Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (35 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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Atravesó el hall sigilosamente y se paró en seco.

En una esquina estaba Joséphine, agachada, inclinada sobre una planta. Una planta enclenque, de hojas raquíticas. Había sacado una cuchara del bolsillo y cavaba un pequeño surco alrededor de la planta hablando en voz baja. Shirley no podía oír lo que decía, pero veía cómo se movían sus labios. Joséphine arrancaba con cuidado algunas hojas secas, arreglaba las que todavía estaban verdes, las limpiaba con un pañuelo, colocaba el palo que servía de tutor, consolidaba los nudos, todo eso mientras seguía hablando. Parecía presa de la indignación de una persona cuidadosa ante la negligencia que sufría la planta. Después sacó la botella de agua del bolsillo del abrigo, la vertió lentamente cuidando de que la tierra se empapara del agua sin expulsarla y esperó a que las últimas burbujas estallaran y la tierra se adormeciera, saciada.

Joséphine se incorporó y se frotó los riñones. Shirley pensó que se disponía a marcharse y se escondió detrás de una columna de hormigón. Pero Joséphine volvió a agacharse. Rascó la superficie de la jardinera. Se levantó de nuevo. Murmuró unas palabras inaudibles. Se agachó otra vez. Metió un dedo en la tierra para verificar que estaba bien empapada. Desplazó ligeramente la jardinera para que captase algo de la luz gris de ese último día de diciembre. Observó su trabajo con benevolencia y satisfacción. Flotaba en sus labios una sonrisa de enfermera. La sonrisa feliz de quien acaba de hacer algo útil.

Shirley analizó el rostro de su amiga. Tomó varias fotos de esa sonrisa indefinida, borrosa, que iluminaba su rostro y le confería una formalidad digna de un papa. Después se alejó, volvió a cruzar el hall y fue a esperarla fuera.

Cuando Joséphine volvió a salir, tenía las manos vacías y había desaparecido el bulto de su abrigo.

—¿No has encontrado el informe?

—No...

—¿Y has perdido la botella por el camino?

—¡Oh! —dijo Joséphine convirtiéndose en una begonia grana y palpándose las caderas como si buscara su botella.

—Me muero de frío. ¿Sabes de algún sitio donde podamos tomar un té caliente con pastas?

—Podemos ir a Carette, en la plaza del Trocadero. Tienen el mejor chocolate caliente del mundo, unas palmeras de hojaldre deliciosas... y, además, hay unas lamparitas muy bonitas que dan una luz de vela, una luz alegre...

Atravesaron el Campo de Marte, cruzaron el puente de Iéna, la plaza de Varsovia, cortaron a través de los jardines del Trocadero. El césped, aletargado por el invierno, dibujaba grandes manchas amarillas que los imperiosos tacones de los apresurados turistas terminaban de aplastar; vasitos de cartón, latas de refresco, colillas de cigarrillos salpicaban los senderos de grava, un jersey abandonado colgaba del borde de un banco y algunos niños jugaban a perseguirse imitando el grito de los apaches, exhibiendo los regalos de Navidad de sus padres ocupados en no llevarles la contraria. Sus gritos respondían en eco, ellos se empujaban, vociferaban, hacían muecas horribles, intentando asustarse unos a otros. Shirley se detuvo ante un nogal del Cáucaso, un avellano de Bizancio, un tulipero de Virginia, un olmo de Siberia, una sófora de Japón, un castaño de Indias y les hizo una foto.

Joséphine la observaba con la boca abierta.

—Pero ¿dónde has aprendido los nombres de todos esos árboles?

—De mi padre... Cuando era pequeña me llevaba a los jardines y a los parques y me enseñaba el nombre de los árboles. Me hablaba de los híbridos, de los cruces, de ramas, de ramajes, de raicillas y de guedejas. Nunca lo olvidé... Cuando Gary tuvo edad para caminar, le llevé a mi vez a los parques de Londres. Le enseñé el nombre de los árboles, le enseñé a estrecharlos entre los brazos para atrapar su energía, le dije que si tenía una pena en el alma, no había nada mejor que los grandes árboles centenarios para escucharle, consolarle, insuflarle ánimo y alejar ideas sombrías... Por eso le gusta tanto pasearse por el parque. Se ha convertido en un auténtico señor de los bosques...

