—Tu plan es excelente, sidi. Yo mismo se lo comunicaré a mi señor…
—¡No se lo digas a nadie, Sond! —ordenó Khardan—. ¡Y menos a mi padre! Se volvería loco de furia y, en su rabia, podría delatarnos. Yo me encargaré de lo que hay que hacer.
—El califa es todo sabiduría.
—No olvidaré esto, Sond —respondió Khardan ahogado por la emoción—. Tu advertencia nos ha salvado de una terrible calamidad y además nos librará, por fin, del hedor de esos ovejeros. Cuando
hazrat
Akhran se entere de su traición, también sabrá de tu devoción de mis propios labios. Y, si El decidiera redimirte de tu servidumbre, nadie se alegraría más que yo.
Sond apartó su sonrojado rostro de los ojos del califa.
—Te ruego que no lo hagas, sidi —dijo en voz baja—. Yo…, yo no soy merecedor de tal honor. Además, me haría pedazos tener que abandonar a tu padre…
—¡Tonterías! —dijo Khardan con tono gruñón, aclarándose la garganta y dando una palmada al djinn en su ancha espalda—. Majiid te echaría de menos, quién lo duda. Has servido bien a esta familia desde los tiempos de mi tataratataratatarabuelo, o tal vez más. Pero ya es hora de que dejes el reino mortal y vivas en paz allá arriba, con alguna encantadora djinniyeh que alegre tus días y endulce tus noches, ¿eh?
Poco se imaginaba Khardan que estaba retorciendo un cuchillo en el corazón de Sond. Encogiéndose de dolor, el djinn ocultó su angustia postrándose de rodillas ante el califa. Khardan tomó esto como un conmovedor signo más de la devoción del djinn y casi estuvo a punto de llorar cuando regresaba a su tienda.
Largo rato después de que el califa se hubiese marchado, Sond seguía arrodillado sobre la arena del desierto, golpeando la erosionada roca con sus puños hasta hacer sangrar su carne inmortal.
Sond no sólo había traicionado a su gente, sino también a su dios. Akhran el Errante no era célebre por su misericordia; sus castigos eran rápidos, duros y tajantes. En la mente de Sond no había duda de que el dios descubriría la traición de su djinn. Ciertamente, Sond podría alegar que había hecho lo que había hecho por su amada. Pero, ¿qué era la vida de una djinniyeh comparada con los grandes proyectos del cielo?
Sond había considerado la posibilidad de ir a Akhran y decirle que uno de sus inmortales había sido tomado cautivo, pero enseguida había desechado la idea. El dios montaría en cólera, pero su cólera iría dirigida a Quar. El dios Errante jamás se sometería a las exigencias de Quar a cambio de la indemne devolución de Nedjma ni permitiría tampoco que Sond lo hiciera. En su furia, Akhran podría de hecho cometer algún acto temerario que hiciese que Sond perdiera a Nedjma para siempre.
Al recordarse a sí mismo esto, Sond se calmó un poco. Si alguien había de salvar a Nedjma, sería él y nadie más que él.
—Y, si logro hacerlo, de buen grado me someteré a cualquier castigo que me impongas, oh Sagrado Señor —prometió Sond con fervor elevando los ojos al cielo.
Recobrada su paz de ánimo, y convencido de que lo que estaba haciendo estaba bien, el djinn se recompuso y se preparó para comenzar su día de servicio. De camino a la tienda de Majiid, Sond pasó por el Tel. El djinn echó una mirada a la Rosa del Profeta. El cactus tenía peor aspecto que nunca. Parecían estar todos muriendo de sed; los verdes y suculentos tallos habían adquirido un color marrón enfermizo. Sus espinas estaban empezando a caer.
«Bien, pronto se regará», pensó sombríamente Sond. «Se regará con sangre.»
