Read Las ardillas de Central Park están tristes los lunes Online
Authors: Katherine Pancol
Tags: #Drama
Shirley, a su lado, barría la sala con sus gemelos como una habitual que intenta localizar a sus conocidos. Joséphine se dijo que podría buscar una excusa, levantarse y correr, correr hasta el piso de Philippe... Se imaginaba la escena, estaría en su casa, leyendo o trabajando, abriría la puerta, ella se echaría en sus brazos y se besarían, se besarían...
Shirley se había quedado inmóvil y con la mano que sostenía los gemelos ajustó la ruedecilla para enfocar mejor. Se mordió el labio superior.
—¿Has visto a alguien? —preguntó Joséphine por decir algo.
Shirley no contestó. Parecía absorta en un espectáculo de la sala y sus dedos finos agarraban con fuerza los gemelos. Después los dejó y miró fijamente a Joséphine con expresión extraña, como si no la viese, como si no estuviese sentada a su lado. Esa mirada incomodó a Joséphine, que se movió en el asiento preguntándose qué mosca había picado a su amiga.
—Oye, Jo... —soltó Shirley buscando las palabras adecuadas—. ¿No tienes calor?
—¿Estás loca? ¡Pero si aquí casi no hay calefacción! ¡Y hace un rato te morías de frío!
Shirley se quitó la estola de cachemira de los hombros y se la tendió a Joséphine.
—Podrías llevármela al guardarropa..., ¡me muero de calor!
—Pero... si no necesitas más que ponerla en el respaldo de la silla.
—¡No! Se caería, la pisaría e incluso podría dejármela olvidada. No me lo perdonaría durante el resto de mi vida, es un regalo de mi madre.
—Ah...
—¿Te molesta?
—No...
—Iría yo, pero he localizado a un antiguo... amigo en la sala, y no querría perderle de vista...
¡Ah!, pensó Joséphine, por eso tiene esa mirada extraña. Quiere espiarle, seguirle con los gemelos, y le molesta que yo sea testigo de esa escena. Prefiere alejarme con un pretexto idiota, aun a costa de morirse de frío.
Se levantó, cogió la estola y dedicó una sonrisita de connivencia a Shirley. Una sonrisa que significaba vale, lo he captado. ¡Te dejo sola!
—Y ve al guardarropa de la orquesta —le ordenó Shirley cuando Joséphine se alejaba—. ¡Los otros están siempre abarrotados!
Joséphine obedeció y se dirigió hacia el vestuario de la planta baja. Hombres con prisas y mujeres de labios carmín la empujaron dirigiéndose hacia la sala. Se apartó, buscando con la mirada la cola del guardarropa.
Había varias. Eligió una, dejó la estola de Shirley, cogió el recibo que le dieron y volvió sobre sus pasos.
Arrastraba los pies. Meditando sobre su falta de decisión y de coraje. ¿Por qué no me atrevo? ¿Por qué? Tengo miedo del fantasma de Iris. Tengo miedo de hacer daño al fantasma de Iris...
Se detuvo un instante, reflexionó.
No tenía ni bolso ni abrigo. Tendría que volver al palco, explicarle a Shirley...
Fue entonces cuando...
Se vieron a la vuelta de un pasillo.
Se detuvieron, boquiabiertos.
Bajaron la cabeza como si les hubiesen golpeado en la frente.
Apoyados en la pared, petrificados en el gesto que estaban haciendo. Él acababa de dejar su abrigo en el guardarropa, ella se había metido en el bolsillo el recibo de Shirley.
Ambos interrumpidos en el movimiento fluido y ligero que realizaban un momento antes.
Permanecieron inmóviles bajo la luz de las lámparas de cristal del enorme vestíbulo. Como dos desconocidos. Dos desconocidos que se conocen, pero que no deben encontrarse.
No acercarse. No tocarse.
Lo sabían. La misma frase dictada por la razón, la misma frase repetida cien veces, giraba como un faro de emergencia en su cabeza.
