—Eres el que menos merece vivir de nosotros —dijo Judith—. Si hubiese justicia perderías. La niña debería echarte de la mesa.
—Pero no lo hará —repuso Dante—, porque tú opinión no importa. Ni aunque fuese cierto que no lo merezco y tú sí. Por si no lo has notado, lo único que cuenta son las cartas. Va a vivir ocho años el que gane la partida. No el que a tu juicio sea merecedor de la vida.
—Es la primera vez que estoy de acuerdo con este energúmeno —dijo Héctor—. Si la niña lo permite está muy claro. La muerte es neutral, no entra en valoraciones. Si lo hiciese viviría quien ella decidiese, pero no es así. Nos ha concedido la oportunidad de jugarnos el tiempo que nos queda, luego no va a intervenir a favor de nadie. Las cartas decidirán al ganador. Excepto en mi caso, que ya he decidido yo.
Se quedaron un rato en silencio. Álvaro recapacitó unos segundos y no supo qué pensar. Desde luego la niña era neutral, en eso estaba de acuerdo. Hasta le permitía hacer trampas sin descubrirle. Luego se sintió algo inquieto por lo que había dicho Judith. No se le había ocurrido pensar en quién merecía ganar. Le dio un poco de vergüenza darse cuenta de que él pensaba como Dante, que viviría el que ganase la partida. No tenía nada que ver con la bondad o la maldad. Sin embargo ahora meditaba si eso era lo correcto. ¿Debería ganar la mejor persona o el mejor jugador? No estaba seguro. En todo caso, él apostaba porque ganase el que mejor hiciera las trampas.
—¿Te gusta? —preguntó la niña.
Les miraba a todos con una gran sonrisa mientras sus coletas oscilaban a ambos lados de su cabecita. Frente a ella tenía una construcción imposible. Había una pieza de plástico en forma de pirámide, sobre su punta descansaba una pelota de tenis, sobre ella un bloque rectangular y, por último, una estrella coronaba la pila de objetos.
—Es impresionante —dijo Álvaro—. ¿Cómo es posible que no se caiga? Debería desmoronarse, pero se mantiene a la perfección.
—Es la mejor representación del equilibrio que he visto nunca —dijo Héctor fascinado.
Judith fue la que antes captó su significado.
—Está dándonos la respuesta a nuestra conversación: el equilibrio. La muerte se va cobrar nuestras vidas, y no va alterar su duración. Mantiene el equilibrio aunque nos conceda un pequeño margen para alargar una y acortar las otras. Eso simboliza lo que ha apilado la niña.
—¿Y no puede decirlo sin más? —protestó Dante—. La niña habla. Todos la oímos. ¿A qué viene ese estúpido modo de expresarse?
—Es la Muerte —replicó Judith—. No podemos entender por qué se expresa de ese modo. Igual que no podemos saber por qué nos permite jugar con el resto de nuestras vidas, pero si lo hace será por una buena razón. No podemos entenderlo todo.
—Dante desde luego que no puede —dijo Héctor con cierto desprecio—. ¿Te sorprende? —añadió mirando a Judith.
—Muy bien, listillo —dijo Dante en tono jactancioso—. ¿Por qué no lo explicas tú? Seguro que lo sabes.
Héctor se rascó la barbilla con gesto reflexivo.
—No puedo saberlo a ciencia cierta, pero creo que busca una mayor efectividad en su mensaje.
—No te sigo, mugriento. Habla claro.
—Si la Muerte se limitase a decir que es una cuestión de equilibrio, hasta tú lo entenderías —le dijo Héctor a Dante—. Pero levantando esa pila de juguetes de un modo imposible consigue toda nuestra atención.
Álvaro sintió algo de lástima por Héctor. Era una persona inteligente, con grandes dotes de observación. Una pena que fuese un suicida.
—Te refieres a que nunca olvidaremos el mensaje por ser algo excepcional, ¿no? Héctor asintió sin mirar a Álvaro.