Khardan se encontró secretamente con algunos de sus hombres y los puso en conocimiento de la incursión proyectada por los hranas y de su plan para desbaratarla. La cólera del califa hizo eco en sus
spahis
cuando éstos oyeron la noticia. Por fortuna, allí estaba su líder para calmarlos, pues, de no ser así, habrían derribado el campamento de los hranas sobre sus cabezas en aquel mismo momento.
Zohra también se reunió en secreto con su gente. Al principio, los hombres hranas se habían mostrado algo reacios a reunirse con una mujer, sobre todo con una mujer a quien ellos veían como el enemigo. Zohra se sintió herida al comprenderlo. Al encontrarse de frente con los hombres hranas, muchos de los cuales eran medio hermanos, primos o sobrinos, vio sus rostros oscuros y ojos recelosos y, enrojeciendo intensamente de vergüenza, pensó en lo cerca que había estado de someterse al arrogante califa, de convertirse en verdad en enemigo de su pueblo.
Gracias a Akhran, esto no había ocurrido. Sus ojos se habían abierto a tiempo.
Con una voz baja pero apasionada, relató los sufrimientos de su tribu a manos de los akares. Recordó a los hombres lo que ellos ya sabían: que la estación de las crías estaba cerca; una estación en que los rebaños eran más vulnerables a los ataques de los predadores. Repitió, pala-bra por palabra, su petición de caballos y la dura negativa de su esposo. Después, les presentó su plan para conseguirlos.
Los hombres escucharon. Su recelo se fue disipando y convirtiendo en rencor ante el hábil y elocuente recordatorio que ella hacía de sus penalidades, y transformándose después en rabia al escuchar los insultos de Khardan, rabia que acabó por metamorfosearse en un incontrolable entusiasmo por la propuesta de Zohra. Por fin se vengarían de los akares, ¡e iba a ser una dulce venganza!
Una apariencia de paz se instauró en el Tel, dado que ambos líderes habían dado instrucciones a sus respectivas tribus de que evitasen cualquier acto temerario que pudiese llamar indebidamente la atención hacia ellos. Cada bando se había sentado a esperar que transcurriera la semana, pero jamás había pasado el tiempo tan despacio. Noche tras noche, veían la luna menguar, derramando su pálida luz sobre el desierto, sorbiendo los colores de todas las cosas. Muchos observaron que la Rosa del Profeta, enroscándose sobre sí misma como una araña moribunda, se veía particularmente fea a la luz de la luna. Los ajados cactus desprendían un olor peculiar…, un olor a carne en descomposición.
Para aquella gente impaciente, acostumbrada a pensar y reaccionar al instante, tanto la espera como la necesidad de guardarla en secreto era una verdadera tortura. El aire, en torno al oasis, retumbaba con relámpagos sin descargar. Ambos jeques supieron enseguida que se estaba forjando una tormenta. Jaafar llegó a sentirse tan nervioso que no podía comer. Majiid exigía a su hijo que le dijese qué estaba sucediendo, pero éste sólo le respondía que todo estaba bajo control y que ya le avisaría cuando llegase el momento.
Oliéndose un derramamiento de sangre, Majiid sonreía y afilaba su espada.
Los dos djinn, Fedj y Sond, recibieron órdenes de sus amos de espiar al bando enemigo, y con tanta diligencia lo hicieron que siempre se los veía escondiéndose por el campamento, mirándose desafiantes el uno al otro y añadiendo más tensión al ambiente general. Creyendo que sabía lo que ocurría, Pukah disfrutaba inmensamente del juego, preguntándose mientras tanto cuándo planeaba Sond atraer la ira de Akhran sobre las dos tribus. Jactancioso de su plan, Usti llevaba ahora una vida de lujo. Su brasero descansaba en un lugar de honor en la tienda de su ama. Ésta ya no le imponía tareas rebajantes, ni lo arrojaba fuera de la tienda ni le interrumpía jamás su comida.
