Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (38 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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La vela se ha consumido y la llamita tiembla sobre una base de cera fundida.

Pronto reinará la oscuridad en el sótano. Zoé tiene miedo. Siente cómo crece un nudo en su vientre, crece y ella intenta borrarlo enterrando las manos.

Gaétan se ha callado. También él debe de sentir el peligro.

El primer día del año. Los dos, solos en el sótano. Dentro de tres días, él se marcha. Y no se verán hasta, hasta...

Hasta dentro de mucho.

Eso pasará esta noche.

El peligro...

Ahora o un poco más tarde.

Eso pasará.

Ya no se atreven a mirarse.

El neón del sótano se enciende y oyen pasos en el pasillo.

Leen en la mirada del otro el mismo miedo.

Oyen los pasos que se acercan, voces de gente que se ha perdido, buscan el aparcamiento, dicen es por aquí, no, es por allí. Después se oye una puerta, la gente se acerca, el neón parpadea y se apaga.

Gaétan vuelca la botella de champaña para verter una última gota. Zoé piensa que es para darse valor, tiene tanto miedo como yo. Lo observa en la oscuridad, una silueta sombría e imprecisa, y tiene la impresión de que es como una pequeña amenaza. Su corazón late a mil por hora. Tiene ganas de decir ven, vamos a subir. No sabe. Tiene el vientre y la mente totalmente trastornados. Su cuerpo late por todas partes. No está segura de poder tenerse en pie.

Gaétan ha extendido el abrigo de Zoé en el suelo, le ha quitado las manoletinas, le ha quitado las medias. Le cuesta desabrocharle el sujetador y Zoé suelta una risa que se detiene en seco. Ya no sabe si debe reír o temblar. Así que ríe y tiembla. Tiembla como una hoja y la mano de él, perdida en su espalda, también tiembla como una hoja. Hace frío en el sótano y ella tiene mucho calor. Dice, muy bajo, es la primera vez... Y él dice lo sé, no te preocupes... con una voz que ha dejado de temblar y entonces le parece muy alto, muy fuerte, muy mayor, mucho mayor que ella y se pregunta si él ya lo habrá hecho. No se atreve a preguntárselo. Tiene ganas de pegarse a él, de entregarse a él y ya no tiene miedo. No le hará daño, ahora lo sabe.

Gaétan se quita las zapatillas, se abre el pantalón, se lo quita levantando las piernas, está a punto de tropezar y ella se ríe.

Se tumba junto a ella y Zoé le dice háblame con esa voz que me tranquiliza...

Él no sabe muy bien lo que quiere decir. Repite lo sé, lo sé, no tengas miedo, estoy aquí... como si existiese otro peligro en el sótano.

Y entonces ella empieza a sentirse muy ligera.

Y entonces todo se vuelve muy fácil. O ella tiene la cabeza en otra parte, o ya no tiene cabeza. Ya sólo están ellos dos y tiene la impresión de que están solos en toda la ciudad. Que el corazón de toda la ciudad ha dejado de latir. Que la noche se ha cerrado para protegerles. Te quiero con locura, dice él con la voz que la tranquiliza, dice también que no va a hacerle daño, te quiero tanto, Zoé... Y esa palabrita, ese Zoé en la noche cuando ella está desnuda contra él, con miedo, y cruza los brazos sobre su pecho, esa palabrita que todo el mundo usa constantemente, Zoé, en el instituto o en casa, esa palabrita se despliega, se vuelve única, se vuelve gigante, la protege y ya no tiene ningún miedo. El mundo entero deja de girar, el mundo entero contiene el aliento y ella contiene el aliento cuando él entra en ella, muy suavemente, muy suavemente, sin forzarla, tomándose todo el tiempo del mundo, y ella se deja abrir y deja de pensar, deja de oír, sólo importa eso, el amor que tienen dentro del cuerpo, el amor que ocupa todo su cuerpo. Ella sólo existe para él, él sólo existe para ella, ambos forman un mapamundi con raíces que viajan por el universo. Giran y giran. No dejan de girar y ella no sabe si volverán a bajar...

