Read Las crisálidas Online

Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (24 page)

BOOK: Las crisálidas
13.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Aunque no parecía estar muy seguro de ello, me aseguró que siempre se hacía prisionero a todo extranjero que entrara en el territorio de los Bordes.

Después de meditar un rato sobre la situación, me puse nuevamente en contacto con Michael.

—¿Qué nos sugieres que les digamos? —le pedí—. Supongo que nos examinarán.

Cuando comprueben que somos físicamente normales, tendremos que darles alguna razón para nuestra huida.

—Será mejor que les digáis la verdad, aunque un poco minimizada. Haced como Katherine y Sally, que le dieron poca importancia. Limitaos a informarles brevemente de ello.

—De acuerdo —convine—. ¿Lo has entendido, Petra? Diles que puedes enviarnos imágenes pensadas solamente a Rosalind y a mí. No les menciones ni a Michael ni a la gente de Tierra del Mar.

—La gente de Tierra del Mar viene a socorrernos —replicó confiada mi hermana—. Ya no están tan lejos como antes.

Michael recibió esta información con escepticismo. Lo notamos más cuando subrayó:

—Si pueden… No obstante, cállatelo.

—Está bien —asintió Petra.

Discutimos en seguida la conveniencia de mencionar a nuestros dos guardianes la proyectada persecución; llegamos a la conclusión de que eso no nos perjudicaría.

El hombre que iba en el otro cuévano no mostró ninguna sorpresa por la noticia. Se limitó a decir:

—Bueno. Eso nos facilita las cosas.

Pero no explicó nada más mientras continuábamos nuestra monótona marcha.

Petra se puso a conversar de nuevo con su distante amiga, aunque ahora notamos que la separación era menor. Petra no tuvo necesidad de utilizar la molesta fuerza anterior, y por primera vez, afanándome desde luego, logré captar retazos de la otra parte. Rosalind los recibió también. Estimulada, proyectó todo el poder de que era capaz en una pregunta a la desconocida. Esta nos respondió con toda claridad, complacida por haber podido establecer contacto y ansiosa por saber más de lo que Petra había conseguido decirle.

Rosalind la expuso como pudo nuestra situación y que no parecíamos estar en inmediato peligro. La amiga de Petra repuso:

—Llevad cuidado. Convenid con lo que os digan y tratad de ganar tiempo. Haced hincapié en el peligro que corréis si caéis en manos de vuestra gente. Es difícil aconsejaros sin conocer la tribu. Algunas tribus aberrantes detestan la apariencia de normalidad. No creo que os perjudique exagerar la diferencia que existe entre vuestro interior y el de vuestro pueblo. Lo importante aquí es la niña. Salvadla a toda costa. Nunca habíamos conocido un poder de proyección semejante en una persona joven. ¿Cómo se llama?

Rosalind deletreó el nombre antes de preguntar:

—¿Pero quiénes son ustedes? ¿Qué es esa Tierra del Mar?

—Somos el Nuevo Pueblo —contestó la desconocida—, de la misma especie que vosotros. Somos el pueblo que puede pensar conjuntamente. Somos el pueblo que va a edificar un nuevo mundo…, distinto del mundo del Viejo Pueblo y del de los salvajes.

Insinuándose otra vez en mí la sensación de que volvía a encontrarme en camino conocido, me atreví a manifestar:

—¿Quizás el tipo de pueblo que Dios desea?