La relación entre Zohra y Khardan no experimentó ningún cambio, al menos en las apariencias. Igual que antes, seguían sin hablarse cuando sus caminos se cruzaban por casualidad. Sus miradas se encontraban, se detenían por un breve instante y se separaban, aunque Khardan tenía que hacer uso de toda su capacidad de autocontrol para no arrancarle aquellos ojos negros que resplandecían con un secreto y triunfante desprecio cada vez que lo miraban. Pensó que muy bien podría volverse loco antes de que la semana terminara.
Y entonces, hacia la mitad de los siete interminables días, Pukah trajo a su amo cierta información que dio a Khardan la oportunidad de desahogar algo de su creciente rabia. No se atrevía a atacar abiertamente a su esposa; eso lo echaría todo a perder. Pero, mientras, podría al menos introducir una o dos espinas en su presuntuosa carne.
Zohra acababa de regresar de su temprana cabalgada matinal y estaba en su tienda, limpiándose la tierra y el sudor y untándose aceites perfumados en la piel, cuando Khardan, de improviso y sin previo aviso, levantó la solapa y entró.
—Saludos, esposa —dijo secamente.
Girándose alarmada, con el largo pelo negro volando como un látigo sobre su espalda desnuda, Zohra cogió una túnica de lana y se cubrió con ella el cuerpo desnudo. Miró a su esposo con ojos de fuego, demasiado furiosa para poder hablar.
Khardan, al principio, tampoco dijo nada. Su bien planeado discurso había estado todo el tiempo en sus labios, pero al ver la grácil figura de Zohra las palabras se le fueron de la cabeza.
Se quedó mirando aquellas mejillas oscuras encendidas de un rosado intenso, aquellos bucles de pelo negro que caían en ondas en torno a sus desnudos brazos, aquellos blancos hombros visibles por encima de la prenda que Zohra sostenía contra su pecho. La fragancia del jazmín flotaba en torno a ella y el aceite brillaba sobre su cuerpo a la luz del sol que se filtraba a través de la tienda. Un rápido tirón a esa túnica con la mano…
Con brusquedad e irritación, Khardan apartó la mirada, negándose a dejarla traslucir su momentánea debilidad. ¿Por qué aquella mujer, de entre todas las que conocía, lo afectaba de esa manera, convirtiendo su sangre en agua? Entonces, intentó salvar su dignidad.
—¿Eres acaso alguna concubina del bajá para que aparezcas en semejante estado a esta hora avanzada del día? ¡Vístete, mujer!
La sangre latió de vergüenza e indignación en los oídos de Zohra y oscureció su visión con una marea roja, borrando por completo la momentánea mirada de admiración de Khardan. Ella sólo lo vio girar la cara hacia otro lado, obviamente de repulsión y aborrecimiento, y permaneció donde estaba, temblando de vergüenza y orgullo herido, cubriendo su desnudez con el polvoriento vestido que sostenía apretado contra su pecho.
—¡Di lo que tengas que decir y desaparece! —dijo con una voz baja y ronca, espesada por lo que en otra podría haber sido el deseo de amor pero que en ella era tan sólo el deseo de matar a aquel hombre que, de entre todos los hombres que conocía, siempre había de cogerla en algún momento de debilidad.
Khardan carraspeó para aclarar su garganta también de una repentina ronquera y comenzó a preparar su sermón.
—Tengo entendido que has ido a ver a mi madre para que te enseñe el hechizo que calma a los caballos.
—¿Y qué si lo he hecho? No es asunto tuyo. Dichas cuestiones de magia son sólo cosa de mujeres, no de hombres.
—Sólo me estaba preguntando por qué de pronto te tomas ese interés en las cosas de mujeres, esposa —dijo Khardan con indiferencia, aunque enseguida volvió a él el enojo al recordar las intrigas de su esposa.
Él sabía muy bien por qué Zohra sentía tan súbito interés en adquirir dicha habilidad mágica y se complacía en jugar con ella.
Zohra apreció el extraño timbre de su voz y, por un momento, su corazón se amedrentó. ¿Habría descubierto…? No, ¡era imposible! Cada uno de los hombres que había escogido era leal y de absoluta confianza. Por encima de todo, tenían tan grandes razones para odiar a Khardan y a su tribu como ella. Antes dejarían que les cortasen la lengua que revelar el secreto.