—¿Crees que se te olvidará esa imagen mientras vivas?
—No —admitió Álvaro—. No la olvidaré.
—¿Y a la niña y su sombra? ¿O a su mascota?
—Tampoco lo olvidaré —contestó Álvaro.
Héctor prosiguió su argumentación. Se le veía cada vez más convencido de sí mismo, casi se podía captar algo de emoción en su voz.
—Sin embargo, si ella se expresara directamente sí que podrías olvidar el mensaje. El troglodita lo comprendería —dijo refiriéndose a Dante—, pero sería menos efectivo.
—Qué estupidez —intervino Dante con una mueca de desaprobación—. Entonces, según tú, se trata de ser original. ¿Es eso?
—Lo simplificas demasiado —repuso Héctor—. Se trata de ser contundente. La Muerte ha hablado de un modo categórico. No necesitará repetir ese argumento jamás.
—Olvidas que nos queda muy poco tiempo de vida, al menos a tres de nosotros. —Al parecer Dante no aceptaba el razonamiento de Héctor—. Con lo que no es necesario tanta historia para que algo no se nos olvide, y me parece muy rebuscado todo ese rollo que has soltado, roñas. Sigo pensando que es más fácil hablar con nosotros que con un chucho gigante. La razón es otra. Se está divirtiendo con nosotros. Se parte de risa, y más aún al ver las paridas que se te ocurren.
—Es posible. Nunca lo sabremos, así que poco importa. Nada importa, en realidad. Álvaro iba a rebatir esa última frase, pero lo pensó mejor. No podría convencer a alguien que está resuelto a morir, y para bien o para mal ya era hora de acabar con todo esto. Le tocaba repartir cartas y el momento para el que se había estado preparando había llegado. Le recorrió un escalofrío.
Para lograr su propósito necesitaba que Judith no se retirase de la partida, así que había colocado las cartas para que le tocase una jugada excelente: póquer de reyes. A Dante le daría un póquer más bajo y a Héctor un simple trío, con eso bastaría. Él no querría quedarse al margen ya que buscaba perder. Distrajo la atención general con un comentario sobre la niña y cambió el mazo de cartas sin que se dieran cuenta por uno que tenía preparado. Luego empezó a repartir.
—Voy a empezar con una semanita, perdedores —dijo Dante.
Judith y Héctor igualaron la apuesta y Álvaro hizo lo mismo, era mejor subir más adelante. Se descartaron como cabía esperar. La preparación era perfecta y todo iba saliendo bien. Con mantener la calma y no cometer ninguna estupidez se llevaría un buen pellizco de un simple golpe. Después sólo tendría que recoger los restos tranquilamente.
—¿Qué tal si empezamos poniendo otra semanita para calentar? —dijo Dante.
—Mejor un mes —dijo Judith.
Héctor aceptó la apuesta. Aquello iba cogiendo ritmo por sí solo. Álvaro decidió subir pero no de manera descarada.
—Ya que es la primera vez que jugamos los cuatro, subamos a dos meses.
—Muy bien, doctor —dijo Dante—. Intentas que nos sintamos cómodos, ¿verdad? No hace falta que uses ese tono tan agradable. La verdad es que me produce náuseas y es mejor ser claro con quien está luchando para robarte la corta vida que te queda. Veo esa apuesta tan lamentable que has hecho y subo a seis meses. A ver si vuelves a hablarme con tanta amabilidad.
—Antes hablo yo —le interrumpió Judith—. Y voy a aceptar esa apuesta. Me encantará quedarme con seis meses tuyos.
Álvaro hubiera preferido que Judith hubiese incrementado la apuesta, pero era condenadamente cauta. Al menos no se había retirado. Era imposible llevando póquer de reyes.
—Yo apuesto todo —dijo Héctor —. Ahí tenéis cuanto me quedaba, deben de ser un año y diez meses. Yo ya no los quiero.
