Cada uno de aquellos soldados llevaba una corta chaqueta azul oscura que llegaba hasta la cintura. Decorada con bordados dorados que destellaban a la luz del sol, esta chaqueta cubría una camisa blanca que estaba abierta por el cuello. Unos pantalones de color rojo brillante, tan anchos como faldas de señora, se agitaban al viento en torno a sus piernas e iban metidos, por abajo, en altas botas negras de montar. Unos pequeños gorros de forma cónica, adornados con vistosas borlas negras, descansaban sobre sus cabezas. Dichos gorros ofrecían un aspecto extremadamente cómico. Mateo esbozó una amplia sonrisa y, entre risillas, dio un leve codazo a Juan, lo que provocó al instante una reprobadora mirada del archimago.
Como acatando una orden que no pudieron oír, la caravana entera se detuvo. Los esclavos encadenados, contentos de hallar cualquier excusa para descansar, se dejaron caer al suelo. Mateo vio una mano blanca emerger de entre los pliegues de las cortinas del palanquín y hacer un simple y elegante gesto en dirección a la playa. Enseguida, el cabecilla de los jinetes hizo girar a su caballo y comenzó a descender por la colina de arena, con su tropa cabalgando tras él en rigurosa formación.
—Un traficante de esclavos —murmuró el abad, frunciendo el entrecejo—. No quiero tener nada que ver con esa persona malvada.
—Me temo que no podemos permitirnos el lujo de escoger y seleccionar a nuestros compañeros —dijo en voz baja el archimago—. Hemos perdido nuestros avíos mágicos y, como sabes, sin ellos somos incapaces de lanzar conjuros. Hemos perdido también nuestros mapas y no tenemos ni idea de dónde estamos. Además —añadió con suavidad, sabiendo cómo manejar al abad—, ésta puede ser vuestra oportunidad para llevar la luz a un alma que camina en la oscuridad.
—Tienes razón. Promenthas, perdóname —dijo al instante el abad iluminándosele el rostro.
—Quienquiera que sea esa persona, debe de ser rica para mantener sus propios
goums
—dijo el archimago empleando una palabra de aquella tierra con la naturalidad del viajero experimentado.
—Riqueza obtenida de comerciar con seres humanos… —comenzó a decir con amargura el abad, pero en el acto se calló al recibir una mirada del archimago que le advertía de que los soldados se hallaban ya al alcance de la voz.
Los
goums
, con sus coloridos uniformes y su ordenada disposición, imponían en verdad respeto. Una vez alcanzada la línea costera, condujeron sus magníficos corceles con destreza y precisión a lo largo de la arena mojada, con las crines y colas de sus caballos volando tras ellos cual banderas en los últimos coletazos del viento tormentoso. El sol poniente, irrumpiendo de vez en cuando entre las rasgadas nubes, brillaba en las empuñaduras de las cimitarras que llevaban colgadas al cinto. Instintivamente, el pequeño grupo de náufragos estrechó filas mientras el abad y el archimago se adelantaban para saludar a sus salvadores.
El cabecilla enfiló su caballo al galope en dirección al abad, y lo hizo girar a un lado con un pase de mano en el último instante posible. Los cascos del caballo centellearon a un metro escaso de distancia del sacerdote. Deteniendo su montura, el
goum
levantó la mano y el resto de los jinetes se detuvo tras él. Otro gesto hizo que al instante se dispusieran formando una línea recta a ambos lados de él, haciendo danzar de lado a sus caballos con notable precisión. El sacerdote y el brujo observaban estas evoluciones aparentemente impasibles ante el espectáculo, aunque sin poder evitar que sus seguidores susurrasen entre sí con asombro y fascinación.
El
goum
se apeó con un hábil desliz de su montura y se aproximó a ellos a pie, con sus brillantes botas negras crujiendo sobre la arena mojada.
—¡Salaam aleikum
! —dijo el abad inclinándose mientras al archimago hacía eco de su saludo—.
¡Bihhifa! ¡Bilhana
! ¡Que tengas salud y alegría!
Mateo encogió el rostro, deseando que el archimago le dejase a él la tarea de intérprete. El abad puede que fuera capaz de hablar la lengua, pero su desmañada pronunciación era la de un niño diciendo sus primeras palabras.
—Aleikum salaam
—respondió el líder mirando a aque-lia banda de hombres mojados y desharrapados con fría curiosidad.
Era un hombre bajo de piel curtida, ojos oscuros y un pequeño bigote negro.
—Habláis nuestra lengua bien, pero dais a las palabras un extaño énfasis. ¿De dónde sois?
—Venimos del otro lado del mar, sidi —respondió el abad señalando con su mano hacia el oeste—. De una tierra llamada Tirish Aranth.
—¿Del otro lado del mar? —repitió el hombre estrechando sus ojos con suspicacia mientras miraba las olas que rompían—. ¿Acaso sois hombres-pájaro? ¿Tenéis alas bajo vuestras ropas?
