Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (44 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—Y ésa no es más que una historia entre otras muchas. Ninguna de las personas presentes, y digo bien, ninguna, lleva la vida que aparenta. Todos mienten. Algunos se alejan por completo de la realidad, otros se desvían un poco. Pero todos se salen del camino que afirman seguir... Pero usted, usted es diferente, Joséphine... Es usted una mujer extraña.

Posó su mano sobre la rodilla de Joséphine. Ella enrojeció vivamente. Él lo notó y le pasó el brazo alrededor de los hombros para terminar de ponerla nerviosa.

Ese abrazo afectuoso no le pasó desapercibido a Bérengère Clavert, situada un poco más lejos.

Dos niños habían llenado una jarra de zumo de naranja de buñuelos, que flotaban en la superficie, y aquello desentonaba.

Se disponía a llevar la jarra a la cocina cuando su mirada sorprendió el gesto de Serrurier...

Pero ¿qué tiene esa mujer de excepcional? ¡Philippe Dupin, el italiano del Medievo, Serrurier! ¿Quiere quedarse con todos o qué?, pensó enfurecida abriendo la puerta de la cocina.

Empujó a un filipino que se balanceó, a punto estuvo de derramar la bandeja que llevaba, y apoyó una mano para sostenerse sobre la placa candente de la cocina, soltó un grito, se recuperó y consiguió no romper nada. Bérengère se encogió de hombros, menuda idea ser tan bajito: ¡no se les ve detrás de las bandejas! Y volvió a su preocupación principal: Joséphine Cortès. Los caza con su aspecto de monjita asustada. ¡Ahora resulta que hay que hacer votos de castidad para seducir a los hombres!

Reprendió a una empleada que colocaba naranjas confitadas sobre una bandeja, una por una.

—¡Pero viértalas! ¡Si no seguirá ahí cuando todo el mundo se haya ido!

La joven la miró, atónita.

—¡Ah! ¡Olvidaba que no habla francés!
You’re too slow! Hurry up
!
And put them directly on the plate!
[48]

—OK, señora —dijo la chica sonriendo como una tonta.

¿De qué sirve tener servicio si tiene que hacerlo todo una misma?, gruñó Bérengère saliendo de la cocina y colocando sobre la mesa una nueva jarra de zumo de naranja sin buñuelos flotantes.

Ése fue el momento que eligió Jacques Clavert para abandonar su habitación y saludar a los invitados.

Bajó las escaleras lenta, majestuosamente, realzando sus pasos con la amplitud de movimientos de un experto bailarín de tango, dando a la gente la oportunidad de admirarle con detalle. Se detuvo en el último escalón. Hizo una señal a Bérengère para que se reuniese con él. Esperó a que se pusiera a su lado. La enlazó y la pellizcó para que dejase de apretar los dientes. Ella emitió una risita de sorpresa y se apoyó en él. Jacques se aclaró la garganta y pronunció estas palabras:

—¡Buenas noches, queridos amigos! Me gustaría agradeceros que estéis presentes en esta velada... Agradecer también vuestra fidelidad, que renováis cada año. Deciros hasta qué punto me emociona veros en torno a los buñuelos de crema de nuestra querida Bérengère...

Aplaudió a su mujer volviéndose hacia ella. Bérengère se inclinó, preguntándose qué más iba a decir.

—... esos notables buñuelos que saboreamos deseándonos un
buñuel
año lleno de felicidad y de
buñuelos
sentimientos, con nuestras copas en la mano...

Hubo unas risitas que Jacques Clavert saboreó, orgulloso del efecto que producía.

—Me gustaría agradecer a mi mujer esta delicia anual..., ese esfuerzo culinario emérito... Pero quería también anunciaros una triste noticia... Pues, por desgracia, los
buñuelos
tiempos en que formábamos una
buñuela
entente han pasado a mejor vida. Los dos estamos agotados de nuestra vida conyugal. Y para ahorrarnos sufrimientos y conservar la sonrisa, hemos decidido separarnos en
buñuelos
términos. Querría pues informaros que, desde ahora y de común acuerdo, Bérengère y yo viviremos cada uno por nuestro lado. Y aseguraros que conservaremos de nuestra vida común un
buñuelísimo
recuerdo...

