—Dean Driblett nunca fue amigo mío. Era un simple compañero de clase —dijo Chip.
—Su mujer y él acaban de tener el cuarto hijo. Ya te lo he dicho, ¿verdad?, se han construido una casa
enorme
en Paradise Valley… ¿No fueron ocho los dormitorios que contaste, Al?
Alfred se la quedó mirando, sin pestañear. Chip se inclinó hacia delante para pulsar el botón de Cerrar Puerta.
—Papá y yo estuvimos en la inauguración de la casa, en junio. Tenían
catering
y sirvieron verdaderas
pirámides
de gambas. Eran gambas, sin ningún añadido, en pirámides. Nunca había visto una cosa igual.
—Pirámides de gambas —dijo Chip. Por fin se había cerrado la puerta del ascensor.
—Total, que es una casa preciosa —dijo Enid—. Tiene por lo menos seis dormitorios, y qué quieres que te diga, da la impresión de que van a acabar ocupándolos todos. Hay que ver lo bien que le va a Dean. Se metió en el negocio de cuidar jardines en cuanto vio que eso de las pompas fúnebres no era lo suyo, ya sabes que Dale Driblett es su padrastro, el de la Capilla Driblett, y ahora se ven carteles publicitarios suyos por todas partes y ha abierto un centro de salud. Vi en el periódico dónde está el centro de salud de mayor índice de crecimiento de St. Jude, y se llama DeeDeeCare, igual que el servicio de cuidado de jardines, y ahora también se ven carteles publicitarios del centro de salud. Es una persona muy emprendedora, me parece a mí.
—Qué ascensor tan le-eento —dijo Alfred.
—Es un edificio de antes de la guerra —explicó Chip con voz tensa—. Un edificio extremadamente apetecible.
—Y ¿sabes qué regalo de cumpleaños me ha dicho que le va a hacer a su madre? Ella todavía no lo sabe, pero a ti sí puedo decírtelo. Ocho días en París, llevándola él. Ida y vuelta en primera, ocho noches en el Ritz. Muy propio de Dean. Para él, la familia siempre es lo primero. Pero ¿te das cuenta qué regalo de cumpleaños? Al, ¿no me has dicho tú que sólo la casa ya vale un millón de dólares? ¿Al?
—Es una casa muy grande, pero de construcción barata —dijo Alfred, con súbito vigor—. Las paredes son de papel.
—Todas las casas modernas son así —dijo Enid.
—Tú me preguntaste si la casa me había impresionado. A mí me pareció muy ostentosa. Y también las gambas me parecieron una ostentación. Una cosa barata.
—Puede que fueran congeladas —dijo Enid.
—La gente se deja impresionar muy fácilmente con esas cosas —dijo Alfred—. Las pirámides de gambas pueden dar que hablar durante meses. Ya lo ves tú mismo —le dijo a Chip, como dirigiéndose a un espectador neutral—: tu madre aún no ha dejado de hablar de ellas.
Por un momento, Chip tuvo la impresión de que su padre se había transformado en un agradable desconocido; pero sabía que Alfred, en el fondo, era una persona autoritaria y vociferante. La última vez que había estado en St. Jude, a hacerles una visita a sus padres, hacía ya cuatro años, Chip había ido con su chica de aquel momento, una tal Ruthie, una marxista del norte de Inglaterra con el pelo oxigenado, y ella, tras haber cometido innumerables ofensas a la sensibilidad de Enid (encender un cigarrillo dentro de la casa, reírse a carcajadas de las acuarelas de Buckingham Palace que a Enid le encantaban, presentarse a la hora de la cena sin sujetador, no probar siquiera la «ensalada» de castañas de agua y guisantes y cubitos de queso cheddar, con salsa mayonesa muy densa, especialidad de Enid para las grandes ocasiones), se había pasado el rato pinchando y provocando a Alfred, hasta que consiguió hacerle decir que «los negros» iban a ser la ruina de este país, que «los negros» eran incapaces de coexistir con los blancos, que se creían con derecho a que el gobierno se ocupara de ellos, que no sabían lo que era trabajar de verdad, que, más que ninguna otra cosa, lo que les faltaba era
disciplina,
que todo aquello iba a terminar en una matanza callejera,
una matanza callejera,
y que le importaba un rábano lo que Ruthie pudiera pensar o dejar de pensar de él, porque Ruthie estaba de visita, en
su
casa y en
su
país, de modo que no tenía ningún derecho a criticar lo que no entendía; tras lo cual, Chip, que ya antes había advertido a Ruthie de que sus padres eran las personas más retrógradas de Estados Unidos, le dirigió a la chica una de esas sonrisas que quieren decir:
¿Lo ves? No digas que no te había avisado.