Se instalaron en una mesa en Carette, ante dos chocolates calientes, palmeras y
macarons
multicolores, en medio de lamparitas blancas que daban a la sala una luz de sacristía. Shirley dejó la cámara sobre la mesa, apoyó la barbilla en una mano y siguió con la mirada a los camareros delgados y ariscos que circulaban cogiendo los pedidos. Joséphine quiso ver las fotos que Shirley había hecho y repasaron el curso de su paseo comentando cada foto, exclamando, dándose codazos ante un detalle que descubrían en aquel momento.

—¿Y eso? ¿Qué es? —preguntó Joséphine delante de la foto de una mujer agachada, vista de espaldas.

—Ya verás...

Shirley le mostró la foto anterior, después otra, y otra.

La boca de Joséphine se abrió y ella enrojeció.

—Soy yo...

—Tú, ¡haciendo cosas a escondidas!

—Es que...

—¿Tienes miedo de que te trate de lela?

—Un poco...

—¡Ésa eres tú, Jo! ¡Atravesar París para regar una pobre planta!

—Es que, entiéndelo, a ésa nadie la cuida. No la han puesto en las jardineras con las demás, sólo la riegan cuando se acuerdan y, a veces, la olvidan completamente. Sobre todo durante las vacaciones... Cada vez que voy a la facultad, paso a verla antes de subir a los despachos y la riego...

—¿Sabes, Jo?, creo que es por cosas como ésa por lo que te quiero con locura...

—¡Uf! ¡Tenía miedo de que me tomaras por loca! ¿Miramos las otras fotos? ¿Las de Gary y Hortense? ¿Crees que podemos?

—No está demasiado bien, ¡pero me muero de ganas!

Entonces desfilaron las fotos de Gary siguiendo a Hortense por las calles de París. Hortense dibujando en un banco, Hortense con cara de malas pulgas, Hortense burlándose delante de la cámara, un magnífico piano lacado en blanco en un escaparate, un surtido de bombones, un primer plano de un bombón de pistacho, una crema Chiboust limón sobre una capa de galletas de avellana, una mousse de chocolate con leche salpicada de trocitos de florentinos de almendra, una fila de cajas negras, de cajas rojas, una pintada en gelatina, fachadas de edificios, detalles de fachadas de edificios, balcones en hierro forjado, un campanario, frisos de piedra, más fachadas de edificios y...

El rostro de un hombre divertido blandiendo una pinta de cerveza.

Shirley soltó la cámara como quien suelta un pedrusco demasiado pesado.

Joséphine la miró fijamente, sorprendida.

—¿Qué te pasa?

—El hombre... ese... en la foto...

Joséphine cogió el aparato y contempló al hombre que reía con unos grandes bigotes de cerveza. Un hombre recto y orgulloso, nacido para gustar, un hombre que parecía ignorar el miedo y quería lanzarse de cabeza a la vida. Un hombre magnífico con brazos de leñador y manos de artista.

—Oye, sí que es guapo... Y tiene un aspecto realmente..., ¿cómo decirlo?..., seguro, acogedor... ¿Es un amigo de Gary? Parece mucho mayor que él... ¿Hay alguna más?

Shirley, muda, pulsó el aparato y descubrieron otras fotos del hombre con bigotes de cerveza. En un pasillo de supermercado... Ya no tenía bigotes. Llevaba bajo el brazo un cesto metálico, lleno de frascos, cajas, yogures, bricks de leche, manzanas, naranjas. Gary hacía el payaso, la cara desencajada por la risa, esgrimiendo un ramillete de brécol.

—¿Es un amigo de Gary? —repitió Joséphine, extrañada por la reacción de Shirley, que no decía nada y pulsaba el botón mecánicamente.

