brazos. Ambas se observaron mutuamente. Petra alzó la mano y tocó cautelosamente la cara de su amiga, como para asegurarse de que era real. La mujer de Tierra del Mar se rió, la besó y la puso de nuevo en el suelo. Movió la cabeza con lentitud, como indicando que aún no se lo podía creer.

—Merecía la pena —dijo con palabras—. ¡Ya lo creo que merecía la pena!

La pronunciación era tan rara, que al principio apenas comprendí su significado.

Inmediatamente formó conceptos pensados, que pude seguir mucho mejor que sus palabras.

—No se trataba sólo de conseguir el permiso para venir, aunque la distancia es más del doble de lo que ha recorrido nunca uno de nosotros. Influía también el gasto del viaje de la nave. Por eso les resultaba difícil aceptar que mereciera la pena. Pero sin duda que ha sido un esfuerzo bien empleado…

Con expresión de asombro volvió a mirar de nuevo a Petra, antes de añadir:

—A su edad, y sin adiestramiento…, ¡mas es capaz de hacer que su pensamiento recorra medio mundo!

Meneó la cabeza una vez más, como si todavía fuera imposible de creer por completo.

Después se volvió hacia mí:

—Aún tiene mucho que aprender, pero la pondremos con los mejores maestros y algún día será ella quien enseñe a todos.

Se sentó en el petate de ramas y pellejos de Sophie. En contraste con la blancura de su cubre-cabezas, su bello rostro parecía estar enmarcado por un halo. Luego de examinarnos cuidadosamente a cada uno, dio la impresión de quedar satisfecha. Asintió con la cabeza al continuar:

—Ayudándoos recíprocamente, habéis logrado hacer un largo viaje también. Ya veréis que podemos enseñaros asimismo mucho a vosotros.

Tomó una mano de Petra entre las suyas y agregó:

—Bueno, como no tenéis bienes que recoger y no hay nada que nos impida la marcha, podemos partir ahora mismo.

—¿Hacia Waknuk? —preguntó Michael.

Se trataba realmente más de una declaración que de una pregunta. Por eso la mujer de Tierra del Mar le dirigió una mirada inquisitiva.

—Queda Rachel —explicó Michael.

La mujer reflexionó un instante. Luego contestó:

—No estoy segura. Espera un momento.

Se puso de pronto en comunicación con alguien que estaba a bordo de la nave parada en el exterior, pero a una velocidad y nivel que me impedía captar lo que decían. En seguida se volvió hacia nosotros, movió apesadumbrada la cabeza y nos manifestó:

—Ya me lo temía. Lo siento mucho, pero no podemos llevarla.

—Pero no llevaría demasiado tiempo —insistió Michael—. No está lejos…, al menos para su máquina voladora.

La mujer movió de nuevo la cabeza, y replicó:

—Lo siento. Lo haríamos si pudiéramos. Pero es una cuestión técnica. Mira, el viaje ha sido más largo de lo que esperábamos. Encontramos zonas terribles que no nos atrevimos a cruzar, ni siquiera a gran altura; en consecuencia, tuvimos que dar un rodeo.

También, y debido a lo que aquí sucedía, tuvimos que correr más de lo que habíamos pensado.

Se detuvo, como preguntándose si lo que nos estaba explicando no sobrepasaría el entendimiento de seres tan primitivos como nosotros.

—La máquina —continuó— gasta fuel. Cuanto más peso lleva y a más velocidad va, más combustible quema y en estos momentos disponemos de sólo la cantidad justa para regresar a casa, eso si llevamos cuidado. Si vamos a Waknuk, efectuamos otro aterrizaje y otro despegue, además de tomaros a vosotros cuatro aparte de Petra, no tendremos suficiente combustible para poder llegar a nuestro país. Eso significaría que caeríamos al mar y nos ahogaríamos. Podemos llevar a tres de vosotros desde aquí sin peligro; pero a cuatro, con un aterrizaje extra, imposible.

Hubo una pausa mientras considerábamos la situación. Después de tan clara exposición, la mujer se apoyó contra la pared de roca, alzó las rodillas para rodearlas con sus manos y se quedó inmóvil, esperando cariñosa y pacientemente a que nosotros aceptáramos los hechos.

En el transcurso de la pausa nos dimos cuenta del pavoroso silencio que había a nuestro alrededor. No se oía ni un solo sonido. Ni se veía moverse nada. Hasta las hojas de los árboles habían dejado de producir su característico susurro. Un repentino choque de entendimiento provocó en Rosalind una cuestión.

—¿No estarán…, no estarán todos… muertos? Yo no me había dado cuenta. Creía que…

—Si —contestó sencillamente la mujer de Tierra del Mar—. Todos están muertos. Al secarse, los hilos de plástico se contraen. El hombre que forcejea y se enreda en ellos se desmaya en seguida. Eso es más misericordioso que vuestras flechas y lanzas.

Rosalind sintió un estremecimiento. Me parece que yo también. Había en todo aquello algo que no encajaba, algo distinto por completo de la suerte fatal que se produce en una lucha de hombre a hombre, o de las bajas habidas en una batalla corriente. Nos desconcertaba asimismo la mujer de Tierra del Mar, porque en su mente no había insensibilidad, aunque tampoco una gran preocupación por lo acontecido; era sólo un ligero disgusto, como si se hubiera tratado de una necesidad inevitable, pero normal.

Percibió nuestra confusión y movió la cabeza reprobante. Se dispuso a hacer un largo comentario.

—No es agradable tener que matar ninguna criatura —convino—, pero la pretensión de que se puede vivir sin matar es una ilusión vana. Debe haber carne en los platos, como verduras sin florecer y semillas sin germinar; hasta tienen que sacrificarse los ciclos de los microbios a fin de que continúen nuestros ciclos. Tal hecho no es ni vergonzoso ni ofensivo; forma parte simplemente de la gran rueda giratoria de la economía natural. Y así como debemos mantenernos vivos por estos medios, nos vemos precisados también a preservar nuestra especie contra otras especies que quieren destruirnos… y si no, desapareceremos.

»Sin desearlo por su parte, el pueblo de los Bordes fue condenado a una vida de infelicidad y miseria…, no tenían ningún futuro. Y en cuanto a aquellos que les condenaron…, bueno, así es como acontecen las cosas. Ya sabéis que anteriormente han habido otros señores de la vida. ¿No os han contado lo de los grandes reptiles? Cuando les llegó la hora de la sustitución, desaparecieron.

»Llegará el momento en que nosotros tendremos que dejar paso igualmente a algo nuevo. Con toda certeza que lucharemos contra lo inevitable, del mismo modo que lo han hecho estos restos del Viejo Pueblo. Intentaremos con todas nuestras fuerzas defendernos y arrojar a eso inevitable al territorio de donde provenga, ya que la traición a la propia especie es siempre un crimen. Lo pondremos a prueba, y cuando demuestre la necesidad de nuestra desaparición, desapareceremos. Ese es el proceso que justifica el ocaso de esta especie.

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