Cuando Ruthie rompió con él, apenas tres semanas más tarde, le dijo a Chip que se parecía a su padre mucho más de lo que él creía.
—Al —dijo Enid, mientras el ascensor se detenía dando bandazos—: tienes que reconocer que fue una fiesta estupenda, y que igual de
estupendo
fue el detalle que tuvo Dean al invitarnos.
Alfred dio la impresión de no haberla oído.
Junto a la puerta del piso de Chip, apoyado contra la pared, había un paraguas de plástico transparente que él, con alivio, identificó como propiedad de Julia Vrais. Aún estaba tratando de encaminar el equipaje de sus padres desde el ascensor hasta la puerta, cuando ésta se abrió de pronto y por ella apareció Julia.
—¡Ay, ay! —dijo, como aturullándose—. Llegas antes de lo previsto.
En el reloj de Chip eran las 11:35. Julia llevaba un impermeable color lavanda, sin forma, y una bolsa de mano DreamWorks. Tenía el pelo largo y del color del chocolate oscuro, abullonado ahora por la humedad y la lluvia. En el tono de quien se dirige a un animal de buen tamaño, tratando de llevarse bien con él, le dijo «Hola» a Alfred y luego «Hola» a Enid, por separado. Alfred y Enid le mascullaron sus nombres y le tendieron las respectivas manos, arrastrándola con ellos hacia el interior de la casa, donde Enid empezó a acribillarla a preguntas en las que Chip, mientras entraba con el equipaje a cuestas, detectó toda una serie de sobreentendidos y planes:
—¿Vive usted en la ciudad? —dijo Enid—.
(No cohabitarás con nuestro hijo, ¿verdad?)
¿Y también trabaja usted en la ciudad?
(¿Tienes un buen empleo? ¿No serás de alguna de esas familias raras y cursis y ricas que hay en el este?)
¿Se crió usted aquí?
(¿O procedes de algún estado de más allá de los Apalaches, donde la gente es afectuosa y está llena de sentido común y no suele pertenecer a la raza judía?)
Ah, ¿y sigue usted teniendo familia en Ohio?
(¿O tus padres han optado por la moderna y muy objetable opción de divorciarse?)
¿Tiene usted hermanos?
(¿Eres una niña mimada, o perteneces a una de esas familias católicas con montones y montones de hijos?)
Una vez concluido el examen inicial de Julia, Enid trasladó su foco de atención a la casa. Chip, en una crisis de confianza de última hora, había hecho un intento por adecentarla, eliminando la aparatosa mancha de semen de la tumbona roja, con un juego de quitamanchas recién comprado, desmontando el muro de corchos de botella que había ido levantando en la hornacina de la parte superior de la chimenea, a un ritmo de media docena de Merlot y otra media de Pinot Grigio por semana, retirando de las paredes del cuarto de baño los primeros planos de genitales masculinos y femeninos que eran la flor y nata de su colección de arte y sustituyéndolos por tres diplomas que Enid se había empeñado en enmarcar, hacía ya mucho tiempo.
Aquella mañana, pensando que ya se había sometido lo suficiente, decidió reajustar su presentación vistiéndose de cuero para ir al aeropuerto.
