—El secreto está en asar apropiadamente la carne —observó el djinn con la boca llena de almendras, pasas y cordero—. Demasiado asada y se vuelve dura y seca. Demasiado poco y…, vaya, no hay nada peor que el cordero poco hecho. Tú, mi querido Sond —dijo lanzando un beso con los dedos al otro djinn, sentado en frente de él—, has adquirido la técnica justa a la perfección.
Tras este cumplido, los dos djinn comieron deprisa y sin hablar, ya que hablar durante la comida es insultar a los alimentos. Por fin, con un profundo suspiro y un eructo de satisfacción, el gordo djinn se arrellanó en cojines y juró que ya no podía comer ni un bocado más.
—¡Delicioso! —dijo, bañando sus manos en el agua alimonada que su anfitrión había vertido en una palangani-ta delante de él.
—Me siento honrado por el elogio de alguien tan conocedor como tú, mi querido Usti. Pero, de verdad, debes intentar probar estos pasteles de almendra. Han sido traídos desde Khandar.
Sond ofreció un plato de estos pegajosos dulces a su invitado, quien no podía ofender a su anfitrión rehusándolos. En verdad, daba la impresión, por su redondez, de que este djinn no había ofendido a un anfitrión durante los últimos seis siglos.
—Y una pipa para darle el toque final a una buena comida —dijo Usti.
El djinn observaba complacido mientras Sond colocaba el narguile entre los dos. Tomando una de las boquillas, inhaló el humo del tabaco; el gorgoteo del agua en la pipa proporcionaba una relajante sensación. Sond fumaba en la otra boquilla. Ambos djinn fumaron en silenciosa camaradería durante un buen rato, permitiendo a sus inmortales cuerpos dedicarse a la importante, aunque ilusoria, función humana de la digestión.
Mientras ambos fumaban, sin embargo, cada vez se le hizo más evidente al redondeado djinn que Sond lo estaba estudiando con miradas de reojo, y que, mientras esto hacía, el rostro de su compañero se estaba volviendo cada vez más grave y solemne. Pero, cuando Usti miraba directamente a Sond, el alto y apuesto djinn apartaba al instante la mirada. Por fin, Usti no pudo ya contenerse por más tiempo.
—Mi querido amigo —resolló, constreñido como estaba su aliento por el humo del tabaco y por su voluminosa panza—, primero me miras; luego, cuando yo te miro a ti, retiras la mirada y, cuando yo dejo de mirarte, me miras otra vez. Por Sul, dime lo que pasa antes de que me vuelva loco.
—¿Me perdonarás, amigo Usti —dijo Sond—, si te hablo sin rodeos? Hace tan poco tiempo que nos conocemos… Me temo que estoy siendo algo presuntuoso.
Usti desechó esto con un gracioso gesto de su mano rebozada de caramelo.
—Es, sencillamente, que me temo que no te encuentres del todo bien, amigo mío —prosiguió Sond con aire solícito.
Usti lanzó un resignado suspiro, despidiendo pequeños regueros de humo por las comisuras de su boca.
—¡Si supieras la vida que he llevado! —dijo el djinn colocándose la mano en el pecho.
En contraste con el pecho y hombros desnudos de Sond, el gran corpachón de Usti estaba envuelto entre los pliegues de una blusa de seda, un par de voluminosos pantalones y una túnica de seda. Un blanco turbante le adornaba la cabeza. La temperatura en el interior de la lámpara de Sond, donde los dos estaban cenando, era elevada, y Usti se restregaba el sudor de la cara mientras explicaba sus penas.
—Que
hazrat
Akhran me perdone por hablar mal de mi ama, pero esa mujer es una amenaza, ¡una amenaza! Zohra… la flor —resopló el djinn, soltando humo por la nariz—. Zohra, la ortiga. Zohra, el cactus. ¡Ésta —dijo paseando su mano por encima de los platos— es la primera buena comida que he disfrutado desde hace días, si me quieres creer!
