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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

Las crisálidas (28 page)

BOOK: Las crisálidas
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Volvió a hacer otra pausa, ésta más breve, para agregar:

—Tanto si la áspera intolerancia y la amarga rectitud sirven de armadura al temor y al disgusto, como si son el ropaje festivo del sádico, lo cierto es que ocultan a un enemigo de la fuerza de la vida. Sólo el autosacrificio es capaz de superar las diferencias; pero su autosacrificio no serviría de nada para vosotros. Por consiguiente, tiene que producirse el rompimiento. Mientras que nosotros tenemos un nuevo mundo para conquistar, ellos no cuentan más que con una causa perdida para perder.

Al desvanecerse la comunicación, quedé como atontado. Rosalind se encontraba asimismo absorta. Petra, en cambio, daba muestras de aburrimiento.

Sophie, después de observarnos con curiosidad, indico:

—A cualquier extraño le daríais una impresión incómoda. ¿Es algo que puedo saber?

—Bueno… —empecé, pero me callé en seguida porque no sabía cómo explicárselo.

—Creo que ha dicho —intervino mi hermana— que no debemos preocuparnos por mi padre, ya que éste no puede entendernos…

Me pareció un resumen bastante exacto.

—¿«Ha dicho»?… —comentó Sophie, perpleja.

Me acordé de que ella no sabía nada de la gente de Tierra del Mar.

—¡Ah, ya! —exclame vagamente—. Una amiga de Petra.

Sophie se hallaba sentada cerca de la entrada, en tanto que nosotros, para que no nos vieran desde el suelo, estábamos más adentro. De pronto, empezó a mirar afuera con atención.

—Han regresado muchos hombres ya… la mayoría de ellos, creo. Algunos se han reunido junto a la tienda de Gordon, y casi todos los demás se dirigen ahora hacia allí. El debe haber vuelto también.

Continuó observando el cuadro mientras acababa con el contenido de la escudilla.

Cuando terminó, la puso a un lado.

—Voy a bajar a ver qué pasa —indicó, y desapareció inmediatamente por la escala.

Estuvo ausente más de una hora. Una vez o dos me arriesgué a echar un vistazo desde la entrada de la cueva, y logré ver al hombre araña delante de su tienda. Parecía estar dividiendo a sus hombres en grupos e instruyéndoles con dibujos hechos en la tierra.

—¿Qué ocurre? —pregunté a Sophie en cuanto volvió—. ¿Qué plan tienen?

Se mostró vacilante.

—¡Por amor del cielo! —exclamé—. Nosotros queremos que gane tu pueblo. Pero si es posible, deseamos que Michael no sea herido.

—Nos vamos a emboscar en esta orilla del río —confesó.

—¿Les vais a dejar avanzar?

—En la otra orilla no hay ningún sitio idóneo para coparles —explicó.

Sugerí a Michael que procurara quedarse en la otra parte, o que, si le era posible, se dejara caer en el momento de cruzar el río y fuera corriente abajo. Me respondió que aunque ya tenía esa idea en mente, trataría de dar con un medio menos incómodo.

Unos minutos más tarde alguien llamó a Sophie desde el suelo. Ella nos susurró:

—Quedaros dentro. Es él.

A continuación comenzó a descender por la escala.

Había transcurrido más de una hora sin ningún contratiempo, cuando volvimos a recibir el contacto de la mujer de Tierra del Mar.

—Respondedme, por favor. Ahora nos hace falta una comunicación más aguda por parte vuestra. Simplemente enviad números.

Petra contestó enérgicamente, como si hubiera querido demostrar algo ante una supuesta petición.

—Es suficiente —la indicó su amiga—. Esperad un momento.

Al poco rato, confirmó:

—Mejor de lo que habíamos esperado. Podemos ganar incluso una hora.

Pasó otra media hora. Arrastrándome, eché unas cuantas ojeadas al exterior. El campamento parecía estar desierto. No se veía a nadie entre las chozas excepto a unas cuantas mujeres viejas.

