—¿Qué es «alucinar»? —preguntó Alfred, finalmente.
—Es como soñar, pero estando despierto.
Alfred amusgó los ojos.
—Me preocupa el asunto.
—Sí, y con razón.
—Ayúdame a ponerme el pañal.
—Sí, de acuerdo —dijo Gary.
—Me preocupa que algo no me esté funcionando bien en la cabeza.
—Ay, papá.
—Los pensamientos se me desconciertan.
—Ya lo sé. Ya lo sé.
Pero el propio Gary se había contagiado, allí, en plena noche, de la enfermedad de su padre. Mientras ambos colaboraban en la resolución del problema que suponía el pañal (su padre parecía considerarlo más bien un motivo de conversación enloquecida que una prenda interior), también Gary tuvo la sensación de que las cosas se le disolvían en torno, de que toda la noche se había trocado en cambios de posición y traslados sigilosos y metamorfosis. Estaba persuadido de que había más, muchas más de dos personas en la casa, al otro lado de la puerta del dormitorio. Sentía la presencia de un nutrido censo de fantasmas, y sólo tenuemente los veía.
A Alfred le cayó sobre la cara el pelo polar, al tenderse. Gary le subió la manta hasta los hombros. Era difícil creer que hasta hacía tres meses escasos hubiera estado luchando contra ese hombre, tomándoselo en serio como rival.
El radiodespertador señalaba las 2:55 cuando volvió a su cuarto. La casa volvía a estar en calma; la puerta de Denise, cerrada; lo único que se oía era el ruido de un camión de ocho ejes, a menos de un kilómetro, en la autopista. Gary se preguntó que por qué olería a tabaco su cuarto, levemente, como el aliento de una persona.
Pero quizá no fuera ningún aliento de tabaco. Quizá fuera la jarra austríaca, llena de orines en vez de cerveza, que había dejado en el suelo del armario.
Mañana es para mí,
pensó.
Mañana es el día del Recreo de Gary. Y luego, el jueves por la mañana, vamos a poner esta casa patas para arriba. Hay que terminar de una vez con esta pantomima.
Tras su despido por Brian Callahan, Denise primero se destazó y luego puso los trozos encima de la mesa. Se contó a sí misma el cuento de una hija que nació en una familia con muchísima hambre de hija y que tuvo que salir huyendo para que no se la comieran viva. Se contó a sí misma el cuento de una hija que, en su desesperación por escapar, se iba refugiando en el primer escondite temporal que encontraba: hacerse cocinera, casarse con Emile Berger, vivir como una viejecita en Filadelfia, liarse con Robin Passafaro. Ni que decir tiene, sin embargo, que, a la larga, tales refugios, escogidos a toda prisa, resultaron impracticables. En su empeño por protegerse del hambre de su familia, la hija consiguió exactamente lo contrario. Puso todo de su parte para que el apogeo del hambre de su familia coincidiera con el momento en que la vida se le vino abajo, dejándola sin pareja, sin hijos, sin trabajo, sin responsabilidades, sin ninguna clase de defensa. Fue como si se hubiera pasado el tiempo conspirando para estar disponible cuando sus padres necesitaran sus cuidados.
Sus hermanos, mientras, habían conspirado para no estar disponibles. Chip se había largado al este de Europa, y Gary había puesto el cuello bajo el pie de Caroline. Cierto que Gary sí que se hacía «responsable» de sus padres, sólo que para él hacerse responsable consistía en coaccionarlos y darles órdenes. La carga de escuchar a Enid y a Alfred y de ser paciente y comprensivo caía exclusivamente sobre los hombros de la hija. Ya estaba claro que Denise sería la única de los tres hermanos que estaría en casa para la cena del día de Navidad, y que a ella le tocaría estar de guardia, sola, durante las semanas y meses y años venideros. Sus padres no eran tan maleducados como para pedirle que se viniera a vivir con ellos, pero estaba claro que eso era lo que querían. Tan pronto como Denise inscribió a su padre en las pruebas de la Fase II de Corecktall, ofreciéndole además su casa, Enid decretó el cese unilateral de las hostilidades con su hija. Nunca más volvió a mencionar el adulterio de su amiga Norma Greene. Nunca le preguntó a Denise por qué había «dejado» su trabajo de El Generador. Enid estaba en apuros, su hija le ofrecía ayuda, de manera que no podía permitirse el lujo de seguir levantándole defectos a cada rato. Y ahora, según el cuento que Denise sobre sí misma se contaba, había llegado el momento de que la jefa de cocina se destazara sobre la mesa y calmara el hambre de sus padres arrojándoles pedazos de su propia carne.
A falta de un cuento mejor, estuvo a punto de quedarse con éste. El único problema era que no lograba reconocerse en la protagonista.
