Las correcciones (63 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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«Quien puede experimentar una cosa así en sueños», se dijo, «también podrá experimentarla en la vida real».

Mientras su matrimonio se venía abajo —según iba convirtiéndose, para Emile, un una más entre los parroquianos del Ardennes, siempre en pos de lo más nuevo, siempre en busca de los placeres multitudinarios, y Emile se iba convirtiendo, para ella, en un padre al que traicionaba en cada palabra que pronunciaba o no llegaba a pronunciar—, empezó a hallar confortación en la idea de que su problema con Emile era por culpa del sexo a que él pertenecía. Era una noción que le arromaba los filos de la culpa. Una noción que le permitió sobrellevar el terrible Anuncio inevitable, que puso a Emile en la puerta de la calle, que la propulsó durante la primera cita con Becky Hemerling, increíblemente torpe. Se agarró a la idea de que era lesbiana, la apretó contra su pecho y, así, ahorró el suficiente sentido de culpa para permitir que fuera Emile quien se marchara de la casa, para vivir sin comprarlo y hacerlo quedarse, para cederle esa ventaja moral.

Desgraciadamente, apenas se había marchado Emile cuando Denise cambió de idea. Becky y ella disfrutaron una encantadora y muy instructiva luna de miel y empezaron las peleas. Y más peleas. Su vida de pelea, como la vida sexual que la precedió, era cuestión de ritos. Discutían sobre por qué discutían tanto y sobre quién tenía la culpa. Discutían en la cama hasta las horas altas de la madrugada, bebían de insospechadas reservas de algo similar a la libido, y a la mañana siguiente se levantaban con resaca de pelea. Les ardían las pequeñas seseras, de tanto pelear. Pelear, pelear, pelear. Peleas en el hueco de la escalera, peleas en público, peleas en el coche. Y aunque se desahogaran con cierta regularidad —gozando en arrebatos de caras rojas y tremendos gritos, dando portazos, pegando patadas en la pared, cayendo en paroxismos de caras húmedas—, el rijo del combate nunca se les pasaba por completo. Las mantenía juntas, las hacía superar la mutua detestación. Así como la voz o el pelo o la cadera curva de alguien a quien amamos nos impulsan a dejarlo todo y ponernos al fornicio, así poseía Becky todo un registro de provocaciones que situaban el ritmo cardíaco de Denise a niveles estratosféricos. Lo más inaguantable era su afirmación de que Denise, en el fondo, era una lesbiana pura liberal colectivista, y que, sencillamente dicho, no lo sabía.

—No sé cómo puedes vivir tan increíblemente alienada de ti misma —le dijo Becky—. Tú eres tortillera,
sin duda alguna.
Y siempre lo has sido,
sin duda alguna.

—Yo no soy nada —dijo Denise—. No soy más que yo.

Quería, por encima de cualquier otra cosa, ser una persona privada, un individuo independiente. No quería pertenecer a ningún grupo, pero mucho menos a un grupo de gente mal peinada y con normas resentidas y extrañas en lo tocante a la vestimenta. No quería ninguna etiqueta, no quería ningún estilo de vida, y terminó por donde había empezado: con ganas de estrangular a Becky Hemerling.

Suerte tuvo (en cuanto a la administración de su culpabilidad) de que su divorcio ya estuviera en talleres antes de que Becky y ella tuvieran su última y muy insatisfactoria pelea. Emile se había mudado a Washington, donde llevaba la cocina del hotel Belinger, ganando una tonelada de dinero. El Fin de Semana Lacrimógeno, cuando volvió a Filadelfia con un camión y repartieron sus bienes mundanales y entre ambos embalaron la parte de él, quedaba ya muy atrás cuando Denise llegó a la conclusión de que, dijese Becky lo que dijese, ella no era lesbiana.

Dejó el Ardennes y entró a trabajar de jefa de cocina en el Mare Scuro, un sitio nuevo, de cocina marinera del Adriático. Estuvo un año diciéndoles que no a todos cuantos le proponían salir, y no ya porque no le interesasen (eran camareros, proveedores, vecinos), sino porque le daba espanto la idea de ser vista en público con un hombre. Le daba espanto el día en que Emile se enterara (o el día en que se viera obligada a decírselo, para evitar que él lo descubriese por su cuenta) de que había picado con otro hombre. Más le valía trabajar mucho y no ver a nadie. La vida, en su experiencia, tenía una especie de lustre de terciopelo. Si mira uno desde cierto punto de vista, sólo se ven cosas raras. Pero basta con desplazar un poco la cabeza y todo parece razonablemente normal. Actuaba en el convencimiento de que no podría hacerle daño a nadie si se limitaba a trabajar.

Cierta luminosa mañana de mayo, Brian Callahan llegó ante la casa donde vivía Denise, en Federal Street, conduciendo su viejo Volvo familiar color helado de pistacho. Cuando se compra uno un Volvo de segunda mano, hay que buscarlo de color verde pálido, y Brian era la típica persona que nunca se compraría un coche de primera clase si no era del mejor color. Ahora que era rico podía pedir que se lo pintaran del color que le viniese en gana, claro; pero, al igual que Denise, Brian era la típica persona para quien hacer eso era hacer trampas.

