Sachi recordó las procesiones de los daimios que veía pasar por la aldea, y la magnífica comitiva de la princesa, que se la había llevado al castillo. Pero aquello era todavía más espléndido. Sin embargo, había algo más que era diferente. En todas las procesiones que ella había visto siempre había guardias que gritaban: «Shita ni iyo! Shita ni iyo! ¡De rodillas! ¡De rodillas!» Esos soldados, en cambio, desfilaban en silencio.
La procesión empezó a aparecer entre la multitud. Desde donde estaba, Sachi veía a los músicos golpeando sus tambores y tocando sus flautas, interpretando sus melodías sintoístas. Detrás de ellos iban las picas y los estandartes, con enormes banderas ondeando sobre sus cabezas. A continuación iban un regimiento tras otro de soldados ataviados con uniformes extranjeros, como si quisieran recordarle a la población conquistada que la antigua era —la era del shogun y de los samuráis— había pasado a la historia y que empezaba una nueva. Algunos llevaban rifles colgados del hombro; otros caminaban erguidos con las espadas colgadas de la cintura. Los porteadores, acompañados de los criados, transportaban baúles lacados.
Luego llegaron los señores y los nobles. Algunos iban escondidos en sus palanquines, otros a caballo o a pie, ataviados con amplias túnicas y unos altos sombreros negros que Sachi sólo había visto en los grabados, a la antigua moda de la corte imperial. Desfilando delante, y detrás de ellos había filas de cortesanos y guardias con el traje de la corte, de vivos colores. Había centenares de mozos que sujetaban las riendas de centenares de caballos, y sirvientes que llevaban parasoles, zapatos, la bañera imperial; servidores de todo tipo. Por lo visto, al emperador lo acompañaba la corte al completo, dispuesta a ocupar el inmenso castillo.
Todo parecía extraño: los soldados con sus uniformes extranjeros, los cortesanos con el traje tradicional, que en Edo nadie había visto nunca. Hasta sus caras eran diferentes de las caras de los habitantes de Edo: las de los soldados sureños, toscas y curtidas; las de los aristócratas, de facciones lánguidas y pálidas, con largas narices, pequeñas bocas y despejadas frentes.
Detrás iba un ejército de sacerdotes sintoístas, arrastrando los pies entre la muchedumbre, blandiendo bastones de madera de morera. El emperador estaba en camino; había que purificar a la gente, los edificios, los árboles, el suelo, el aire... todo.
Sachi vio acercarse lentamente un palanquín de ébano y oro, más grande y más espléndido que cualquiera que hubiera visto en su vida. Iba cubierto de cortinas, tenía unos cordones de seda roja en las esquinas y su techo brillaba bajo el sol. Lo sostenían un nutrido grupo de palanquineros, vestidos con amplias túnicas de seda amarilla y tocados con sombreros negros.
En el techo había un fénix de oro, exquisitamente afiligranado. Relucía y destellaba a medida que avanzaba.
Al acercarse el palanquín con el fénix, un profundo silencio descendió sobre la multitud. Cesaron los murmullos y el movimiento, los susurros y los silbidos, y la gente dejó de girar la cabeza para ver mejor. Los niños no hablaban; los bebés no lloraban. Lo único que se oía eran el frufrú de las mangas y las faldas de los palanquineros y el taconeo de sus zuecos negros lacados.
A Sachi se le doblaron las rodillas. Asaltada por una abrumadora admiración, se arrodilló en el suelo y se tapó la cara con las manos. Sólo percibía vagamente el susurro de las túnicas de los palanquineros, el crujido de sus zuecos y el chirrido de los cordones de seda que mantenían firme el palanquín. La atmósfera se impregnó de una fragancia añeja y sagrada que no remitía al austero credo de los budas sino a los dioses de la naturaleza del sintoísmo; no a la oscuridad sino a la luz; no a la muerte sino a la vida.
Sachi no tenía ninguna duda de que el ser que iba en el palanquín era el hijo de los dioses, el hijo de la diosa del sol. Con el fénix de oro reluciendo en lo alto, y con los palanquineros vestidos de amarillo formando un halo de rayos de sol, era como si éste hubiera descendido a la tierra.
Nadie se atrevió a levantar la cabeza hasta mucho después de que hubiera pasado el palanquín. Sachi miró en torno a sí. Taki y Haru seguían con la nariz pegada al suelo, mientras que alrededor la gente empezaba a ponerse en pie, desconcertada, como si no supiera qué le había sucedido. Los ciudadanos de Edo, prácticos y realistas, parecían molestos de que se los pudiera seducir tan fácilmente. Seguirían despotricando de los bárbaros sureños, pero algo había cambiado. Como había dicho Edwards, no se podía volver atrás.
