Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (87 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Le costaba mantenerse tranquilo sobre su sillón y respiraba a trompicones.

—Su relato es magnífico, señor Boisson. Yo tenía la impresión de estar con usted. Les oía hablar a los dos y me sentía emocionada, mucho más emocionada de lo que puede usted imaginarse...

—Seguramente sus palabras exageran lo que piensa...

—Me sentí conmovida. No es una historia banal, reconozca usted que...

—¿Y es por eso que quería verme? ¿Quería saber qué aspecto tenía?

—Eso podía imaginármelo... Ya me había cruzado con usted en la escalera.

—Es cierto... y en la farmacia, el otro día, ¡me miró fijamente! Me sentí muy incómodo...

—Le pido perdón...

—Nadie está al corriente de esta historia, señora Cortès, ¡nadie! Y espero que nadie lo esté...

—No le delataré, señor Boisson. Quería decirle sólo que su historia es formidable... y que me ha aportado mucho.

Él la miró fijamente, asombrado.

—Y sin embargo es una historia bastante triste...

—Eso depende de cómo la interprete...

Sonrió tristemente.

—Es una historia bonita, la historia de una bonita amistad —dijo Joséphine.

—Que duró tres meses...

—Una bonita amistad con un hombre extraordinario...

—Es cierto. Era extraordinario...

—Pocos son los que han vivido este tipo de cosas...

—También es cierto.

Ella sintió que ganaba terreno. Que, abandonándose al recuerdo, él se enternecía.

—Era tan joven...

—Tengo que pedirle otra cosa, señor Boisson...

—Escúcheme, señora Cortès, la encuentro a usted un poco descarada... Llama a mi puerta con el pretexto de una petición...

—Pero no es un pretexto. Iphigénie está realmente amenazada...

—Ahora ya no lo está, ¿verdad? Puesto que he firmado y todos los habitantes del edificio A han firmado... Acabaremos de arreglar este asunto con el administrador el día de la reunión de propietarios. Es pronto, ¿verdad?

Decía continuamente «verdad». Lo usaba como coletilla.

—Sí. Dentro de quince días...

—Entonces nos vamos a despedir, señora Cortès. Se lo ruego, no insista. Estoy cansado, he tenido un día difícil...

Le sorprendió otro ataque de tos en medio de la frase y se llevó el pañuelo a los labios. Bebió un nuevo trago de agua. Joséphine esperó a que recuperara el aliento y preguntó:

—¿Puedo volver mañana?

—Sobre todo quiero que me devuelva esa libreta. Esta vez la quemaré...

—¡Oh, no! ¡No la queme!

—Pero, señora Cortès, haré lo que quiera con ella. Me pertenece...

—Ya no le pertenece sólo a usted, dado que yo la he leído y me ha fascinado cada línea. También me pertenece a mí...

—Exagera usted, señora Cortès. Le pido amablemente que se retire... Y que me prometa devolverme esa libreta para que pueda disponer de ella...

—¡Oh, no! Señor Boisson, no lo haga. Para mí es una cuestión de vida o muerte...

Él arqueó una ceja, con ironía.

—¡Ah! Francamente... Me parece que emplea palabras demasiado fuertes.

—Esa libreta ha cambiado mi vida. Se lo aseguro. No son palabras vanas.

—Estoy cansado, señora Cortès, cansado... Me gustaría cenar y acostarme.

—Tiene que prometerme que volverá a recibirme. Tengo que pedirle un grandísimo favor...

—Otra petición...

—No, algo más personal.

—Escuche, señora Cortès, estoy cansado de repetirle lo mismo una y otra vez. Ya tiene usted mi firma, ahora ¡váyase!

—No puedo...

—¿Cómo que no puede?

Parecía irritado, impaciente por verla marcharse. Se había levantado y le señalaba la puerta.

—Me moriré si me echa...

—¿Es un chantaje?

—No, es verdad...