Cuando se ponía una blusa blanca y un vestido gris de los de toda la vida, y se pintaba los labios y se colocaba un sombrerito negro con velo negro, sí se reconocía. Cuando se ponía una camiseta blanca, sin mangas y unos vaqueros de chico y se recogía el pelo hacia atrás, tan tirante que le dolía la cabeza, sí se reconocía. Cuando se ponía joyas de plata y sombra de ojos color turquesa, y se daba un esmalte de uñas color labio de cadáver, y vestía un jersey amarillo virulento, con zapatillas naranja, sí se reconocía como persona viviente y sí se quedaba sin respiración por la pura dicha de estar viva.
Fue a Nueva York para salir en el Canal Gastronómico y para visitar un club para personas como ella, que estaban Empezando a Entender y necesitaban práctica. Se alojó en el estupendo piso que Julia Vrais tenía en la Hudson Street. Julia le hizo saber que durante la instrucción del proceso de divorcio había podido averiguar que Gitanas Misevicius había comprado el piso con dinero defraudado al gobierno de Lituania.
—El abogado de Gitanas dice que fue un «descuido» —le dijo Julia a Denise—, pero se me hace muy difícil creerlo.
—¿Significa eso que vas a quedarte sin el piso?
—Pues no —dijo Julia—. De hecho, la cosa hace más probable que me lo pueda quedar sin pagar nada. Pero, la verdad, me da una vergüenza horrible. ¡El legítimo dueño de este piso es el pueblo de Lituania!
En el cuarto de huéspedes había una temperatura de más de treinta grados, pero Julia le dio a Denise un cobertor de un palmo de grueso y le preguntó si quería una manta.
—No, gracias, con esto es más que suficiente —dijo Denise.
Julia le dio sábanas de franela y cuatro almohadas con funda de lo mismo. Le preguntó a Denise que qué tal le iba a Chip en Vilnius.
—Parece que Gitanas y él se han hecho íntimos.
—Miedo me da pensar lo que dirán de mí cuando se junten —exclamó Julia, muy contenta.
Denise dijo que no sería cosa de sorprenderse si Gitanas y Chip evitaban el tema Julia en sus conversaciones.
Julia frunció el entrecejo.
—¿Y por qué no van a hablar de mí?
—Pues porque los dejaste dolorosamente colgados a los dos.
—Ya, por eso: pueden hablar de lo muchísimo que me odian.
—No creo que nadie pueda odiarte.
—Pues la verdad es que pensé que me odiarías tú, cuando rompí con Chip.
—No, nunca me interesé para nada en vuestro asunto.
Claramente aliviada al oír esto último, Julia le confió a Denise que ahora salía con un abogado que estaba muy bien, un poco calvo, que se lo había puesto a tiro Edén Procuro.
—Me siento muy segura con él —dijo—. Es de un desenvuelto, en los restaurantes… Y tiene carretadas de trabajo, así que no anda todo el día detrás de mí pidiéndome, bueno, eso: favores.
—La verdad —dijo Denise—, cuanto menos me cuentes de tus relaciones con Chip, mejor para todos.
Cuando, a continuación, Julia le preguntó si salía con alguien, no tendría que haber sido tan difícil contar lo de Robin Passafaro, pero fue dificilísimo. Denise no quería que su amiga se sintiera incómoda, no quería que se le empequeñeciera y la voz y se le pusiera blanda, de tan comprensiva. Quería disfrutar de la compañía de Julia en su familiar inocencia. De modo que dijo:
—No, no salgo con nadie.
Nadie, excepto, la noche anterior, en una fastuosa reserva sáfica a doscientos pasos de casa de Julia, una chica de diecisiete años recién bajada del autobús de Plattsburgh, Nueva York, con un drástico corte de pelo y dos 800/1000 en su reciente SAT, prueba normalizada de aptitud (llevaba encima una copia impresa del ETS oficial —servicio de evaluación del nivel educativo individual—, como si hubiera sido un certificado de buen juicio, o quizá de locura); y luego, la noche siguiente, una estudiante de la rama de estudios religiosos de la universidad de Columbia, cuyo padre (decía ella) gestionaba el mayor banco de esperma de California del Sur.
Habiendo así cumplido, Denise acudió a un estudio del centro a grabar su participación en
Cocina popular y gente nueva,
preparando raviolis de cordero y otros platos representativos del Mare Scuro. Se entrevistó con alguno de los neoyorquinos que habían intentado quitársela a Brian: una pareja de trillonarios de Central Park West, que buscaban establecer una especie de relación feudal con ella, un banquero de Munich que la tomaba por la mesías de las salchichas Weifiwurst, capaz de devolver su prístino esplendor manhattanita a la cocina alemana, y un joven restaurador, Nick Razza, que la impresionó detallándole y desmenuzándole todos y cada uno de los platos que había probado en el Mare Scuro y en El Generador. Razza procedía de una familia de proveedores de Nueva Jersey y ya era dueño de una marisquería de tipo medio en el Upper East End.
Ahora quería dar el salto al escenario gastronómico de la Smith Street de Brooklyn, con un restaurante cuya estrella fuese, si llegaban a un acuerdo, Denise Lambert. Le pidió una semana para pensárselo.