En ese momento surgió de la asistencia reunida al pie de la escalera un guirigay sordo de comentarios disparados en todas direcciones, ¿está loco, ha perdido la cabeza, ha bebido?

Jacques Clavert esperó a que se calmara el murmullo y prosiguió:

—No debéis preocuparos: Bérengère conservará el piso y se ocupará de los niños, yo me mudaré a la calle Martyrs, el barrio de mi infancia, que me trae
buñuelos
recuerdos. Quería anunciároslo con Bérengère a mi lado para acallar cotilleos y maledicencias, esos sobresaltos bien conocidos de nuestra vida social. Bérengère ha sido, todos estos años, una
buñuela
esposa, una madre ejemplar, y un ama de casa perfecta...

Le pellizcó de nuevo la cadera atrayéndola hacia sí para que conservase en el rostro la sonrisa crispada que había provocado con el primer pellizco y continuó:

—¡Pero todo lo
buñuelo
tiene un final! Yo me aburro, ella se aburre, nos aburrimos de estar juntos. ¡Así que mejor coger la libertad al vuelo que dejar volar el hastío que nos ahoga! Nos separamos con gracia, dignidad y respeto. Ya está, mis
buñuelos
amigos, ya sabéis todo o casi todo. Del resto sólo nos queda lo
buñuelo
. Como en tantas otras separaciones. Gracias por haberme escuchado y bebamos juntos a la salud de este nuevo año...

Un silencio glacial sucedió al jaleo precedente. Los invitados se miraron entre ellos, incómodos. Carraspeando. Consultando la hora, suspirando que era el momento de marcharse. Todas las cosas buenas tienen un final y los niños tienen clase mañana...

Hubo un movimiento en masa hacia el guardarropa. Se fueron marchando uno por uno, inclinándose ante los anfitriones. Bérengère balanceaba la cabeza como si comprendiese el sentimiento general de rápida retirada. Jacques Clavert se congratulaba: había saldado sus cuentas con los buñuelos y con su mujer.

Gaston Serrurier fue el último en partir, llevándose de la mano a Joséphine Cortès.

Se inclinó ante Bérengère, entregándole discretamente un papel doblado en cuatro. Susurró: «Ten cuidado, no la dejes por ahí, resultaría muy incómodo si cayese en manos malintencionadas...».

Era la factura.

En la calle, se giró hacia Joséphine y preguntó:

—Habrá usted venido en coche, supongo...

Ella asintió con la cabeza y se pasó el dorso de la mano sobre la frente para borrar un insistente dolor de cabeza.

—Voy a dejar mi coche aquí, volveré a buscarlo mañana. Creo que he bebido demasiado.

—Y usted no es de las que suelen beber demasiado.

Sonrió circunspecta, y asintió.

—Me siento un poco achispada esta noche. He bebido mucho porque estoy muy triste. No adivinaría usted hasta qué punto estoy triste.

—Triste y achispada. Vamos..., ¡sonría! Es el primer domingo del año.

Joséphine intentó caminar por el borde de la acera sin caerse. Extendió los brazos para conservar el equilibrio. Vaciló. Él la sujetó y la llevó hasta su coche.

—Voy a acompañarla a su casa...

—Es usted muy amable —respondió Joséphine—. ¿Sabe?, creo que me gusta mucho. Sí, sí... Cada vez que le veo, me infunde usted valor. Me siento guapa, fuerte, especial. Lo que en mi caso es... extraordinario. Incluso cuando me escupe usted el humo en plena cara, como el otro día en el restaurante... Tengo una idea para un libro. Pero no sé si debería contársela porque cambia constantemente. Tengo ideas, pero se evaporan. Se lo contaré cuando esté segura...