Él levantó los brazos con un gesto de impaciencia e iba a decir algo cuando un nuevo ataque de tos le dobló en dos. Titubeó y tuvo que sentarse. Le señaló con el dedo una botellita sobre la mesa y murmuró treinta gotas, prepáreme treinta gotas en un vaso de agua. Joséphine cogió el frasco, contó treinta gotas, añadió el agua y le ofreció el vaso. Al lado del frasco estaba la receta con su larga lista de medicinas.

Él acabó de beber y le devolvió el vaso vacío, agotado.

—Déjeme, se lo ruego, remueve usted recuerdos terribles... Eso no es bueno para mí.

—Desde que lo leí, no he pasado un solo día sin pensar en él, sin pensar en usted... Vivo con ustedes, eso es lo que no comprende. No puedo dejarle sin hablarle antes... Usted puede estar callado y responderme por señas.

Parecía tan débil, tan pálido que se diría que era de cera. Que la vida se había apartado de él.

—Señor Boisson, no exagero cuando le digo que esa libreta ha cambiado mi vida... Usted no hable. Seré yo quien le cuente por qué.

Se lo contó. Aquel día en la playa de las Landas, cómo había estado a punto de morir, cómo había salido ella sola, cómo había cojeado toda su vida, siempre insegura, nunca convencida de hacer algo bien, siempre coja. Le contó su vida con Antoine, Hortense y Zoé, Iris, la muerte de Iris...

—Me dijeron que uno de los presuntos criminales había ocupado este piso —murmuró él con la mano en el pecho.

—Es cierto...

Habló de su madre, de Iris, de la belleza de Iris que la eclipsaba, de que también ella pensaba que era una lombriz, tampoco podía saber que era capaz de tenerse de pie... hasta que comprendió, leyendo la libreta negra, que había salido del agua sola. Igual que Archibald Leach se había convertido en Cary Grant, solo. Habló de su libro, Una reina tan humilde.

—Ni siquiera mi libro, me negaba a creer que había sido yo la que lo había escrito...

—Mi mujer lo ha leído... Le gustó mucho...

Él quiso volver a hablar, pero se ahogaba, y se abrazó el pecho con las manos.

—No hable. No diga nada. Es ahora cuando me gustaría pedirle un favor, un favor inmenso... Prefiero avisarle porque no me gustaría que tuviese otro ataque de tos...

Él se agarraba el pecho con las dos manos y respiraba con gran dificultad.

—Me gustaría escribir un libro partiendo de su libreta negra. Contar su historia, bueno, la de un joven que se enamora de una estrella, que quiere seguirle, ir a vivir con él...

—¡Pero eso no tiene ningún interés!

—Sí. Lo que le dice Cary Grant, o lo que siente usted... Es formidable. Es algo que engrandece, que transporta...

Él la miró con una sonrisita.

—Yo era ridículo, pero no lo sabía...

—No era usted ridículo, usted le quería y es bonito cómo le quería...

—¿Le molesta si me tumbo? Sentado me ahogo.

Fue a tumbarse sobre un pequeño canapé Napoleón III a rayas verdes y amarillas. Le pidió que le diera dos comprimidos con un vaso de agua. Dos gotas de sudor brillaban en su frente.

Ella esperó a que se instalase, a que bebiese su vaso de agua. Paseó la mirada por el salón. No habían pintado las paredes tras la marcha de los Van den Brock, y había zonas ennegrecidas junto a los tubos de la calefacción. El techo estaba agrietado. Todo parecía abandonado. Él le hizo una señal para que le diese una manta y un cojín que se puso debajo de la nuca. Su respiración se estabilizó, cerró los ojos. Joséphine creyó que iba a dormirse... Esperó. Pensó, no ha protestado cuando le he dicho que quería escribir un libro partiendo de su libreta. ¿Lo habrá oído?

Él volvió a abrir los ojos. Le hizo una seña para que acercase la silla.

—¿Quién es usted? —preguntó asombrado, con un brillo bondadoso en la mirada.

