A Enid, por desgracia, le faltaba el temperamento necesario para mantener semejante casa, mientras que a Alfred le faltaban los recursos neurológicos. Los alaridos de rabia de Alfred cada vez que descubría pruebas de una acción guerrillera —una bolsa de Nordstrom sorprendida a plena luz del día en las escaleras del sótano, en un tris de provocar un serio tropezón— eran los propios de todo gobierno que ya es incapaz de gobernar. Últimamente le había dado por hacer que su máquina calculadora imprimiese grandes columnas con números de ocho cifras, totalmente desprovistos de sentido. Cuando Alfred dedicó toda una tarde, o casi, a calcular cinco veces seguidas los pagos a la seguridad social por la señora de la limpieza, obteniendo cuatro resultados diferentes, y al final se quedó con el número que le había salido repetido (635,78 dólares, cuando la cifra exacta era 70,00), Enid organizó una incursión nocturna en el archivador de Alfred y lo despojó de todas las carpetas relativas al pago de impuestos, lo cual habría contribuido notablemente al más eficaz funcionamiento de la casa, si no hubiera sido porque las carpetas encontraron el modo de meterse en una bolsa de Nordstrom, con unos cuantos
Good Housekeeping
engañosamente antiguos bajo los cuales se ocultaban documentos más relevantes, pérdidas de guerra que trajeron como consecuencia que la señora de la limpieza se ocupase ella misma de rellenar los formularios y que Enid se limitara a firmar los cheques, mientras Alfred meneaba la cabeza ante lo complicado que era todo.
El destino de casi todas las mesas de ping-pong que hay en los sótanos de las casas estriba en ponerse al servicio de otros juegos más desesperados. Tras su jubilación, Alfred se apropió del lado oriental de la mesa para sus cuentas y su correspondencia. En el lado occidental había un televisor portátil en color, que en principio iba a servirle para ver allí sentado, en su sillón azul de buen tamaño, las noticias locales, pero que ahora estaba sepultado en ejemplares de
Good Housekeeping
y en las latas de dulcería propias de cada época, más unos candelabros tan barrocos como baratos, que Enid nunca había encontrado tiempo para transportar a la tienda de objetos casi nuevos, Nearly New. La mesa de ping-pong era el escenario en que la guerra civil más abiertamente se manifestaba. En el lado oriental, la máquina calculadora de Alfred permanecía emboscada entre maceteros con motivos florales y posavasos recuerdo del Epcot Center, y un aparato para deshuesar cerezas que llevaba treinta años en posesión de Enid y que ésta jamás había llegado a utilizar; mientras él, a su vez, en el lado occidental, por ningún motivo que Enid alcanzara a discernir, iba desmenuzando una corona hecha de piñas, de avellanas pintadas con spray y nueces del Brasil.
Al este de la mesa de ping-pong se encontraba el taller donde Alfred tenía instalado su laboratorio metalúrgico. Ahora, el taller estaba habitado por una colonia de grillos mudos, de color polvo, que, cuando se alarmaban por alguna razón, salían disparados en todas direcciones, como canicas cuando se caen al suelo, perdiéndose alguno de ellos en la dirección equivocada, amontonándose, los más, con el peso de sus copiosos protoplasmas. Reventaban con demasiada facilidad, y, luego, para limpiar la mancha, hacía falta más de un
Kleenex
. Enid y Alfred padecían muchos males que a ellos se les antojaban extraordinarios, descomunales —bochornosos—, y uno de esos males eran los grillos.
El polvo grisáceo del mal de ojo y las telarañas del encantamiento revestían de espesa alfombra el viejo horno de arco eléctrico, y los botes de exótico rodio, de siniestro cadmio, de leal bismuto, y las etiquetas escritas a mano, oscurecidas por los vapores procedentes de una botella de agua regia con tapón de cristal, y el cuaderno de cuadrícula en que la última anotación de Alfred databa de antes de que empezaran las traiciones, es decir: quince años. Algo tan cotidiano y familiar como un lápiz seguía ocupando el mismo espacio aleatorio del banco de trabajo donde Alfred lo había colocado en otro decenio; el transcurso de tantísimos años impregnaba el lápiz de una especie de hostilidad. De un clavo, bajo dos certificados de la oficina de patentes de los Estados Unidos, con los marcos deformados y sueltos por la humedad, colgaban dos mitones de amianto. Sobre el estuche de un microscopio binocular yacían grandes trozos de pintura seca caída del techo. Los únicos objetos libres de polvo que había en la habitación eran el sillón de mimbre de dos plazas, una lata de Rust-Oleum y varias brochas, así como un par de latas de café Yuban que, a pesar de la creciente evidencia olfativa, Enid había decidido no creer que estuviesen llenas de pis de su marido: ¿por qué razón iba a orinar en una caja de Yuban, teniendo a siete pasos un pequeño servicio donde podía hacerlo?
Al oeste de la mesa de ping-pong estaba el sillón azul de Alfred, grande, con un exceso de relleno, con cierto aspecto gubernamental. Era de cuero, pero olía como el interior de un Lexus: a algo moderno y clínico e impermeable de lo cual resultaba muy fácil borrar el olor de la muerte, con un paño húmedo, antes de que se sentara el siguiente, para morir en él.
