Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (19 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—Si me convierto en una señorona gorda de Antibes, ya no podré hacerle la danza del vientre a Oliver y lo sentiré mucho...

¿Oliver? Joséphine se incorporó, apoyó la cabeza en la mano y abrió la boca para hacer la pregunta.

Shirley la detuvo:

—Calla, no digas nada, escúchame y no vuelvas a hablar de ello nunca más, nunca, ¿me lo prometes? O por lo menos espera a que yo te lo cuente primero...

Joséphine asintió y se puso un dedo sobre la boca, para indicar que sus labios estaban sellados.

—... he conocido a un hombre con una sonrisa bonachona, espaldas anchas, y pantalones de pana gastados, un hombre que va en bici y lleva guantes forrados, y me parece que me he enamorado. Es bastante posible. Porque desde que le vi, siento una especie de gas volátil. Ocupa mi cabeza, ocupa mis venas, ocupa mi corazón, el bazo y los pulmones, se dilata dentro de mí y eso me gusta, me gusta y nunca, nunca me convertiré en una señora gorda de Antibes, para poder conservar a ese hombre...

Cerró los ojos, se abrazó el cuerpo y sonrió murmurando:

—Se acabaron las confidencias. Vamos a jugar.

Jugaron a «fracasar y triunfar», estiraron los brazos, estiraron las piernas, se pusieron de lado y mezclaron las cabezas y los hombros.

—Yo he fracasado en mis amores, he fracasado en mis estudios, he echado a perder todos mis guisos, me perdí el último concierto de Morcheeba —enumeró Shirley contando con los dedos—, pero triunfé en mi relación con mi padre y con mi madre, en la mayoría de los orgasmos, con el carné de conducir, la educación de mi hijo, mi amistad contigo...

Joséphine prosiguió:

—Yo fracasé lamentablemente en mi vida amorosa, en casi todos mis orgasmos, con todos los regímenes, en mis relaciones con mi madre, pero he triunfado con mis dos adorables hijas, mi HDI, escribiendo un libro, siendo tu amiga...

—Yo siempre me he perdido el rayo verde
[20]
—reconoció suspirando Shirley.

—Yo eché a perder todas mis mayonesas —confesó Joséphine.

—Imposible hacer crecer ni un maldito geranio...

—Nunca conseguí atrapar una libélula...

Luego pasaron al juego «lo que más detesto de un hombre».

—Detesto a los mentirosos —dijo Shirley—. Son cobardes, abúlicos, medusas venenosas.

—¡Y cuentan calumnias! —añadió Joséphine riendo.

—Como en el poema de Chaucer:

Y la naranja cayó en el plato del traidor

El que se había burlado de la confianza del amo

Del lento y fuerte amor que el hombre inspiró

Que le había enseñado año tras año
,

Gajo tras gajo, a ser un hombre, uno de verdad

Uno que nunca reniega e ignora la terrible mentira

Que mancilla el alma tanto como los sueños.

Ten, hijo, dijo el Amo señalando la naranja

Come, la frente enrojecida, fruto de tu traición
,

Degústala, gajo tras gajo
,

Come hasta aplacar el estiércol de tu vergüenza

Pues innoble es el hijo que miente a su padre.

—Eso me da escalofríos en la espalda —apuntó Joséphine estremeciéndose.

—Son las palabras que salieron de la boca de mi padre cuando se enteró de que había dado a luz a un hijo sin haberle avisado... Nunca las olvidé. Las tengo grabadas en la memoria al rojo vivo...

Joséphine tembló. No sabía si era Chaucer o la calefacción que fallaba lo que le producía ese efecto, pero se sintió cubierta por un sudario helado.

—Nunca volví a mentirle. ¡No te puedes hacer una idea del tiempo que se gana con eso! ¡Yendo de frente vas más rápido! Te conviertes en un hombre, en una mujer de verdad.

—¿Se ha vuelto a estropear la calefacción? —preguntó Joséphine.

—Que sepas, querida, que en Inglaterra la calefacción está siempre estropeada... Funciona un día de cada tres. Igual que el agua caliente y el metro... y está muy bien así. A menos calefacción, menos contaminación. Pronto se acabará el petróleo, y ya no podremos calentarnos, ¡así que es mejor acostumbrarse!

—¡En tu país, más vale dormir con alguien!

—A propósito, ¿en qué punto estás con Philippe?

—En ninguno. Por culpa de mi conciencia. Me prohíbe retozar y me encierra en un cinturón de castidad del que he perdido la llave...

—Y eso que antes tampoco eras de las que te metías en la cama a la primera ocasión...

—¿Y Alexandre? ¿Tienes noticias suyas?

—Sé algo por Annie, la niñera. Está como cualquier adolescente que ha perdido a su madre por una puñalada... No muy bien.

—Quizás debería ir a verle...

—Y a su padre también...

Joséphine no captó la alusión. Estaba pensando en Alexandre. Se preguntaba qué debía de sentir por las noches al apagar la luz. ¿Pensaba en Iris, sola en el bosque con sus asesinos?

—¿Alguna vez tienes miedo? —preguntó.

—¿De qué?

