Zeta ni se inmutó. Por el contrario, se tumbó junto a su amita.
—¡Quiero jugar! —dijo la niña en tono jovial.
Estaba de pie sobre la silla, apoyada contra la mesa. Agarró unas piezas de plástico de diversas formas y empezó a jugar con ellas, apilándolas unas sobre otras. Había cubos, pirámides, esferas y muchas otras formas que la pequeña combinaba muy entretenida.—Creo que debemos imitarla —dijo Álvaro—. Es obvio que nuestra pequeña anfitriona no va a dirigirse a nosotros directamente.
—Eso creo yo —dijo Judith.
Álvaro casi se cae al suelo al ver a Judith levantarse del sofá. No había reparado en que su cuerpo había estado oculto por Héctor y por el alto respaldo del sillón. Pero ahora que la observaba en su totalidad no daba crédito. Judith era delgada, como se apreciaba por sus brazos, y parecía frágil y delicada. Por una parte, Álvaro tuvo el impulso de protegerla, de cuidar de ella. Pero luego le asaltó un pequeño acceso de pánico. Vio cómo Judith sujetaba su vientre al incorporarse y comprendió que estaba embarazada un segundo antes de que su abultada tripa quedase a la vista. Tenía que ser un error. ¿Cómo era posible que una mujer embarazada estuviese allí aquella noche?
—No lo entiendo. Estás… —A Álvaro le costaba decirlo en voz alta.
—Embarazada, sí —dijo Judith caminando hacia la mesa—. No es asunto tuyo. Ahora entendía perfectamente la expresión de tristeza que ensombrecía su rostro.
Álvaro deseó preguntarle un montón de cosas. La primera de todas, ¿qué diablos hacía allí en su estado? Pero no lo hizo. Ella tenía razón, no era de su incumbencia. La ayudó a tomar asiento. Judith aceptó el favor evitando mirarle directamente a los ojos, como si estuviese avergonzada.
—Yo pensé lo mismo que tú —dijo Dante—. Está como una cabra, pero así son las mujeres. Y nosotros la necesitamos para que esto tenga algo de gracia. No te hagas el galante con ella y céntrate en lo que hemos venido a hacer.
Álvaro estuvo a punto de gritarle. Le hubiera gustado explicarle a ese viejo calvo y barrigón dónde podía meterse sus consejos, pero se contuvo.
—Desde luego —dijo forzando una sonrisa. Ocupó el lugar que quedaba vacío y tomó el paquete que estaba en el centro de la mesa—. Bien, pues empecemos. —Rasgó el envoltorio, sacó las cartas de su caja de madera y empezó a barajar—. Juguemos al póquer.
—¿Por qué empiezas repartiendo tú? —preguntó Dante—. ¿No deberíamos decidirlo a la carta más alta?
Álvaro sonrió, intuyendo el motivo de Dante para quejarse. Pretendía demostrar su fuerza, establecer desde el inicio una imagen autoritaria y seria para intimidar a los demás. Era una actitud bastante frecuente entre jugadores. Ya había tratado con tipos así.
—Naturalmente —contestó Álvaro—. Llevas toda la razón. Estoy algo nervioso, eso es todo. Te agradezco que llames mi atención sobre ese detalle. Todos queremos una partida limpia y correcta.
Acercó el mazo de cartas a Dante. El viejo cortó por la mitad. Álvaro completó el mazo y lo arrastró al centro de la mesa. Invitó a todos a coger una carta con un elegante gesto de su mano derecha.
Dante fue el primero. Tomó la primera carta y destapó un rey de corazones. Judith alargó el brazo; le costó llegar hasta el mazo, su tripa topaba con el borde de la mesa. Álvaro se apresuró a acercarle las cartas para que no tuviese que esforzarse. Se la veía tan débil y desprotegida… Sacó un siete de diamantes.
