Durante el juicio, mientras su padre se venía abajo, Robin estudió el catecismo de St. Dymphna y tiró un par de veces más del dinero de Brian. Primero dejó su trabajo del colegio experimental. Ya no la satisfacía trabajar para unos padres que pagaban 23.000 dólares al año por niño (aunque, a decir verdad, Brian y ella pagaban casi lo mismo por la escolarización de Sinéad y Erin). Y a continuación se embarcó en un proyecto filantrópico. En una zona especialmente deprimida de Point Breeze, a cosa de un kilómetro de su nueva casa, en dirección sur, compró una parcela edificable en la que sólo se levantaba una casa medio en ruinas, en un rincón. También compró cinco camiones de humus y contrató un buen seguro. Su plan era contratar adolescentes de la zona por un salario mínimo, enseñarles los rudimentos del cultivo orgánico y darles parte de los beneficios de las verduras que lograsen vender. Se lanzó al Proyecto Huerto con una intensidad maníaca que incluso en ella resultaba temible. Brian se la encontraba despierta, delante de su Global Desktop, a las cuatro de la mañana, moviendo ambos pies al mismo tiempo y comparando variedades de nabo.
Con un contratista distinto presentándosele cada semana en Panamá Street, para introducir mejoras, y con Robin desapareciendo por un desagüe utópico de tiempo y energía, Brian logró reconciliarse con la idea de permanecer en la lánguida ciudad de su infancia. Decidió divertirse un poco por su cuenta. Empezó a frecuentar los mejores restaurantes de Filadelfia, uno detrás de otro, comparándolos todos con su favorito del momento, el Mare Scuro. Cuando se convenció de que era éste el que seguía gustándole más, llamó a la jefa de cocina y le hizo una propuesta:
—Éste es el primer restaurante verdaderamente bueno que hay en toda Filadelfia —dijo—. Un sitio de los que haría exclamar a cualquiera: «Oye, pues sí, sí se puede vivir en Filadelfia, si no queda más remedio». Me trae sin cuidado que haya o deje de haber alguien más de esta opinión. Lo que quiero es un sitio que me haga sentirme a gusto,
a mí.
En resumen: sea cual sea la cantidad que le estén pagando ahora, yo se la doblo. Y luego se va usted a Europa y se pasa dos meses comiendo a mi costa. Y luego vuelve y monta usted un restaurante auténticamente bueno, que también llevará personalmente.
—Va usted a perder enormes cantidades de dinero —replicó Denise—, si no encuentra un socio con experiencia o un gerente de primerísima clase.
—Dígame lo que tiene que hacerse, y yo lo hago —dijo Brian.
—¿El doble, ha dicho?
—Tiene usted el mejor sitio de la ciudad.
—«El doble» es muy inquietante.
—Pues diga usted que sí.
—Bueno, pues podría ser —dijo Denise—. Pero, así y todo, lo más probable es que pierda enormes cantidades de dinero. Para empezar, ya estará pagándole de más a la jefa de cocina.
A Denise siempre le había costado mucho trabajo decir que no cuando alguien la solicitaba adecuadamente. Habiéndose criado en la zona residencial de St. Jude, siempre estuvo protegida de cualquiera que pudiese solicitarla así, pero, tras haber terminado en el instituto, trabajó un verano en el Departamento de Señalización de la Midland Pacific Railroad, y allí, en una amplia estancia soleada, con las mesas de dibujo instaladas por pares, trabó conocimiento con los deseos de una docena de hombres hechos y derechos.
El cerebro de la Midland Pacific, el templo de su alma, era un edificio de tiempos de la Gran Depresión, de piedra caliza, con almenas redondeadas en el techo, que parecían los bordes de un
waffle
poco compacto. La consciencia de más elevado orden tenía su asiento cortical en la sala de juntas y en el comedor de directivos de la décimo sexta planta y en los despachos de los departamentos más abstractos (Operaciones, Legal, Relaciones Públicas), cuyos vicepresidentes estaban en la décimo quinta. Abajo, en lo hondo, en el cerebro reptiliano del edificio, estaban facturación, nóminas, personal y archivo. Entre unos y otros se situaban los talentos intermedios, como Ingeniería, que abarcaba puentes, vías, obras y señalización.
El tendido de la Midland Pacific era de cerca de veinte mil kilómetros, y por cada señal y cada cable paralelos a las vías, por cada juego de luces roja y ámbar, por cada detector de movimiento incrustado en el balastro, por cada guarda voladiza de cruce con aviso luminoso, por cada aglomeración de temporizadores y relés alojados en cajas de aluminio sin respiraderos, había su correspondiente diagrama actualizado de circuitos, en seis depósitos de pesada tapa, en el almacén de depósitos de la décimo segunda planta de las oficinas centrales. Los diagramas más antiguos eran dibujos a mano alzada sobre papel vitela, y los más modernos eran a pluma técnica sobre soporte Mylar preimpreso.