—No, sidi —dijo el abad, sonriendo ante tal ingenuidad—. Hemos venido en
dh-dj…
—se esforzó por hallar la palabra en la lengua del lugar.
Mateo, olvidándose de sí mismo, salió impacientemente en su ayuda.
—
Dhows
.
—Gracias —dijo el abad, mirando al joven brujo con reconocimiento—.
Dhows
. Un galeón, que fue atacado por un archid…
—'Efreet
—interpuso con presteza el archimago.
—Eh…, sí —asintió el abad sonrojándose—. Lo que vosotros llamáis un
'efreet
. Me temo que tal vez no nos creas, sidi, pero juro por mi dios, Promenthas, que esa criatura se elevó de las aguas y…
—¿Promenthas? —repitió el líder, pronunciando este nombre como si tuviera mal sabor—. No conozco a ese dios —y, mirando con desconfianza al abad, frunció el entrecejo—. Venís de una tierra de la que jamás oí hablar, hablando nuestra lengua con extraño acento y nombrando a un dios que no es el nuestro. Y, lo que es más, según vosotros mismos admitís, habéis hecho descender sobre nosotros la ira de un
'efreet
, cuya furia ha causado estragos entre varias pequeñas poblaciones de la costa. Su destrucción ha retrasado el viaje de mi señor y le ha ocasionado grandes inconvenientes.
El abad palideció y miró al archimago, quien mostraba un aire grave.
—No… nosotros te aseguramos, sidi, que la aparición de esa horrible criatura no ha sido por nuestra culpa —tartamudeó el abad—. ¡Nos atacó a nosotros, también! ¡Hundió nuestro barco!
El
goum
no parecía muy convencido, y el archimago pensó que era mejor intervenir, dirigiendo la conversación hacia aguas más seguras.
—Nuestra terrible experiencia nos ha dejado fríos y agotados. No queremos agravar el contratiempo de tu señor retrasando todavía más su viaje. Si pudieras simplemente orientarnos hacia la ciudad de Bastine, allí tenemos importantes amigos que pueden ayudarnos…
Esto último era una mentira descarada, pero al archimago no le gustaba el aspecto de aquel
goum
y no quería que él, o su señor, los creyesen hostiles en aquella tierra extranjera.
—Esperad aquí.
Volviendo a montar, el
goum
dio la vuelta a su caballo y se alejó colina arriba a todo galope. Deteniéndose ante el palanquín, se inclinó para hablar con la persona que lo ocupaba.
Los sacerdotes y brujos permanecieron de pie en la orilla, lanzando miradas de reojo a los jinetes, quienes, en su mayor parte, tenían las suyas dirigidas, con magnífica indiferencia, hacia el sol que lentamente se ponía sobre el océano. Tras una breve conversación con el invisible y misterioso ocupante del palanquín, el líder regresó a medio galope.
—Mi señor ha decidido que halléis comida y descanso esta noche.
El abad suspiró, juntando sus manos.
—Loado sea Promenthas —murmuró. Y, luego, en voz alta añadió—: Por favor, expresa nuestro más sincero agradecimiento a tu señor…
El archimago dio un grito de advertencia. El sacerdote dejó de hablar, con la lengua paralizada: el líder de los jinetes había desenfundado su cimitarra. La luz del sol, rompiendo a través de las nubes, brilló en la maligna y curvada hoja. Detrás de su líder, cada
goum
hizo lo mismo.
—¿Qué…, qué significa esto? —inquirió el archimago mirando las espadas con el entrecejo arrugado—. Dijiste que se nos iba a brindar comida y descanso…
—Desde luego que sí,
kafir
(infiel). Esta noche ¡cenaréis en el Infierno!
Espoleando su caballo, el cabecilla se precipitó derecho hacia el sacerdote y, antes de que el atónito religioso pudiera siquiera gritar, le atravesó el estómago con su cimitarra. Volviendo a sacar el arma de un tirón, observó cómo el cuerpo del abad se desplomaba sobre el suelo. Después dio una barrida circular con el ensangrentado acero, segando la cabeza del archimago de su tronco.
En medio de un salvaje griterío, los
goums
atacaron. Los brujos encontraron la muerte sin la menor resistencia. Desprovistos de varitas mágicas y pergaminos y de cuanto les era necesario para lanzar sus conjuros, estaban completamente indefensos. Los
goums
los derribaron a golpes de cimitarra en cuestión de segundos, para pisotear después sus cuerpos con los contundentes cascos de sus caballos. Los monjes, fieles a su vocación, cayeron de rodillas invocando a Promenthas. El afilado acero se llevó sus oraciones junto con sus vidas.
Mateo se quedó mirando anonadado el retorcido cuerpo del abad que yacía sobre la arena. Vio al
goum
matar al archimago y, luego, lo vio dirigirse hacia él; de repente, sin ninguna idea clara de lo que estaba haciendo, cogió la mano de Juan y, volviéndose, comenzó a correr playa abajo tan rápido como pudo.