—Ya tenemos el río a la vista —nos informó Michael.

Transcurrieron quince o veinte minutos más antes de que Michael interviniera de nuevo:

—¡Qué torpes y estúpidos son! Hemos descubierto a un par de ellos moviéndose por encima de los peñascos. Y no es que nos hiciera mucha falta eso…; salta a la vista que esas grietas son una trampa. Estamos celebrando consejo de guerra en estos instantes.

El consejo fue evidentemente corto. No habían pasado diez minutos cuando se puso nuevamente en contacto:

—Ya hay una táctica a seguir. Nos retiramos con el fin de ponernos a cubierto frente a los peñascos de la otra orilla. En cuanto encontremos una abertura bien visible, dejaremos allí media docena de hombres para que la crucen de cuando en cuando y den la impresión de que son más, al mismo tiempo que encendemos fuegos como si nos hubiéramos detenido. El resto de nuestras fuerzas se dividirá en dos para dar un rodeo y cruzar el río, por arriba y por abajo. De ese modo los tendremos envueltos. Trata de informarme de lo que pasa ahí.

El poblado, detrás de la sierra de peñascos, no estaba a mucha distancia del río. Era muy probable que la táctica del envolvimiento resultara. Al quedar ahora tan poca gente en el poblado, y según mi vista únicamente mujeres, pensé que quizás nos fuera posible atravesar sin contratiempos el campamento y penetrar en el bosque… Pero ¿no nos tropezaríamos con uno de los grupos envolventes? Volví a mirar de nuevo, y lo primero que noté fue a una docena de mujeres que portaban arcos y estaban hincando flechas en el suelo a fin de tenerlas a mano. Cambié de pensamiento en cuanto a poder atravesar el poblado a la carrera.

Michael me había pedido que le mantuviera informado. Era sin duda una buena idea.

Pero ¿cómo? Aun cuando corriera el riesgo yo solo, dejando a Rosalind y Petra en la cueva, pocas posibilidades me quedarían de poder informar. Por un lado, el hombre araña había dado orden de matarme. Por otro, a distancia inclusive se notaba claramente que yo no era de los Bordes, y en las actuales circunstancias había muchísimas razones para dispararme en cuanto fuese visto.

Deseé vehementemente el retorno de Sophie, y continué deseándolo a lo largo de una hora más o menos.

—Estamos cruzando el río corriente abajo según vuestra posición —nos comunicó Michael—. No encontramos oposición.

—Seguimos esperando.

De repente, en la parte izquierda del bosque se oyó una detonación. Se produjeron tres o cuatro tiros más, a los que siguió un silencio, roto de nuevo por un par de disparos.

Unos cuantos minutos después un tropel de hombres andrajosos, entre los que iban varias mujeres, salió a toda prisa de los bosques luego de abandonar sus propósitos de emboscada, y se dirigió hacia donde sonaban los tiros. Era una muchedumbre desdichada y miserable, y aunque a algunos de ellos se les notaba en seguida que eran aberraciones, la mayoría daban la impresión de ser simplemente las ruinas de seres humanos normales. En conjunto no vi más que tres o cuatro armas de fuego. Los demás tenían arcos, y unos cuantos contaban asimismo con lanzas cortas que llevaban envainadas a la espalda. El hombre araña, más alto que los otros, estaba en medio de ellos, y junto a él se encontraba Sophie, con un arco en la mano. Evidentemente, había desaparecido cualquier tipo de organización prevista.

—¿Qué sucede? —pregunté a Michael—. ¿Sois vosotros los que disparáis?

—No. Es el otro grupo. Intentan atraerse a los hombres de los Bordes con el fin de que nosotros podamos atacarles por la retaguardia.

—Pues lo han conseguido —comenté yo.

En la misma dirección de antes sonaron algunos disparos más. De pronto se oyó un griterío. Una serie de flechas se clavaron en la tierra de la parte izquierda de claro.