Y les daba un aspecto de maniquíes, un poco rígidos, un poco estúpidos, un poco torpes.
Todo lo que él quería en ese preciso instante, todo lo que ella reclamaba gritando en silencio, era acercarse, extender la mano y tocar al otro.
Estaban frente a frente.
Philippe y Joséphine.
De uno y otro lado un flujo de personas haciendo cola en el guardarropa, hablando alto, riendo fuerte, mascando chicle, leyendo el programa, evocando al fabuloso pianista, los fragmentos que había decidido interpretar...
El uno frente al otro.
Acariciarse con la mirada, hablarse con un lenguaje mudo, sonreírse, reconocerse, decirse ¿eres tú? ¿Eres realmente tú? Si supieras... Dejaban pasar a hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, impacientes y plácidos, y se mantenían, jadeantes de sorpresa, a cada lado del flujo continuo. El concierto iba a comenzar, deprisa, deprisa, dejar el abrigo, deprisa, deprisa, coger el recibo, deprisa, deprisa, encontrar el asiento...
Si supieses cuánto te he esperado..., decía el uno con la mirada ardiente.
Si supieses cuánto te echo de menos..., decía la otra ruborizándose, sin bajar la mirada, sin girar la cabeza.
Y estoy harto de esperarte...
Yo también estoy harta...
Se hablaban sin mover los labios. Sin respirar.
Ya no había cola en el guardarropa y el timbre continuado del teatro indicaba que el concierto iba a empezar. La señora del guardarropa colgaba los últimos abrigos, entregaba los últimos recibos, guardaba unas pieles, un sombrero, un bolso de viaje, cogía un libro y se sentaba en un taburete a esperar el primer entreacto.
El timbre no dejaba de sonar, el teatro se llenaba.
Los últimos rezagados se precipitaban, buscando a la acomodadora, se exasperaban, temiendo perderse los primeros compases, no poder entrar. Se oían puertas que se cerraban y se abrían, el ruido de los asientos que se desplegaban, un murmullo de voces, de toses, de gargantas carraspeando...
Y después no oyeron nada más.
Philippe cogió la mano de Joséphine y la llevó a un rincón del viejo teatro que olía a polvo y al paso de los siglos.
La estrechó tan fuerte contra sí que ella estuvo a punto de perder el aliento, de gritar... Lanzó un suspiro de dolor que cambió inmediatamente por un gemido de placer, la nariz aplastada contra su cuello, los brazos entrelazados en su nuca.
Él la abrazó, la abrazó, atrapó su espalda entre sus brazos para que no se moviese, para que no escapase.
La besaba. Besaba su pelo, besaba su cuello, abría su blusa blanca y besaba sus hombros, ella se dejaba hacer, hundía su boca en su cuello. Le mordisqueaba, le lamía, probaba su piel, reconocía su olor, un olor a especias indias, cerraba los ojos para grabar ese olor para siempre, para guardarlo en un frasco de la memoria, para respirarlo más tarde, más tarde...
Más tarde... el olor de su piel mezclado con el de su colonia, el sabor del cuello de su camisa recién lavada, recién planchada, una barba incipiente que rasca, el pequeño pliegue de la piel sobre el cuello de la camisa...
¿Philippe?, preguntaba acariciando su pelo, ¿Philippe?
Joséphine..., resoplaba él acariciando una zona de su piel, dejando deslizar los dientes sobre el lóbulo de su oreja...
Ella se separaba, decía ¿eres tú? ¿Eres realmente tú? Se alejaba para verle, para reconocer su rostro, sus ojos...
Él la atraía hacia sí.
De pie en aquel recodo sombrío del teatro, de pie sobre el suelo de madera que crujía, borrados por la penumbra, en el anonimato de la oscuridad...