—¡Eh, tú! —gritó Dante, malhumorado—. ¿Qué tal si prestas atención a la partida? —Héctor no dio muestras de haberle oído. Seguía embelesado contemplando a la niña—. Dile algo al guarro ese —le dijo a Álvaro—. Si no quiere jugar…
Héctor extendió el brazo sin dejar de mirar a la pequeña. Alcanzó el mazo de cartas y levantó la primera. Ni siquiera le echó un vistazo. Era un cinco de picas. Álvaro hizo uso de su turno y sacó otro cinco. Luego recogió las cartas y se las tendió a Dante con mucha amabilidad.
—Empiezas tú.
Dante empezó a barajar. Álvaro y Judith estudiaron un momento sus respectivos montones de fichas. Estaban compuestos por piezas circulares de plástico de tres colores diferentes: rojo, verde y amarillo. Las fichas rojas eran con diferencia las más numerosas y las amarillas las más escasas.
—Entiendo que las rojas son las de menor valor —dijo Judith pensando en voz alta. Álvaro terminó de colocar las suyas y miró a Judith con curiosidad.
—En efecto, y las amarillas las que más valen.
No sabía por qué había llegado a esa conclusión, pero era una certeza indiscutible.
El valor de cada pieza era evidente para él, como si llevase jugando al póquer toda la vida con aquel juego de fichas. Le resultaba imposible confundir sus respectivos valores. Al pensar en ello reconoció la misma sensación que había tenido al leer la invitación en el quirófano, cuando le había invadido la necesidad de acudir a la partida inmediatamente. No dudaba que a los demás les estaba ocurriendo lo mismo.
—Empieza la primera mano —anunció Dante repartiendo las cartas.
—Suerte a todos —dijo Álvaro alegremente.
Nadie le correspondió. Dante terminó de repartir con mucha rapidez, como si estuviese ansioso por comenzar. Álvaro levantó sus cartas pero no les hizo el menor caso. Fingió estudiarlas mientras deslizaba discretas miradas a sus adversarios. Comprobó con gran satisfacción que ninguno de ellos era un profesional. Le bastó con observar cómo sujetaban las cartas. Álvaro llevaba más de diez años jugando al póquer, había estado sentado en mesas de mucha categoría con gente muy buena, en un par de ocasiones con campeones internacionales, y podía reconocer a un jugador consumado por el modo de sostener los naipes. No era el caso de Dante ni de Judith, el primero mantenía el rostro demasiado tirante, se notaba que intentaba esconder sus emociones. Judith estaba claramente nerviosa, sus finos dedos vibraban ligeramente.
Con Héctor era más complicado, sobre todo porque ni siquiera había tocado sus cartas. Álvaro se preguntó un instante por esa fascinación hacia la niña. Sin duda se trataba de un acontecimiento excepcional, pero todos sabían a qué habían venido y quién era su diminuta anfitriona, ya debería habérsele pasado la fijación. Puede que fuese por las sombras. Tal vez Héctor no le quitaba ojo intentando descubrir cómo era posible que la sombra de la niña y su mascota se proyectasen en el sentido opuesto a las demás.
—Paso —dijo Héctor cuando le llegó su turno.
Continuaba sin haber tocado sus cartas. Álvaro no entendía a qué estaba jugando. Esta no era una partida de la que uno se pudiera desentender. Y ahí estaba Héctor, sin mostrar el menor interés. Álvaro empezó a preocuparse. Si no desvelaba el misterio que envolvía a Héctor, no podría descifrar sus emociones y anticiparse a sus jugadas. Nunca se había topado con un rival tan enigmático. Y luego estaba su aspecto sucio y andrajoso. ¿Sería parte de una estrategia para desorientar a sus rivales? De ser así estaba funcionando. Álvaro estaba acostumbrado a ver más allá del aspecto físico, a dar con la personalidad de fondo que impulsaba cada acción en una partida de póquer, pero no terminaba de definir a la clase de jugador que ocultaba esa apariencia de vagabundo.
—Aún no hemos contado por qué estamos aquí —dijo Álvaro con aire despreocupado—. Yo soy cirujano y lo cierto es que no tengo los detalles de por qué recibí mi invitación. Nuestra pequeña amiga no me los reveló.