Inmediatamente aparecieron algunos hombres huyendo del bosque.

Súbitamente se produjo una fuerte y clara pregunta:

—¿Estáis aún vivos?

Nos encontrábamos los tres tendidos en el suelo de la cueva, cerca de la entrada.

Contemplábamos perfectamente lo que estaba sucediendo, y había pocas posibilidades de que nadie descubriera nuestras cabezas, o de que, si las veía, se preocupara por ello.

Ni siquiera Petra tenía dificultades para comprender lo que estaba ocurriendo. Excitada, soltó un chispazo de los suyos, cargado de urgencia.

—¡Calma, niña, calma! —pidió la mujer de Tierra del Mar—. Ya vamos.

Más flechas cayeron en el extremo izquierdo del claro, y más figuras andrajosas aparecieron en rápida retirada. Corrían en zigzag hasta las tiendas y chozas, en donde se amparaban. A estos siguieron aún otras oleadas que huían asimismo de las saetas que les arrojaban desde el bosque. Por su parte, agachados tras sus endebles defensas, los hombres de los Bordes lanzaban de vez en cuando rápidos disparos a las figuras que apenas se veían entre los árboles.

Inesperadamente, una lluvia de flechas partió del otro extremo del claro. Los harapientos hombres y mujeres, al darse cuenta de que se hallaban entre dos fuegos, se dejaron arrastrar por el pánico. La mayoría de ellos pegaron un salto y se dirigieron a toda prisa hacia los refugios de las cuevas. Yo me dispuse a cortar la escala si veía a alguien trepar por ella.

Por la derecha, y saliendo del bosque, surgieron media docena de hombres a caballo.

Observé al hombre araña, que se hallaba junto a su tienda, con el arco en la mano y vigilando a los jinetes. Sophie, a su lado, tiraba de su andrajosa zamarra para que corriera con ella hacia las cuevas. Sin apartar ni un segundo los ojos de los jinetes que iban apareciendo, mantenía alejada a la muchacha con su largo brazo derecho. De vez en cuando volvía la mano derecha a la cuerda y la medio tensaba de modo automático. Sus ojos seguían clavados en los jinetes que salían de entre los árboles.

Repentinamente se puso rígido. Con una rapidez asombrosa curvó el arco al máximo.

Soltó la flecha, que fue a clavarse en la parte izquierda del pecho de mi padre. Este pegó un salto hacia atrás y cayó sobre el lomo de Sheba. Luego se escurrió por un costado y se abatió sobre el suelo con el pie derecho cogido en el estribo.

El hombre araña tiró el arco y se volvió. Agarró con uno de sus largos brazos a Sophie y empezó a correr. No habrían dado sus delgadas piernas más de tres colosales zancadas cuando, al clavársele simultáneamente un par de saetas en la espalda y en el costado, se desplomó en la tierra.

Sophie logró ponerse en pie y continuar la carrera. Aunque le penetró una flecha en la parte superior del brazo, no se detuvo siquiera a mirarse. Sin embargo, otra se le clavó en la nuca, cayó al suelo y quedó tendida en el polvo…

Petra no se había dado cuenta de lo ocurrido. Lo miraba todo con expresión de desconcierto. De pronto pregunto:

—¿Qué es eso? ¿Qué es ese ruido tan extraño?

Intervino la mujer de Tierra del Mar para inspirarla calma y confianza.

—No te asustes. Somos nosotros que nos estamos acercando. Todo va bien. Quedaos donde estáis.

Ahora oía yo también el sonido. Era un ruido extraño, como de tambor, cuyo volumen ascendía gradualmente. Resultaba imposible situarlo, porque si bien parecía llenarlo todo, no daba la impresión de proceder de parte alguna.

Más hombres, la mayoría a caballo, salían de los bosques y penetraban en el claro.

Reconocí a muchos de ellos, pues eran individuos a los que había visto durante toda mi vida, y que ahora se habían juntado para darnos caza. La mayoría de los hombres de los Bordes habían conseguido llegar hasta sus cuevas y desde éstas hostigaban con más eficiencia a sus atacantes.