Y después...

Se separan, él apoya la cabeza a la izquierda, ella apoya la cabeza a la derecha y se observan, atónitos, aturdidos. Él canturrea la canción de Cabrel, te quiero a morir, te quiero a morir, y ella le besa lentamente, como una mujer sabia.

Ya nunca será la misma. Lo ha hecho.

Suben a acostarse en la gran cama de Zoé.

Gaétan dice no cogemos el ascensor, echamos una carrera por las escaleras, y sale el primero y ella grita que hace trampa, trampa, no la ha esperado para salir. No está segura de poder correr. Tiene piernas de mujer, cuerpo de mujer. Senos de mujer. Siente agujetas y camina con las piernas abiertas. Tiene la impresión de haber crecido de golpe y de que todo el mundo se dará cuenta. Vuelve a pasar la película en su cabeza diciéndose que nunca más, nunca más podrá imaginarse todo aquello. Está triste. Un poco. Y después, ya no está triste porque está contenta de la película. Muy contenta. Se pregunta si Emma tuvo la misma suerte que ella. Y Gertrude, ella lo ha hecho. ¿Y Pauline? Echa a correr por las escaleras. Él se detiene, ella le atrapa, él la hace girar, parece un ballet, se besan en cada piso. Ya no tienen miedo. Ya no tienen miedo. Lo han hecho.

Ella tiene una sonrisa un poco tonta. Él tiene la misma sonrisa tonta. Se apoyan, sin aliento, contra el marco de la puerta de entrada. Dejan caer la cabeza, los brazos, los hombros, se acercan, pegan frente contra frente, labio contra labio...

—No se lo decimos a nadie —dice Gaétan.

—No se lo decimos a nadie. Es nuestro secreto —responde Zoé.

Y siente ganas de decírselo a todo el mundo.

Son las diez de la mañana cuando Gary y Hortense salen de la discoteca Show Case, bajo el puente Alexandre III.

Esperan a Peter y a Rupert que están ligando con la chica del guardarropa. Quieren llevarla con ellos, quieren que encuentre a una amiga para que dos y dos hagan cuatro, y la chica sonríe sin responder borrando con un dedo la sombra de ojos verde que moja el pliegue de sus ojos cansados.

Hortense y Gary esperan acodados en la balaustrada de piedra sobre el Sena. Emiten un mismo suspiro, ¡qué bonito es París! Y se dan un codazo cómplice.

Una luz mortecina, entre amarilla y gris, se refleja en las aguas negras, formando picos y valles, y un velo de bruma flota como una sábana larga.

Pasa un barco, los pasajeros tumbados sobre el puente de proa gritan feliz año levantando una botella hacia ellos, que responden agitando una mano cansina.

—La chica no vendrá —dice Gary.

—¿Y por qué no?

—Porque ha terminado su turno, se cae de sueño, ha guardado toneladas de abrigos, entregado toneladas de recibos, está harta de tipos que están de fiesta y que intentan ligar con ella... Sólo sueña con una cosa, con su cama.

—El señor es psicólogo experto —sonríe Hortense acariciando la manga de Gary.

—El señor observa a las personas. Y el señor tiene muchas ganas de besarla...

Ella parece dudar, se balancea un poco, cierra los ojos y se inclina por encima de la balaustrada que domina el muelle de piedra erosionada. Una sonrisa expande sus labios, una sonrisita dedicada sólo a sí misma.


One penny for your thoughts
[36]
—dice Gary.

—Estoy pensando en los escaparates. Dentro de veinticuatro horas, sabré...

—No me jodas.

Peter y Rupert se unen a ellos. Solos. Gary tenía razón, la chica sueña con su cama.