Se picotearon, se devoraron, recuperaron las horas y horas y las semanas y los meses perdidos, se encastraron el uno en el otro, deseando tener diez mil bocas, diez mil manos, diez mil brazos para no volver a soltarse nunca más, nunca más sentirse hambrientos.
El beso de dos hidras voraces.
Insaciables.
¿Por qué? ¿Por qué?, decía Philippe separando el pelo de Joséphine para atrapar su mirada. ¿Por qué ese silencio, por qué no explicarme nada? ¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no lo entiendo? ¿Crees que soy tan estúpido como para pensar eso?
Y su voz se hacía ruda, impaciente, molesta. Y su mano empuñaba la melena de Joséphine para obligarla a levantar la cabeza...
Joséphine bajaba la mirada, bajaba la cabeza, hundía la nariz en su hombro, la hundía hasta sentir el hueso y empujaba, empujaba aún más fuerte para que él callase. Empujaba con la frente, empujaba con los dientes. Cállate, cállate, si hablas volverá el fantasma, nos separará, nos prohibirá..., no debemos invocar a los fantasmas, murmuraba ella frotando la frente, la nariz, la boca contra él.
Cállate, suplicaba, deslizando una pierna entre sus piernas, enrollando la otra alrededor de su cintura, escalando por él, colgándose de él como un niño escala un árbol demasiado alto, un árbol peligroso, un árbol prohibido. Cállate, gemía, cállate... No debemos hablar.
Nada más que mi boca en tu boca, tus dientes comiéndome, tu lengua lamiéndome, aspirándome, y yo abierta, partida en dos, nada más que todo este ruido en nuestros cuerpos y todo este silencio a nuestro alrededor, pero ni una palabra, te lo suplico, sangre, carne, aliento, saliva, suspiros, placer que desborda pero ni una palabra. Las palabras matan, amor mío, las palabras matan... Si dejas pasar una sola palabra entre nuestros labios, entre nuestros alientos, desapareceremos como dos pequeños elfos apasionados...
Joséphine, decía entonces, si supieras, Joséphine, si supieras... Y ella le tapaba la boca con la mano, le amordazaba y él comía la palma de su mano y recobraba el aliento y volvía a decir te espero cada día, te espero cada segundo, cada minuto, cada hora, pienso va a venir, llegará con su cara de poquita cosa, aparecerá ante mí en la terraza de un café cuando no la espere, con los dedos manchados de tinta de periódico, esos dedos que yo limpiaré uno por uno...
Y le lamía los dedos uno por uno.
Y ella sentía que un sol estallaba en su vientre y le abandonaban las fuerzas para mantenerse en pie, sólo tenía fuerzas para agarrarse a él...
Él la retenía entre sus brazos, la estrechaba, ella le respiraba, lo memorizaba para ese tiempo que vendría y que lo separaría de ella.
Amor mío...
Las palabras se escapaban y volaban por los aires. ¡Oh!, exclamaba, sorprendida ante el brote de placer, para después dejar escapar esas palabras amor mío, amor mío...
Él las recibía como una confesión de cómplice agotada y sonreía, sonreía en su boca y la sonrisa se desplegaba, se desplegaba y se convertía en un estandarte desplegado.
Entonces ella escuchó el eco de las palabras que había pronunciado, las retomó, las repitió, las moduló, eres mi amor, eres mi amor por los siglos de los siglos, besó su oreja como se cierra una caja fuerte y se dejó llevar por un impulso que daba paz, que traía la paz, y permanecieron así, abrazados, en la oscuridad, sin moverse, saboreando esas palabras, llenándose de ellas, haciendo de ellas un viático para los días futuros, los días de gran soledad, los días de gran duda, de gran tristeza.
Amor mío, amor mío, canturreaban a media voz enredándose uno en el otro, hundiéndose en ese recodo del teatro para que no les encontrasen, para que no les volviesen a encontrar nunca. Mi amor, cuánto te quiero, en pie y orgulloso; mi amor, cuánto te quiero eternamente; mi amor, cuánto te quiero hasta quemarme viva; mi amor más grande que la vuelta al mundo, más fuerte que el huracán y la tempestad, el siroco y la tramontana, el viento del norte y todos los vientos del este...