Se dejó caer sobre el asiento delantero del coche de Gaston Serrurier.

Tenía ganas de que la paseara por la noche de París. Sin destino preciso. Que recorriese los muelles. Tenía ganas de ver los reflejos negros del Sena, los brillos de la torre Eiffel, los blancos destellos de los faros de los coches. Que encendiese la radio y que se escuchara una suite italiana de Bach. Habría hecho como Catherine Deneuve en
El amor es un extraño juego
. Habría bajado la ventanilla, sacando la cabeza, cerrando los ojos, dejando que el viento jugara con su pelo y...

Se despertó a la mañana siguiente con un yunque, un martillo, una forja que le golpeaba la cabeza. Notó una presencia a su lado. Era Zoé.

Miró la hora. Las seis de la mañana.

—¿Estás enferma? —preguntó Zoé, con una vocecita inquieta.

—No —murmuró Joséphine incorporándose con dificultad.

—¿Puedo hablar contigo?

—Pero ¿no tenías que estar durmiendo en casa de Emma?

—Nos hemos peleado... ¡Ay, mamá! Tengo que hablarte... He hecho algo terrible, terrible...

Joséphine se recuperó inmediatamente. Se puso dos almohadas en la espalda, guiñó los ojos para mitigar la luz de la lámpara de la cabecera, acogió el peso de Du Guesclin sobre su cuerpo, le rascó, le acarició, le aseguró que era el perro más guapo del mundo, le devolvió a los pies de la cama y declaró:

—Te escucho, cariño. Pero antes, ve a buscarme una aspirina... O mejor dos... Me va a estallar la cabeza.

Mientras Zoé corría hasta la cocina, intentó recordar lo que había pasado la noche anterior... Enrojeció, se frotó las orejas, recordó vagamente a Serrurier dejándola al pie del edificio y esperando a que entrara en el vestíbulo para arrancar. ¡Dios mío! Había bebido demasiado. No estoy acostumbrada. No bebo nunca. Pero es que... Philippe y Dottie, Dottie y Philippe, la mesita de noche, su habitación, así que es verdad, duermen juntos, ella se ha instalado en su casa con todas sus cosas. Hizo un mohín y sintió cómo los ojos se llenaban de lágrimas.

—¡Aquí está, mamá!

Zoé le ofrecía el vaso y dos aspirinas.

Joséphine se tragó los comprimidos. Hizo una mueca. Cruzó los brazos. Declaró que estaba dispuesta a escuchar tratando de parecer lo más solemne posible. Zoé la miraba comiéndose las uñas como si no pudiese hablar.

—Preferiría que me hicieses preguntas... Sería más fácil. No sé por dónde empezar.

Joséphine reflexionó.

—¿Es grave?

Zoé asintió.

—¿Grave para siempre?

Zoé hizo una seña de que ésa no era una buena pregunta. No podía responderla.

—¿Es algo que has hecho?

—Sí.

—¿Algo que no me va a gustar?

Zoé asintió bajando la cabeza.

—¿Algo terrible?

Zoé le lanzó una mirada de derrota.

—¿Es terrible o puede volverse terrible? Zoé, tienes que ayudarme...

—¡Ay, mamá! Es terrible.

Hundió el rostro entre las manos.

—¿Es algo entre Emma y tú? —preguntó Joséphine intentando atrapar el pie de Zoé para acariciarlo.

Debía de tratarse de una disputa pasajera. Zoé no se enfadaba nunca con nadie. Intentaba siempre hacer las paces.

—No puedes haber hecho algo tan terrible, mi amor. Es imposible...

—Ay, sí, mamá...

Joséphine atrajo a su hija contra sí. Respiró sus cabellos, sintió el olor del champú de manzana verde, pensó ¡era tan fácil cuando era un bebé! La acunaba, la besaba, le cantaba una canción y la pena desaparecía.

Entonó con voz suave había una vez un barquito chiquitito, había una vez...

Zoé se puso tensa y protestó.