—¿En serio? —preguntó Judith, interesada—. ¡Qué raro! Entonces se tratará de un accidente, supongo.
Álvaro imaginaba lo mismo. Por su modo de responder, dedujo que Judith sí contaba con toda la información de su propio caso. Seguramente esa era la situación de todos ellos. Ahora sólo necesitaba que Héctor hablase.
—Muy interesante —interrumpió Dante—. Pero, ¿qué tal si juegas?
—Por supuesto —dijo Álvaro—. Voy. —Echó un par de fichas al montón—. ¿Qué hay de ti Héctor? Puedes contarnos algo para amenizar un poco la noche.
—Y puedo no contaros nada —repuso Héctor. Por primera vez desde que se sentaron dejó de mirar a la niña—. Tu charla no me interesa. La de ninguno de vosotros en realidad.
—Era solo para entretenernos —se defendió Álvaro.
—Hay que ver cómo se pone el desharrapado por una pregunta de nada —dijo Dante. Héctor permaneció impasible—. Ni que le hubiésemos preguntado cuánto hace que no se cambia de ropa.
—No te metas con él —amenazó Judith. Su voz era demasiado suave para transmitir autoridad. A Álvaro le costaba imaginar un rostro tan dulce enfadado, pero su expresión era seria—. Si no quiere contar nada es cosa suya, no puedes obligarle. ¿Por qué no hablas tú?
—No hace falta que nos enfademos —dijo Álvaro, conciliador—. Podemos empezar por nuestras profesiones. Yo ya he dicho la mía. ¿Dante?
Dante no respondió enseguida. Tomó el mazo de cartas y repartió de acuerdo a los descartes, excepto a Héctor, que había pasado esa mano.
—Soy un hombre de negocios, un inversor.
—Lo que me faltaba por oír —dijo Héctor despectivamente—. ¿De verdad no sabes quién es este impresentable? —le preguntó a Álvaro. El cirujano se sintió repentinamente avergonzado. De nuevo le invadió la sensación de conocer a Dante de algo—. Es un ladrón de la peor calaña. El típico especulador corrupto que…
—¿Qué has dicho, piojoso? —gruñó Dante levantándose de la silla.
Álvaro juzgó la envergadura de Dante como imponente. A pesar de contar con unos veinte años más que Héctor, de producirse un enfrentamiento entre ellos, Álvaro apostaría por Dante. El sesentón era puro nervio, mientras que Héctor parecía débil y demasiado delgado, a la par que despreocupado. Ni se inmutó ante la actitud amenazadora de Dante; nada le perturbaba.
Dante dio un paso hacia Héctor y se quedó paralizado con un pie en el aire. Un gruñido retumbó rebotando de una pared a otra y todos se callaron. Zeta estaba plantado ante él con las enormes patas flexionadas, listo para dar un gran salto. Tenía el lomo erizado y los colmillos a la vista.
—Jugar —dijo la niña con una sonrisa. Seguía entretenida construyendo una casa con las piezas que tenía—. Quiero jugar más. ¿Es bonito? —preguntó dando palmadas a ambos lados de una especie de castillo que había construido con las piezas.
—Muy bonito —dijo Judith intentando no alterar a la niña.
—Yo volvería a sentarme —aconsejó Álvaro a Dante—. Haz lo que diga la niña. Si Zeta se abalanzaba sobre Dante le despedazaría en medio segundo. El animal era enorme, casi parecía un león negro.
—¿No jugamos más? —preguntó la niña con tristeza. Dejó escapar un par de sollozos—. Yo quería jugar… Más… —Rompió a llorar y derribó los bloques que estaba apilando, desperdigándolos sobre la mesa.
Dante reaccionó y volvió a su sitio a toda velocidad. El perro regresó junto a la chiquilla.
—Por si no lo habéis entendido —dijo Judith—, la niña no va a permitir que os peleéis. Lo ha dicho bien claro, quiere que juguemos. Y yo no pondría a prueba lo que ese perro es capaz de hacer.
