Las correcciones (67 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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Robin emitió tímidos ruidos de placer.

—¡Ji ji ji!

—Digamos, en defensa de Brian —prosiguió Denise—, que no tengo yo la impresión de que te esté pidiendo que seas Brooke Astor. Creo que se conformaría con una buena burguesa.

—Puedo vivir siendo burguesa —dijo Robin—. Una casa como ésta es todo lo que yo necesito. Me encanta que tu mesa de cocina sea media mesa de ping-pong.

—Veinte dólares y te la llevas.

—Brian es maravilloso. Es la persona con quien quería vivir el resto de mi vida, el padre de mis hijas. El problema soy yo. Yo soy quien no está cumpliendo con el programa. Yo soy quien está asistiendo a los cursillos de preparación para la confirmación. Oye, ¿tienes una chaqueta, o algo? Me estoy quedando helada.

Las velas bajas goteaban cera en el plan de trabajo para octubre. Denise trajo su cazadora vaquera favorita, una Levi's que ya no se fabricaba, con forro de lana, y pudo observar lo grande que parecía cuando por sus mangas asomaban los finos brazos de Robin, cómo se tragaba sus delgados hombros, como el chándal deportivo que acaba de quitarse el jugador de fútbol para que lo lleve su chica.

Al día siguiente se puso ella esa cazadora y la encontró más suave y más ligera de lo que recordaba. Se subió el cuello y se abrazó con ella.

Trabajó muchísimo aquel otoño, pero, aun así, dispuso de un tiempo libre y de un flexibilidad de horario que llevaba muchos años sin conocer. Adquirió la costumbre de dejarse caer por el Proyecto, con platos cocinados por ella misma. Se pasó por casa de Brian y Robin en Panamá Street, y, como él no estaba, se quedó un rato. Unas cuantas noches más tarde, Brian se la encontró en casa, preparando magdalenas con las niñas, y se comportó como si la hubiera visto cien veces en su cocina.

Denise tenía detrás una vida entera de práctica en llegar tarde a una familia de cuatro personas y que todo el mundo la quisiera mucho. En Panamá Street, su siguiente conquista fue Sinéad, la gran lectora, siempre a la moda. Denise se la llevaba de compras todos los sábados. Le compró joyas de bisutería, un joyero toscano antiguo, elepés de música disco y protodisco de mediados de los setenta, viejos libros sobre los modos de vestir, ilustrados, sobre la Antártida, sobre Jackie Kennedy y sobre construcción naval. Ayudó a Sinéad a elegir regalos de mayor tamaño, más resultones, de menor cuantía, para Erin. Sinéad era igual que su padre: tenía un gusto impecable. Llevaba vaqueros negros, minifaldas y pichis de pana, ajorcas de plata y ristras de abalorios de plástico todavía más largas que su muy largo pelo. En la cocina de Denise, después de las compras, pelaba inmaculadamente las patatas o iba enroscando trozos de masa, mientras la cocinera inventaba quisicosas para el paladar de una niña: recortes de pera, fajitas de mortadela casera, sorbete de saúco en un cuenco tamaño muñeca, raviolis de cordero con una cruz de aceite de oliva cargado de menta, cubitos de polenta frita.

Cuando —rara vez, en alguna boda, por ejemplo— Robin y Brian salían juntos, Denise se quedaba en Panamá Street cuidando de las niñas. Les enseñó a hacer pasta con espinacas y a bailar el tango. Escuchó a Erin recitar la lista completa de los presidentes de los Estados Unidos, en su orden. Ayudó a Sinéad a saquear los cajones en busca de ropa.

—Denise y yo somos etnólogas —dijo Sinéad—, y tú eres una Hmong.

