—Lo más probable es que sea un inmortal conocido entre ellos como un
'efreet
—respondió el archimago observando a la enorme criatura con un aire más erudito que atemorizado—. He leído relatos sobre ellos, pero debo decir que jamás creí que existieran de verdad. ¡Éste es un acontecimiento verdaderamente notable!
—¡Disparates! ¡Es un archidiablo de Astafás, el príncipe de los demonios! —dijo enojado el abad—. ¡Enviado para poner a prueba nuestra fe!
—Quienquiera que sea, parece capaz de hacer eso —respondió con calma el archimago.
—¡Esto es un barco mercante en misión de paz! —dijo a voz en grito el capitán—. Tu dios nos conoce. Llevamos con nosotros los sacrificios requeridos. Quar puede estar seguro de que visitaremos su santuario nada más poner pie en tierra.
—¡Embustero! —rugió Kaug, azotando el barco con su aliento y enviándolo dando bandazos en el agua—. Lleváis a bordo sacerdotes de Promenthas, que vienen aquí a apartar a la gente del culto a su verdadero dios.
—¿Al hacer esto, ofendemos a Quar? —preguntó con mansedumbre el capitán.
Un rayo hizo astillas el palo mayor en respuesta.
Asintiendo gravemente con la cabeza, el capitán se volvió hacia la tripulación.
—¡Tirad a los sacerdotes por la borda! —ordenó.
—¡Tocad a estos hombres santos y pereceréis! —rugió el archimago, dando un salto hacia adelante para detener a los resueltos marineros.
A una palabra de su líder, los otros cuatro brujos se alinearon a ambos lados de él, incluido el joven Mateo. Aunque su cara estaba completamente blanca y temblaba de un modo visible, ocupó su lugar junto al archimago sobre el lado elevado de cubierta. Reuniendo aprisa a su rebaño en torno a sí, el abad se situó detrás de los mágicos protectores.
—¡Promenthas, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos de este archidiablo! —imploró el abad, y su plegaria fue repetida con fervor por los doce miembros de su orden.
—¡No dejéis que ese puñado de viejas os detengan! —aulló el capitán a sus hombres, lleno de furia—. ¡Veinte monedas de oro al primer hombre que envíe un sacerdote a los tiburones!
El archimago pronunció unas palabras arcanas y levantó en su mano una varita negra de obsidiana que estalló en una llama negra. Los otros brujos hicieron lo mismo, levantando varitas de cuarzo transparente, o de rubí rojo o de esmeralda verde, cada una de las cuales resplandecía con un fuego de diferente color. Los marineros, que habían reanudado su avance, vacilaron.
Una monstruosa carcajada tronó sobre el océano. Kaug levantó los dos brazos muy altos por encima de su cabeza. Un fuego azul salió disparado de sus manos y otro verde de sus ojos. Su cabello era de llama roja, agitada salvajemente por los vientos tormentosos que se arremolinaban en torno a él.
Con expresión sombría, el archimago mantuvo su posición, si bien su exigua magia parecía como una diminuta vela en las manos de un niño comparada con las envolventes y arrasadoras llamas que salían de los dedos de Kaug. Las oraciones de los sacerdotes redoblaron su fervor; varios monjes se postraron de rodillas para suplicar la protección de Promenthas. Los magos flanqueaban a su líder en espera de su señal para lanzar sus conjuros. El joven brujo de pelo rojo permanecía un poco más cerca de los monjes que sus compañeros, en particular de un monje que no se había hincado de rodillas sino que permanecía de pie, tenso y alerta, detrás de su amigo.
Por un momento pareció que el tiempo se había detenido. Nadie se movía. Los marineros, atrapados entre el fuego de los magos, delante de ellos, y el fuego del
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a sus espaldas, se quedaron mirándose unos a otros sin saber qué hacer. Los sacerdotes continuaban sus oraciones, guardados por los imperturbables magos.