—De todo...

—¿De todo?

—Sí.

—Sólo se puede tener miedo de una cosa —afirmó Shirley—. Miedo por tus hijos. El resto es muy sencillo: con el dinero, el trabajo, los impuestos, el puenting..., simplemente te dices «no tengo miedo» y saltas hacia delante...

—¿Funciona?

—¡Estupendamente! Te dices «quiero eso», y lo consigues... Pero poniendo en ello toda el alma. Sin hacer trampas. Pensando continuamente en ello..., quiero esto, quiero esto, quiero esto... ¿Quieres intentarlo? ¿Qué quieres ahora mismo? Sin pensarlo.

Joséphine cerró los ojos y dijo:

—Besar a Philippe.

—Entonces piensa mucho en ello, mucho, y te prometo, escúchame, te prometo que pasará...

—¿De verdad lo piensas?

—... pero has de creer en ello con todas tus fuerzas. No seas timorata. Di, por ejemplo, quiero...

—... echarme en brazos de Philippe...

—No, no, ¡así no funcionará!

—Quiero que me estreche en sus brazos, que me bese por todas partes, por todas partes...

Shirley hizo una mueca.

—Todavía te falta convicción...

—¡Quiero que se tire encima de mí como un animal en celo! —gritó Joséphine rodando sobre el suelo helado de la cocina.

Shirley se apartó y la miró de arriba abajo, divertida y asombrada.

—Bueno... ¡Así seguro que lo conseguirás!

Al día siguiente, sábado, a la hora de la comida, Joséphine fue a ver a Hortense.

Vivía en Angel, un barrio que se parecía a Montmartre. Farolas, callecitas estrechas con escalinatas, viejas tiendas de ropa usada. Los bares tenían nombres franceses. Se sentaron en el interior del Sacré-Cœur en la esquina de Studd Street y Theberton. Pidieron un plato de buey con zanahorias cada una y dos vasos de vino tinto. Probaron el pan y decidieron que era una auténtica baguette, probaron la mantequilla y tenía el gusto de la mantequilla salada de Normandía.

Hortense abrió el fuego:

—¡Ya está! ¡Me he convertido en una auténtica inglesa!

Tiene un novio inglés, pensó Joséphine contemplando a su hija con deleite. Hortense se ha enamorado. Mi hija con corazón de piedra ha bajado la guardia por un inglés vestido de tweed. ¿Será de su edad, o mayor? ¿Tendrá las mejillas rojas y los párpados caídos? ¿O el mentón afilado y los ojos golosos? ¿Hablará con la nariz? ¿Hablará francés? ¿Le gustará el guiso de ternera que le cocinaré? ¿Los jardines del Palacio Real, las reinas de Francia en el parque de Luxemburgo y la plaza de los Vosgos por la noche? ¿Y la pasarela de Arts, y la callecita Férou, por la que paseaba Hemingway cuando estaba sin blanca? Joséphine le paseaba por París, le dibujaba en su cabeza, le tocaba con los laureles del hombre que había derrotado a la intratable Hortense y dedicaba a su hija una mirada emocionada.

—¿Y cómo se llama ese simpático inglés? —preguntó Joséphine con el corazón lleno de regocijo.

Hortense se inclinó hacia atrás y se echó a reír.

—¡Mamá, eres realmente incorregible! ¡Estás completamente equivocada! Simplemente celebré el fin del trimestre en un pub el sábado por la noche y, el domingo por la mañana, me desperté con un impresionante dolor de cabeza y un inglés desconocido en mi cama. Esto te va a hacer gracia, ¡se llamaba Paris!
I spent the night in Paris
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. Cuando le dije ¡qué nombre más estúpido! me preguntó el mío y replicó ¡qué nombre más horrible! y nos separamos sin decir palabra. Creo que se sintió humillado.

—¿Quieres decir que recogiste a un chico en un pub y te lo metiste en la cama sin saberlo de tanto que habías bebido? —preguntó Joséphine, horrorizada.

—Exactamente eso, oye, al final resulta que lo entiendes todo enseguida... He hecho lo que hacen todas las inglesas el sábado por la noche.

—¡Ay, ay, ay, Hortense! Y supongo que estabas demasiado borracha como para pensar en...

—¿... usar un condón?

Joséphine asintió, espantosamente incómoda.

—Estábamos tan bebidos que no hicimos nada de nada... Él intentó mostrarse emprendedor por la mañana temprano y ¡mi comentario sobre su nombre le cortó el rollo!

Dejó el tenedor en el plato y concluyó:

—Eso no impide que me haya convertido en una auténtica inglesa...

—¿Y a Gary? ¿Le has vuelto a ver?

—No. No tengo tiempo. Y la última vez, me dejó plantada en la calle en plena noche...

—Eso no es normal en él... —protestó Joséphine.

—Pero he oído decir que se ha tomado muy en serio lo del piano. Que ha conocido a un profesor con el que se lleva muy bien, que le sirve de padre, de tutor, de modelo, ¿sabes a lo que me refiero? Se pasa todo el tiempo tocando el piano y viendo a ese hombre. Han creado una amistad viril... ¡Apasionante! Parece incluso que se niega a presentarlo a sus amigos porque quiere guardarlo para él solo. Qué locura. Las personas, en cuanto quieren a alguien se vuelven celosas, exclusivistas...

