Nick Passafaro pidió permiso en el trabajo y, lealmente, asistió al juicio de su hijo. Salió en la tele y dijo todo lo que cabía esperar que dijera un viejo rojo: «Una vez al día, cuando la víctima es negra, todo el mundo se calla; una vez al año, cuando la víctima es blanca, todo el mundo se echa las manos a la cabeza», y «Mi hijo pagará muy caro su delito, pero la W—— nunca pagará los suyos», y «Los Rick Flamburg de este mundo se han hecho ricos vendiendo imitaciones de la violencia a los niños de Norteamérica». Le fueron pareciendo muy bien todos los alegatos que presentaba Billy y estaba muy orgulloso de la actuación de su hijo, pero empezó a perder pie cuando la fiscalía presentó ante el tribunal las fotos de las lesiones causadas a Flamburg. Las profundas hendiduras en V del cráneo de Flamburg, su nariz, su mandíbula, su clavícula evidenciaban un ejercicio de bestialidad, una locura, que no cuadraban muy bien con el idealismo. Nick dejó de dormir según avanzaba el juicio. Dejó de afeitarse, perdió el apetito. Ante la insistencia de Colleen, fue a ver a un psiquiatra y volvió a casa con unos cuantos fármacos, pero, aún así, seguía despertando a su mujer por las noche. Gritaba: «¡No pienso pedir perdón!» Gritaba: «¡Esto es la guerra!» Al final le aumentaron las dosis, y en abril lo retiraron de su cargo en la enseñanza pública.
Rick Flamburg trabajaba en la W—— Corporation, y Robin, por consiguiente, se sentía culpable de todo aquello.
Robin se convirtió en embajadora de los Passafaro ante la familia de Rick Flamburg, presentándose una y otra vez en el hospital, hasta que a los padres de Flamburg se les pasó la cólera y dejaron de sospechar de ella, dándose cuenta de que no era la guardiana de su hermano. Se sentaba con Flamburg y le leía el
Sports Illustrated.
Caminaba junto a su andador mientras él se arrastraba pasillo arriba. En la noche de su segunda operación reconstructiva, llevó a los padres de Rick a cenar y escuchó atentamente unas cuantas historias protagonizadas por el hijo (francamente aburridas). Ella les habló de lo precoz que había sido Billy en todo, de cómo era capaz, ya en cuarto grado, de falsificar notas de su padre en que se justificaban sus no asistencias a clase, con buena letra y sin faltas de ortografía, y les contó que era una auténtica biblioteca andante de chistes verdes y datos sobre cuestiones relativas a la reproducción, y les comentó lo desagradable que resultaba no ser una tonta e irse dando cuenta de cómo su hermano, que tampoco era ningún tonto, se iba idiotizando cada vez más, igual que si lo hubiera hecho intencionadamente, para evitar convertirse en una persona como ella; y les dijo que todo aquello era muy misterioso y que lamentaba muchísimo el daño que Billy le había hecho a su hijo.
En vísperas del juicio, Robin propuso a su madre que fueran juntas a la iglesia. Colleen había recibido la confirmación en la fe católica, pero llevaba cuarenta años sin comulgar. En cuanto a Robin, sólo había entrado en contacto con la iglesia para asistir a las bodas y los entierros. Y, sin embargo, durante tres domingos consecutivos, Colleen se dejó recoger en Mount Airy y llevar a la parroquia de su infancia, St. Dymphna, al norte de Filadelfia. El tercer domingo, al salir del templo, Colleen le dijo a Robin, con su acento irlandés de toda la vida: «Por mí ya vale, gracias». En lo sucesivo, pues, Robin asistió en solitario a la misa de St. Dymphna y, pasado un tiempo, también a los cursillos preparatorios de la confirmación.