Nada más entrar en el coche, Brian le preguntó si podía vendarle los ojos. Denise miró el pañuelo negro que él le mostraba. Miró su anillo de boda.

—Confía en mí —dijo él—. La sorpresa vale la pena.

Ya antes de vender Eigenmelody por 19,5 millones de dólares, Brian iba por el mundo como quien acaba de descubrir una mina de oro. Tenía el rostro carnoso y algo menos que agraciado, pero también tenía unos ojos azules de primera y el pelo rubio y pequitas de niño pequeño. Tenía toda la pinta de ser lo que era: un antiguo jugador de lacrosse de Haverford y, en lo esencial, un hombre como Dios manda, a quien nada malo le había ocurrido nunca y a quien, por consiguiente, más valía no decepcionar.

Denise permitió que le tocase la cara. Permitió que aquellas manazas trebejasen en su cabello y anudaran el pañuelo, le permitió incapacitarla.

El motor del Volvo era un canto al esfuerzo requerido para propulsar un buen pedazo de metal por la carretera adelante. Brian hizo sonar una canción de un grupo todo de chicas en su estéreo de quita y pon. A Denise le gustó la música, pero tampoco era para sorprenderse. Brian parecía empeñado en no hacer ni decir ni obligarla a oír nada que no le gustase. Llevaba tres semanas llamándola por teléfono y dejándole mensajes en voz baja. («Hola, soy yo»). Su amor se veía venir de lejos, igual que un tren, y le gustaba. La excitaba por delegación. Denise no se equivocaba pensando que esa excitación fuera atracción (Hemerling, si no otra cosa, al menos había hecho que Denise desconfiase de sus sentimientos), pero tampoco evitaba alentar a Brian en sus aspiraciones; y esta mañana se había vestido en consecuencia. No era justo, el modo en que se había vestido.

Brian le preguntó que qué le parecía la canción.

—Bah —se encogió de hombros, poniendo a prueba los límites de su ansia por satisfacerla—. No está mal.

—Me dejas atónito —dijo él—. Estaba convencido de que te encantaría.

—Es que me encanta.

Denise pensó:
¿qué problema tengo?

Iban por una mala carretera, con trechos adoquinados. Cruzaron pasos a nivel y tramos de gravilla, con badenes. Brian aparcó.

—Me he gastado un dólar en comprar una opción por este sitio —dijo—. Si no te gusta, un dólar menos que tengo.

Denise llevó la mano al pañuelo.

—Voy a quitarme esto.

—No. Un momento, ya casi estamos.

La agarró del brazo de modo legal y la condujo por gravilla tibia hasta llegar a una zona de sombra. Denise olió el río, la quietud de su cercanía, su alcance líquido, que devora todo sonido. Oyó unas llaves y un candado, el rezongo de unos goznes reforzados. El frío aire industrial de un almacén cerrado le recorrió los hombros desnudos y le pasó entre las piernas desnudas. Olía a cueva sin contenido orgánico.

Brian la ayudó a subir cuatro tramos de escaleras metálicas, quitó el candado de otra puerta y la hizo entrar en un espacio más cálido, donde la reverberación adquiría una grandeza de estación de ferrocarril o de catedral. El aire olía a moho seco que se nutría de moho seco que se nutría de moho seco.

Antes de que Brian acabara de devolverle la visión, Denise supo dónde estaba. La Philadelphia Electric Company, en los años setenta, había retirado de servicio sus plantas energéticas de carbón contaminante, majestuosos edificios como éste, situado justo al sur de Center City, que Denise siempre admiraba al pasar con el coche, aminorando la marcha. El espacio era vasto y brillante. El techo estaba a veinte metros y altas vidrieras a lo Chartres horadaban los muros norte y sur. El suelo de cemento había sido objeto de sucesivos parches y se le veían estropicios causados por materiales más duros que él: era más un terreno que un suelo propiamente dicho. En el centro se alzaban los restos exoesqueléticos de dos unidades de caldera y turbina, que parecían grillos tamaño casa, sin antenas ni patas. Rectángulos de capacidad perdida, electromotores, negros, erosionados. En la parte del río había unas gigantescas escotillas por donde en tiempos entraba el carbón y salían las cenizas. Trazas de conducciones y toboganes y escaleras ausentes abrillantaban las renegridas paredes.

Denise negó con la cabeza.

—Aquí no puedes montar un restaurante.

—Temía que dijeras eso.

—No voy a poder dejarte sin un dólar: tú solo vas a perder todo lo que tienes.

—Podría conseguir alguna aportación bancaria, también.

—Por no mencionar el bifenil policlorinado y el amianto que nos estamos echando para el cuerpo mientras hablamos.

—En eso te equivocas —dijo Brian—. Este lugar no tendría un precio asequible si cumpliese los requisitos de los superfondos de inversión. Sin el dinero de los superfondos, la PECO no puede permitirse derribarlo. Está demasiado limpio.

