En Lublin, como en Cracovia, me alojé en la
Deutsche Haus.
Cuando llegamos, el bar ya estaba muy animado; había avisado y me tenían la habitación preparada; a Piontek lo pusieron en un dormitorio para la tropa. Subí mis cosas y pedí agua caliente para lavarme. Alrededor de veinte minutos después, llamaron a la puerta y entró una criada joven polaca con dos cubos humeantes. Le señalé el cuarto de baño y fue a dejarlos allí. Como no volvía, fui a ver qué estaba haciendo y me la encontré a medio vestir, desnuda hasta la cintura. Desconcertado, miré aquellas mejillas rojas y aquellos pechos menudos pero encantadores; me estaba mirando, en jarras y con sonrisa impúdica. «¿Qué haces?», pregunté con tono severo.. —«Yo... lavar... a ti», contestó en un alemán entrecortado. Cogí la blusa que había dejado en el taburete y se la alargué: «Vuelve a vestirte y vete». Obedeció con la misma naturalidad. Era la primera vez que me pasaba algo así: las otras
Deutsche Haus
que conocía las regentaban con criterios estrictos; pero estaba claro que aquí debía de ser algo habitual y no dudé ni por un instante de que nada impedía no conformarse con el baño sólo. Cuando se fue la muchacha, me desnudé, me lavé, me cambié, me puse un uniforme de paseo (para los desplazamientos largos llevaba un uniforme gris de campaña, por el polvo) y bajé. El bar y el restaurante estaban ahora a rebosar de un gentío ruidoso. Salí al patio trasero y me encontré a Piontek de pie, con el cigarro en los labios, mirando como dos adolescentes nos lavaban el coche. «¿De dónde los has sacado?», le pregunté.. —«No es cosa mía, Herr Sturmbannführer, es cosa de la
Haus.
Por cierto que el del garaje se queja; dice que podría tener judíos que le saldrían gratis, pero que los oficiales se ponían como fieras si un judío tocaba su coche. Así que paga a polacos como éstos un reichsmark diario». (Incluso en Polonia era una cantidad ridicula. Una noche en la
Deutsche Haus,
subvencionada y todo, salía, con tres comidas, por unos doce reichsmarks; un café solo costaba en Cracovia un reichsmark con cincuenta.) Me quedé con Piontek, mirando como los jóvenes polacos lavaban el coche. Luego, lo invité a cenar. Tuvimos que abrirnos camino a través de la muchedumbre para encontrar una esquina de mesa libre. Los hombres bebían, vociferaban como por el gusto de oírse gritar. Había SS, Orpo, hombres de la Wehrmacht y de la Organización Todt; casi todo el mundo iba de uniforme, incluso varias mujeres que debían de ser seguramente taquimecanógrafas o secretarias. Unas camareras polacas se movían trabajosamente con bandejas cargadas de cervezas y de guisos. Las comidas eran abundantes: asado cortado en lonchas, remolacha, patatas aliñadas. Mientras comía, me fijé en el gentío. Mucha gente bebía nada más. Las camareras pasaban apuros: los hombres, ya borrachos, les sobaban los pechos o el trasero al pasar; y, como iban cargadas, no podían defenderse. Cerca de la larga barra, había un grupo con uniforme de las «SS-Totenkopf», personal del campo de Lublin seguramente y, entre ellos, dos mujeres, supongo que unas
Aufseherinnen.