—Peor que eso...

—No lo entiendo... Parece el fin del mundo.

—Joséphine, ese hombre de las fotos...

—Sí...

—¡Es su profesor de piano!

—¿Y? Parecen llevarse muy bien... ¿Te molesta?

—Joséphine...

—Si no me lo aclaras, ¡no me voy a enterar!

—Es Oliver. MI Oliver...

—El hombre que conociste nadando...

—Sí. El mismo...

—Y del que te has enamorado...

—¡Es el profesor de piano de Gary! Ese del que me habla todo el tiempo sin decirme nunca su nombre, dice «él», dice «él», dice «el Maestro» riéndose... o a lo mejor me lo dijo, pero yo no lo oí. No quise escucharlo. Hay centenares de profesores de piano, ¿por qué ha tenido que tocarle él?

—Pero no lo utilizáis de la misma manera...

—Gary me ha hablado muy poco de eso, pero adivino lo importante que es ese hombre para él. No ha tenido padre, Jo, necesita un hombre como referente...

Había dicho eso con la dolorosa extrañeza de quien se da cuenta por primera vez de que le falta un brazo. De que no puede hacerlo todo. De que la inmensidad de su amor acaba de alcanzar un límite duro y frío, que la pone en su lugar, en el de simple madre.

—Es la primera vez que tiene un amigo adulto, no un chiquillo, un hombre con el que se siente bien, con el que puede hablar, sincerarse, un hombre que, además, le enseña lo que le gusta, el piano. Yo le he dicho varias veces preséntamelo y él me ha contestado no, es cosa mía, no quiero que te metas... Es su propiedad, Jo, ¡su propiedad privada! Y yo, yo me aventuro en su territorio...

—¡Pero no lo sabías!

—Lo sé ahora... Y sé también que no puedo volver a verle. ¡Nunca más!

E hizo desfilar una por una las fotos del hombre de la cazadora roja y apagó el aparato como si cubriera su rostro desolado con el velo negro de una viuda.

—Qué bonito ha sido, y ya se ha terminado...

—No digas eso... Quizás Gary lo comprenda...

—No. Gary no está en la edad de comprender... Está en la edad de la impaciencia y la avidez. Lo quiere todo o nada. No quiere compartir. Oliver es su amigo y no debe en ningún caso ser el mío. No lo compartirá. En este momento, accede a su independencia, construye su vida. Lo noto y me parece bien... Hemos vivido mucho tiempo pegados el uno al otro. Nos reíamos de lo mismo, pensábamos lo mismo, nos guiñábamos el ojo para decírnoslo todo... Con Oliver se instala por su cuenta. Le necesita como el aire que respira y yo no quiero asfixiarle. Me retiro. Punto final.

Empujó su plato de
macarons
y meneó la cabeza.

—Pero... —dijo Joséphine, en voz muy baja—. No crees que...

—¡Se acabó, Jo, no se hable más!

Y de pronto, las lamparitas blancas de Carette con pantallas color marfil ya no eran cálidas, dulces, tenues, sino blancas, siniestras. Como el rostro deshecho de Shirley.

* * *

Zoé estaba enamorada. Cantaba, daba empujones a Du Guesclin, le agarraba del morro y de las orejas, tarareaba ¡pero cuánto te quiero! ¡Pero cuánto te quiero! Y después le soltaba, corría por el piso, se reía, alzaba los brazos al cielo, se colgaba del cuello de su enamorado, le preguntaba ¿te gusta el azul turquesa o el azul cielo? No esperaba respuesta, se ponía una camiseta gris, le robaba un beso y por las noches se ponía perfume detrás de la oreja con aire misterioso, como si colocara un talismán que le asegurara el amor eterno de su pretendiente. Gaétan la observaba con atención e intentaba ponerse a su altura. No estaba acostumbrado a tanta alegría y, a veces, sus risas tropezaban y caían de lado. Se oía reír en falso y se paraba en seco, aterrado por un agudo sentido del ridículo. No pronunciaba ni una palabra más, esperando recuperar una gravedad, una respetabilidad de buena ley. Aquello parecía un número de circo, el payaso triste y el payaso alegre, y Joséphine observaba la efervescencia de su hija rogando al cielo para que no se desengañase. Tanta alegría la inquietaba.