—Yo no sé nada de eso. ¿Y quién lo sabe? Pero lo que sí entendemos es que contamos con la posibilidad de levantar un mundo mejor que el del Viejo Pueblo. Estos fueron sólo ingenios medio humanos, poco mejores que los salvajes; toda la vida aislándose mutuamente, con sólo torpes palabras como vinculación. Por otro lado, eran asimismo frecuentes los aislamientos adicionales debidos a los distintos idiomas y las diferentes creencias. Algunos podían pensar individualmente, pero no pasaban de ahí. A veces compartían las emociones, pero eran incapaces de pensar colectivamente. Cuando sus circunstancias eran primitivas no tenían grandes problemas, como les ocurre a los animales; sin embargo, a medida que fueron complicando su mundo, menos capacitados estaban para resolver las dificultades. No era posible conseguir una unanimidad; aunque aprendieron a cooperar constructivamente en pequeñas secciones, cuando se trataba de grandes conjuntos no sabían sino destruir. Sus aspiraciones eran insaciables, pero luego se negaron a afrontar las responsabilidades de lo que habían creado. Dieron origen a vastos problemas para después enterrar sus cabezas en la arena de la fe ociosa. No había comunicación verdadera, ni entendimiento entre ellos. Como mucho, fueron animales casi sublimes, pero no más.

La larga exposición la recibimos sin ningún impedimento. Animada, la desconocida continuó:

—Así nunca podían triunfar. Si no les hubiera venido la tribulación se hubieran destruido igualmente, porque se hubieran reproducido con la misma incuria de los animales hasta quedar reducidos a la pobreza y la miseria, y por último a la inanición y la barbarie. De una manera u otra estaban condenados, ya que eran una especie inadecuada.

Se me ocurrió pensar de nuevo que estos habitantes de Tierra del Mar no se tenían en poca estima. Para una persona criada como yo resultaba difícil la aceptación de aquella irreverencia hacia el Viejo Pueblo. En tanto me hallaba rumiando tal opinión, sentí que Rosalind preguntaba:

—¿Pero y ustedes? ¿De dónde proceden ustedes?

—Nuestros antecesores tuvieron la suerte de vivir en una isla… o mejor, en dos islas algo apartadas. Ni siquiera allí escaparon a la tribulación y sus efectos, si bien fue menos violenta que en la mayoría de los demás sitios, pero se vieron separados del resto del mundo y hundidos casi en la barbarie. Entonces empezó, no se sabe cómo, la especie de personas que puede pensar conjuntamente. A su tiempo, aquellos que eran capaces de hacerlo mejor, descubrieron a otros de habilidad muy limitada, y les enseñaron a desarrollarla. Como para las personas que podían compartir pensamientos era natural la tendencia a casarse entre sí, la especie se robusteció.

Al no hacer nosotros ningún comentario, nuestra nueva amiga prosiguió:

—Posteriormente, empezaron a tener conocimiento de la existencia de otros creadores de conceptos pensados en diversos sitios. Entonces fue cuando principiaron a comprender lo afortunados que habían sido, porque se enteraron de que incluso en lugares en donde no se tienen en cuenta las aberraciones físicas, se persigue sin embargo habitualmente a los individuos de pensamiento conjunto.

Volvió a hacer otra pausa, como para reunir ideas.

Pero casi inmediatamente añadió:

—Durante un largo período de tiempo nada se pudo realizar para socorrer a la misma clase de personas establecidas en otras partes; no obstante, algunos trataron de arribar a Zealand en canoas y hasta hubo ocasiones en que lo lograron, pero más tarde, cuando contamos nuevamente con máquinas, pudimos salvar a bastantes trayéndolos a nuestra tierra. Eso es lo que hacemos ahora cuando establecemos algún contacto… Sin embargo, nunca habíamos conseguido comunicarnos con nadie a una distancia como ésta. Para mi inclusive supone un gran esfuerzo ponerme en contacto con vosotros Más adelante será más fácil, pero ahora no tengo otro remedio sino parar. Cuidad de la niña. Es única e importantísima. Protegedla a cualquier costo.

A continuación desaparecieron los conceptos pensados y volvimos a perder el contacto. Entonces intervino Petra. Aunque hubiera dejado de comprender todo lo demás, había captado perfectamente la última parte.

—Esa soy yo —proclamó con una satisfacción y fuerza del todo innecesarias.