Mientras observaba a Sinéad pactando con Erin el modo en que debía comportarse una mujer Hmong, mientras la veía bailar una canción de Donna Summer con su típico minimalismo mitad aburrido, mitad lánguido, sin apenas separar los pies del suelo, moviendo levemente los hombros y dejando que el pelo le resbalara y se le esparciera por la espalda (Erin, entretanto, padecía un ataque epiléptico tras otro), Denise no sólo sentía amor por la chica, sino también por los padres que tamaña magia educativa habían hecho funcionar en ella. Robin no se admiraba tanto.

—Pues sí, pues claro que te quieren —dijo—. Porque no eres tú quien le desenreda el pelo a Sinéad. Ni quien tiene que pelearse veinte minutos para llegar a un acuerdo sobre qué es y qué no es «hacer la cama». Y tú nunca ves las notas que trae Sinéad en matemáticas.

—¿No son buenas? —preguntó la canguro enamorada.

—Son espantosas. Vamos a castigarla a no verte si no mejora.

—Oye, no, no hagáis eso.

—Lo mismo te apetece hacer con ella unas cuantas divisiones de cálculo detallado.

—Lo que sea que haga falta.

Un domingo del mes de noviembre, mientras los cinco miembros de la familia paseaban por Fairmount Park, Brian le comentó a Denise:

—Robin te ha cogido verdadero cariño. No estaba yo muy seguro de que fuera a ocurrir eso.

—Me cae muy bien Robin —dijo Denise.

—Creo que al principio la intimidabas un poco.

—Y sus buenas razones tenía. ¿O no?

—Yo nunca le dije nada.

—Pues mira, muchas gracias.

No se le escapaba a Denise que las mismas cualidades que habrían capacitado a Brian para engañar a Robin —su noción de tener derecho a todo, su convicción, ya menguante, de que cualquier cosa que hiciese era exactamente la Buena Acción que Todos Deseamos Hacer— también hacían más fácil engañarlo a él. Denise era consciente de que se estaba convirtiendo, dentro de la mente de Brian, en una extensión de «Robin», y, dado que «Robin» gozaba de la permanente valoración de «estupenda» en la estima de Brian, ninguna de las dos, ni «Denise», ni «Robin», requería que él le dedicase mucha reflexión, ni que se preocupara por ellas.

Brian parecía haber puesto, también, una absoluta fe en el amigo de Denise, Rob Zito, como gerente de El Generador. Se mantenía razonablemente bien informado, pero la mayor parte del tiempo, ahora que iba haciendo más frío, se mantenía ausente. Denise llegó a preguntarse, aunque no por mucho tiempo, si no se habría enamorado de alguna otra; pero el nuevo amor resultó ser un cineasta independiente, Jerry Schwartz, famoso por su exquisito gusto en materia de bandas sonoras y su talento para encontrar financiación, una y otra vez, para sus artísticos proyectos de números rojos. («Para apreciar al máximo esta película», decía el
Entertainment Weekly
de una lóbrega y ruinosa peli de puñaladas traperas dirigida por Schwartz y titulada
Fruta enfurruñada,
«hay que verla con los ojos cerrados»). Ferviente admirador de las bandas sonoras de Schwartz, Brian había caído del cielo, como un ángel con cincuenta mil importantísimos dólares en la mano, justo cuando Schwartz empezaba la fotografía principal de una adaptación moderna de
Crimen y castigo
en la que Raskolnikov, interpretado por Giovanni Ribisi, era un joven anarquista y rabioso audiófilo, residente en la zona norte de Filadelfia. Mientras Denise y Rob Zito decidían el equipamiento y la iluminación de El Generador, Brian se fue con Schwartz, Ribisi
et al.
a un rodaje en exteriores localizado en las conmovedoras ruinas de Nicetown, y se dedicó a intercambiar cedes con Schwartz, sacándolos ambos de unos estuches idénticos, de cremallera, y a cenar en el Pastis de Nueva York con Schwartz y Greil Marcus y Stephen Malkmus.