Una, que bebía coñac, tenía un rostro masculino y se reía mucho; llevaba una fusta, con la que se daba golpecitos en las botas altas. En un momento dado, una camarera se quedó atrapada cerca de ellos: la
Aufseherin
alargó la fusta y, despacio, mientras sus compañeros se reían, le subió la falda por detrás hasta las nalgas. «¡A que te gusta, Erich! -exclamó-. Y eso que tiene el culo mugriento, como todas las polacas». Los demás se reían más y mejor: la
Aufseherin
soltó la falda y le dio un fustazo en el trasero a la muchacha, que dio un grito y tuvo que hacer un esfuerzo para no tirar las cervezas que llevaba: «¡Venga, largo, marrana! -gritó la
Aufseherin
Apestas». La otra mujer soltaba grititos y se refregaba impúdicamente contra uno de los suboficiales. Al fondo de la sala, bajo un arco, unos Orpo jugaban al billar pegando grandes voces; cerca de ellos, me fijé en la criada joven que me había traído el agua caliente; estaba sentada en las rodillas de un ingeniero de la OT que le había metido la mano debajo de la blusa y la manoseaba, mientras ella reía y le acariciaba la calva. «Está visto -le dije a Piontek- que hay mucho ambiente en Lublin».. —«Ya lo creo. Es famosa por eso». Después de comer, me bebí un coñac y me fumé un purito holandés; la
Haus
tenía un expositor lleno, en la barra; podía uno escoger entre varias marcas de buena calidad. Piontek se había ido a la cama. Pusieron música y algunas parejas bailaron; la segunda
Aufseherin,
visiblemente borracha, tenía agarrado al hombre por las nalgas; una secretaria SS dejaba que un Leutnant de intendencia la besara en el pecho. Aquel ambiente asfixiante, grasiento y lúbrico, lleno de ruido, me ponía los nervios de punta y me estropeaba el placer de estar de viaje, la gozosa sensación de libertad que había notado durante el día por las carreteras casi desiertas. Y resultaba imposible librarse de aquel ambiente sórdido y rechinante, que lo perseguía a uno hasta los retretes. Y eso que estaban en un recinto limpísimo, con azulejos blancos hasta el techo, gruesas puertas de roble, espejos, lavabos de porcelana muy bonitos y grifos de latón con agua corriente; también las cabinas eran blancas y limpias, debían de fregar con regularidad las tazas turcas. Me desabroché los pantalones y me puse en cuclillas; al acabar, busqué papel; por lo visto, no había; entonces noté que algo me tocaba el culo; di un brinco y me incorporé tembloroso, buscando ya el arma reglamentaria y con los pantalones ridiculamente caídos: una mano masculina asomaba por un agujero de la pared y esperaba, con la palma hacia arriba. Tenía ya, en donde me había rozado, manchadas de mierda reciente las yemas de los dedos. «¡Vete! -vociferé-. ¡Vete!» La mano desapareció despacio del agujero. Solté una carcajada nerviosa: aquello era inmundo. En Lublin se habían vuelto locos, desde luego. Menos mal que siempre llevaba unos cuantos trozos cuadrados de papel de periódico en la guerrera, una sabia precaución cuando se sale de viaje. Me limpié a toda prisa y salí huyendo sin tirar de la cadena. Al volver al bar, me daba la impresión de que todo el mundo iba a mirarme, pero nadie me hizo caso, todo el mundo bebía y chillaba con risas brutales o histéricas, crudas, como en un patio medieval. Conmocionado, me acodé en la barra y pedí otro coñac; mientras bebía, miraba al Spiess gordo del KL con la
Aufseherin
y me lo imaginaba, vaya pensamiento repugnante, en cuclillas y deleitándose con que una mano polaca le limpiase el culo. Me pregunté también si los servicios de señoras disfrutarían de un dispositivo semejante; las miraba y me decía que sí. Me terminé el coñac de un trago y me fui a la cama; dormí mal por el ruido, pero mejor, sin embargo, que el pobre Piontek: unos Orpo se llevaron a unas polacas al dormitorio colectivo y pasaron la noche fornicando en las camas contiguas a la suya sin ningún reparo, intercambiándose a las chicas y tomándole el pelo porque no quería participar. «Les pagan con latas de conserva», me explicó lacónicamente Piontek durante el desayuno.
Desde Cracovia ya había concertado una entrevista por teléfono con el Gruppenführer Globocnik, el SSPF del distrito de Lublin. Globocnik tenía, efectivamente, dos oficinas: una para su estado mayor del SSPF y otra, en la calle Pieradzki, desde donde dirigían la Einsatz Reinhard y donde me había citado. Globocnik era un hombre poderoso, mucho más de lo que indicaba su graduación; su superior jerárquico, el HSSPF del General-Gouvernement (el Obergruppenführer Krüger), no tenía casi derecho de supervisión alguno sobre la Einsatz que incluía a todos los judíos del GG y, por lo tanto, iba mucho más allá de Lublin; para este asunto, Globocnik dependía directamente del Reichsführer. Tenía, pues, también importantes cometidos dentro del comisariado del Reich para el refuerzo de la germanidad. El cuartel general de la Einsatz estaba en lo que había sido una escuela de medicina, un edificio de un tono ocre amarillento, ancho y bajo, con tejas rojas biseladas características de la comarca, en donde siempre había sido mucha la influencia alemana; se entraba por un puerta doble de buen tamaño que se abría bajo un arco en forma de media luna encima del cual podía leerse aún la inscripción COLLEGIUM ANATOMICUM. Me recibió un ordenanza que me llevó ante Globocnik. El Gruppenführer, embutido en un uniforme tan apretado que parecía de una talla menos que la que requerían aquellas espaldas tan imponentes, acogió con expresión distraída mi saludo y me abanicó con mi orden de misión: «¡Así que el Reichsführer me manda a un espía como quien no quiere la cosa!». Y soltó una rotunda carcajada. Odilo Globocnik, nacido en Trieste, era de Carintia y, seguramente, de origen croata:
Altkámpfer
del NSDAP austriaco, fue durante una breve temporada Gauleiter de Viena, después del Anschluss, antes de perder el cargo por una historia de tráfico de divisas. En tiempos de Dollfuss estuvo en la cárcel por el asesinato de un joyero judío: eso lo convertía, oficialmente, en un mártir del
Kampfzeit,
pero las malas lenguas no se privaban de decir que los diamantes del judío habían tenido más que ver en el asunto que la ideología. Seguía dando aire con mi documento: «¡Confiese, Sturmbannführer! El Reichsführer ya no se fía de mí. Es eso ¿no?». Yo, sin dejar la posición de firmes, intentaba justificarme: «Herr Gruppenführer, la misión que me trae..».. Volvió a soltar una carcajada homérica: «¡Estoy de broma, Sturmbannführer! Sé mejor que nadie que cuento con la plena confianza del Reichsführer. ¿No me llama acaso su
viejo amigo Globus?