Celebraron su amor inventándose palabras, ofreciéndolas al otro, añadiendo palabras aún más grandes, palabras de pan bendito, de maderas exóticas, en tela de chinchilla, en vapores de incienso, palabras y juramentos, los dos mezclados en un rincón del viejo teatro.
Se besaban, se besaban con palabras que les extasiaban, les encadenaban uno al otro...
Después ella posó las dos palmas de las manos sobre su boca para que esa boca se cerrara para siempre y no se evaporaran las palabras...
Después él le metió un dedo en la boca y lo cubrió con la saliva de todas esas palabras de amor que había pronunciado para no perjurar nunca...
Las dos palmas de las manos de ella sobre la boca de él...
Su dedo escribiendo sobre los labios de ella...
Era su juramento. Su talismán.
Oyeron el ruido de las butacas desplegándose, ruidos de conversaciones, de pasos que se acercan...
El entreacto.
Se separaron despacio, lentamente, fueron hacia la escalera, él se pasó una mano por el pelo para alisarlo, ella tiró de su chaqueta para ajustarla, se miraron por última vez con ardor, triunfantes, dejaron pasar a la gente, dos cuerpos que forman una barrera, que se separan suavemente, a su pesar...
Ahora ya no tendrían miedo. Se habían convertido en el bizarro caballero y su dama que iban a separarse para encontrarse un día, no sabían cuándo, no sabían cómo...
Partieron cada uno por su lado con la huella del otro impresa en el cuerpo.
Es maravilloso cuando empieza un amor, se dijo Joséphine, y nosotros no acabamos nunca de empezar...
Caminaron así, la cabeza vuelta hacia el otro, para no dejar de mirarse hasta el último momento...
Shirley esperaba en su sitio. Observó los ojos brillantes de Joséphine, las mejillas enrojecidas y esbozó una sonrisa imperceptible.
Juzgó que era preferible callar. Un resplandor malicioso brilló en su mirada que no hacía preguntas.
Joséphine se sentó. Apoyó las dos manos en los brazos de la butaca para ocupar su sitio en la vida real. Manoseó los pompones rojos. Pensó. Tomó la mano de su amiga, y la apretó.
—Gracias, mi amiga adorable. Gracias.
—
You’re welcome, my dear
!
[22]
Shirley estornudó varias veces.
—Me estoy muriendo...
Y añadió:
—¡Y tú no estarás aquí para cuidarme!
* * *
En el Wolseley, Nicholas Bergson esperaba a Hortense Cortès para comer. Esperaba desde hacía veinte minutos y se impacientaba. La silla vacía, frente a él, parecía burlarse y echarle en cara su condición de subalterno. ¡Gusano, lacayo, torpe!, se mofaba la silla. ¡Olvidas que eres EL director artístico de Liberty y te dejas mangonear por una chiquilla!
Shame on you!
[23]
¡Es verdad! ¡Me trata como a un crío! Gruñó entre dientes releyendo el menú por décima vez.
Se acercaba la Navidad con su cortejo de adornos, luces, cánticos frente a las bocas de metro, vasos de plástico ofrecidos por el Ejército de Salvación, y desde la ventana del restaurante, él observaba el espectáculo de la calle mientras esperaba la llegada de Hortense. Se alisó la camisa, se ajustó el nudo de la corbata, consultó de nuevo el reloj y saludó con la cabeza a un conocido del trabajo que se sentaba en una mesa vecina. Pero ¿qué pinta tengo aquí plantado? Esto es muy malo para mi imagen... ¡Y pensar que me la he tirado! ¡Este mismo verano! He metido la pata con esa chica. Hay que mostrarse inflexible con ella, sin doblegarse... Si te agachas, te convierte en un eunuco.