El sillón era la única compra de consideración que Alfred había hecho en su vida sin aprobación de Enid. Cuando tuvo que ir a China a hablar con los ingenieros de los ferrocarriles chinos, Enid lo acompañó, y juntos visitaron una fábrica de alfombras, con idea de comprar una para el cuarto de estar. No tenían ninguna costumbre de gastar dinero en sí mismos, de modo que eligieron una de las alfombras menos caras, con un dibujo muy simple, tomado del
Libro de los Cambios,
sobre fondo beige. Unos años más tarde, cuando Alfred se jubiló de la Midland Pacific Railroad, le vino la idea de cambiar el viejo sillón de cuero negro, con olor a vaca, en que se sentaba a ver la tele y echar sus cabezaditas. Quería algo verdaderamente cómodo, claro, pero, tras una vida entera dedicada a atender a los de más, lo que necesitaba era algo más que comodidad, necesitaba un monumento a tal necesidad. De modo que allá se fue, solo, a una tienda de muebles, de las de precio fijo, y eligió un sillón de permanencia. Un sillón de ingeniero. Un sillón de tales dimensiones, que uno, por grande que fuera, se perdía dentro; un sillón concebido para superar los más duros requerimientos. Y, dado que el azul del sillón hacía juego, más o menos, con el azul de la alfombra china, Enid no tuvo más remedio que tolerar su despliegue en el cuarto de estar.
Y, sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que a Alfred le diera por derramar café descafeinado en las extensiones beige de la alfombra, y a los nietos asilvestrados por tirar cerezas y lápices de cera, para que el primero que llegara los pisase, y Enid empezó a pensar que la alfombra había sido un error. Tenía la impresión de que así, por ahorrar, había cometido muchos errores en la vida. Incluso llegó a la conclusión de que habría sido mejor dejarse de alfombras y no comprar ninguna, antes que ésa. Finalmente, a medida que las cabezaditas de Alfred fueron derivando hacia el encantamiento, acabó de animarse. Su madre le había dejado una pequeña herencia, hacía unos años. Con los intereses añadidos al principal, más unas acciones que se habían comportado bien en bolsa, ahora disponía de su propio capital. Replanteó el cuarto de estar en tonos verdes y amarillos. Encargó telas. Al llegar el empapelador, Alfred, que, por el momento, dormía sus siestas en el comedor, se puso en pie como quien despierta de un mal sueño.
—
¿Otra vez
estás cambiando la decoración?
—Es mi dinero —dijo Enid—. Y me lo gasto como quiero.
—Sí, ¿y qué me dices de todo el dinero que gané
yo?
¿Y de todo el trabajo que
me
tocó sacar adelante?
Este argumento le había funcionado bien en el pasado —era, por así decirlo, el fundamento constitucional que legitimaba su tiranía—, pero esta vez no funcionó.
—Esta alfombra tiene cerca de diez años, y las manchas de café no hay quien las quite —replicó Enid.
Alfred hizo gestos en dirección a su sillón azul, que ahí, bajo los plásticos del empapelador, tenía toda la pinta de un objeto de los que se entregan a una central eléctrica en camioneta de plataforma. Le entraron temblores de incredulidad, no podía creer que Enid hubiera olvidado la aplastante refutación de sus argumentos, los abrumadores impedimentos a sus planes. Era como si toda la no libertad en que él había pasado siete decenios de su existencia estuviera contenida en aquel sillón que ya tenía seis años, pero que, en esencia, seguía nuevo. Le vino una sonrisa y, con ella, le resplandecía en el rostro la tremenda perfección de su lógica.
—¿Y el sillón, qué? —dijo—. ¿Qué pasa con el sillón?
Enid miró el sillón. Su expresión era de mero padecimiento, y nada más.
—Nunca me gustó ese sillón.
Era, con toda probabilidad, lo más terrible que le podía haber dicho a Alfred. El sillón era la única señal que él había dado, en toda su vida, de poseer una visión personal del futuro. Las palabras de Enid le causaron tanta pena, le hicieron sentir tanta lástima por el mueble, tanta solidaridad con él, lo dejaron tan atónito ante la traición, que apartó de un tirón el plástico, se hundió en los brazos del sillón y se quedó dormido.
(Así se queda uno dormido en los sitios encantados, y así nos damos cuenta de que están encantados).
Cuando quedó claro que la alfombra y el sillón tenían que desaparecer, la alfombra no supuso ningún problema. Enid insertó un anuncio en el periódico local y cayó en sus redes una señora nerviosa como un pájaro, que aun estaba en edad de cometer errores y cuyos billetes de cincuenta salieron del bolso en un fajo desordenado, que ella procedió a despegar y alisar con los dedos temblorosos.
¿Y el sillón? El sillón era monumento y símbolo, y no se podía alejar de Alfred. Como no había otro sitio, fue a parar al sótano, y Alfred con él. Y, así, en casa de los Lambert, como en St. Jude, como en todo el país, la vida empezó a vivirse bajo tierra.