Robin podía permitirse tales buenas obras y tales actos de devoción gracias a la W—— Corporation. Su marido, Brian Callahan, era hijo de un fabricante de poca monta y se había criado confortablemente en Bala-Cynwyd, jugando al lacrosse y adquiriendo gustos muy refinados, en espera de heredar el pequeño negocio de especialidades químicas propiedad de su padre. (Callahan padre, en su juventud, había desarrollado, con éxito, un compuesto que, introducido en un convertidor Bessemer, le remendaba las grietas y las úlceras con la cerámica aún caliente). Brian se había casado con la chica más guapa de su clase del
college
(ésa era Robin, en su opinión) y poco después de su graduación se hizo cargo de la presidencia de High Temp Products. La compañía tenía su sede en un edificio de ladrillo amarillo situado en un parque industrial, junto al puente de Tacony-Palmyra; y se daba la casualidad de que su vecino industrial más próximo era el Almacén de Documentos de la IBT. Habida cuenta del escaso desgaste cerebral que le infligía la gestión de High Temp Products, Brian invertía sus tardes de directivo enredando con códigos informáticos y análisis de Fourier, mientras en su presidencial equipo estéreo sonaban ciertos grupos californianos de culto, muy de su agrado (Fibulator, Thinking Fellers Union, The Minutemen, The Nomatics), y escribiendo un programa que, cumplido el tiempo, patentó tranquilamente y para el que tranquilamente encontró apoyo financiero y que tranquilamente, siguiendo las indicaciones de quien lo apoyaba, vendió a W—— Corporation por un total de 19.500.000 dólares.
El programa de Brian, llamado Eigenmelody, procesaba cualquier pieza de música grabada y la convertía en un eigenvector, que, a su vez, destilaba en coordinadas diferenciadas y manipulables la esencia tonal y melódica de la canción. El usuario de Eigenmelody podía elegir su canción favorita de Mary J. Blige y hacer que el programa la espectroanalizara y que luego buscara eigenvectores similares en una base de datos de canciones, para generar una lista de piezas relacionadas que el usuario, seguramente, nunca habría localizado de ningún otro modo: The Au Pairs, Laura Nyro, Thomas Mapfumo, la quejosa versión de Pokrovsky de
Les Noces.
El Eigenmelody era un juego de salón, una herramienta musical y un estupendo vigorizador de las ventas, todo en uno. Brian supo sacarle tanto partido a la idea, que el leviatán de la W——, en un tardío afán por sacar tajada en la lucha por la distribución de música en línea, acudió a él corriendo con un enorme fajo de billetes de Monopoly en la mano extendida.
Fue muy típico de Brian que, no habiéndole comentado a Robin la inminente venta, tampoco, en la noche del día en que se cerró el trato, soltara una sola palabra sobre el asunto hasta que las chicas no estuvieron en la cama, en su modesto chalé adosado yuppie, de las cercanías del Museo de Arte, y mientras ambos cónyuges veían en la tele un documental de
Nova
sobre las manchas solares.
—Oye, por cierto —dijo Brian—: ninguno de los dos tendremos que volver a trabajar nunca.
Fue muy típico de Robin —de su excitabilidad— que al recibir la noticia se echara a reír y no parase hasta que le entró un ataque de hipo.
Había, ay, cierta justicia en el antiguo remoquete que Billy le adjudicara en su momento a Robin: la Vaca Noseentera. Robin estaba en la impresión de que ya compartía con Brian una existencia bastante buena. Vivía en su ciudad natal, cultivaba verduras y hierbas en su pequeño huerto trasero, enseñaba «artes del lenguaje» a chicos de diez y once años en un colegio experimental del oeste de Filadelfia, tenía a su hija Sinéad en un excelente colegio elemental privado de la Fairmont Avenue y a su otra hija, Erin, en un programa preescolar de la Friends' Select, compraba cangrejos de caparazón blando y tomates de Jersey en el Reading Terminal Market, pasaba los fines de semana y los agostos en la casa que la familia de Brian poseía en Cape May, alternaba con viejas amigas que también tenían hijos y quemaba la suficiente energía sexual con Brian (lo ideal era todos los días, le dijo a Denise) como para mantenerse relativamente tranquila.