—Pobre PECO, qué penita me da.

Se acercó a las turbinas, enamorada ya de aquel espacio, aunque no fuera el adecuado. La decadencia industrial de Filadelfia, los putrescentes encantos del Taller del Mundo, la supervivencia de estas megarruinas en estos microtiempos: Denise era capaz de identificar ese talante porque había nacido en una familia de personas mayores que guardaba en el sótano las cosas de lana, en alcanfor, igual que las metálicas, en unas cajas vetustas. De la destellante modernidad del colegio regresaba todas las tardes al mundo de su casa, más oscuro y más viejo.

—Esto no hay quien lo caliente en invierno ni quien lo refresque en verano —dijo—. Es una pesadilla en forma de gastos de mantenimientos.

Brian, con su mina de oro recién descubierta, la miraba atentamente.

—Mi arquitecto dice que se puede instalar una sección en toda la parte sur, a lo largo de las vidrieras. Salen unos doce metros. Cristal en los otros tres lados. La cocina, abajo. Limpiar las turbinas con vapor, colgar unos cuantos focos y lo demás dejarlo tal cual, en su mayor parte.

—Es tirar dinero a la basura.

—Como verás, no hay palomas —dijo Brian—. Ni charcos.

—Tienes que contar un año para conseguir todos los permisos, otro para construir, otro para pasar las inspecciones. Es mucho tiempo para que me estés pagando por no hacer nada.

Brian le explicó que su idea era abrir en febrero. Tenía amigos arquitectos y contratistas, y no preveía ningún problema con la «L&I», la temida oficina de Licencias e Inspecciones.

—El comisario —dijo— es amigo de mi padre. Juegan al golf juntos todos los jueves.

Denise se echó a reír. La ambición de Brian, su competencia, le «daban cosquillitas», por decirlo como lo habría dicho su madre. Miró los arcos de las ventanas.

—No sé qué clase de comida piensas tú que puede servirse en un sitio como éste.

—Cosas muy decadentes y muy distinguidas. Pero ese problema eres tú quien tiene que resolverlo.

Cuando volvieron al coche, cuyo verdor encajaba perfectamente con los hierbajos que crecían en torno al solar de la gravilla, Brian le preguntó si había hecho ya sus planes para el viaje a Europa.

—Tienes que tomarte un mínimo de dos meses —dijo—. Y esto lo digo con segundas intenciones.

—¿Por qué?

—Si vas tú, también iré yo, un par de semanas. Quiero comer lo que tú comas. Quiero oír lo que vayas pensando.

Al decirlo manifestaba un encantador sentido del propio interés. ¿Quién no iba a estar encantado de viajar por Europa con una mujer muy bonita y muy experta en vino y cocina? Si tú, en vez de él, fueras el afortunado bribón que tuviera que hacerlo, él estaría tan encantado por ti como espera que tú estés encantado por él, ahora. Ése era el tono.

Una parte de Denise se maliciaba que el sexo con Brian iba a ser mucho mejor que con otros hombres y reconocía en él sus propias ambiciones. De modo que esa parte de Denise aceptó la idea de pasar seis semanas en Europa y encontrarse con él en París.

Otra parte, más suspicaz, preguntó:

—¿Cuándo voy a conocer a tu familia?

—¿Qué tal el próximo fin de semana? Ven a Cape May a hacernos una visita.

Cape May, New Jersey, consistía en un núcleo de casas victorianas y bungalows elegantemente desvencijados, rodeado de un circuito impreso de asqueroso boom. Los padres de Brian, como era lógico, tratándose de ellos, poseían uno de los mejores bungalows antiguos. Detrás tenían una piscina para los fines de semana de principios del verano, cuando el océano está aún demasiado frío. Cuando llegó Denise, un domingo, avanzada la tarde, allí se encontró a Brian con sus hijas, repantigados, mientras una mujer de pelo de ratón, cubierta de sudor y herrumbre, atacaba una mesa de hierro forjado con un cepillo metálico.

Denise había dado por supuesto que la mujer de Brian sería una persona llena de ironía y con mucho estilo y algo más que impresionante. Robin Passafaro llevaba unos pantalones amarillos, de chándal, una gorra de Pinturas Michael A. Bruder, un jersey de los Phillies de un color rojo muy poco halagüeño y unas gafas espantosas. Se limpió la mano en los pantalones y se la tendió a Denise. Su saludo fue muy chillón e insólitamente formal:

—Encantada de conocerte.

Y reanudó inmediatamente su tarea.

Tampoco tú me gustas a mí, pensó Denise.

Sinéad, una niña de diez años, muy flaca, estaba sentada en el trampolín, con un libro en los muslos. Saludó cuidadosamente a Denise. Erin, una niña más pequeña y más gordita, con unos auriculares puestos, estaba inclinada sobre una mesa de jardín, con ceño de concentración. Lanzó un silbido en tono bajo.

—Erin está practicando llamadas de pájaros —dijo Brian.

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