—¿Qué tal, tortolitos? ¿Celebrando el Año Nuevo? —dice Peter limpiando sus gafitas redondas con una bufanda de lana que las llena de pelusas.

—¡No celebramos nada de nada! —dice Gary separándose ostensiblemente de Hortense—. Y yo me vuelvo a casa...

—Espérame —grita Hortense mientras él se aleja, el cuello de su chaquetón subido, las manos hundidas en los bolsillos.

—¿Qué le pasa? —pregunta Peter.

—Piensa que no soy suficientemente romántica...

—Si quería una chica romántica, tenía que haber buscado en otra parte —dice Peter.

Rupert se ríe. Bebe directamente de una botella de whisky que se ha metido en el bolsillo al salir de la discoteca.

—Ayer por la noche, en casa de Jean, jugamos al póquer en Internet y gané una bailarina de striptease —dice Rupert.

—¿Dónde vais a dormir? —pregunta Hortense, renunciando a perseguir a Gary.

—En casa del tío de Jean..., en la calle Lecourbe.

—¿Y quién es Jean?

—Un posible compañero de piso.

—¿Un qué?

—¡Ah! ¿No te lo han dicho? Tenemos que encontrar otro compañero...

—Podríais habérmelo dicho...

—Ya no estamos seguros de poder seguir pagando el alquiler —afirma Peter—. Sam está a punto de perder el trabajo, deja su habitación, vuelve a casa de sus padres. No tiene un céntimo...

—Estamos todos arruinados —añade Rupert—. Todo el mundo se larga en este momento, la City se vacía, los banqueros se convierten en vendedores de patatas fritas en el MacDonald’s, es siniestro. Así que hemos venido a París... Nos ha invitado Jean. A casa de su tío.

—Me voy diez días, y aprovecháis para cambiarlo todo...

—No lo hemos decidido todavía, pero lo que es seguro es que Jean es nuestro nuevo amigo... —dicen a coro los dos chicos.

—¿Es francés?

—Sí. Francés y muy digno. Es un chico con un físico algo ingrato, es posible que te cueste tratarle al principio...

—¡Empezamos bien! —dice Hortense bostezando—. ¡Qué aburrimiento!

—... estudia en la LSE, economía y finanzas internacionales, trabaja para pagarse los bocadillos y el alquiler, no te entrarán ganas de seducirle... porque padece un acné invasivo y todos conocemos tu afición por las frentes tersas, las mejillas sonrosadas, los chicos limpios, sanos, ¡apetitosos!

—Tendré que compartir el baño con un tío lleno de granos...

—Todavía no lo hemos decidido, pero nos gusta, eso seguro... —dijo Peter.

Ella protesta por las formas. Sabe muy bien que la vida es cada día más difícil para los chicos; los que trabajan rezan para conservar su empleo, los otros dependen de sus padres que, también, rezan para conservar su empleo.

Y además, no hubiese soportado que eligiesen a una chica.

No le gustan las chicas. Odia las comidas entre amigas, los cotilleos, las confidencias, las sesiones de compras, los celos escondidos tras grandes sonrisas. Con las chicas siempre hay que transigir, avanzar con cuidado, saber manejar determinada sensibilidad o susceptibilidad.

A ella le gusta ir directa al grano. Se gana tiempo yendo directa al grano. Y además, ella no tiene que dar explicaciones a nadie.

—Era eso o aumentar cada uno nuestra contribución, y teniendo en cuenta que los precios suben a ojos vista...

—¿Tan grave es? —pregunta Hortense, escéptica.

—Todo sube. ¡Tesco está carísimo! ¿El Black Currant de Ribena? ¡Carísimo! ¿Las patatas fritas Walkers con vinagre? ¡Carísimas! ¿El dark chocolate de Cadbury? ¡Carísimo! ¿Las deliciosas crackers Carr’s? ¡Carísimas! ¿Las asquerosas salchichas de cerdo que tanto nos gustan? ¡Carísimas! ¿La salsa Worcestershire? ¡Carísima! ¡Y el billete de metro ha subido de precio!