Primeros nos sentimos vacilar; luego nos fuimos recuperando poco a poco.

—¡Repórtate, odiosa y vanidosa criatura! —exclamó Rosalind dominadora—. Michael, ¿lo has recibido?

—En efecto —replicó el aludido con tono reservado—. Además me ha parecido paternalista. Daba la impresión de que estaba hablando a niños. También se notaba lejos, muy lejos aún. No sé cómo van a poder lograr la rapidez que precisan para auxiliaros.

Nosotros vamos a empezar en seguida vuestra persecución.

Los grandes caballos proseguían su pesada andadura. El paisaje continuaba siendo desconcertante y alarmador para una persona educada en el respeto a la propiedad de las formas. Ciertamente, pocas cosas eran tan fantásticas como los productos del sur de que había hablado tío Axel; por otro lado, prácticamente nada era familiar o siquiera ortodoxo. Había tanta confusión, que ya no parecía importar en absoluto si un árbol era una aberración o sólo un injerto, pero supuso un alivio salir de los árboles a campo abierto durante un rato…, aunque los arbustos que ahora veíamos no eran ni homogéneos ni identificables, y la hierba daba asimismo la impresión de ser algo rara.

No hicimos más que una parada para comer y beber, y al cabo de la media hora ya estábamos otra vez en camino. Aproximadamente dos horas más tarde, y después de cruzar varios terrenos boscosos, llegamos a un río de mediano caudal. En nuestra orilla el terreno descendía escarpadamente hasta el agua; en la otra parte se veía una línea de peñascos rojizos de poca altura.

Bordeando la corriente, seguimos su curso descendente. Alrededor de medio kilómetro más abajo, en un lugar marcado por un aberrantísimo árbol semejante a un enorme y leñoso peral cuyas ramas crecían en un único penacho situado en su copa, una rambla que partía de la cima del terreno donde estábamos permitió a los caballos descender hasta el borde. Vadeamos oblicuamente el río, buscando una quiebra por la que atravesar los peñascos de la otra parte. Cuando la encontramos, resultó ser tan estrecha que en algunos trechos los cuévanos rozaban ambas paredes y consecuentemente apenas podíamos avanzar. Tuvimos que recorrer así unos cien metros antes de que se ensanchara el camino y empezáramos a subir por terreno normal.

En la cima de la loma se encontraban siete u ocho hombres con los arcos dispuestos.

Al ver los grandes caballos boquearon incrédulamente y estuvieron a punto de apretar a correr. Paramos al llegar a su altura.

El hombre que iba en el otro serón me hizo una seña con la cabeza al tiempo que decía:

—Baja, muchacho.

Petra y Rosalind ya estaban descendiendo del caballo que iba delante. Cuando llegué al suelo, el guía le pegó un mamporro y ambos animales echaron a andar pesadamente.

Petra, nerviosa, me apretó la mano; sin embargo, de momento los andrajosos y desgreñados arqueros estaban más interesados en los caballos que en nosotros.

En aquel grupo no había nada que pudiera provocar una inmediata alarma. Una de la manos que sostenía un arco tenía seis dedos; otro de los hombres exhibía una cabeza semejante a un bruñido huevo de color castaño, sin un solo pelo en ella o en el rostro.

Otro contaba con unos pies y manos exageradamente grandes. Los defectos de los demás, empero, supuse que estarían ocultos por sus harapos.

Rosalind y yo compartimos una sensación de alivio al no descubrir las desproporciones que medio habíamos esperado. También Petra se animó al darse cuenta de que ninguno de aquellos hombres se ajustaba a la descripción tradicional de Jack el peludo. Al poco rato, después de observar cómo los caballos se perdían de vista en un camino que desaparecía entre los árboles, volvieron a fijar su atención en nosotros. Mientras el resto se quedaba donde estaban, un par de ellos nos dijeron que les acompañáramos.