Dante se sentó en una postura particular que disparó una conexión en la memoria de Álvaro. Su expresión ya la había visto antes, pero ¿dónde? Y de repente, se acordó. Lo había visto en la televisión, en las noticias para ser exacto, asociado a un escándalo inmobiliario.
—Tú eres el especulador que traficó con influencias para inflar el precio del terreno —dijo Álvaro, más para comprobar que estaba en lo cierto que para recriminarle nada a Dante—. Te acusaron de robar millones y…
—No pudieron probar nada —le cortó Dante.
—Pero todo el mundo sabe que eres culpable —apuntó Héctor—. Y eso es sólo uno de los miles de chanchullos en los que habrás estado metido.
A pesar del tono neutro de la voz de Héctor, Álvaro detectó un profundo desprecio en sus palabras, y no era para menos. De ser ciertos los rumores, Dante era un multimillonario que había levantado su imperio con todo tipo de actividades ilegales. Sobornos, extorsión, tráfico de influencias… La lista era interminable. Le habían acusado de incontables delitos, pero siempre terminaba por librarse. Si no recordaba mal, hacía unos años le condenaron por algún delito de corrupción, pero no llegó a ir a la cárcel. La mitad del país se había indignado ante el modo de proceder de la justicia, que le permitía conservar su libertad. Solo le habían cobrado una multa astronómica, que por otro lado no debía suponer demasiado para la fortuna de Dante.
Álvaro se sintió mejor. Ahora se hacía una idea mucho más precisa de cómo era Dante; de poco le servirían sus influencias en esta partida. Seguramente por eso su actitud era tan hostil, no estaba acostumbrado a enfrentarse a nadie sin partir de una posición ventajosa, apoyada en su riqueza. Allí no podría sobornar a nadie para ganar.
—Bueno, no creo que nos corresponda juzgar el pasado de nadie —dijo Álvaro aparentando normalidad—. Hemos venido a jugar después de todo.
Y siguieron jugando. La primera mano la ganó Judith. Recogió las fichas y empezó a barajar. Álvaro notó como le temblaban las manos. Estaba nerviosa, y eso se hizo evidente cuando, al hacer un mal movimiento, se le cayó el mazo y las cartas se desparramaron sobre la mesa.
—No te preocupes —dijo Álvaro ayudándola a recoger—. Le puede pasar a cualquiera.
Menos a él, por supuesto, aunque eso no lo dijo en voz alta. Álvaro era un profesional y debía evitar que los demás se dieran cuenta de ello. Y Judith empezaba a convertirse en el mayor de los peligros de un modo que jamás hubiese sospechado. Su expresión apenada desarmaba a Álvaro cada vez que ella le dedicaba una tímida sonrisa. No lo podía evitar, sentía la necesidad de ofrecerle su protección, se la veía tan desvalida, tan vulnerable, y era tan… atractiva, sí. Álvaro reconoció para sí mismo que Judith era una chica muy bonita, un poco delgada, pero bien proporcionada. Todo en ella le atraía y, sencillamente, eso no podía ser. Tenía que librarse desesperadamente de esa mezcla de compasión y deseo que Judith despertaba en él. Era una enemiga, todos lo eran en aquella mesa, y tenía que permanecer concentrado.
Héctor tampoco miró sus cartas en la nueva mano. Se limitó a arrojar una ficha al montón y cuando alguien subió, anunció que no iba. Dante le dedicó una mueca de desaprobación, pero ganó la ronda y pareció contento de arrastrar las fichas desde el centro hacia su rincón.
La niña había empezado de nuevo a colocar bloques cuadrados formando una pared y se la veía muy contenta. De vez en cuando dejaba escapar una leve carcajada, como si le hubiesen contado un chiste de su agrado. Sus coletas botaban con los pequeños saltitos que daba sobre la silla, excitada. Daba la impresión de ser inagotable. Zeta permanecía en todo momento tumbado a sus pies, con la cabeza sobre el suelo y los ojos cerrados. Pero Álvaro no se dejaba engañar, el perro no estaba dormido. Sólo era necesario un detalle minúsculo que molestase a la pequeña y el animal estaría de nuevo en pie, resuelto a poner orden.