Las benévolas (127 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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kaputt».
Me quité la gorra y el gabán mojados y me serví una copa. «¿Así que se acabó de verdad?». —«Se acabó», confirmó Thomas.. —«Otra vez la derrota».. —«Sí, otra vez la derrota».. —«¿Y luego?». —«¿Luego? Ya veremos. No van a borrar a Alemania del mapa, diga lo que diga Herr Morgenthau. La alianza contra natura de nuestros enemigos durará hasta la victoria, pero no mucho más. Las potencias occidentales necesitarán un bastión contra el bolchevismo. Les doy tres años como mucho». Yo bebía y escuchaba. «No me refería a eso», dije por fin.. —«Ah, ¿te refieres a nosotros?». —«Sí, a nosotros. Nos pedirán cuentas».. —«¿Por qué no te hiciste otra documentación?». —«No lo sé. No creo demasiado en eso. ¿Qué íbamos a hacer con esa documentación? Antes o después, darán con nosotros. Y entonces será o la soga o Siberia». Thomas hizo girar el líquido en la copa: «Está claro que habrá que irse durante cierto tiempo. A descansar al campo hasta que se calmen los ánimos. Luego, podremos volver. La nueva Alemania, fuere cual fuere, necesitará personas de talento».. —«¿Irnos? ¿Y dónde? ¿Y cómo?» Me miró con una sonrisa: «¿Te crees que no hemos pensado en eso? Hay redes clandestinas en Holanda y en Suiza, gente dispuesta a echarnos una mano, por ideología o por interés. Las mejores están en Italia. En Roma. La Iglesia no abandonará a su rebaño en la adversidad». Alzó la copa como si fuera a brindar y bebió. «A Schellenberg, y a Wolfie también, les han dado buenas garantías. Por descontado que no será fácil. Los finales de partida siempre resultan delicados».. —«¿Y luego?». —«Ya veremos. América del Sur, el sol, la pampa. ¿No te apetece? O, si prefieres las pirámides, los ingleses van a irse de allí y necesitarán especialistas». Volví a servirme y a beber: «¿Y si le ponen sitio a Berlín? ¿Cómo piensas salir? ¿Te quedas?».. —«Sí, me quedo. Kaltenbrunner y Müller nos siguen dando problemas. La verdad es que no son ni pizca de sensatos. Pero ya lo tengo pensado. Ven a ver». Me llevó a su cuarto, abrió el armario y sacó unas prendas que extendió encima de la cama: «Mira». Era ropa de trabajo muy basta, de dril azul, manchada de aceite y de grasa. «Mira las etiquetas». Eras prendas francesas. «También tengo el calzado, la boina, el brazalete, de todo. Y los papeles. Mira». Me enseñó la documentación: era la de un trabajador francés del STO. «Claro que en Francia me costará dar el pego. Pero con los rusos colará. Incluso aunque me tope con un oficial que hable francés, hay pocas probabilidades de que le ponga pegas a mi acento. Siempre podré decir que soy alsaciano».. —«No está nada mal -dije-. ¿Y de dónde has sacado todo esto?» Tabaleó en el borde de la copa y sonrió: «¿Te crees que en estos días alguien pasa lista en Berlín a los trabajadores extranjeros? Uno más o uno menos..».. Bebió: «Deberías pensártelo. Con lo bien que hablas el francés podrías llegar hasta París». Volvimos a bajar al salón. Me llenó otra vez la copa y brindó conmigo. «La cosa no deja de tener sus riesgos -dijo riéndose-. ¿Pero hay algo que no tenga riesgos? De Stalingrado bien que salimos. Hay que ser listo, y ya está. ¿Sabes que hay tipos de la Gestapo que están intentando conseguir estrellas y documentación judías?» Volvió a reírse. «Les está costando. El mercado empieza a estar desabastecido».