Entonces, cansándose del juego, Kaug encogió sus in-mensos hombros y comenzó a vadear en dirección al barco. El oleaje levantado por la aproximación de su gigantesco cuerpo hizo que el galeón empezara a bandearse desbocadamente de un lado al otro, haciendo que marineros y hombres de tierra firme perdieran el equilibrio y cayeran rodando por el suelo. Después, Kaug estiró sus enormes brazos y, cogiendo la embarcación por la proa y la popa, la levantó de las aguas.
Dando alaridos de pánico, el capitán se hincó de rodillas tocando la cubierta con su frente, y prometiendo a Quar desde su hijo primogénito hasta su parte de las ganancias de todo el año si el dios dejaba al menos libre su barco. Los sacerdotes se deslizaban por toda la cubierta sin que les quedara aliento ninguno para oraciones. El ar-chimago, cerrando los ojos mientras se agarraba a las jarcias, parecía estar preparando un poderoso conjuro para tratar con aquella terrible aparición que había emergido de los mares.
Transportando el barco sin el menor esfuerzo, Kaug vadeó las aguas del océano. Vientos tormentosos soplaban delante de él, allanando las olas a medida que él se aproximaba. La lluvia azotaba las cubiertas, los relámpagos se retorcían por entre los mástiles y los truenos retumbaban sin cesar. Los hombres a bordo del barco se agarraban a todo aquello que encontraban en su camino, aferrándose con desesperación para salvar la vida, unos a la cubierta, otros a las cuerdas, otros a la rueda del timón, mientras el barco daba tumbos y se elevaba en las manos del
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.
—¡Bien, sacerdotes! ¡Así que habéis venido a enseñar a la gente de Quar acerca de otros dioses! —vociferó Kaug mientras se aproximaba a la costa—. Quar os concede la oportunidad.
Y, diciendo esto, el
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volvió a colocar el barco sobre la superficie del agua. Después, tomando una profunda bocanada de aire, tan profunda que inhaló con ella las nubes y el agua de lluvia, Kaug se inclinó detrás del galeón y sopló sobre él.
La apabullante ráfaga de aliento del
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envió al barco deslizándose sobre las olas a una velocidad increíble. Una violenta ducha salada azotó las cubiertas mientras la rueda del timón giraba fuera de control y el viento silbaba ensordecedoramente a través de las jarcias. De repente, hubo un terrible choque y una estruendosa sacudida. El impetuoso avance del barco se detuvo con brusquedad haciendo que todo el mundo se precipitase, deslizándose y rodando, a lo largo de las mojadas cubiertas.
—¡Hemos encallado! —gritó el capitán.
Una risa atronadora estalló detrás de ellos. Una ola gigante volvió a levantar el barco y lo estrelló contra las rocas.
—¡Se está partiendo en dos! —vociferaron aterrorizados los marineros.
—Tendremos que abandonar el barco —jadeó el archimago, ayudando al abad a ponerse en pie con dificultad.
La madera se astilló, los palos cayeron y los hombres lanzaron gritos de agonía al quedar enterrados bajo una lluvia de maderos.
—Permaneced juntos, hermanos —ordenó el abad—. ¡Promenthas, encomendamos nuestras almas a tu cuidado! ¡Saltad, hermanos míos, saltad!
Los sacerdotes y brujos de Promenthas saltaron por uno de los lados del barco, mientras éste se hundía, y desaparecieron en las espumosas y arremolinadas aguas del Hurn.
El joven monje alcanzó tambaleándose la orilla con un brazo en torno a su amigo, mitad sosteniendo y mitad arrastrando al joven brujo fuera de las olas. El brujo se desplomó agotado sobre la playa; un instante después, el monje cayó a su lado. Tosiendo, dando arcadas y jadeando en busca de aliento, yacían los dos en la playa, temblando de frío y de miedo.