Arrojó las cartas y se reclinó sobre la silla. Álvaro le observó con curiosidad. Realmente estaba decidido a morir, no le temblaba ni un solo pelo. Pero había elevado la apuesta al máximo. Una ventaja inesperada con la que no contaba. Ahora su escalera de color barrería a los demás y sería el ganador. Gracias a las trampas, pero nadie es perfecto.
—Pues yo no voy a renunciar a esos dos años. Voy con todo.
Y seguro que Dante haría lo mismo. Álvaro le había analizado muy bien y sabía que el viejo empresario no se contendría ante la posibilidad de vencer con un póquer en las manos.
—Sí que lo harás, doctor —dijo Dante—. No tendrás más remedio que renunciar cuando yo me lo lleve todo. Ahí van todas mis fichas, perdedores. —Las empujó con el brazo y luego se volvió hacia Judith—. Solo quedas tú, princesa.
Judith tardó en reaccionar. Le temblaba la mano con la que sujetaba las cartas y estudiaba su jugada concienzudamente, evaluando sus posibilidades. Hasta que finalmente se decidió.
—Al parecer este es el final de la partida. —Empujó todas sus fichas hasta el centro—. Yo también lo veo.
En cuanto oyó esas palabras, Álvaro supo que ya era demasiado tarde. Hasta una milésima de segundo antes, había estado tentado de detener a Judith, de advertirle que no apostase porque iba a perder. Era un impulso que provenía de muy dentro, de lugares de su mente que probablemente no conocía. Aún así, no había llegado a hablar, le había dejado apostar su propia vida y caer en la red que había tejido con sus trampas.
—No tiene sentido retrasar más el momento —dijo Judith—. Póquer de reyes —anunció descubriendo sus cartas.
—La madre que… —se atragantó Dante. Sus ojos se abrieron al límite y se dio fuertes tirones del escaso pelo que tenía—. No puede ser… ¡Esto es una puta mierda! Tiene que ser un error… —Tiró las cartas al suelo—. Maldita, zorra…
—Ya está bien, delincuente —intervino Héctor—. Pierde con un poco de dignidad. ¡Compórtate, imbécil! ¿O quieres que el chucho te recuerde las normas de conducta? Mira, sería un buen espectáculo para finalizar.
Dante apoyó las dos manos sobre la mesa. Parecía mareado. El perro se sentó a su lado y le miró fijamente.
—Solo quedamos tú y yo —dijo Judith—. ¿Qué tienes?
Álvaro tuvo miedo… La habitación dio vueltas a su alrededor. Todo había terminado, lo único que debía hacer era destapar sus cartas. Pero no quería hacerlo. Deseó que sucediese algo, cualquier cosa que retrasara el momento de quitarle la vida a Judith. Debería sentirse bien, feliz. Se había preparado a conciencia, había practicado las trampas durante semanas enteras y las había ejecutado a la perfección. Había pasado de saber que iba a morir dentro de dos años, a disponer de casi una década más. Y ahora su hermano era rico. Una mejoría notable.
Lo único que no había calculado era lo ruin que se sentía por robarle la vida a una pobre madre… y a su hijo. Se había aprovechado de ella como un vulgar timador. Héctor y Dante no le preocupaban lo más mínimo, pero Judith… No podía ni mirarle a los ojos. Ella era la única que merecía vivir, que tenía una autentica razón para seguir adelante. ¿Cómo podía arrancarle la vida a una madre?
Supo que todo había cambiado para él, algo se había resquebrajado en su interior. No podría disfrutar de sus ocho años sabiendo cómo los había obtenido, nunca olvidaría a Judith. Su recuerdo le atormentaría durante el resto de su corta vida.
—Enhorabuena —dijo Álvaro mirando a Judith—. Has ganado.
Y mezcló sus cartas con las demás para que nadie pudiese comprobar su jugada. Judith no pudo contener su alegría y dejó escapar una sonrisa inmensa. Álvaro se sintió aliviado, y también feliz. Ni siquiera entendía por qué, pero experimentaba una sensación reconfortante que le decía que había obrado bien, que eso era lo correcto y que hacía falta valor para tomar una decisión de esa envergadura. No albergaba tristeza en su interior. Sin lugar a dudas, era el mejor desenlace posible.