—Esta habitación viene a ser como el cuarto de baño de Dean Driblett —dijo Enid—. ¿Verdad, Alfred?
Alfred giró sus movedizas manos y se puso a examinarlas por el dorso.
—Nunca había visto un cuarto de baño tan enorme.
—No tienes tacto ninguno, Enid —dijo Alfred.
A Chip podría habérsele pasado por la cabeza que aquella observación tampoco era precisamente discreta, porque de ella se desprendía que su padre estaba de acuerdo con la actitud crítica de su madre ante la casa y que lo único que le parecía mal era que la hubiese expresado en voz alta. Pero Chip en lo único que podía fijarse era en el secador de pelo que asomaba de la bolsa de mano DreamWorks. Era el secador de pelo que Julia había dejado en el cuarto de baño de Chip. De hecho, ahora parecía encaminarse hacia la puerta.
—Dean y Trish tienen jacuzzi
y
ducha
y
bañera, cada cosa por separado —prosiguió Enid—. Y cada uno su propio lavabo.
—Lo siento mucho, Chip —dijo Julia.
Él alzó la mano para retenerla.
—Comeremos en cuanto llegue Denise —informó a sus padres—. Nada del otro mundo. Ahora, haced como si estuvieseis en vuestra propia casa.
—Ha sido un placer conocerlos —dijo Julia a Enid y Alfred. A Chip, bajando el tono, le dijo—: Va a estar contigo Denise. No te preocupes.
Abrió la puerta.
—Mamá, papá —dijo Chip—, perdonadme un momento.
Salió de la casa con Julia y cerró la puerta.
—Esto es lo que se llama elegir el peor momento —dijo—. El peor posible.
Julia se sacudió el pelo de las sienes.
—Por lo menos, me gusta el hecho de que ésta sea la primera vez en mi vida en que he actuado por propio interés en una relación.
—Eso está muy bien. Un gran paso adelante —Chip se esforzó en sonreír—. Pero ¿qué ocurre con el guión? ¿Lo está leyendo Edén?
—Puede que se ponga a ello en algún momento de este fin de semana.
—¿Y tú?
—Yo he leído… —Julia apartó la vista—. Casi todo.
—La idea —dijo Chip— era poner una especie de obstáculo que el espectador tuviera que superar. Poner algo disuasorio al principio. Es un procedimiento modernista clásico. Pero al final hay un suspense riquísimo.
Julia se volvió hacia el ascensor y no contestó.
—
¿Has
llegado ya al final? —le preguntó Chip.
—Mira, Chip —soltó ella, penosamente—, tu guión empieza con una conferencia de seis folios sobre la ansiedad fálica en el teatro de la época Tudor.
Le constaba. De hecho, llevaba semanas despertándose casi todas las noches antes del alba, con el estómago revuelto y los dientes apretados, para a continuación enfrentarse con la tremebunda certeza de que un largo monólogo erudito sobre el teatro de la época Tudor no tenía sitio en el acto primero de un guión comercial. Solía costarle horas —tenía que salir de la cama, ponerse a dar vueltas por la casa, beber Merlot o Pinot Grigio— recuperar el convencimiento de que abrir con un monólogo teorizante no sólo no era una equivocación, sino que constituía el más favorable argumento de venta del guión; y ahora le había bastado mirar a Julia para convencerse de su error.
Diciendo que sí con la cabeza, para mostrar que agradecía de todo corazón la crítica, abrió la puerta de su piso y les dijo a sus padres:
—Un segundo, mamá, papá. Sólo un segundo.
No obstante, mientras cerraba de nuevo la puerta le volvió con toda su fuerza la anterior convicción.
—Pero mira —dijo—: toda la historia viene prefigurada en el monólogo. Ahí está cada uno de los temas posteriores, en píldoras: lo masculino y lo femenino, el poder, la identidad, la autenticidad… Y la cosa es… Espera, Julia, espera.