La Vaca Noseentera quedó, pues, consternada ante la pregunta que Brian le hizo a continuación. Le preguntó que dónde pensaba ella que podrían vivir. Le dijo que él estaba dándole vueltas al norte de California. Pero también podía ser Provence, Nueva York, o Londres.
—Somos muy felices aquí —dijo Robin—. ¿Para qué mudarnos a algún sitio donde no conocemos a nadie y donde todo el mundo es millonario?
—Por el clima —dijo Brian—. Por la belleza, por la seguridad, por la cultura. El estilo. Cosas que no entran, ninguna de ellas, entre los dones de Filadelfia. No digo que nos mudemos.
Digo si hay algún sitio al que te gustaría ir, aunque sólo fuera un verano.
—Estoy a gusto aquí.
—Pues aquí nos quedamos —dijo él—. Hasta que te apetezca ir a algún sitio.
Fue lo suficientemente ingenua, le contó luego a Denise, como para creer que ahí había terminado la discusión. Tenía un buen matrimonio, cuya estabilidad se basaba en la educación de los hijos, la comida y el sexo. Cierto que Brian y ella no procedían de los mismos estamentos sociales, pero High Temp Products no era exactamente E. I. Du Pont de Nemours, y Robin, con sus títulos de dos instituciones docentes de élite, no era tampoco la típica proletaria. Las escasas diferencias que había entre ellos eran más bien cuestión de estilo y, en mayor parte, resultaban invisibles a ojos de Robin, porque Brian era tan buen marido como buena persona, y porque, en su vacuna inocencia, a Robin no le entraba en la cabeza que el estilo tuviera nada que ver con la felicidad. Sus gustos musicales oscilaban entre John Prine y Etta James, y, por tanto, Brian escuchaba a Prine y a James en casa, dejando sus Bartók y Defunkt y Flaming Lips y Mission of Burma para el estéreo de la oficina. Que Robin vistiera como una chica de universidad, con zapatillas blancas de deporte y un chaquetón de nailon color morado, con unas gafas grandotas y redondas, de montura metálica, de esas que la gente más a la última se ponía allá por 1978, no le resultaba especialmente molesto a Brian, siendo él, entre todos los hombres, el único que la veía desnuda. Que Robin fuera extremadamente nerviosa y tuviera una voz chillona muy penetrante y una risa de cucaburra, también se le antojaba un pequeño precio que pagar por su corazón de oro, por su toque de lascivia, de quedarse con la boca abierta, y por su galopante metabolismo, que la mantenía más delgada que una estrella de cine. Que nunca se afeitara las axilas y que rara vez se limpiara las gafas… Bueno: era la madre de sus hijos, y mientras pudiera seguir escuchando su música y retocando sus tensores matemáticos, a solas, no le importaba perdonarle ese antiestilo que las mujeres liberales de cierta edad lucían como una especie de placa de identidad feminista. Así, en todo caso, era como Denise se figuraba que Brian había resuelto el problema del estilo, hasta que hizo aparición el dinero de la W——.
(Denise sólo era tres años más joven que Robin, pero no se le pasaba por la cabeza ponerse una parka de nailon de color morado ni dejar de afeitarse las axilas. Ni siquiera
tenía
zapatillas blancas de deporte).
La primera concesión de Robin a su nueva riqueza consistió en pasarse el verano buscando casa con Brian. Se había criado en una casa grande, y quería que sus hijas también se criaran en una casa grande. Si Brian necesitaba techos de varios metros y cuatro cuartos de baño y detalles de caoba por todas partes, podría vivir con ello. El seis de septiembre firmaron el contrato de compra de una casa de arenisca, en Panamá Street, cerca de Rittenhouse Square.
Dos días más tarde, con toda la carcelaria fuerza de sus hombros, Billy Passafaro le dio la bienvenida a Filadelfia al vicepresidente para Imagen de Empresa de la W—— Corporation.