Viendo escaparse dos de sus presas, el líder profirió un grito. Detrás de él, Mateo podía oír el retumbar de los cascos, los agudos chillidos de los
goums
galopando a su caza y los gritos de agonía de sus compañeros.
Con los corazones casi saliéndoseles del pecho y los pulmones ardiendo de terror, los dos jóvenes huían presas de un pánico ciego, corriendo sin dirección, sin esperanza.
Mateo tropezó en la arena mojada y cayó. Juan se detuvo, tendió una mano a su amigo y tiró de él hacia arriba. Aunque ambos sabían que su fuga debía inevitablemente terminar en la muerte, los dos corrían con desesperación, empujados por las sordas pisadas de los caballos que se oían cada vez más y más cerca, el silbante sonido de las cimitarras cortando el aire y las risas sanguinarias de los
goums
, quienes claramente estaban disfrutando de la salvaje persecución.
Entonces, Mateo experimentó una extraña sensación. Pareció como si una mano tocara su frente; su negra capucha voló hacia atrás y su largo pelo rojo comenzó a agitarse en el aire tras él. Echó una rápida mirada a su alrededor para ver quién había cerca de él, temeroso de que se tratara de un
goum
. Pero el hombre estaba todavía a cierta distancia detrás de él, cabalgando a medio galope, jugando con sus indefensas víctimas.
Con la sangre agolpándose en sus oídos, Mateo volvió la cabeza y continuó corriendo. Hasta en medio de su terror se movía con la elegancia que es innata en su gente, con una mano agarrada a Juan y la otra cogiendo los hábitos para no tropezar en su carrera. No vio el rápido cambio de expresión en el rostro del líder, ni oyó la nueva orden voceada al jinete que cabalgaba tras él.
Las fuerzas de Mateo estaban flaqueando. Oyó ahora gritos directamente detrás de él y comprendió que en cualquier momento sentiría el dolor ardiente de la hoja al atravesar su cuerpo. Unos cascos de caballo trapaleaban justo a sus espaldas; podía oír la violenta respiración del animal. La mano de Juan se aferró a la suya como la garra de la muerte…
Una pesada masa golpeó a Mateo por detrás, haciéndole perder el equilibrio y caer al suelo. Había un hombre encima de él. Mateo se debatió, pero el
goum
le atizó un golpe transversal en la cara que lo dejó aturdido, y el joven brujo se quedó inmóvil en la arena, sollozando de terror, esperando la muerte. Pero el
goum
, viendo su lucha ganada, se puso en pie. Enfermo y mareado, Mateo volvió su dolorida cabeza buscando a Juan. Allí vio a su amigo, arrodillado sobre la arena junto a él y con la cabeza inclinada. Estaba rezando.
El líder de los
goums
desmontó y se acercó hasta colocarse detrás de Juan. Levantando su cimitarra, el
goum
la suspendió sobre el cuello del monje.
Mateo se lanzó hacia adelante gritando. Su guardia volvió a golpearlo, arrojándolo contra el suelo.
El arma cayó; su hoja lanzó un resplandor rojo a la luz del sol poniente.
El cuerpo decapitado de Juan se desplomó de lado sobre la arena. La sangre caliente, manando de su cuello, salpicó los extendidos brazos de Mateo. Algo aterrizó en la arena con un horrible y repulsivo sonido sordo justo al lado de él.
Mateo vio la boca abierta, con la última plegaria en sus labios. Luego se quedó mirando pasmado aquellos ojos vacíos, abiertos de par en par…
Alguien le arrojó agua en la cara. Delirando y sacudiendo la cabeza, Mateo recobró el conocimiento. Al principio no pudo recordar nada. Sólo sabía que había un profundo y ardiente vacío dentro de él, y se preguntaba, también, por qué no estaba muerto.
Muerto. La palabra le trajo el recuerdo, y gimió. Vio el rojo resplandor de la cimitarra en el ocaso…
—Un pelo verdaderamente notable, de inusitado color —se oyó decir a una voz dura y profunda bastante cerca de él—. Piel blanca y suave. Tienes que averiguar si…
La voz se hizo inaudible de pronto; otra respondió. Mateo apenas prestó atención a las palabras. En aquel momento, ni siquiera era consciente de que las entendía. El trauma y el horror habían desterrado temporalmente de su cabeza la habilidad de hablar y comprender la lengua. Más tarde recordaría las palabras que había oído y se daría cuenta de su terrible significado. Ahora sólo se preguntaba qué irían a hacer con él.
Estaba tendido en el suelo, en algún lugar cerca del océano, suponía, ya que podía oír las olas rompiendo contra la orilla. Sin embargo, sentía un tacto de hierba bajo su mejilla en lugar de arena, por lo que supuso que debían de haberlo retirado de la playa. No podía recordar. No podía recordar nada más que los ojos de Juan, mirándolo con reproche…
Yo estoy muerto. Tú no.
Mateo gimió otra vez.
¿Por qué se me ha perdonado la vida? Alguna horrible tortura quizás…