—Una mujer...

Él sonrió. Se puso la manta debajo del mentón. Constató que estaba mejor, estoy mejor cuando me tumbo...

—¿Nunca volvió a verle? —preguntó Joséphine.

Él asintió con un suspiro.

—Volví a verle mucho después. Fui a América con Geneviève... Se va usted a reír, ¡era nuestro viaje de novios! No lo hicimos enseguida, lo retrasamos bastante... y la llevé a ver a Cary Grant... Ridículo, ¿verdad? Estuve rondando su casa. Habíamos conseguido su dirección. Acabamos frente a la verja de su propiedad. Se había casado con esa Dyan Cannon...

—A usted no le gustaba mucho Dyan Cannon...

—No. ¡Y de hecho se divorciaron! No estuvieron casados mucho tiempo. Tuvieron una hija, Jennifer... Yo lo sabía todo de él porque lo leía en las revistas. Es la ventaja de enamorarse de un famoso... Siempre tienes noticias suyas ¡incluso si no quiere dártelas!

—Eso es una ventaja y un inconveniente, porque no consigues olvidarle...

—¡Oh! Pero yo no quería olvidarle. Recortaba todo lo que encontraba sobre él. Y Geneviève también... Hicimos unos cuadernos enormes llenos de fotos y recortes de prensa. Los quemé cuando me casé con mi segunda esposa... Ella no lo hubiera soportado, mientras que Geneviève... Geneviève...

—¿Le quería mucho?

—Nosotros no éramos los únicos que le esperaban ese día. Pero a mí me daba igual, me decía, me verá y me dirá
hello, my boy!
Y seré feliz... Geneviève estaba a mi lado, muy emocionada también... Había terminado siendo tan fanática como yo. Geneviève estuvo formidable, y yo me porté de un modo bastante lamentable con ella. Era una buena persona. Quiero decir que tenía buen corazón...

—Se nota que había complicidad entre ustedes dos...

—Hacía buen tiempo, aquella mañana, siempre hace bueno en California si uno olvida la capa de bruma que mancha el horizonte. Estuvimos mucho rato esperando, debíamos de ser unos diez. Llegó un joven al volante de un coche, tocó la bocina como si hubiese que abrirle inmediatamente, como si no soportase esperar. Bajó y llamó al portal de entrada. La puerta siguió sin abrirse. El guardia debía de estar ocupado... Entonces aparcó y esperó como nosotros. Pensé que estaba fingiendo que era un amigo para pasar delante de nosotros y me coloqué cerca de la verja para ser el primero...

Volvía a ser otra vez el joven que esperaba ante la residencia de Cary Grant. Su rostro se había relajado, sonreía, con la cara bajo el sol californiano.

—Al cabo de casi una hora, Cary salió en coche. Un bonito descapotable verde almendra con alerones plateados y tapizado de cuero rojo. Todavía hacían coches bonitos en aquella época, debían de ser los años setenta, 1972, creo... Hizo una señal con la mano, con mucha amabilidad, debo decir, nos sonrió, una sonrisa enorme y preciosa con su hoyuelo en el mentón y sus ojos cálidos, dulces, bondadosos... Yo estaba allí, me había separado un poco de Geneviève. Quería que me viese solo, creo que incluso pensé que habría quizás una posibilidad de que...

—...