Lo que Robin necesitaba saber, sin conseguir averiguarlo, en las semanas siguientes al ataque, era si cuando Billy escribió aquel mensaje en el tablón ya se había enterado del golpe de fortuna de Brian y ya sabía a qué compañía debían ella y su marido tan súbita riqueza. La respuesta era muy muy muy importante. Pero no tenía sentido alguno preguntárselo al propio Billy. Nunca conseguiría sacarle la verdad a Billy, que únicamente le diría lo que él pensara que podía hacerle más daño en aquel momento. Billy le había dejado abundantemente claro a Robin que nunca dejaría de mofarse de ella, que nunca hablaría con ella de igual a igual, mientras no pudiera demostrarle que su vida era igual de jodida y miserable que la de él. Y era precisamente ese papel totémico que Robin parecía desempeñar ante Billy, precisamente el hecho de que la hubiera seleccionado como poseedora arquetípica de una vida normal y feliz que a él no le estaba permitida, lo que daba lugar a que Robin se sintiera como si hubiese sido de ella la cabeza a que apuntaba él cuando terminó descalabrando a Rick Flamburg.
Antes del juicio le preguntó a su padre si él le había dicho a Billy que Brian había vendido el Eigenmelody a la W——. No le apetecía nada preguntarle, pero tampoco podía dejar de hacerlo. Nick, porque le daba dinero, era la única persona de la familia que se mantenía en contacto con Billy. (El tío Jimmy había hecho promesa de pegarle un tiro al profanador de su altar, al gilipollas de su sobrino, si alguna vez se atrevía a ponerle delante su carita de gilipollas enemigo de Elvis, y, a fin de cuentas, no había ningún miembro de la familia con quien Billy no se hubiera excedido en el robo; ni siquiera los padres de Nick, Fazio y Carolina, quienes durante mucho tiempo se empeñaron en que a Billy no le ocurría nada anormal, que sólo padecía lo que Fazio denominaba un «desorden de atención deficiente», permitían que su nieto pusiera los pies en su casa de Sea Isle City).
Nick, por desgracia, captó inmediatamente la importancia de la pregunta de Robin. Midiendo sus palabras con mucho cuidado, le contestó que no, que no recordaba haberle dicho nada a Billy.
—Es mejor que me digas la verdad, papá —dijo Robin.
—Bueno… No… No creo que tenga nada que ver… esto… Robin.
—A lo mejor no me sentía tan culpable. A lo mejor sólo me cabreaba muchísimo.
—Bueno… Robin… Esos… Esos sentimientos suelen carecer de importancia, a fin de cuentas. Culpabilidad, cólera, da igual… ¿Verdad? Pero no te preocupes por Billy.
Robin colgó, preguntándose si Nick pretendía protegerla a ella de su sensación de culpa, o a Billy de la cólera de ella, o era sencillamente que la tensión lo obligaba a tomar sus distancias. Supuso que sería una combinación de las tres posibilidades. Supuso que durante el verano su padre le habría mencionado a Billy el golpe de suerte de Brian y que a continuación padre e hijo habrían intercambiado amarguras y sarcasmos sobre la W—— Corporation y sobre la muy burguesa de Robin y sobre el lujoso de Brian. Eso supuso, ya que no otra cosa, por lo mal que se llevaban Brian y su padre. Brian nunca se expresó tan libremente con Robin como con Denise («Nick es un cobarde de la peor especie», le comentó un día a ésta), pero tampoco ocultaba su odio a las disquisiciones de Nick sobre el empleo de la violencia y su manera de relamerse de satisfacción ante lo que él llamaba socialismo. A Brian le caía bastante bien Colleen («La verdad es que menudo chollo le salió, con semejante matrimonio», le comentó cierto día a Denise), pero meneaba la cabeza y salía de la habitación cada vez que Nick empezaba a largar. Robin no se permitió imaginar lo que su padre y Billy hubieran podido decir de Brian y ella. Pero estaba más que segura de que algo habrían dicho y de que a Rick Flamburg le había tocado pagar el pato. La reacción de Nick ante las fotografías judiciales de Flamburg fue una prueba más en este sentido.