—Me alegro por él. No era sano no tener ningún modelo masculino. Seguramente eso le hará madurar, cambiar, independizarse...

Hortense echó su larga cabellera hacia atrás como para barrer el caso Gary Ward y la ausencia de padre en la vida del chico. No era problema suyo. Todo lo que no la afectaba directamente no era problema suyo.

Joséphine pensó en Antoine. Hortense había estado muy apegada a su padre, pero no hablaba nunca de él. Debía de pensar que era inútil. Lo pasado, pasado, ocupémonos del presente. Eso era lo que seguramente pensaba Hortense.

No se atrevió a plantear más cuestiones y prefirió preguntarle si le gustaba el guiso de buey con zanahorias.

Era su última noche juntas. Joséphine volvía a París al día siguiente.

—¿Y si fuésemos a un concierto? —propuso Shirley entrando en la habitación que ocupaba Joséphine—. Tengo dos butacas bien situadas que me ha pasado una amiga... Ha tenido un problema en el último minuto, un niño enfermo...

Joséphine contestó que era buena idea y preguntó si había que vestirse de gala.

—Ponte guapa —respondió Shirley con aire misterioso—, nunca se sabe...

Joséphine la miró, preocupada.

—¿Estás tramando algo?

—¿Yo? —exclamó Shirley haciéndose la ofendida—. ¡Nada de eso! ¿Qué te imaginas?

—No lo sé... Me suena a conspiración...

—Suena a flauta encantada... Me encanta ir a conciertos...

Ni siquiera me obliga a mentir, prosiguió Shirley hablando consigo misma, yo no he planeado nada. Simplemente sé que Philippe estará en la sala esta noche.

Había llamado a su casa por la mañana para preguntar por Alexandre, estaba enfermo con gripe desde hacía unos días. Había hablado con Annie, su niñera, una bretona robusta, con cincuenta años cumplidos, rellenita y de aspecto saludable. Había terminado apreciándola y el sentimiento de simpatía parecía ser mutuo. La niñera, en nuestros días, sustituye a la dama de compañía de las obras de Racine. Lo sabe todo y confía sus secretos a quien sabe hacerla hablar. Annie era una buena mujer sin malicia a la que se le soltaba la lengua con facilidad. Le había contado que Alexandre iba mejor, que le había bajado la fiebre, y Shirley le había preguntado si podría pasar a verle. Annie había respondido que por supuesto, pero el señor Dupin no estará, va a un concierto esta noche. En el Royal Albert Hall, había añadido con orgullo, interpretan las sonatas de Scarlatti y al señor Dupin le gustan mucho. Annie ocultaba mal la devoción por su patrón.

Cuando colgó, Shirley tenía un plan en la cabeza. Ir al concierto y arreglárselas para que Philippe y Jo se encontrasen al pie de alguna escalera durante un entreacto. En el amor, «quien no se vale de astucias, no consigue nada» y como esos dos se empecinaban en jugar a los amantes malditos, ella se disfrazaría de entrometida.

Caía una lluvia fina cuando cogieron un taxi hasta Kensington Gore y Shirley se envolvió en una gran estola de cachemira rosa temblando.

—Tendría que haber cogido un abrigo —dijo indicándole la dirección al taxista.

—¿Quieres que suba a buscar uno? —propuso Joséphine.

—No, da igual... En el peor de los casos, moriré escupiendo mis pulmones... ¡Será muy romántico!

Corrieron desde el taxi hasta la entrada del teatro y se mezclaron con la muchedumbre que intentaba acceder al vestíbulo. Shirley tenía las entradas en la mano y se abrió camino recomendando a Joséphine que la siguiera.

El palco era amplio e incluía seis asientos de terciopelo rojo con pequeños pompones colgados de los brazos. Se sentaron y miraron cómo se llenaba la sala. Shirley había sacado los gemelos de su bolso. Se diría que pasa revista a las tropas, pensó Joséphine, divertida por la expresión seria de su amiga. Después pensó mañana me voy y no le habré visto, mañana me voy y él ni siquiera sabe que he venido..., mañana me voy, mañana me voy... Se preguntó cómo soportaría abandonar Londres dejando atrás a Philippe, cómo sería posible retomar su vida en París cuando había estado una semana tan cerca de él... Levantó la cabeza hacia la cúpula de cristal que coronaba la sala de conciertos para disimular las lágrimas que llenaban sus ojos.

Querer olvidar a alguien es pensar en él todo el tiempo.

Temblaba de deseos de levantarse y correr a su encuentro. Nunca debí venir a Londres, él está por todas partes, podría estar aquí, esta noche... Escrutó la sala. Se estremeció. ¿Y si no estuviese solo? Seguramente habría venido acompañado...

Cierro los ojos, los vuelvo a abrir y le veo, se dijo bajando los párpados y concentrándose.

Cierro los ojos, los vuelvo a abrir, está frente a mí y me dice Joséphine y...

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