Dormí poco y volví temprano a la Bendlerstrasse. El cielo estaba despejado y había Sturmovik por todas partes. Al día siguiente, el tiempo fue mejor aún; los jardines florecían entre las ruinas. No vi a Thomas, que estaba liado con una historia entre Wolff y Kaltenbrunner, no sé muy bien cuál; Wolff había venido de Italia para discutir las posibilidades de rendición y Kaltenbrunner se había enfadado y quería detenerlo o mandarlo ahorcar; como de costumbre, el asunto acabó ante el Führer, que dejó que Wolff se volviera a marchar. Cuando por fin coincidí con Thomas, el día de la caída de las alturas de Seelow, estaba furioso y despotricaba contra Kaltenbrunner y contra lo burro y lo corto de entendederas que era. Yo tampoco entendía ni poco ni mucho a qué estaba jugando Kaltenbrunner, ni de qué podía servirle ir en contra del Reichsführer, intrigar con Bormann, andar con maniobras para convertirse en el nuevo favorito del Führer. Kaltenbrunner no era tonto y tenía que saber mejor que nadie que el juego se estaba acabando; pero, en vez de tomar posiciones para lo que viniera a continuación, se entregaba en cuerpo y alma a disputas estériles y fútiles, un simulacro de empecinamiento hasta las últimas consecuencias que nunca tendría el valor de llevar hasta la conclusión lógica, como sabían muy bien quienes lo conocían. No era Kaltenbrunner el único en perder el sentido de la medida. Aparecían por todas partes en Berlín
Sperrkommandos,
unidades de bloqueo que surgían del SD y de la policía, de los Feldgendarmes, de las organizaciones del Partido, que sometían a unos juicios más que sumarísimos a quienes eran más sensatos que ellos y sólo querían vivir y, a veces, a algunos que no tenían nada que ver con todo aquello, pero habían tenido la mala suerte de estar donde estaban. Los fanáticos de poca monta de la «Leibstandarte» sacaban de los sótanos a los soldados heridos para ejecutarlos. Por doquier, veteranos exhaustos de la Wehrmacht, civiles recién llamados a filas, chiquillos de dieciséis años, adornaban con los amoratados rostros faroles, árboles, puentes y tramos elevados del S-Bahn, todos los sitios de los que se puede colgar a un hombre, y siempre con el inevitable cartel al cuello: ESTOY AQUÍ POR HABER ABANDONADO MI PUESTO SIN QUE ME LO ORDENASEN. Los berlineses se comportaban con resignación: «Prefiero creer en la victoria antes de que me ahorquen». Incluso yo tenía problemas con aquellos energúmenos porque andaba mucho por la calle, y se pasaban la vida examinando a fondo mi documentación; estaba pensando en llevar escolta armada para que me defendiera. Al tiempo, casi me compadecía de aquellos hombres borrachos de furia y de amargura, que se consumían de odio impotente que, al no poder usarlo contra el enemigo, volvían contra los suyos, lobos rabiosos que se devoraban entre sí. Un joven Obersturmführer de la
Staatspolizei,
Gersbach, no se presentó una mañana en la Kurfürstenstrasse; ya no tenía trabajo, cierto es, pero su ausencia no pasó inadvertida; unos policías lo encontraron en su casa, borracho perdido; Müller esperó a que se le pasara la borrachera y luego mandó que le metieran una bala en la nuca en presencia de los oficiales reunidos en el patio del edificio. Arrojaron, luego, el cadáver sobre el asfalto y un joven recluta SS, casi histérico, le vació al desdichado el cargador de la pistola ametralladora en el cuerpo.