En una soleada tarde de domingo otoñal, tomó el metro a Brooklyn. El barrio le pareció una Filadelfia redimida por la proximidad con Manhattan. En media hora vio más mujeres guapas e interesantes que en medio año paseando por el sur de Filadelfia. Vio sus casas de arenisca y las botas tan monísimas que llevaban.
En un tren de Amtrak, camino a casa, lamentó haberse escondido durante tanto tiempo en Filadelfia. La pequeña estación de metro del ayuntamiento estaba tan vacía y tan reverberante como un acorazado entre bolas de naftalina, con todos los suelos y paredes y estructuras y verjas pintados de gris. Desconsolador el pequeño tren que por fin hizo su entrada, tras quince minutos de espera, poblado de viajeros que, por su paciencia y su aislamiento más parecían suplicantes de sala de espera que simples viajeros de cercanías. Denise emergió a la superficie en la estación de la Federal Street, entre hojas de sicomoro y envoltorios de hamburguesa que corrían en oleadas por las aceras de la Broad Street, arremolinándose ante las meadas paredes de las casas y las ventanas enrejadas, y desperdigándose entre los parachoques, reparados con Bondo, de los coches aparcados. El vacío urbano de Filadelfia, lo hegemónico, aquí, de los vientos y los cielos, se le antojó cosa de encantamiento. Algo propio de Narnia. Amaba Filadelfia como amaba a Robin Passafaro. Tenía la cabeza en plenitud y los sentidos extremados, pero el corazón estaba a punto de estallarle en el vacío de su soledad.
Franqueó la puerta de su penitenciaría de ladrillo y recogió el correo del suelo. Entre las veinte personas que le habían dejado mensajes en el contestador estaba Robin Passafaro, que rompía su silencio para preguntarle si le apetecía «charlar un rato», y también Emile Berger, poniendo en su conocimiento, con mucha amabilidad, que acababa de aceptar la oferta de Brian Callahan para incorporarse a El Generador en calidad de jefe de cocina ejecutivo y que, por consiguiente, regresaba a Filadelfia.
Tras haber escuchado el mensaje de Emile, Denise la emprendió a patadas contra la pared sur de su cocina, hasta que le entró miedo de romperse un dedo del pie. Dijo:
—¡Tengo que salir de aquí!
Pero no era tan fácil. Robin había tenido un mes para que se le pasara el cabreo y para llegar a la conclusión de que si acostarse con Brian era pecado, en la misma culpa había incurrido ella. Brian había alquilado un ático en la parte vieja de la ciudad, y Robin, como Denise imaginó en su momento, estaba totalmente decidida a conservar la custodia de Sinéad y Erin. Para reforzar su posición jurídica, seguía instalada en la casa grande de Panamá Street, consagrada otra vez a sus tareas de madre. Pero estaba libre durante las horas de colegio y también los sábados, cuando Brian se llevaba a las niñas, y, tras madura reflexión, había decidido que la mejor manera de ocupar esas horas libres era pasarlas en la cama de Denise.
Denise aún no era capaz de decir no a la droga Robin. Seguía deseando las manos de Robin por su cuerpo y para su cuerpo y en su cuerpo, en una especie de
smörgasbord
o buffet libre en que no faltara una sola preposición. Pero había algo en Robin, seguramente su propensión a considerarse culpable, ella, de los males que otras personas le infligían, que invitaba a la traición y al engaño. Denise, ahora, ponía especial interés en fumar en la cama, sólo porque a Robin le molestaba el humo en los ojos. Se vestía de punta en blanco cuando quedaba a comer con Robin, se esmeraba en que resaltase el mal gusto de Robin, y le sostenía la mirada a todo el que se volviera a mirarla, hombre o mujer. Ponía cara de rechazo ante el volumen de voz que gastaba Robin. Se comportaba como una adolescente con su madre, salvo en el detalle de que a una adolescente le sale de modo espontáneo lo de elevar los ojos al cielo, mientras que el desprecio de Denise era una forma de crueldad llena de intención y cálculo. Le chistaba para que se callase cuando, en la cama, Robin se ponía a ulular tímidamente. Le decía: «Baja la voz, por favor.
Por favor».
Excitada por su propia crueldad, se quedaba mirando fijamente el Gore-Tex de Robin para la lluvia, hasta que la otra le preguntaba por qué. Y Denise le decía: «Me estoy preguntando si alguna vez no te entrarán ganas de ir
un poco menos
desgalichada». Robin le contestaba que nunca se vestiría a la última y que prefería ir cómoda. Denise dejaba a continuación que el labio superior se le arrugase un poco.
Robin estaba deseando que su amante reanudara el contacto con Sinéad y Erin, pero Denise, por razones que ni ella misma terminaba de averiguar, se negaba a ver a las niñas. No se imaginaba mirándolas a los ojos; la mera idea de una convivencia tetrafemenina la ponía enferma.
—Las niñas te adoran —dijo Robin.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Porque no. No me apetece. Ésa es la razón.