Los delineantes que se ocupaban tanto de estos archivos como del enlace con los ingenieros de campo que mantenían en buen estado de salud e impedían que se enmarañara el sistema nervioso de la compañía eran nativos de Texas y Kansas y Missouri: personas inteligentes, no cultivadas, de acento gangoso, que habían ido subiendo por la vía difícil, a partir de trabajos no cualificados en las cuadrillas de mantenimiento de señales —de arrancar hierbajos y clavar postes y tender cables—, hasta que, en virtud de su habilidad con los circuitos (y también, como Denise pudo saber más adelante, en virtud del hecho de ser blancos), la compañía los había seleccionado y los había hecho pasar por cursos de formación. Ninguno de ellos tenía más allá de dos años de
college,
y eran muy pocos lo que habían pasado del instituto. En verano, cuando el cielo se vuelve blanco y la hierba marrón y sus antiguos compañeros luchaban contra la insolación sobre el terreno, los delineantes se alegraban mucho de estar sentados en sillas de oficina, almohadillas y rodantes, en un ambiente tan fresco que todos ellos tenían siempre a mano, en el cajón de sus mesas, algún jersey ligero.
—Verás que algunos empleados hacen una pausa para tomar café —le dijo Alfred a su hija en lo rosado del amanecer, mientras bajaban en coche hacia el centro de la ciudad, camino del primer día de trabajo de Denise—. Quiero que sepas que no se les paga para tomar café. Espero que tú te abstengas de hacer pausas de café. La compañía nos hace un favor al contratarte, y te paga para que trabajes ocho horas. Que no se te olvide. Si pones en esto la misma energía que en tus estudios y en tu trompeta, serás recordada como una gran trabajadora.
Denise asintió. Decir que era competitiva era quedarse muy corto. En la sección de viento de la banda del instituto había dos chicas y doce chicos. Ella ocupaba la primera silla y los chicos las doce siguientes. (En la última había una chica procedente del interior del estado, con algo de sangre Cherokee, que confundía el do medio con el mi bemol y, así, añadía al conjunto esa pátina de disonancia que nunca falta en las bandas de los institutos). Denise no sentía una gran pasión por la música, pero le encantaba destacar, y su madre pensaba que las bandas eran beneficiosas para los niños. A Enid le gustaba la disciplina de las bandas, y también su normalidad pautada, su patriotismo. Gary, en su día, había sido un trompeta aceptable y Chip (durante poco tiempo y a bocinazos) probó con el fagote. Cuando llegó su momento, Denise decidió seguir las huellas de Gary, pero Enid no pensaba que la trompeta fuera un instrumento apropiado para una muchachita. El instrumento apropiado para una muchachita era la flauta. A Denise, sin embargo, nunca se le había derivado mucha satisfacción de la competencia con otras chicas. Insistió en la trompeta, y Alfred la apoyó, y Enid acabó por caer en la cuenta de que podía ahorrarse un dinero en alquiler si Denise utilizaba la antigua trompeta de Gary.
A diferencia de las partituras, los diagramas de señales que Denise tuvo que copiar y archivar aquel verano le resultaron, por desgracia, ininteligibles. Puesto que no podía competir con los delineantes, compitió con Alan Jamborets, el hijo del consejero legal de la compañía, que había trabajado en Señalización los dos veranos anteriores; y puesto que carecía de medios para calibrar los logros de Jamboret, lo que hizo fue trabajar con una intensidad que nadie pudiera igualar.
—Denise, guau, joder —le dijo Laredo Bob, un tejano sudoroso, mientras ella cortaba y pegaba cianotipos.
—¿Qué?
—Te vas a quemar, con tantas prisas.
—Pues a mí me gusta —dijo ella—. En cuanto le coges el ritmo…
—Sí, bueno, pero también puedes dejar algo para mañana —dijo Laredo Bob.
—No me gusta tanto como para eso.
—Bueno, vale, pero ahora paras un rato para tomar un café. ¿Me oyes?
Los delineantes berreaban, marchando al trote hacia el vestíbulo.
—¡Hora del café!
—¡Ha llegado el carrito del almuerzo!
—¡Hora del café!
Ella siguió trabajando sin reducir la velocidad.
Laredo Bob era el machaca a quien tocaba trabajar más cuando no había ayudantes estivales que le aliviaran la tarea. Laredo Bob tendría que haberse escamado, y mucho, viendo que Denise, ante los mismísimos ojos del jefe, estaba llevando a cabo en media hora determinadas labores administrativas a las que él gustaba de dedicar mañanas enteras, chupando su puro Swisher Sweet. Pero Laredo Bob pensaba que el carácter es el destino. A su entender, los hábitos laborales de Denise no eran sino prueba de su condición de hija de papá y de que pronto estaría entre los directivos de la empresa, igual que su papá; mientras él, Laredo Bob, seguía desempeñando labores administrativas a la velocidad que cabía esperar de alguien destinado a desempeñarlas. Laredo Bob también pensaba que las mujeres son ángeles y los hombres pobres pecadores. El ángel con quien estaba casado ponía de manifiesto su dulce y graciosa naturaleza más que nada en perdonar sus hábitos tabaqueros y en alimentar y vestir a cuatro niños con un solo sueldo tirando a bajo, pero en modo alguno se sorprendió Laredo Bob cuando vio que el Eterno Femenino también poseía un talento sobrenatural para etiquetar y archivar mil y pico cajas de microformularios montados en cartulina. Denise le parecía a Laredo Bob una de esas criaturas maravillosas y bellas que lo mismo valen para un barrido que para un fregado. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a cantarle estribillos de rockabilly («Ooh, Denise, ¿por qué has tenido que hacer lo que has hecho?») cuando llegaba por las mañanas y cuando volvía de comer en el parquecillo sin árboles que había al otro lado de la calle.