De pronto uno de los jinetes dio un grito y señaló hacia el cielo.

Yo también miré hacia arriba. Apenas se veía ya el azul del firmamento. Algo parecido a un banco de niebla, pero que lanzaba destellos iridiscentes, colgaba encima de nosotros. Sobre eso, y como a través de un velo, distinguí uno de los extraños objetos en forma de pez que habían aparecido en mis sueños infantiles. Aunque la neblina me impedía observar los detalles, lo que yo veía era exactamente como lo recordaba, es decir, un cuerpo blanco y resplandeciente con algo por encima medio invisible que no cesaba de zumbar y dar vueltas. A medida que descendía hacia nosotros se iba haciendo mayor y más ruidoso.

Al mirar de nuevo abajo vi unos cuantos hilos brillantes, como telarañas, que pasaban próximos a la boca de la cueva. Luego fueron más abundantes, y al moverse en el aire lanzaban súbitos resplandores.

Había cesado el alboroto. Los invasores, diseminados por todo el claro, habían bajado sus arcos y armas de fuego y estaban con la vista clavada en las alturas, observando incrédulamente el objeto. De pronto, los que estaban en la parte izquierda empezaron a gritar alarmados y echaron a correr. Los caballos de la derecha, espantados, se levantaron sobre sus patas, relincharon y salieron como centellas sin dirección fija. En pocos segundos el lugar se había convertido en un caos. Los hombres chocaban entre sí al huir; los caballos, aterrados, tiraban y pisoteaban las débiles chozas, y algunos enganchaban a sus jinetes en las cuerdas que sujetaban las tiendas.

Busqué a Michael.

—¡Aquí! —le dije—. En esta dirección. Ven por aquí.

—Ya voy —me replicó.

Fue entonces cuando le descubrí, poniéndose de pie junto a un caballo caído que coceaba violentamente. Por su parte levantó la vista, encontró nuestra cueva y nos hizo una señal con la mano. Volvió a mirar al aparato que, aproximadamente a unos sesenta metros por encima de nosotros, seguía descendiendo con suavidad. Por debajo, la rara neblina formaba un enorme remolino.

—Ya voy —repitió Michael.

Al empezar a andar hacia nosotros, algo que le tocó en el brazo le hizo pararse. Intentó quitárselo con la mano.

—Es una cosa extraña —nos explicó—. Como una telaraña, pero pegajoso. ¡No puedo separar la mano!…

Su pensamiento manifestó de repente espanto.

—¡Se ha quedado pegada! ¡No puedo moverla!

En ese momento intervino la mujer de Tierra del Mar:

—No luches. Quedarías agotado. Tiéndete si puedes, y ten calma. No te muevas.

Espera un poco. Quédate quieto en el suelo para que eso no te envuelva.

Vi a Michael obedecer las instrucciones, si bien en sus pensamientos no había ninguna confianza. De pronto me di cuenta de que los hombres esparcidos por el claro trataban de quitarse con las manos la materia adherida a sus cuerpos, aunque inútilmente. Luchaban con ella como moscas en melote, aparte de que no cesaban de aumentar las hebras que los envolvían. La mayoría de los hombres forcejeaban durante unos segundos con ellas, y luego intentaban correr hacia los árboles para ponerse a salvo. Al cabo de los tres pasos más o menos se les pegaban los pies y caían de bruces en el suelo. Los hilos entonces los atrapaban con más fuerza. En el forcejeo quedaban enganchados a más hebras todavía hasta que al final desistían de luchar. Los caballos no lo pasaban mejor. Vi a uno de ellos tendido sobre un pequeño arbusto. Cuando el animal se movió para escapar, arrancó el matojo de raíz. El arbusto dio la vuelta y tocó al caballo en la otra anca. Las patas se le pegaron de tal modo, que cayó de nuevo al suelo y coceó por poco tiempo.

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