Sin necesidad de pensar en ello, Denise había dado por supuesto que Brian y Robin ya no hacían vida sexual. De modo que en la noche de Año Nuevo, cuando cuatro parejas, Denise y una turbamulta de niños se juntaron en la casa de Panamá Street, y Denise vio a Robin y Brian haciéndose arrumacos en la cocina, después de las doce, extrajo su abrigo del fondo del montón de abrigos y salió corriendo de la casa. Se pasó más de una semana demasiado magullada como para llamar a Robin o ir a ver a las niñas. Estaba colgada por una mujer hetero casada con un hombre que a ella no le habría importado nada tener por marido. Era un caso razonablemente imposible. Lo que san Judas da, san Judas quita.

Robin puso fin a la moratoria de Denise con una llamada telefónica. Estaba rechinante de rabia.


¿Sabes de qué trata la película de Jerry Schwartz?

—Esto… ¿Dostoievsky en la avenida Germantown?

—¡Lo sabes! ¿Cómo puede ser que yo no lo supiera? Porque no quiso decírmelo, porque sabía lo que yo iba a pensar.

—Estamos hablando de Giovanni Ribisi con la barbita rala haciendo de Raskolnikov —dijo Denise.

—Mi marido —dijo Robin— ha puesto cincuenta mil dólares,
de los que recibió de la W—— Corporation,
en una película sobre un anarquista de la zona norte de Filadelfia que les parte en dos la cabeza a dos mujeres y va a la cárcel por ello. Él no hace más que pavonearse de lo que farda andar por ahí con Giovanni Ribisi y Jerry Schwartz y Ian Comosellame y Stephen Quiensea, mientras mi hermano, el anarquista de la zona norte de Filadelfia, el que de verdad le partió la cabeza…

—Vale, ya comprendo —dijo Denise—. Hay una definitiva falta de sensibilidad en ello.

—Ni eso creo —dijo Robin—. Lo que creo es que está profundamente harto de mí y que ni siquiera lo sabe.

A partir de aquel día, Denise se convirtió en solapada defensora de la infidelidad. Se dio cuenta de que defendiendo determinadas fallos menores en la sensibilidad de Brian, daba lugar a que Robin se lanzara a más graves acusaciones, que ella, luego, como a regañadientes, hacía suyas. Escuchaba y seguía escuchando. Puso especial cuidado en comprender a Robin como nadie la había comprendido antes. Asediaba a Robin con las preguntas que Brian no le hacía: sobre Billy, sobre su padre, sobre la Iglesia, sobre el Proyecto Huerta, sobre la media docena de adolescentes a quienes había picado el bicho de la jardinería y que pensaban volver el próximo verano, sobre las andanzas románticas y académicas de sus jóvenes ayudantes. Asistió a la Noche del Catálogo de Semillas, en el Proyecto, y puso rostro a los chicos favoritos de Robin. Hizo divisiones de cálculo detallado con Sinéad. Orientó las conversaciones hacia temas relacionados con las estrellas de cine o la música popular o la alta costura, asuntos todos extremadamente conflictivos en el matrimonio de Robin. Quien no estuviera al corriente podría haber pensado, oyéndola, que Denise sólo aspiraba a estrechar sus lazos amistosos; pero había visto comer a Robin, y conocía el hambre de esa mujer.

Un problema de aguas residuales obligó a retrasar la inauguración de El Generador, de modo que Brian aprovechó la oportunidad para asistir con Jerry Schwartz al festival cinematográfico de Kalamazoo, y Denise aprovechó la oportunidad para salir cinco noches seguidas con Robin y las niñas. La última de estas noches nos la descubre en una tienda de alquiler de vídeos, sufriendo. Al final se decidió por
Sola en la oscuridad
(un macho asqueroso amenaza a Audrey Hepburn, fecunda en ardides, cuya coloración, qué casualidad, recuerda la de Denise Lambert) y
Algo salvaje
(la espléndida, y rarita, Melanie Griffith libera a Jeff Daniels de un matrimonio muerto). Robin, al llegar a casa, se ruborizó sólo con ver los títulos.