Esa tarde, recién llegadas de Carette, Zoé, con los brazos abiertos, daba vueltas por la casa, se detenía ante un espejo, verificaba un mechón de pelo, el cuello de su blusa, la altura de sus vaqueros y volvía a girar cantando ¡la vida es bella! ¡Estoy enamorada y la vida es bella como un plato de tallarines! Mientras que Gaétan, silencioso como un chico sobrepasado por la situación, intentaba adoptar la expresión responsable de quien está en el origen de esa felicidad grandiosa.

—¡Hemos ido al cine y al volver nos hemos cruzado con los nuevos! —exclamó Zoé dejándose caer en una esquina del sofá—. El señor y la señora Boisson y sus dos hijos con la mirada absolutamente inexpresiva y, en el ascensor, nos hemos cruzado también con la pareja de chicos que iban al baile de Nochevieja, emperifollados, perfumados, ¡tan perfumados que estuvimos a punto de morir asfixiados en el ascensor! Es cierto, Gaétan, ¿verdad que es cierto? Di que es cierto o mamá no me creerá...

—Es cierto —articuló Gaétan, cumpliendo con su papel de subrayar las frases.

—Y mientras os esperábamos ¡hemos preparado la comida!

—¿Habéis cocinado? —exclamó Joséphine.

—He preparado la pierna de cordero sobre una placa del horno, lo he embadurnado con tomillo, romero, mantequilla, sal gorda, he metido dientes de ajo en la carne rosada y he cocido judías verdes y patatas. Tú no tienes que hacer casi nada... y oye, mamá, le dejaremos el hueso a Du Guesclin. Él también puede festejar la Nochevieja...

—¿Dónde está ese viejo Doug? —preguntó Joséphine, sorprendida de que el perro no se lanzase sobre ella, con las patas por delante, como de costumbre.

—Está escuchando TSF Jazz en la cocina ¡y parece que le gusta mucho!

Joséphine abrió la puerta de la cocina.

Du Guesclin, tumbado ante la radio, escuchaba
My favourite things
de John Coltrane moviendo las orejas. Con la cabeza apoyada en sus patas delanteras, no se movió e ignoró a la intrusa.

—Es asombroso lo melómano que es ese perro —dijo Joséphine, cerrando la puerta.

—Es normal, mamá, su primer propietario era compositor.

—¿Y Hortense, dónde está?

—En su habitación... Con Gary. Se le ha ocurrido una idea para el escaparate, está rebosante de alegría y besa a todo el mundo. Deberías aprovecharte...

—¿Y de qué se trata?

—Ha prometido que nos lo diría durante la cena... ¿Quieres que pongamos la mesa?

—¿No puedes estar quieta en un sitio, mi amor?

—Es que quiero que esto sea una fiesta, una fiesta perfecta, ¿eh, Gaétan?

Gaétan asintió de nuevo.

En la entrada, Shirley decidió sonreír. Sonriendo se pone una contenta, se persuadió, abrumada. Dejar de pensar en la cazadora roja, no volver a ponerle un nombre, no volver a sentir esa cálida mano sobre la suya, esa mirada clavada en su boca, la boca que se acerca y turba la suya, los labios que mordisquea antes de besarle. Una felicidad prohibida a partir de ahora. Sólo debo recordar que ya no, ya no, ya no. No sentir más el corazón a cien por hora, ya no esperar la hora de la cita empujando el segundero, ya no buscar con la mirada su bicicleta, ya no sentir un vuelco en el corazón, ya no imaginarme mi mano sobre su hombro, mi mano que acaricia su espalda, sube por el pelo, le peina con los dedos separados para sentir el espesor de los rizos.

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