En pocas ocasiones eran buenas las noticias que llevaba varias veces al día. Un día tras otro, los soviéticos iban avanzando, entraban en Lichtenberg y en Pankow, tomaban Weissensee. Largas columnas de refugiados cruzaban la ciudad, y a muchos los colgaban al azar, como si fueran desertores. Los bombardeos de la artillería rusa seguían causando víctimas: desde el día del cumpleaños del Führer, la ciudad estaba a tiro de cañón. Fue un día espléndido, un viernes cálido y soleado; las lilas olían bien en los jardines abandonados. Acá y acullá habían colgado de las ruinas banderas con la cruz gamada, o grandes pancartas cuya ironía quería yo creer que era involuntaria, como aquella que se enseñoreaba de las ruinas de la Lützowplatz: LE DAMOS A NUESTRO FÜHRER LAS GRACIAS POR TODO. DR. GOEBBELS. La verdad es que a nadie parecía salirle todo aquello de dentro. A media mañana, los angloamericanos enviaron una de sus incursiones aéreas masivas, más de mil aparatos en dos horas, y luego llegaron los
mosquitos;
cuando se fueron, tomó el relevo la artillería rusa. No cabe duda de que fueron unos fantásticos fuegos artificiales, pero a poca gente le gustaron, al menos en nuestro lado. Goebbels intentó, pese a todo, que se repartieran raciones extra en honor del Führer, pero incluso eso salió mal: la artillería causó muchas víctimas entre la población civil que estaba en las colas; a la mañana siguiente, aunque diluviaba, fue peor aún; cayó un proyectil de obús en una cola delante de los grandes almacenes Karstadt; la Hermannplatz estaba llena de cadáveres ensangrentados, de trozos desperdigados de miembros, de niños que zarandeaban, llorando, los cuerpos inertes de sus madres; lo presencié todo. El domingo hizo un sol espléndido, primaveral; caían a ratos chaparrones, luego volvía a brillar el sol sobre los escombros y las ruinas empapadas. Cantaban los pájaros, florecían por doquier los tulipanes y las lilas, y manzanos y ciruelos y cerezos, y en el Tiergarten, rododendros. Pero los gratos aromas de las flores no conseguían enmascarar el olor a podredumbre y a ladrillos recalentados que planeaba sobre las calles. Un humo denso y estancado velaba el cielo; cuando llovía, ese humo se tornaba aún más espeso y le irritaba la garganta a la gente. Las calles estaban animadas, pese a los proyectiles de la artillería: en las barricadas anticarro, niños con cascos de papel se encaramaban en los obstáculos y blandían espadas de madera; me cruzaba con señoras mayores que empujaban cochecitos de niño llenos de ladrillos, y me crucé luego, al pasar por el Tiergarten hacia el bunker del zoo, con unos soldados que iban conduciendo un rebaño de vacas, que mugían. Por la noche, volvió a llover; y ahora les tocaba a los rojos celebrar el cumpleaños de Lenin, con una orgía salvaje de artillería.

Los servicios públicos iban cerrando uno a uno porque evacuaban al personal. El general Reynmann, el Kommandant de la ciudad, repartió entre responsables del NSDAP, la víspera de que lo destituyeran, dos mil salvoconductos para salir de Berlín. Los que no tuvieron la suerte de que les tocara uno, siempre podían comprar una puerta de salida: en la Kurfürstenstrasse, un oficial de la Gestapo me explicó que un juego completo de documentación en regla se ponía en 80.000 reichsmarks. El U-Bahn funcionó hasta el 23 de abril; el S-Bahn, hasta el 25; el teléfono interurbano, hasta el 26 (cuentan que un ruso consiguió hablar con Goebbels, en su despacho, desde Siemensstadt). Kaltenbrunner se fue a Austria en cuanto pasó el cumpleaños del Führer, pero Müller se había quedado, y yo seguía trabajando de enlace para él. La mayoría de las veces, cruzaba por el Tiergarten, porque las calles que estaban al sur del Landwehrkanal estaban obstruidas; en la Neue Siegesallee, las reiteradas explosiones habían destrozado las estatuas de los soberanos de Prusia y de Brandeburgo, el suelo estaba cuajado de cabezas y de miembros de los Hohenzollern; por la noche, los trozos de mármol blanco brillaban a