Entre película y película, pasada la media noche, bebían whisky en el sofá del salón cuando Robin, en un tono de voz que incluso en ella resultaba insólitamente chillón, le pidió permiso a Denise para hacerle una pregunta personal.

—¿Cuántas veces, digamos a la semana —dijo—, solíais tontear Emile y tú?

—No soy la persona adecuada para averiguar lo que es o deja de ser normal —contestó Denise—. Yo la normalidad siempre la he visto por el espejo retrovisor.

—Ya, ya —Robin tenía los ojos clavados en la pantalla azul del televisor—. Pero ¿qué es lo que tú considerabas normal?

—Creo que, en aquel momento, a mí me parecía normal —dijo Denise, mientras pensaba
una buena cantidad, dile una buena cantidad
— unas tres veces a la semana.

Robin suspiró ruidosamente. Cinco o seis centímetros cuadrados de su rodilla izquierda se apoyaban en la rodilla derecha de Denise.

—Y ¿qué es lo que ahora te parece normal? —insistió.

—Hay gente para quien lo correcto es una vez al día.

Robin habló con voz de cubito de hielo apretado entre los dientes.

—No me importaría nada. No me parece nada mal.

En la parte afectada de la rodilla de Denise se desataron cosquillas y entumecimiento y ardores.

—Entiendo que no es eso lo que sucede en este momento.

—¡Dos veces al MES! —dijo Robin, entre dientes—. Dos veces al MES.

—¿Crees que Brian anda con otra mujer?

—No sé qué puede estar haciendo, pero desde luego no es conmigo. Me siento como una especie de monstruo.

—No eres ningún monstruo. Eres lo contrario.

—Bueno, ¿cuál era la otra película, que no me acuerdo?


Algo salvaje.

—Vale, lo que sea. Vamos a verla.

Denise se pasó las dos horas siguientes con la atención puesta, más que nada, en la mano que había dejado sobre el cojín del sofá, al fácil alcance de Robin. La mano no se sentía a gusto, quería ser retirada, pero Denise se negaba a abandonar un territorio que con tanto esfuerzo había conquistado.

Cuando terminó la película estuvieron un rato viendo la tele y luego permanecieron calladas durante un tiempo imposiblemente largo, cinco minutos, tal vez un año, y, aun así, Robin siguió sin picar en ese cebo de cinco dedos, tan calentito. Denise habría aceptado con gusto, ahora, un buen arrechucho de comportamiento sexual masculino. En retrospectiva, la semana y media que hubo de esperar hasta que Brian se le echó encima daba la impresión de haber transcurrido en un santiamén.

A las cuatro de la madrugada, harta de cansancio y de impaciencia, se levantó del sofá para marcharse. Robin se puso los zapatos y la parka morada y la acompañó al coche. Aquí, por fin, asió una mano de Denise entre las suyas. Frotó la palma de Denise con sus dedos pulgares de mujer madura, ásperos. Dijo que se alegraba mucho de tener a Denise por amiga.

Sigue la pauta,
se urgió Denise.
Seamos hermanas.

—Yo también me alegro —dijo.

Robin emitió el cacareo hablado que Denise había aprendido a identificar como timidez químicamente pura. Dijo:

—¡Ji ji ji!

Luego miró la mano de Denise, que ahora amasaba nerviosamente entre las suyas.

—¿A que resultaría irónico que fuese yo quien engañara a Brian?

—Ay, cielos —se le escapó a Denise.

—No te preocupes —Robin cerró el puño en torno al índice de Denise y lo apretó con fuerza, espasmódicamente—. Es pura broma.

Denise la miró.
¿Eres consciente de lo que estás diciendo? ¿Eres consciente de lo que estás haciendo con mi dedo?

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