Pero, sin darse cuenta, se había delatado a sí misma. Observándola con detenimiento, Khardan vio cómo sus mejillas eran barridas por una repentina palidez y cómo sus brillantes ojos se oscurecían de miedo.
—¿Tal vez estás interesada también en otras ocupaciones de mujer? ¿No será ésa la razón por la que estás tratando de incitarme con tu cuerpo? —añadió con sorna echando una mirada a la cama de Zohra.
—¡Ja! ¡Te halagas a ti mismo! —rió ella desdeñosamente, trasmutándose su miedo en rabia—. ¡Antes pondría a mi caballo entre mis piernas!
Sus palabras tocaron con la fuerza de un cuchillo a Khardan, que se quedó mirándola con incredulidad. Jamás había conocido a una mujer que se atreviese a decir una cosa así.
—¡Por Sul! ¡Podría matarte por este insulto y ni siquiera tu padre me culparía!
—¡Adelante! ¡Mátame! ¡Matar mujeres, robar ovejas…! ¡Bah! ¿No es ésa la manera de los cobardes akares?
Con la sangre hirviendo de rabia, entre otras cosas, Khardan se adelantó y agarró a su esposa de sus desnudos brazos. Su férreo asimiento hizo brotar lágrimas de los ojos de Zohra, pero ella no se arredró ni luchó. Mantuvo la túnica sujeta sobre su cuerpo, agarrando el tejido entre sus dedos como si en ello le fuera la vida. Mirando a Khardan sin miedo, los labios de Zohra se torcieron en un gesto de desdén.
—¡Cobarde! —dijo otra vez y, por la inclinación de su cabeza, tan cerca de la de él, y el ligero movimiento de su lengua a través de sus labios, parecía que lo estuviera incitando a besarla.
Furioso consigo mismo y con los salvajes pensamientos que llenaban su cabeza, Khardan arrojó de un empujón a Zohra lejos de sí. Con su cabeza proyectada hacia delante, ésta cayó con gran estruendo entre sus frascos de perfume y sus botes de
henna
.
—¡Da gracias a
hazrat
Akhran por tu vida, señora!
Y, girando sobre los talones, el califa salió con paso impetuoso de la tienda.
—¡No se lo agradeceré a él! —gritó Zohra tras la desaparecida figura de su marido—. ¡Antes me moriría que estar casada con… con…!
Su propia rabia la estranguló. Asfixiada, se arrojó sobre la cama, llorando apasionadamente, viendo todavía, en los ojos de su esposo, esa mirada de repugnancia…, sabiendo muy dentro de sí que ella se había ofrecido y había sido rechazada.
Khardan, temblando de ira, atravesó el campamento como un ciclón. En su mente se representaba con recreo la humillación que desearía infligir a aquella mujer. Querría arrastrarla ante su padre, proclamarla ante todos una bruja, verla vergonzosamente expulsada de su tribu…
Y, mientras tanto, no dejaba de oler, pegada todavía a la piel de sus manos, la incitadora y torturante fragancia de jazmín.
Era como si el propio Akhran derramase su bendición sobre los hranas. El día de la incursión amaneció irrespirablemente caluroso. Durante la mañana, una masa de nubes descendió de las colinas hacia el oeste, trayendo consigo un viento húmedo y esporádicas gotas de lluvia que se evaporaban antes de tocar el caliente suelo. Con la llegada de la tarde, las lluvias cesaron, si bien las nubes permanecieron. Por la noche, hasta el mismo aire pareció volverse más espeso y pesado. Los relámpagos titilaban en el horizonte y la temperatura descendió con brusquedad. Los
batir
se pusieron abrigos de rizada piel de oveja sobre sus túnicas para protegerse del intenso frío durante la larga cabalgada de regreso a sus hogares, y se cubrieron la cabeza y la boca con tela negra.