—¿De veras? —dijo Sond, mirando con expresión compasiva al djinn.
—Nunca falla. Estoy en la mitad de una tranquila y sencilla comida cuando oigo: «toe, toe, toe» en el exterior de mi brasero. Si no respondo al instante; si, por ejemplo, decido beber mi café mientras aún está caliente y,
después
, atender a los requerimientos de mi ama, ésta se pone como una furia y termina por lo general —aquí Usti hizo una pausa para tomar aliento— por arrojar mi vivienda a un rincón de la tienda.
—¡No! —exclamó Sond convenientemente horrorizado.
—Y el trastorno que eso me ocasiona… —dijo Usti sacudiendo con pesar la cabeza—. Mi mobiliario está todo patas arriba estos días. ¡Ya no sé lo que está hacia arriba o hacia abajo! ¡Por no hablar de la vajilla rota! ¡Mi pipa tiene ahora una gotera! ¡No hay manera de disfrutar de un momento de placer!
El djinn apoyó su enturbantada cabeza en una mano y alzó los hombros.
—Mi querido amigo, eso es intolera…
—¡Y eso no es ni la mitad de lo que me pasa! —interrumpió Usti con sus múltiples papadas temblando de indignación—. ¡Las exigencias que me hace! Y en contra de su marido, quien no hace más que persuadirla para que se comporte de forma apropiada. Ella se niega a ordeñar las cabras, a batir la mantequilla, a tejer sus ropas y a cocinar la comida de su esposo. Si puedes creerme —Usti estiró el brazo y dio una palmadita a Sond en la rodilla—, ¡mi ama se pasa todo el día montando a caballo! ¡Y vestida como un muchacho!
Volviendo a recostarse en sus cojines, Usti miró a su anfitrión con el aire de quien ya lo ha dicho todo.
Sond abrió los ojos de par en par. Siendo la cosa demasiado espantosa para expresarla en palabras, el djinn apretó con su mano el flácido brazo de Usti con fraternal compasión.
—Pero Zohra es una mujer muy hermosa y ardiente —comenzó Sond sugestivamente—. Seguro que Khardan, el califa, hijo de mi señor, tiene sus compensaciones…
—Si las tiene, ¡las obtendrá de su imaginación! —gruñó Usti—. Con todos mis respetos por el califa, que
hazrat
Akhran lo tenga bajo su favor… Él probó su virilidad en su noche de bodas con la leona. ¿Por qué dormir con unas garras junto a su garganta? Menos mal que Sul, en su infinita sabiduría, no dio a esa mujer el poder de la magia negra. Tiemblo al pensar lo que sería capaz de hacer a su esposo, si pudiera. Hablando de eso, ¿conoces la historia de Sul y los Brujos Demasiado Instruidos?
—No, creo que no —respondió Sond, quien había oído la historia por primera vez cuatro siglos atrás pero conocía los deberes de un anfitrión.
—Cuando el mundo era joven, cada uno de los dioses, loados sean sus nombres, poseía sus propios dones y gracias que otorgaba a sus fieles. Pero Sul, como centro de todos, sólo poseía la magia. Él compartía este don con los humanos de mente seria e instruida de este mundo, quienes acudían humildemente a él rogándole les dejara servirle dedicando sus vidas al estudio y a todos los trabajos duros; no sólo de la magia, sino de todas las cosas de este mundo.
»Los brujos hicieron lo que habían prometido, estudiando magia, matemáticas, filosofía, hasta que se convirtieron en los hombres más instruidos y sabios del mundo. Con lo cual, se convirtieron también en los más poderosos. Como habían aprendido todas las lenguas y costumbres de unos y otros, se reunieron e intercambiaron información, aumentando aún más con ello su conocimiento. Entonces, en lugar de mirar cada uno a su propio dios, comenzaron todos a centrarse cada vez más en Sul, el Centro. Todos ellos se convirtieron en una sola mente, y esta mente les dijo que empleasen su poderosa magia para suplantar a los dioses.