El delineante en jefe, Sam Beuerlein, le dijo a Denise que el verano siguiente tendrían que pagarle sin trabajar, porque había hecho lo de dos veranos en uno solo.
Lámar Parker, un tipo de Arkansas, muy sonrisueño, que usaba unas gafas de enorme grosor y tenía precánceres en la frente, le preguntó si su padre le había contado lo bribones e inútiles que eran todos los empleados de Señalización.
—Inútiles sí —dijo Denise—. De bribones no me ha dicho nada.
Lámar se rió a carcajadas y tiró de su Tareyton y repitió lo que ella acababa de decir, por si no lo habían oído los demás.
—Ja, ja, ja —masculló el delineante llamado Don Armour, muy sarcástico y muy desagradable.
Don Armour era el único hombre de Señalización que no parecía amar profundamente a Denise. Era un veterano de Vietnam de complexión robusta y piernas cortas, cuyas mejillas, aun recién afeitadas, eran casi tan azules y tan glaucas como una ciruela. La chaqueta le apretaba los macizos brazos y las herramientas de dibujo parecían de juguete en sus manos. Era como un adolescente atrapado en un pupitre de primer curso. En lugar de apoyar los pies en el anillo de su silla alta de ruedas, como todo el mundo, los dejaba colgando, con las puntas rozando el suelo. Acomodaba la parte superior del cuerpo sobre la mesa de dibujo, situando los ojos a unos pocos centímetros de la pluma técnica. Cuando llevaba una hora trabajando así, se quedaba como fláccido y apretaba la nariz contra el Mylar, o se tapaba la cara con las manos y gemía. Sus pausas de café solía pasarlas doblado hacia adelante, con la frente apoyada en la mesa y las gafas de plástico, de aviador, en la mano; parecía la víctima de un homicidio.
Cuando le presentaron a Denise, miró para otro lado y le estrechó la mano como poniéndole un pez muerto en la palma. Ella, mientras trabajaba en el rincón más alejado de la sala de delineantes, lo oía murmurar cosas, haciendo reír disimuladamente a los demás. Pero cuando Denise estaba cerca se mantenía en silencio, con la mirada fija en el tablero y una sonrisa de boba satisfacción en la cara. Era como los gilipollas que se sientan siempre en las últimas filas, en clase.
Una mañana de julio, hallándose en el cuarto de baño, oyó a Armour y Lámar hablando en el pasillo, junto al surtidor del agua donde Lámar enjuagaba sus tazones de café. Denise se quedó junto a la puerta y aguzó el oído.
—Y decir que Alan nos parecía un trabajador empedernido… —dijo Lámar.
—Una cosa buena puede decirse de Alan Jamborets —contestó Don Armour—: se sufría mucho menos mirándolo.
—Ji, ji.
—No habría sido nada fácil trabajar con alguien tan guapo como Alan paseándose todo el día por ahí en minifalda.
—Sí que era guapo, Alan. Se oyó un gruñido.
—Te lo juro por Dios, Lámar —dijo Don Armour—. Estoy a punto de quejarme a la Oficina de Seguridad y Salud en el Trabajo. Esto es de una crueldad insólita. ¿Te has fijado en la falda?
—Sí, pero cállate ahora.
—Me estoy volviendo loco.
—Es un problema estacional, Donald. Quedará resuelto por sí mismo en un par de meses.
—Eso será si los Wroth no me despiden antes.
—Por cierto, ¿por qué estás tan convencido de que la fusión va a llevarse a cabo?
—Tuve que sudar ocho años tirado por los campos para llegar a este departamento. Tarde o temprano tenía que venir alguien a joderlo todo.
Denise llevaba una falda corta de color azul eléctrico, comprada en una tienda de segunda mano; de hecho, a ella misma le había sorprendido que su madre, partidaria del canon islámico en lo tocante a la vestimenta, la hubiera considerado aceptable. En la medida en que aceptaba la idea de que ambos hombres se hubiesen referido a ella —una idea que se le había aposentado en la cabeza de un modo tan innegable como extraño, como se instala una jaqueca—, Denise tenía la sensación de que Don le estaba haciendo un desaire muy feo. Era como si el tipo estuviese dando una fiesta en la propia casa de Denise sin tomarse la molestia de invitarla a ella.