A lo largo de unos cuantos centenares de metros, bajamos por una senda muy utilizada que después de atravesar un bosque llegaba a un espacio abierto. A la derecha se elevaban una serie de peñascos rojizos de no más de doce metros de altura. Parecían ser la parte posterior de la sierra que encauzaba el río, y en la totalidad del frente había numerosos agujeros de los que colgaban escalas construidas de toscas ramas.

Abajo, en el suelo, había una gran cantidad de bastas chozas y tiendas. Entre ellas se veían un par de fogatas echando humo. Unos cuantos hombres andrajosos y bastantes mujeres de aspecto desaliñado se movían por el campamento sin gran actividad.

Pasamos por entre chabolas y montones de basura hasta llegar a la mayor de las tiendas. Sujeta a un marco de postes atados con cuerdas, parecía ser una vieja cubierta de almiar, seguramente el botín de alguna incursión. Una figura sentada en un taburete que había a la entrada levantó la vista al aproximarnos. La visión de su rostro me sobresaltó durante un momento…, era tan semejante a la de mi padre. Entonces le reconocí, el mismo «hombre araña» que siete u ocho años atrás habían llevado cautivo a Waknuk.

Los dos hombres que nos traían nos empujaron para que nos acercáramos a él. Nos examinó a los tres con la mirada. Sus ojos recorrieron la esbelta figura de Rosalind en una forma que no me agradó… y a ella tampoco. Luego me estudió a mí cuidadosamente y movió la cabeza como satisfecho por algo.

—¿Me recuerdas? —me preguntó.

—Si —respondí.

Apartó su vista de mi cara, la paseó por el apiñamiento de chozas y barracas, y la volvió de nuevo hacia mí.

—No es como Waknuk, ¿verdad? —comentó.

—No —convine.

Hizo una larga pausa, de contemplación. Después quiso saber:

—¿Sabes quién soy?

—Creo que sí. Creo que lo he descubierto.

Levantó sorprendido una ceja. Por mi parte, añadí:

—Mi padre tuvo un hermano mayor. Se pensó que era normal hasta que tuvo tres o cuatro años de edad. Entonces se le revocó el certificado y se le expulsó.

Asintió lentamente con la cabeza.

—Pero no es del todo exacto —observó—. Su madre le quería. Su ama de cría le tenía también un gran cariño. Por eso, cuando fueron a por él, ya había desaparecido…, aunque naturalmente ocultaron ese detalle. En realidad ocultaron todo el caso, con la pretensión de que nunca había sucedido.

Volvió a guardar silencio mientras meditaba. Luego agregó:

—El hijo mayor. El heredero. Waknuk debería ser mío. Y así hubiera sido… si no fuese por esto.

Extendió su largo brazo y lo contempló por un instante. Después lo dejó caer y me miró de nuevo.

—¿Sabes la longitud que debe tener el brazo de un hombre? —me preguntó.

—No —admití.

—Y yo tampoco. Pero por lo visto alguien de Rigo sí lo sabe, algún experto en la verdadera imagen. Por eso me quedé sin Waknuk… y me veo obligado a vivir como un salvaje entre salvajes. ¿Eres el hijo mayor?

—Soy el único hijo varón —contesté—. Hubo otro más joven, pero…

—No obtuvo el certificado, ¿eh?

Asenté con la cabeza.

—¡Pero tú has perdido también Waknuk!

Ese aspecto de la situación no me había preocupado nunca. Creo que nunca anhelé realmente la herencia de Waknuk. Como siempre había vivido con inseguridad… con expectación, casi con la certeza de que algún día me descubrieran. Había experimentado demasiado aquella expectación como para sentir el resentimiento que le amargaba a él.

BOOK: Las crisálidas
13.56Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Betrayal by H.M. McQueen
If I Stay by Gayle Forman
Gone to Texas by Don Worcester
Giddy Up by Tilly Greene
The Italian's Love-Child by Sharon Kendrick
Bad Country: A Novel by CB McKenzie