Poco a poco, sin embargo, la arena, caldeada por el resplandeciente sol, fue calentando sus empapados hábitos. Mateo cerró los ojos en agradecido descanso. El horror de la zambullida en la arremolinada agua, el pánico de ser absorbido bajo las olas, comenzó a disiparse reemplazado por el recuerdo de un fuerte brazo que lo agarraba y tiraba de él hacia la superficie, por el alivio de poder tomar aquella primera y profunda bocanada de aire.
El calor de la arena fue infiltrándose en su cuerpo. Estaba vivo, salvado de la muerte. Estirando el brazo, tocó la mano de su amigo. Mateo sonrió. Podía quedarse en aquella playa con aquel sentimiento en su alma para siempre.
—¿Por qué me mentiste, Mateo? —preguntó el monje tosiendo. Su garganta estaba al rojo de vomitar agua salada—. ¡No sabes nadar ni una brazada!
—Tenía que decirte algo. Si no, no habrías querido dejarme atrás.
—¡Saltar al agua así! ¡Podrías haberte ahogado! ¡Lo habrías merecido!
Mateo abrió los ojos y ladeó la cabeza hacia Juan son-riéndole algo tembloroso.
—¡Promenthas estaba con nosotros! —dijo el brujo en voz baja.
—¡Amén! —dijo Juan volviéndose para mirar el furioso oleaje con un estremecimiento.
Por encima de ellos, el cielo estaba claro. Todavía las olas rompían airadas contra la orilla, aunque la tormenta se había alejado mar adentro. Ninguno de los dos sabía qué había ocurrido con el barco, ya que ambos se habían sumido en la vorágine de agua y habían perdido de vista el galeón. Pronto empezaron a flotar hacia la playa pedazos de madera astillada que daban cuenta del espantoso acontecimiento.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Juan tras una pausa—. Sin comida, sin agua… Al menos tú puedes hablar su lengua.
—Sí, pero he perdido mis pergaminos y mi varita de cristal —dijo Mateo mirando apenado al lugar de su cintu-rón de donde solía colgar su estuche de pergaminos—. ¿Sabes? ¡Tuve la extrañísima sensación de que alguien me los quitaba deliberadamente! ¡Mira! —dijo, mostrando la cadena metálica a la que solía ir sujeto el estuche—. Está rota, ¡como si alguien la hubiera partido!
—¡Bah! ¿Acaso hay carteristas en el océano? Sencillamente los perdiste —respondió Juan encogiéndose de hombros—. Con unas olas tan violentas como ésas, ¡es un milagro que aún llevemos encima nuestras ropas!
Ambos se quedaron un rato mirando hacia el mar, preguntándose cada uno, ahora que estaban a salvo, qué sería de ellos, perdidos y solos en una tierra extraña, cuando cierto movimiento a lo lejos, en la orilla, atrajo la atención de Juan.
—¡Mateo, mira! —gritó con excitación, incorporándose de cintura para arriba y señalando hacia la orilla.
Varias figuras con hábitos grises y negros salían tambaleantes del agua.
—¡Nuestros hermanos! ¿Te queda bastante fuerza para alcanzarlos?
Enmudecido por el alivio, Mateo afirmó con la cabeza y tendió una mano a su amigo. Juan lo ayudó a levantarse y, cojeando de debilidad, los dos avanzaron a lo largo de aquella playa barrida por el viento hasta que alcanzaron al grueso de los sacerdotes y brujos que habían conseguido ganar la orilla.
El abad, con su mojada calva brillando a la evanescente luz del sol, cloqueaba sobre ellos como una gallina enloquecida.
—¿Quién falta? Por favor, permaneced juntos para que os pueda contar… Hermano Marcos, hermano Pedro… ¿Donde está el hermano Juan? ¡Ah, estás ahí, hijo mío! ¡Ah, Mateo está aquí también! ¡Archimago! ¡Mateo está a salvo! ¡Nos hemos salvado todos! ¡Demos gracias a Promenthas! —dijo elevando sus ojos hacia el cielo.