Agachando la cabeza mansamente, como esperando que él, así, no se diera cuenta de su marcha, Julia le volvió la espalda para situarse frente al ascensor.
—La cosa es —dijo él—, que la chica está en la primera fila del aula,
escuchando
la conferencia. Es una imagen de vital importancia. El hecho de que sea él quien controla el discurso…
—Y también da un poco de repelús —dijo Julia— eso de que te pases el rato hablando de sus pechos.
También era verdad. Y que fuera verdad se le antojaba muy injusto y muy cruel a Chip, porque nunca habría tenido impulso suficiente para escribir el guión sin el acicate de estar todo el tiempo imaginando los pechos de la joven protagonista.
—Seguramente tienes razón —dijo—. Aunque lo físico, en parte, es intencionado. Porque ésa es la ironía, comprendes, que ella se siente atraída por la mente de él, mientras que a él lo atrae…
—Ya, pero leído por una mujer —dijo Julia, obstinadamente—, es como la sección de aves de corral: pechugas, pechugas, pechugas y patas.
—Puedo eliminar algunas de esas referencias —dijo Chip en voz baja—. También puedo abreviar la conferencia inicial. El caso es que haya ese obstáculo que…
—Sí, que el espectador tiene que superar. Es una idea muy ingeniosa.
—Por favor, quédate a comer. Por favor, Julia.
Acababan de abrirse las puertas del ascensor.
—Lo que digo es que una se siente un poquito insultada.
—Pero la cosa no va contigo. Ni siquiera está inspirado en ti, el guión.
—Estupendo. Está inspirado en las tetas de alguna otra.
—Dios. Por favor. Un segundo.
Chip volvió ante la puerta de su apartamento y, cuando la abrió, se llevó la sorpresa de encontrarse cara a cara con su padre, cuyas enormes manos temblaban con mucha violencia.
—Hola, papá. Sólo un minuto más, por favor.
—Chip —dijo Alfred—, ¡pídele que se quede! ¡Dile que nosotros queremos que se quede!
Chip asintió con la cabeza y cerró la puerta en las narices del anciano; pero en los pocos segundos que permaneció de espaldas el ascensor se había tragado a Julia. Apretó inútilmente el botón de llamada y luego abrió la salida de incendios y se lanzó por la espiral de la escalera de servicio.
Tras una serie de deslumbrantes conferencias en que se celebraba el incansable seguimiento de la felicidad en cuanto estrategia para subvertir la burocracia del racionalismo,
Bill Quaintance,
un joven y atractivo profesor de Artefactos Textuales, es seducido por
Mona,
una bella estudiante que lo adora. No obstante, apenas acaba de iniciarse su relación, desenfrenadamente erótica, cuando son descubiertos por
Hillaire,
la mujer a quien Bill ha abandonado. En una tensa confrontación, que representa el conflicto entre la visión Terapéutica y la visión Transgresiva del mundo, Bill y Hillaire pelean por el alma de la joven Mona, que yace desnuda entre ambos, en una cama con las sábanas revueltas. Hillaire consigue seducir a Mona con su retórica criptorrepresiva, y Mona denuncia en público a Bill. Bill pierde su trabajo, pero no tarda en descubrir unos archivos de correo electrónico en que se demuestra que Hillaire ha pagado a Mona para que eche a perder su carrera. Cuando Bill se dirige a ver a su abogado, llevando un disquete con la prueba incriminatoria, su automóvil se sale de la carretera y cae en las furiosas aguas del río D——, de modo que el disquete se sale del automóvil y es arrastrado por la indomable e incesante corriente hacia el proceloso y erótico/caótico mar abierto. El accidente recibe la clasificación de suicidio vehicular y, en las últimas secuencias de la película, vemos que Hillaire, contratada por el centro de enseñanza en sustitución de Bill, está pronunciando una conferencia sobre los males del placer incontrolado; y entre los alumnos se halla Mona, su diabólica amante lesbiana.