¡Y no sólo se fía de mí el Reichsführer! El Führer en persona vino a darme la enhorabuena por nuestra gran obra. Siéntese. Esas fueron sus mismísimas palabras:
una gran obra.
"Globocnik -me dijo-, es usted uno de esos héroes que Alemania desprecia. ¡Me gustaría que todos los periódicos pudieran publicar su nombre y sus hazañas! ¡Dentro de cien años, cuando podamos hablar de todo esto, en la escuela primaria les enseñarán sus altas empresas a nuestros hijos! Es usted un caballero sin tacha y lo admiro por haber seguido siendo tan modesto, tan discreto, pese a haber llevado a cabo tales cosas." Y dije yo -el Reichsführer también estaba presente-: "Mi Führer, sólo he cumplido con mi deber". Pero siéntese, siéntese». Ocupé el sillón que me indicaba y él se dejó caer junto a mí y me palmeó el muslo; luego, cogió, a su espalda, una caja de puros y me ofreció uno. Como no lo acepté, insistió: «Pues entonces guárdeselo para más tarde». Y él encendió uno. La cara de luna le irradiaba satisfacción. En la mano con que sujetaba el mechero, la gran sortija SS de oro parecía algo así como incrustada en el dedo amorcillado. Echó el humo con una mueca de placer: «Si he entendido bien la carta del Reichsführer, es usted uno de esos pelmas que quieren salvar a los judíos so pretexto de que los necesitamos para mano de obra».. —«En absoluto, Herr Gruppenführer -respondí, muy cortés-. El Reichsführer me ha ordenado que analice los problemas globales de la
Arbeitseinsatz,
para prever su evolución futura».. —«Supongo que quiere ver nuestras instalaciones».. —«Si se está usted refiriendo a las centrales de gaseo, Herr Gruppenführer, no es algo que tenga que ver conmigo. Es más bien el tema de la selección y de la utilización de los
Arbeitjuden
lo que me preocupa. Querría, pues, empezar por Ostindustrie y los DAW. . —«¡Ostindustrie! ¡Otra de las ideas grandiosas de Pohl! Aquí recaudamos millones para el Reich, millones, y Pohl quiere que me haga prendero como si fuera un judío. ¡Ostindustrie, lo que hay que aguantar! ¡Otra mierda que me han colado!». —«Es posible, Herr Gruppenführer, pero.».. —«No hay pero que valga. De todas formas los judíos tienen que desaparecer, con industria o sin industria. Sí, claro, podemos quedarnos con unos cuantos hasta que nos dé tiempo a formar a polacos para que los sustituyan. Los polacos son unos perros, pero por mí que se dediquen a los trapos viejos si eso puede serle de utilidad a la
Heimat.
Siempre que resulte rentable, no me opongo. En fin, ya se las apañará usted. Voy a ponerlo en manos de mi ayudante, el Sturmbannführer Höfle. Le explicará cómo funciona esto y ya se arreglarán ustedes». Se levantó, con el puro encajado entre dos dedos, y me dio un apretón de manos: «Puede ver todo cuanto quiera ver, por supuesto. Si el Reichsführer lo ha enviado es que sabe que usted no se irá de la lengua. Yo, aquí, a los que hablan de más los mando fusilar. Y es algo que sucede todas las semanas. Pero con usted no me preocupo. Si tiene algún problema, venga a verme. Adiós».