—Luego habrá tiempo para eso —dijo con sequedad el archimago.
Más interesado en cuanto ocurría abajo que en lo de arriba, el brujo había estado explorando la playa, investigando sus alrededores.
—Mirad allí.
—¿Dónde?
—Allá arriba, sobre la cresta de la colina.
—¡Gente! ¡Una caravana! ¡Deben de haber visto el naufragio y han venido en nuestra ayuda! ¡Promenthas es grande en verdad! ¡Bendito sea Su Santo Nombre!
—No creo que necesitéis esforzaros por brindar un espectáculo —aconsejó el archimago a sus seguidores, algunos de los cuales estaban gritando y ondeando sus brazos para llamar la atención—. Ya nos han visto. Actuemos con cierta dignidad.
El archimago escurrió el agua de su barba. El abad se ajustó sus empapados hábitos, y uno y otro líder pasaron una rápida mirada de revista a los miembros de sus órdenes, indicándoles con un gesto que hiciesen cuanto pudieran por ofrecer un aspecto más presentable.
«Con todo, nuestro aspecto no es nada atractivo», pensó Mateo. Apiñados entre sí, medio ahogados y exhaustos, no parecían sino un desecho flotante arrojado por el mar a una orilla extranjera.
La playa a la que había ido a parar el grupo de supervivientes se elevaba poco a poco hasta formar una colina arenosa. Estaba cubierta de una larga hierba que se ondeaba sinuosamente con el viento y, aquí y allí, crecían ralos y achaparrados arbustos. Grandes rocas, mojadas por la llovizna levantada por las olas, sobresalían de la arena. Mateo alcanzó a ver, alineados sobre la cima de la colina donde al parecer había alguna especie de carretera, a un grupo de hombres a caballo que estaban mirando hacia ellos.
Detrás de los jinetes seguía un palanquín, una silla de mano cubierta. Tapada con cortinas, la silla descansaba sobre dos grandes palos que eran llevados por seis mamelucos con turbante. De imponente presencia, estos esclavos iban vestidos todos con pantalones de seda negros; sus desnudos y musculosos pechos y brazos brillaban con el aceite untado en la piel. Detrás del palanquín, cuyas cortinas estaban herméticamente corridas, caminaban varios animales de gran altura y de un aspecto que los hombres de Tirish Aranth tan sólo habían visto con anterioridad en sus libros. Estos animales, pardos y desgarbados, con largos cuellos curvos, una cabeza ridiculamente pequeña para un cuerpo tan grande y unas patas delgadas y huesudas con unos pies enormes, llevaban unas pequeñas tiendas circulares a rayas sobre sus espaldas jorobadas.
—¡Alabado sea Promenthas! —resolló el abad—. ¡
Existen
de verdad esas prodigiosas bestias! ¿Cómo se llaman?
—Camellos —respondió el archimago con normalidad, esforzándose por no parecer impresionado.
Pero lo que más llamó la atención de Mateo fue el grupo que venía detrás de los camellos: una larga hilera de hombres que avanzaban con dificultad por la carretera con sus cabezas inclinadas. Cada uno de estos hombres llevaba una anilla de hierro alrededor del cuello, y una larga cadena pasaba a través de dichas anillas uniendo a todos los hombres. Mateo jadeó horrorizado.
—¡Una caravana de esclavos!
El abad, al verlos, frunció el entrecejo con gesto sombrío, y el archimago, sacudiendo la cabeza, arrugó la cara con una mezcla de pena e indignación.
Cabalgando detrás de los hombres encadenados, venía otro grupo de hombres montados, evidentemente sus guardianes. Estos jinetes, uniformados, constituyeron una extraña visión para los hombres de Tirish Aranth, acostumbrados a ver las casacas y calzones, los sombreros con plumas y las fluidas capas de la Guardia Real de Su Majestad.