Enid oía a Alfred en el piso de arriba, abriendo y cerrando cajones. Le sobrevenía una especie de agitación cada vez que iban a ver a sus hijos. Ver a sus hijos era lo único que parecía importarle ya.
En las ventanas del comedor, inmaculadamente limpias, había un caos. El viento enloquecido, las sombras negadoras. Enid ya había buscado por todas partes la carta de la Axon Corporation, y seguía sin encontrarla.
Alfred estaba en el dormitorio de matrimonio, preguntándose por qué estarían abiertos los cajones de su cómoda, quién los habría abierto, si no sería él mismo quien los hubiera abierto. Sin poderlo evitar, era a Enid a quien le echaba la culpa de su confusión. Por otorgarle existencia con su testimonio. Por existir, en cuanto persona que bien podía haber abierto los cajones.
—¿Qué haces, Al?
Se volvió hacia la puerta por donde ella acababa de aparecer. Empezó una frase —«Estoy…»—, pero así, cuando lo pillaban por sorpresa, cada frase se convertía en una especie de aventura en el bosque: en cuanto perdía de vista la luz del claro por donde acababa de adentrarse, se daba cuenta de que ya no estaban las miguitas que había ido dejando como rastro, que se las habían comido los pájaros, unas cosas silenciosas, muy hábiles, muy rápidas, que apenas distinguía en la oscuridad, pero que eran tan numerosas y estaban tan apiñadas, en su hambre, que era como si ellas fuesen la propia oscuridad, como si la oscuridad no fuera uniforme, no fuera la ausencia de luz, sino algo repleto y corpuscular, y, de hecho, en su estudiosa juventud, cuando encontró la palabra «crepuscular» en el
McKay's Treasury of English Verse,
los corpúsculos de la biología se entretejieron en su comprensión de la palabra, de modo que se pasó el resto de su vida adulta percibiendo corpúsculos en el crepúsculo, algo parecido al grano que dan las películas muy rápidas, indispensables en condiciones de escasa luminosidad ambiental, algo parecido a una lúgubre decadencia; de ahí su pánico de hombre traicionado en lo más profundo del bosque, cuya oscuridad era oscuridad de estorninos que emborronan el ocaso, o de hormigas negras que toman por asalto el cadáver de una zarigüeya, una oscuridad que no se limitaba a existir, solamente, sino que consumía activamente los puntos de referencia que él se había ido construyendo, con mucho sentido común, para no perderse; pero, nada más darse cuenta de que estaba perdido, el tiempo se hacía deliciosamente lento, y a partir de ahí se le desvelaban eternidades insospechadas entre una palabra y la siguiente, o más bien se quedaba atrapado en el espacio entre palabra y palabra, y lo único que podía hacer era quedarse mirando la velocidad a que el tiempo se desplazaba sin él, la juvenil e irreflexiva parte de sí mismo que se proyectaba hacia adelante por el bosque, ciegamente, hasta perderse de vista, mientras él, el Alfred hecho y derecho, quedaba atrapado, esperando, en una suspensión extrañamente impersonal, a ver si el muchachito presa del pánico —a pesar de que ya no sabía dónde estaba, o por dónde había penetrado en el bosque de aquella frase— aún conseguía abrirse camino hasta el claro donde lo esperaba Enid, inconsciente del bosque.
—Haciendo la maleta —se oyó decir.
Sonaba lógico. Gerundio, artículo, sustantivo. Delante de él había una maleta, importante confirmación. No se había traicionado en nada.
Pero Enid acababa de hablar otra vez. Según el otorrino, Alfred padecía un leve problema de audición. Se quedó mirando a Enid con el ceño fruncido, sin entenderla.
—¡Es
jueves
!—dijo ella, levantando la voz—. ¡No salimos hasta el
sábado!
—El sábado —repitió él.
Luego, ella le echó una regañina y se retiraron por un momento los pájaros crepusculares. Fuera, sin embargo, el viento había logrado que el sol se desvaneciese, y empezaba a hacer muchísimo frío.
Avanzaban por la sala central con paso inseguro, Enid procurando no dañarse la cadera lesionada, Alfred remando en el aire con esas manos suyas de goznes sueltos y pateando la moqueta del aeropuerto con su pies mal controlados; ambos con bolsas de mano de las Nordic Pleasurelines y concentrados en la parte del suelo que tenían delante, midiendo la azarosa distancia de tres en tres pasos. Cualquiera que los hubiese visto apartar los ojos de los neoyorquinos de pelo oscuro que los adelantaban a toda prisa, cualquiera que se hubiera fijado por un momento en el sombrero de fieltro de Alfred, que asomaba a la misma altura que el maíz de Iowa en el Día del Trabajo, o en los pantalones de lana amarilla que cubrían la cadera dislocada de Enid, se habría percatado inmediatamente de que venían del Medio Oeste y de que estaban intimidados. Para Chip Lambert, que los esperaba al otro lado de los controles de seguridad, eran, sin embargo, un par de asesinos.