la luz de la luna. En el OKW, donde se había instalado el Kommandant de la ciudad (un tal Käther había sustituido a Reynmann; luego, dos días después, le tocó a Käther el turno de que lo destituyeran para poner en su lugar a Weidling), con frecuencia me tenían horas esperando antes de darme una información de lo más incompleta. Para no estorbar demasiado, esperaba pacientemente con mi chófer dentro del coche, bajo un tejadillo de hormigón que había en el patio; miraba como pasaban corriendo ante mí oficiales nerviosísimos y desencajados, y soldados exhaustos que remoloneaban para tardar lo más posible en volver a la línea de combate, y también Hitlerjugend ávidos de gloria que habían venido a mendigar algunos
Fanzerfduste,
y
Volkssturm
que no sabían a qué carta quedarse y esperaban órdenes. Un noche, me hurgué en los bolsillos buscando un cigarrillo y di con la carta de Héléne, que había guardado en Hohenlychen y de la que me había olvidado. Rasgué el sobre y leí la carta mientras fumaba. Era una declaración breve y directa; no entendía mi actitud, escribía, ni intentaba entenderla, quería saber si deseaba reunirme con ella y me preguntaba si tenía intención de casarme. La honradez y la sinceridad de aquella carta me conmovieron, pero era demasiado tarde y tiré la hoja arrugada en un charco por la ventanilla abierta del coche.

El cepo se cerraba sobre Berlín. Ya no estaba abierto el Adlon: mi única distracción era beber schnaps en la Kurfürstenstrasse o en Wannsee con Thomas, quien me contaba las últimas peripecias muerto de risa. Müller, ahora, andaba buscando a un topo: un agente enemigo que, aparentemente, estaba entre quienes rodeaban a un alto dignatario SS. Schellenberg veía en esto un complot para desestabilizar a Himmler, y Thomas tenía, pues, que mantenerse al tanto de cómo se iba desarrollando el asunto. La situación iba degenerando hasta convertirse en un vodevil: Speer, tras perder la confianza del Führer, había regresado, escurriéndose entre los Sturmovik para aterrizar con su cacharro en el eje Este-Oeste y recuperar
la gracia;
a Góring, por haber anticipado un tanto apresuradamente la muerte de su dueño y señor, le habían quitado todas las atribuciones y lo tenían arrestado en Baviera; los más parcos, Von Ribbentrop y los militares, ni pestañeaban o se iban hacia donde estaban los americanos; los incontables candidatos al suicidio pulían primorosamente su escena final. Nuestros militares seguían dejándose matar, muy cumplidores; un batallón de franceses de la «Carlomagno» se las apañó para entrar en Berlín el día 24 y reforzar la división «Nordland», y la central administrativa del Reich no contaba ya casi con más defensores que finlandeses, estonios, holandeses y unos cuantos golfos parisinos. En otros lugares no perdían la cabeza: decían que estaba en camino un poderoso ejército que venía a salvar Berlín y a arrojar a los rusos más allá del Oder, pero en la Bendlerstrasse mis interlocutores no decían más que vaguedades en lo referido a la posición y al avance de las divisiones y la anunciada ofensiva de Wenck tardaba en materializarse tanto como la de los Waffen-SS de Steiner, pocos días antes. En cuanto a mí, a decir verdad, el
Gótterdámmerung
me tentaba muy poco y me habría gustado mucho estar en otra parte para poder pensar con calma acerca de mi situación. No es que me diera miedo morirme, podéis creerme, a fin de cuentas tenía pocas razones para seguir viviendo, pero la idea de que me matasen, al azar de los acontecimientos, un proyectil de obús o una bala perdida, me desagradaba una barbaridad; me hubiera gustado sentarme a mirar en vez de dejar que me arrastrara aquella corriente negra. Pero no me daban a elegir, tenía que cumplir como todo el mundo y, como había que hacerlo, lo hacía con lealtad, recogía y transmitía aquellas informaciones tan inútiles que no parecían tener más que una finalidad, impedir que me fuera de Berlín. Y nuestros enemigos ignoraban olímpicamente todo aquel zafarrancho y seguían avanzando.