—¡Mamá! ¡Ya no soy un bebé!

Y después soltó de golpe:

—Me he acostado con Gaétan.

Joséphine se sobresaltó. Así que era cierto...

—Pero me habías prometido que...

—Me he acostado con Gaétan y desde entonces, mamá, desde entonces..., él está raro.

Joséphine inspiró profundamente y reflexionó.

—Espera, querida... ¿Por qué estás triste? ¿Porque te has acostado con él traicionando tu promesa o porque, desde entonces, él está..., como dices, «raro»?

—¡Por las dos cosas, mamá! Y para colmo, Emma dice que ya no quiere ser mi amiga...

—¿Y por qué?

—Porque no conté con ella... antes de hacerlo. Dice que la he ignorado en este asunto... Y yo digo que no tuve elección porque no lo pensé realmente, porque no sabía que iba a pasar...

El yunque, la forja y el martillo volvieron a golpear en la cabeza de Joséphine, que intentó recuperarse otra vez y decidió examinar los problemas uno por uno.

—¿Por qué te acostaste con él, cariño? ¿Recuerdas lo que habíamos hablado?

—Es que no calculé nada, mamá. Estábamos en el sótano y...

Le contó lo de la vela blanca, la botella de champaña, la oscuridad, los pasos en el pasillo, el miedo, y después el deseo...

—Fue algo natural... No tuve la impresión de hacer algo malo...

—Te creo, cariño...

Zoé, aliviada, se acurrucó contra su madre. Frotó la nariz contra su pecho, suspiró. Resopló. Se incorporó y...

—¿Estás enfadada conmigo?

—No, no estoy enfadada. Sólo lamento que hayas ido tan deprisa...

—¿Y por qué él está tan raro desde entonces? No llama, siempre soy yo la que llamo, y parece ausente. Me contesta porque se siente obligado, pero nada, ni una palabra amable, ni una palabra dulce... No sé qué hacer...

Si pudiese ayudarla..., pensó Joséphine mirando cómo Zoé se mordía los labios, fruncía el ceño y se contenía para no llorar.

—Quizás no estoy hecha para el amor...

—¿Por qué dices eso?

—Tengo miedo, mamá... Me gustaría que me pasara el tiempo por encima sin que me diese cuenta... Seguir teniendo siempre quince años... El secreto está en repetirse a todas horas no creceré, no creceré...

—No digas eso, Zoé. Al contrario, debes pensar que la vida va a traerte un montón de cosas nuevas, cosas diferentes... que no conoces, y por eso tienes miedo. Siempre se tiene miedo ante lo desconocido...

—¿Tú crees que los hombres, cuando te han conseguido, ya no te quieren más?

—¡Que no! Y además, Gaétan no te ha «conseguido»... Gaétan está enamorado de ti.

—¿Lo crees de veras?

—¡Claro!

—Yo quiero a Gaétan y no quiero que sea un idiota...

—Pero si no es un idiota, cariño... Estoy segura de que tiene un problema. Quizás es que le ha pasado algo tan terrible que no se atreve siquiera a decírtelo. Siente vergüenza, se imagina que le vas a abandonar cuando te enteres... Pregúntale. Dile sé que te ha pasado algo grave que no quieres contarme... y verás, te lo contará y te sentirás aliviada.

—Porque, ¿sabes?..., con Emma, antes de pelearnos, fuimos a un café con un grupo de amigos y allí... oí a los chicos hablar de chicas. Y hablaban de chicas de una forma... ¡HORRIBLE! Hablaban de amigas nuestras. Decían ésa es un putón, se la puede tirar cualquiera. La otra tiene una cara asquerosa, pero está buenísima. Estábamos justo al lado y ¡decían unas cosas! Y lo peor es que no me atreví a decir nada. Emma y yo nos fuimos y volvimos a su casa. Y entonces pensé en Gaétan y me dije que, a lo mejor, habla de mí así, a lo mejor le cuenta nuestra noche a todos sus amigos. Qué mal.

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