—De que me dijera
hello, my boy!
¿Qué haces aquí? ¿Qué es de tu vida? Ven conmigo... ¡Y le hubiese seguido! ¡No lo habría dudado ni un segundo! ¡Habría dejado plantada a Geneviève y me hubiese marchado con él! Tuve esa ilusión. Avancé, me miró, agitó la mano y dijo hello, my boy! ¿Qué haces aquí? Y creí que iba a desmayarme... Dije Cary, ¿me reconoce usted, me reconoce? ¡Hacía diez años que no le había visto! ¡Y me reconocía! Me quedé con los pies clavados al suelo por el estupor. Duró unos segundos pero para mí duró un año, dos años, diez. Reviví toda mi vida en un abrir y cerrar de ojos, me dije abandono París, abandono los Carbones de Francia, abandono a Geneviève, lo abandono todo y me vengo a vivir con él. Miré su propiedad por encima del muro y me dije aquí está mi nueva casa, mi nueva vida, habrá que arreglar ese trozo de tejado, le falta una teja... Era feliz, feliz, tenía la impresión de que mi corazón iba a explotar, que ya no me cabía en el pecho... Y entonces, aquel joven impaciente avanzó, Cary bajó del coche, le cogió del brazo, le dijo
come on, my boy!
y otras cosas del tipo ¿qué haces aquí? ¿No te han abierto? Baldini debía de estar ocupado, tenemos un problema con la piscina... ¡No me había visto! Pasó a mi lado para coger del brazo al joven impaciente... Me rozó. Sentí su manga en el brazo... Bajé la vista, no quise cruzarme con su mirada, no quise que sus ojos pasaran sin verme. O que me dedicase una sonrisa mecánica, su sonrisa en la pantalla... Fue horrible, no pude volver a coger el volante del coche alquilado. Fue Geneviève quien condujo hasta el hotel. Yo estaba destrozado. Sin aliento, sin vida, sin nada... Me pasé el resto de las vacaciones en la cama, no quise ver nada, ni comer nada, ni hacer nada... Como si hubiera muerto.

Lanzó un suspiro largo y ronco, volvió a toser, sacó el pañuelo y escupió dentro.

—Y es ahora cuando voy a morirme, pero me da igual, si supiese usted lo poco que me importa...

—¡No! ¡Usted no va a morirse! ¡Yo le ayudaré a vivir!

Él soltó una risita crispada.

—¡Qué pretenciosa es usted!

—No. Tengo un proyecto. Un proyecto con usted, con Cary Grant y conmigo...

—Voy a morir. Me lo ha dicho el médico. Cáncer de pulmón. Me quedan tres meses. Seis como mucho... No le he dicho nada a mi mujer. Me da igual. Completamente igual. He sido un fracasado toda mi vida y ni siquiera sé si es culpa mía... No estaba preparado para esa oportunidad, no estaba preparado para gobernar mi vida. Me habían enseñado a obedecer.

—Como a muchos niños de su época...

—Por él hubiese tenido todo el valor del mundo, por mí no he tenido ninguno. Hubiese sido su criado, su chófer, su secretario, quería estar cerca de él, a todas horas... Cuando se marchó de París, fue el final. El final de mi vida. Tenía diecisiete años... Es una idiotez, ¿verdad? Me quedaban mis recuerdos, esa libreta negra que releía a escondidas... Mi mujer, mi segunda mujer, quiero decir, no sabe nada. Lo ignora todo de mí, de hecho. Ni siquiera sé si le preocupa cuando me oye toser. Parecía usted más preocupada que ella hace un rato... Quizás por eso se lo he contado. Y además..., es curioso pensar que una extraña conoce tu secreto más íntimo. Produce cierto escalofrío...

Joséphine pensó en Garibaldi, que había investigado sobre él, y no se sintió orgullosa.

—La vida me ha jugado curiosas pasadas... Intimo con desconocidos y en cambio soy un enigma para mi familia. Resulta curioso, ¿verdad?

Soltó la risita de un hombre que se contiene para no toser.

—Me da igual morirme... Estoy cansado de estar en la tierra, cansado de fingir. La muerte será para mí un alivio, el final de una mentira. Me he pasado la vida fingiendo. Sólo Geneviève sabía quién era yo. Perdí mucho al perderla. Ella ha sido mi única amiga... Con ella no necesitaba aparentar... ¿Quiere que le confiese algo terrible? Ahora todo me da igual, puedo contarlo todo... Nunca hicimos el amor, Geneviève y yo. Nunca...

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