Pronto hubo que evacuar también la Kurfürstenstrasse. Dispersaron a los oficiales que quedaban; Müller se replegó, con su cuartel general de emergencia, a la cripta de la Dreifaltigkeitskirche, en la Mauerstrasse. La Bendlerstrasse estaba prácticamente en la línea del frente y las misiones de enlace se hicieron muy complicadas: para llegar hasta el edificio, tenía que meterme por entre los escombros, llegar a la linde del Tiergarten y seguir luego a pie, recurriendo como guías para cruzar por sótanos y ruinas a los
Kellerkinder,
niños huérfanos mugrientos que conocían todos los recovecos. El estruendo de los bombardeos semejaba algo vivo, un asalto multiforme e incansable a los oídos; pero era peor cuando caía el inmenso silencio de las interrupciones. Ardían zonas enteras de la ciudad, gigantescos incendios de fósforo que enrarecían el aire y traían consigo fuertes tormentas que, a su vez, alimentaban las llamas. Los aguaceros violentos y breves apagaban a veces algunos focos, pero a lo que contribuían sobre todo era a que fuera a más el olor a quemado. Algunos aviones intentaban aún aterrizar en el eje Este-Oeste; abatieron uno detrás de otro, durante la maniobra de aproximación, a doce Ju-52 en los que viajaban cadetes SS. El ejército de Wenck, según las informaciones que tenían a bien comunicarnos, parecía haberse desvanecido por algún lugar al sur de Potsdam. El 27 de abril hacía mucho frío y, tras un violento asalto soviético a la Potsdamer Platz, que rechazó la «Leibstandarte Adolf Hitler», hubo varias horas de calma. Cuando volví a la iglesia de la Mauerstrasse a darle el parte a Müller, me comunicaron que estaba en uno de los anexos del Ministerio del Interior y que tenía que ir a reunirme allí con él. Lo encontré en una sala grande y casi sin muebles, con manchas de humedad en las paredes, en compañía de Thomas y de alrededor de treinta oficiales del SD y de la
Staatspolizei.
Müller nos hizo esperar media hora, pero sólo llegaron cinco hombres más (había convocado en total a cincuenta). Entonces nos pusieron en filas, en posición de descanso para oír un breve discurso: la víspera, tras una conversación por teléfono con el Obergruppenführer Kaltenbrunner, el Führer había decidido honrar a la RSHA por sus servicios y su inquebrantable lealtad. Y había dicho que quería condecorar con la Cruz Alemana de Oro a diez oficiales que siguieran en Berlín y hubieran destacado de forma singular durante la guerra. Kaltenbrunner había confeccionado la lista; quienes no estuvieran en ella, no deberían sentirse decepcionados, pues también recaía en ellos aquel honor. Luego, Müller leyó la lista, que encabezaba él; no me sorprendió ver que Thomas figuraba en ella; pero, para mayor asombro mío, Müller me nombró también a mí, el penúltimo. ¿Qué demonios había hecho yo para que me distinguieran así? No podía decirse que Kaltenbrunner me tuviera en olor de santidad, ni mucho menos. Thomas me hizo un leve guiño, de punta a punta de la sala; ya nos estábamos reagrupando para ir a la cancillería. En el coche, Thomas me explicó el asunto: de entre aquellos a quienes aún habían podido encontrar en Berlín, yo era uno de los pocos, junto con él, que hubiera servido en el frente, y eso había sido el factor decisivo. Ir a la cancillería por la Wilhelmstrasse se había convertido en una empresa difícil; habían reventado unas tuberías, la calle estaba inundada, flotaban en el agua cadáveres que se movían despacio cuando pasaban los coches en que íbamos; hubo que rematar el trayecto a pie y mojados hasta las rodillas. Müller nos hizo entrar por entre los escombros del
Auswártiges Amt:
desde allí un túnel llevaba hasta el bunker del Führer. Por aquel subterráneo corría también el agua y nos llegaba a los tobillos. Unos Waffen-SS de la «Leibstandarte» custodiaban la entrada del bunker: nos dejaron pasar, pero se quedaron con nuestras armas reglamentarias. Nos llevaron por un primer bunker y, luego, por una escalera de caracol por la que chorreaba el agua, hasta otro bunker, aún más profundo. Chapoteábamos en la corriente que venía del AA y, al pie de la escalera, empapaba las alfombras rojas del ancho corredor en que nos hicieron sentar, pegados a la pared, en sillas de colegio, de madera. Un general de la Wehrmacht que estaba también allí le decía a voces a otro, que llevaba galones de Generaloberst: «¡Pero aquí vamos a ahogarnos todos!». El Generaloberst intentaba calmarlo y le aseguraba que ya habían pedido una bomba. El bunker apestaba a un abominable olor de orines, mezclado con emanaciones húmedas y calientes a cerrado, a sudor y a lana mojada, que habían intentado disimular en vano con un desinfectante. Nos tuvieron esperando un rato; iban y venían oficiales, cruzando con sonoros flocs las alfombras empapadas para desaparecer en otra sala, al fondo, o subir por la escalera de caracol; en la sala retumbaba el continuo zumbido de un generador diesel. Pasaron dos oficiales jóvenes y elegantes que charlaban con animación; detrás, apareció un antiguo amigo, el doctor Hohenegg. Me puse en pie de un brinco y le agarré el brazo, encantado de volver a verlo allí. Me cogió de la mano y me llevó a una habitación en donde varios Waffen-SS estaban jugando a las cartas o dormían en literas. «Me han mandado que venga como médico auxiliar del Führer», me explicó con tono lúgubre. La calva amarilla y sudorosa le brillaba a la luz amarillenta de la bombilla. «¿Y cómo está?». —«Pues no muy bien. Pero no lo atiendo a él, sino a los hijos de nuestro querido ministro de Propaganda. Están en el primer bunker», añadió señalando el techo con el dedo. Miró en torno y siguió diciendo en voz baja: «Es algo así como perder el tiempo; en cuanto me quedo solo con la madre, me jura por lo más sagrado que los va a envenenar a todos antes de suicidarse. Los pobrecitos no se enteran de nada; son un encanto y puedo asegurarle que se me parte el corazón. Pero nuestro Mefistófeles cojo está firmemente resuelto a organizar una guardia de honor que acompañe a su amo al infierno. Él sabrá».. —«¿Así que a esto hemos llegado?». —«Efectivamente. El gordo de Bormann, a quien no le gusta ni pizca esa idea, ha intentado convencerlo a
él
de que se vaya. Pero se ha negado. En mi humilde opinión, esto se va a acabar enseguida».. —«¿Y usted, mi querido doctor?», pregunté sonriente; estaba realmente contento de volver a verlo. «¿Yo?
Carpe diem,
como dicen los
public school boys
ingleses. Esta noche damos una fiesta. Arriba, en la cancillería, para no molestarlo a
él.
Venga, si puede. Habrá un montón de vírgenes jóvenes y fogosas que prefieren hacer el regalo de que alguien las desvirgue a un alemán, tenga la pinta que tenga, antes que a un calmuco hirsuto y apestoso». Se dio varias palmadas en el abdomen prominente. «A mi edad, no se le hacen ascos a ofertas de ésas. Luego -enarcó las cejas, lo que resultaba cómico en aquella cabeza en forma de huevo-, luego ya veremos».. —«Doctor -dije en tono solemne-, es usted más sensato que yo».. —«Nunca lo he dudado ni por un momento, Obersturmbannführer. Pero no me acompaña esa suerte insensata que le acompaña a usted».. —«En cualquier caso, puede tener la seguridad de que estoy encantado de volver a verlo».. —«¡Yo también, yo también!» Ya habíamos vuelto al pasillo. «Venga si puede», me gritó antes de irse, moviendo deprisa las piernas cortas.

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