»Como podrás imaginar, los dioses estaban furiosos e hicieron reproches a Sul, exigiéndole que retirase la magia de los seres humanos. Sul no podía hacer esto, pues la magia se hallaba ya demasiado omnipresente en el mundo. Pero el propio Sul estaba enojado con los brujos, que se habían vuelto arrogantes y exigentes. Y decidió ocuparse de ellos con dureza con el fin de darles una lección.
»Tras congregar a los brujos con el pretexto de celebrar su recién adquirido poder, Sul cogió y cortó la lengua a cada uno de ellos para que ya no tuviesen el poder de hablar lengua ninguna.
»“Porque”, dijo Sul, “es sabido que los hombres deben hablarse entre sí con el corazón y vosotros lo habéis olvidado”.
»Luego, Sul decretó que, puesto que la magia todavía estaba en el mundo, debía ponerse en manos de las mujeres, quienes, en su mayoría —Usti dio un suspiro—, son dulces y amables. Así la magia se utilizaría sólo con buenos propósitos. Sul determinó, además, que la magia debía basarse en objetos materiales, como fórmulas, amuletos, pócimas, pergaminos y varitas, para que quienes la practicasen se encontrasen limitados por las propiedades físicas de los objetos en que reside la magia así como por sus propias limitaciones humanas.
»Así habló y procedió Sul, y los Brujos Demasiado Instruidos volvieron a casa para encontrarse con que sus mujeres estaban en posesión de la magia y que ellos, como castigo a su arrogancia, se verían obligados a comer sopa y gachas durante el resto de sus deslenguadas vidas.
—Alabada sea la sabiduría de Sul —dio Sond, conocedor de lo que procedía al final de la historia.
—Alabada sea —repitió Usti enjugándose la ceja—. Pero Sul no pensó, sin duda, en mi ama cuando hizo tal cosa. Las palabras de mi ama son más afiladas que el cactus y escuecen más que el escorpión. Entre tú y yo, amigo mío —dijo Usti inclinándose hacia adelante y apuntando conun grueso dedo al pecho de Sond para dar énfasis a sus palabras—, yo no creo que el califa lamente demasiado que su esposa no cocine para él, si entiendes lo que quiero decir.
—¡No! —protestó Sond horrorizado—. Sin duda él no cree que ella pudiera…, que ella pudiera…
—¿Envenenarlo? —Usti hizo un gesto de inteligencia con los ojos—. ¡Esa mujer es una amenaza, una amenaza!
—¡Zohra no se atrevería a ir contra los decretos de Akhran!
Usti no dijo nada; sólo levantó las manos hacia el cielo.
Sond se mostró oportunamente alarmado. Echando una cauta mirada en torno a los confines de la lámpara, él, a su vez, se acercó a Usti y le habló en voz baja.
—No quiero entrometerme en asuntos privados entre djinn y amo, pero ¿alguna vez te ha pedido tu señora que…? Bueno, ya sabes…
Los ojos de Usti se elevaron hasta esconderse debajo de las cejas, mostrando el blanco de los ojos.
—Matar no —dijo en voz queda—. Ni siquiera mi ama se atrevería a desencadenar la ira de
hazrat
Akhran ordenándome asesinar a su esposo, cuando sabe que, para cobrar una vida mortal, debo primero tener la sanción del dios. Pero… otras cosas… —susurró a Sond al oído haciendo gestos explicativos con las manos.
El rostro de Sond reflejaba horror.
—¿Y qué hiciste?