Höfle, el suplente de la Einsatz Reinhard, era también austríaco, pero a todas luces mucho más sosegado que su jefe. Me recibió con expresión adusta y cansada: «¿Sigue usted entero? No se preocupe, es así con todo el mundo». Se mordió el labio y me alargó una hoja de papel: «Tengo que pedirle que me firme esto». Leí el texto, era un compromiso de confidencialidad con varios puntos. «Pues me parece -dije- que mi propio cargo me obliga ya al secreto».. —«Lo sé perfectamente. Pero es una norma que impone el Gruppenführer. Todo el mundo tiene que firmar». Me encogí de hombros: «Si así se queda más a gusto». Firmé. Höfle guardó la hoja en una carpetilla y cruzó las manos encima del escritorio. «¿Por dónde quiere empezar?». —«No lo sé. Explíqueme su sistema».. —«En realidad es bastante sencillo. Disponemos de tres instalaciones: dos en el Bug y otra en la frontera con Galitzia, en Belzec, que vamos a cerrar, porque Galitzia, si dejamos aparte los campos de trabajo, está, grosso modo,
judenrein.
También vamos a cerrar Treblinka, que cubría sobre todo el ámbito de Varsovia. Pero el Reichsführer acaba de ordenar que Sobibor se convierta en KL, y se hará a finales de año».. —«¿Y todos los judíos pasan por esos tres centros?». —«No. Por razones de orden logístico no era ni posible ni práctico evacuar todas las ciudades pequeñas de la zona. Y por eso mandaron al Gruppenführer unos cuantos batallones de Orpo que sometieron a tratamiento a esos judíos poco a poco, in situ. Soy yo quien dirige la Einsatz día a día, con mi inspector de los campos, el Sturmbannführer Wirth, que lleva aquí desde el principio. También tenemos un campo de entrenamiento para hiwis, ucranianos y letones sobre todo, en Travniki».. —«Y, aparte de ésos, ¿todo su personal es SS?». —«Pues no, precisamente. De cuatrocientos cincuenta hombres, sin contar a los hiwis, tenemos casi cien que nos envió la cancillería del Führer. Casi todos nuestros jefes de campo son de ese cupo. En el terreno táctico, están bajo control de la Einsatz, pero, administrativamente, dependen de la cancillería. Son ellos quienes supervisan todo cuanto se refiere a sueldos, permisos, ascensos y todo lo demás. Por lo visto, es un acuerdo particular entre el Reichsführer y el Reichsleiter Bouhler. Algunos de esos hombres ni siquiera son miembros de las
Allgemeine-SS
ni del Partido. Pero todos son veteranos de los centros de eutanasia del Reich; cuando cerraron la mayoría de esos centros, aparte del personal, con Wirth a la cabeza, lo trasladaron aquí para que la Einsatz sacara provecho de su experiencia».. —«Ya veo. ¿Y Ostindustrie?». —«Ostindustrie es una creación reciente, el resultado de una cooperación entre el Gruppenführer y la WVHA. Desde el comienzo de la Einsatz, tuvimos que crear centros para gestionar los bienes confiscados; poco a poco fueron naciendo de ellos talleres de varias categorías para el esfuerzo de guerra. Ostindustrie es una corporación de responsabilidad limitada que se creó en noviembre pasado para reagrupar y racionalizar esos talleres. El consejo de administración encomendó la dirección a un administrador de la WVHA, el doctor Horn, y al Gruppenführer. Horn es un burócrata bastante quisquilloso, pero supongo que es competente».. —«¿Y el KL?» Höfle lo descartó con un ademán. «El KL no tiene nada que ver con nosotros. Es un campo corriente de la WVHA; por supuesto que la responsabilidad recae en el Gruppenführer, como SS-und Polizeiführer, pero funciona completamente aparte de la Einsatz. También dirigen empresas, sobre todo un taller del DAW, pero cae dentro de la responsabilidad del economista SS, adjunto del SSPF. Por supuesto que colaboramos íntimamente: les entregamos a parte de nuestros judíos, bien para trabajar, bien para someterse al
Sonderbebandlung;
y, desde hace poco, como estamos desbordados, han organizado sus propias instalaciones para el "tratamiento especial". También están todas las empresas de armamento de la Wehrmacht, que utilizan igualmente a los judíos que les entregamos; pero eso es responsabilidad de la Inspección de Armamento del GG, que dirige el Generalleutnant Schindler, en Cracovia. Y, por fin, está la red económica civil, que controla el nuevo gobernador del distrito, el Gruppenführer Wendler. Quizá pueda verlo, pero tenga cuidado porque no se lleva nada bien con el Gruppenführer Globocnik».. —«La economía local no me interesa; lo que tiene que ver conmigo es el conjunto de circuitos para dedicar los presos al mantenimiento económico».. —«Creo que lo capto. Vaya a ver a Horn entonces. Tiene la cabeza un tanto en las nubes, pero seguro que sacará algo en claro de la entrevista».