—Lo que me faltaba por ver —dijo Dante en tono abatido—. Si hasta pareces contento y todo. Sabía que eras un idiota, doctor… Bueno, ya todo da igual, ahora somos como el Harapos. Nada nos importa porque estamos a punto de…
—¡Cállate de una vez! —le gritó Álvaro—. Me alegro de que haya ganado ella. Sí. Va a ser madre y es la que más lo merece. Es lo correcto.
—Mira que eres necio. Estás contento porque se te cae la baba. Ella decidió jugar a pesar de estar embarazada. Podría haber rechazado la partida y garantizar la vida de su hijo pero prefirió jugar. Es como todos nosotros. Menos el apestoso, claro.
—¡Eso es mentira! No somos todos iguales. Yo no soy como tú. Y tampoco como ese condenado suicida a quien nada ni nadie le importa.
Héctor entrecerró los ojos y atravesó a Álvaro con una mirada de hielo.
—¡Ya! —dijo Dante—. Tú te crees el mejor —comentó divertido—. ¿A que sí, doctor?
—Mejor que vosotros. No lo dudes…
—No lo eres —sentenció Héctor muy firme.
—¿Qué sabrás tú? —escupió Álvaro.
—Más de lo que crees —repuso Héctor—. Te crees mejor por tu sacrificio, pero no es así.
—¿Qué sacrificio? —preguntó Dante repentinamente interesado.
—¿Lo sabes? —preguntó Álvaro, perplejo.
—¿Saber qué, maldita sea? —dijo Dante alternando la mirada entre Héctor y Álvaro sin saber en cuál detenerse.
Héctor asintió lentamente.
—Desde la primera vez que ganaste a Dante.
Dante empezaba a desesperarse. No entendía nada y eso lo enfurecía.
—Como no me expliquéis de qué coño habláis os juro que…
—¿Por qué no dijiste nada? —preguntó Álvaro.
—Ya te dije que la partida no me interesaba —aclaró Héctor. Dante golpeó la mesa.
—¡Hablad claro, joder!
—El doctor se cree mejor que nosotros —explicó Héctor—, porque podía haber ganado la partida pero prefirió retirarse y dejar que Judith venciese.
—¿Y tú cómo sabes eso, roñas?
—Porque le vi hacer trampas.
—¿Qué? —Dante se atragantó e hizo todo tipo de gestos grotescos durante varios segundos. Le costó aceptar las implicaciones de las palabras de Héctor—. Ya no sé cuál me da más asco de los dos. Ni siquiera sé si alguien me ha dado más asco en toda mi vida. Primero, tú no dices nada, ya hay que ser anormal… Y tú, tramposo de mierda, vas y te dejas ganar, ¡y encima me das lecciones morales! Espero poder verte al otro lado, porque te vas enterar, estúpido.
—Es cierto que no soy una persona decente —admitió Álvaro—. He hecho trampas, pero ha sido por una buena causa. He ayudado a mi hermano y a una madre embarazada.
—Has robado, maldito tramposo —dijo Dante—. Y no olvides que si has ayudado a tu hermano es porque tú mismo, con tu talento para el juego, le metiste en un lío.
—Sigo pensando que soy mil veces mejor que tú. A saber a cuántas personas habrás arruinado la vida.
—Y a cuántas habré ayudado. No te olvides de lo que te conviene… Bien, pues yo sigo pensando que si tengo la ocasión, cuando estemos al otro lado, pienso hacerte tragar tus ideas morales de mierda. Vas a lamentar haber jugado conmigo.
A Álvaro no le preocupó la amenaza, por lo que no vio necesario responder. Lo hecho, hecho estaba y ahora iban a morir. Sin embargo, seguía convencido de que había obrado bien. Le reconfortaba saber que Judith y su hijo vivirían, y eso le llenaba de felicidad.