—Son momentos duros, mi querida Hortense...

—Me da igual —dice Hortense—, ¡voy a conseguir mis escaparates! Y aunque tuviese que dormir en la acera, me levantaría por la noche para trabajar, quiero que sea un éxito...

—Pero si no lo dudamos, ¡no lo dudamos ni un segundo!

Y con estas palabras, se despiden inclinándose, desgranando una sucesión de adiós, guapa, y peleándose por la botella de whisky.

Atraviesan el puente para dirigirse al piso del tío de Jean. Calle Lecourbe, calle Lecourbe, está a la derecha o a la izquierda...

—Está en Francia —gritan, zigzagueando.

Hortense vuelve a pie. Necesita pensar. Clavando los tacones en el asfalto de París. París que se despereza tras una noche de fiesta... Hay botellas de cerveza y de champaña en los bancos públicos, en las papeleras, al pie de los semáforos. París, bella ciudad dormida, ciudad lánguida, ciudad perezosa, ciudad enamorada. Yo he perdido a mi enamorado. Ha desaparecido en el amanecer gris, con las manos furiosas en los bolsillos de su chaquetón azul... El largo manto de bruma se borra sobre los tejados grises de París. He perdido a mi enamorado, mi enamorado, canturrea saltando por encima de los desagües cubiertos de hielo transparente.

Hortense deja su móvil bajo la almohada.

Por si Miss Farland adelantara la hora del veredicto...

Por si...

Se tumba a su lado.

No consigue dormir. Se va al día siguiente. Sus próximas veinticuatro horas serán un sueño breve, un sueño que deberá llenar de alegría y belleza. Hacer las paces con él. Encontrar la alegría turbadora del beso frente a Hyde Park, frente a las copas puntiagudas de los árboles de Hyde Park. Un día nos besaremos bajo los árboles de Central Park y las ardillas vendrán a comer en nuestras manos. No son ariscas las ardillas de Central Park. Se acercan por un dólar... Y después de todo, ¿qué es una ardilla? Una rata con un buen responsable de prensa. Nada más. Quítale la cola con penacho y se convierte en una rata peluda. Una rata peluda y asquerosa que se sostiene sobre dos patas. Hortense se ríe sola frotándose la nariz. A unas se las sonríe y a las otras se les pone cara de asco. Así que todo depende de la vestimenta. De las apariencias. Un detalle, un simple detalle y la rata se convierte en ardilla. Los paseantes les lanzan cacahuetes y los niños quieren una en una jaula.

Tiene ganas de despertar a Gary para explicarle la diferencia entre la ardilla y la rata.

¿Y sabes por qué los delfines sólo nadan en agua salada?

¡Porque la pimienta les hace estornudar!

No consigue dormir.

Quiere marcar el año nuevo con un recuerdo ardiente.

Pasa un dedo por el rostro de Gary. Es tan guapo, dormido...; sus largas cejas negras forman una barrera oscura, su boca entreabierta, hinchada de sueño, las mejillas algo blancas, algo rosadas, ese ligero ronquido de hombre que se ha acostado tarde, una barba que rasca su dedo que persiste...

Persiste...

Esta noche, se besarán.

Hoy, pasarán la noche juntos. Su primera noche. Ella sabrá hacerse perdonar.

Él no se le resistirá.

* * *

—Mi querido Chaval, si le he citado en este café el día de Año Nuevo es porque es altamente simbólico...

Chaval estaba erguido, ligeramente ladeado sobre la silla. Escondía bajo la mesa sus manos de uñas roídas. Para dar buena impresión frente a Henriette, se había puesto una chaqueta, una corbata, gomina en el pelo negro azabache, se había cortado las patillas y había pedido una botella de Vittel.

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