—Nada —resopló Usti abanicándose con una rama de palmera—. Puse la excusa de que, varios cientos de años atrás, el tatara-tatarabuelo de Khardan muy generosamente me liberó del conjuro de un
'efreet
malvado y que, por ello, no puedo hacer a la familia daño de
ningún tipo
—dijo enfatizando estas palabras— durante mil años. Lo que, hasta cierto punto, es verdad —añadió—, aunque la naturaleza de la promesa no sea tan comprometida como he hecho creer a mi ama. Desde entonces, sin embargo —se quejó el djinn—, mi vida ha sido un tormento. En cuanto aparezco, mi ama me arroja cacerolas y otros objetos. Si me escondo en mi vivienda, ¡me arroja
a mí
a las cacerolas!
—¿Qué fue lo que precipitó todo esto? Parecía que se llevaban tan bien…
—¡Las ovejas! A mí me gustan las ovejas, a mi manera —dijo Usti con una golosa mirada a los restos de cordero asado—, pero no puedo entender por qué se está armando tanto jaleo por ellas. Todo ello tiene que ver con este decreto de
hazrat
Akhran de que las tribus permanezcan acampadas en torno al Tel hasta que la Rosa del Profeta florezca, lo que, me parece a mí, está más lejos de suceder que nunca. De hecho, creo, si puedo hablarte con toda sinceridad, amigo mío…
—Puedes.
—Creo que la miserable planta se está muriendo. Pero eso no tiene importancia. Por lo que he podido entender, parece que la gente de Zohra se ve obligada a deambular entre este Tel, en medio del desierto, y sus estribaciones hacia el oeste donde apacientan a las ovejas. Como consecuencia, su tribu se encuentra partida en dos. Los que están viviendo aquí se preocupan por los que están viviendo allí. Temen que vengan saqueadores del sur. Temen a los lobos. Temen a los lobos del sur… ¡yo qué sé!
Usti se secó la sudorosa frente.
—El padre de mi ama (que
hazrat
Akhran lo entierre hasta las cejas en un montículo termitero) le metió en la cabeza la idea de que, si los hranas tuviesen caballos, se resolverían todos sus problemas. Zohra fue y exigió a Khar-dan que diera a su gente caballos para pastorear sus rebaños.
Sond jadeó de asombro.
—Precisamente, ésa fue la respuesta del califa —dijo Usti con gesto sombrío y luego engrosó el timbre imitando la profunda voz de barítono de Khardan—. «Nuestros caballos son hijos de
hazrat
Akhran», le dijo a mi ama. «Son montados para Su gloria, para hacer la guerra o participar en juegos que celebran Su nombre. ¡Jamás han llevado una carga! ¡Jamás han trabajado para ganarse su comida! —Usti comenzó a levantar la voz—. ¡Nuestros nobles animales jamás se utilizarán para pastorear ovejas! ¡Jamás!»
—¡Sssh! ¡Baja la voz! —lo increpó Sond, suprimiendo con esfuerzo una sonrisa de placer.
Lo mismo que las ovejas de que hablaban, la conversación de Usti estaba recorriendo el sendero marcado por Sond. Aprovechando un momentáneo respiro brindado por el reciente arranque de pasión de Usti, que le había causado a éste una súbita constricción de sus vías respiratorias, Sond vertió café dulce y espeso y sacó algarrobas confitadas, dátiles y otras golosinas. Los ojos de Usti se humedecieron de placer a la vista de ellas.
—Es verdad que nuestros caballos
son
sagrados para nosotros, como dice el califa —aseguró Sond, sorbiendo su café y mordisqueando un higo seco—. Incluso, cuando nos trasladamos de un campamento a otro, nunca montamos nuestros amados animales, sino que caminamos orgullosamente con la gente. Sin embargo —continuó el djinn con tono solemne—, se supone que debemos tratar de ver el mundo desde el lomo del camello de otro. Yo puedo comprender el punto de vista de tu señora. No es bueno para la tribu estar dividida en estos tiempos inestables que corren. Y, hablando de ello, los camellos serían, sin duda alguna, la solución ideal. Pero ¿de dónde iban a venir? Los precios que ese bandido de Zeid pide por sus
mehari
son insultantes. Mi amo ha estado considerando durante largo tiempo infligirle alguna humillación.