Los palanquines, los señores, los funcionarios, los cortesanos, los caballos, los mozos, los soldados, los porteadores y sus baúles, los sirvientes, las mujeres, las doncellas y todo lo demás había desaparecido en el castillo de Edo, hasta que no quedó nadie. Sólo que ya no era el castillo de Edo, la sede de Su Majestad el shogun, se recordó Sachi. Era el castillo de Tokio, el palacio imperial, la residencia de Su Excelencia el emperador.
Las altísimas puertas de madera de cedro empezaron a moverse. Sachi las contemplaba, hechizada, ansiosa por ver el castillo por última vez. La invadió una terrible sensación de catástrofe. Escudriñando entre las cabezas de la multitud y las filas de soldados que montaban guardia, fijó la mirada en esa rendija, cada vez más estrecha; pero lo único que vio fue el cuartel del recinto interior. Las enormes piedras de la pared que había detrás del cuartel se oscurecieron a medida que las dos puertas empezaban a cerrarse al mismo tiempo, hasta juntarse con un estruendo. Los muros se estremecieron. El estruendo resonó por toda la plaza.
Una fría ráfaga de viento sopló entre el gentío, haciendo ondear los faldones de los kimonos. Levantó las hojas secas del suelo y formó remolinos de polvo. Sachi se estremeció y se ciñó el haori.
A Daisuké le brillaban los ojos. Para él las puertas no estaban cerradas. Los soldados sureños, los pálidos aristócratas, los cortesanos con sus túnicas amarillas de seda eran su gente, y compartía con ellos la gloria. El triunfo del emperador era también su triunfo.
—Que se queden con el castillo —dijo Fuyu con desdén. Las lágrimas le habían estropeado el maquillaje—. Las calles son nuestras. Que la llamen como quieran: sigue siendo Edo.
La gente se sacudía como si saliera de un trance colectivo; todos miraban alrededor y se sonreían tímidamente unos a otros. Empezaron a oírse voces, pero muy flojas, como si nadie se atreviera a hablar de lo que acababan de ver. Un niño empezó a parlotear, y poco a poco, la gente regresó a sus casas. La mayoría se dirigieron con sus zuecos o sus sandalias de paja hacia el este de la ciudad.
Fuyu también se recogió las faldas, se despidió con brusquedad y se encaminó, presurosa, hacia el este, oscilando sobre sus altos zuecos; daba la impresión de que temiera contagiarse de la devoción de sus conciudadanos si se quedaba más tiempo allí. Sachi vio desaparecer entre el gentío la espalda de su kimono, con un espléndido estampado. Fuyu parecía menuda y desamparada, pero orgullosa. Sachi se vio a sí misma allí, en los hombros de Fuyu: esa ira, esa negativa a renunciar al pasado, ese orgullo... Quizá lo sintieran todas las mujeres del palacio. Quizá lo llevarían con ellas el resto de sus vidas.
Daisuké guió a Sachi, Taki y Haru desde la plaza, por el borde del foso y hasta el puente que conducía a la mansión. Se detuvo al llegar allí.
—Tengo que irme —dijo—. Debo ocuparme de unos asuntos. Voy a establecerme aquí, en Tokio. En mi casa habría sitio para todos nosotros, y también para las doncellas y los criados. Me encargaré de que todas vosotras tengáis la vida que os merecéis.
Sachi inclinó la cabeza. De repente se sentía tremendamente triste y sola. Cuando «regresaran los hombres de Wakamatsu», ¿estaría Shinzaemon entre ellos? Pero Daisuké ni siquiera sabía que existía Shinzaemon. Era difícil imaginar cómo encajaría él en esa idílica vida que su padre planeaba para ella. Y Edwards, pensó, tampoco iba a encajar fácilmente.
No había nadie de guardia en las puertas exteriores de la mansión. Sachi, Taki y Haru atravesaron en silencio los jardines hacia las enormes puertas interiores, esquivando los montones de hojas secas.
Al fondo del patio había dos hombres. Estaban sentados con las piernas cruzadas en la galería del vestíbulo, sobre un charco de luz. Estaban enfrascados en su conversación, con las cabezas muy juntas. Un haz de luz iluminaba el humo que ascendía en espiral de sus pipas y hacía brillar la cabeza recién afeitada y el moño untado con aceite de uno de ellos. El otro tenía la cabeza cubierta de pelo negro muy corto, como los extranjeros.
El hombre de la cabeza afeitada la levantó al aparecer las mujeres. Se puso en pie de un brinco y corrió hacia ellas, inclinando la cabeza para disculparse. Era el anciano que vigilaba el portal exterior.
—Lo siento mucho —murmuró. Señaló al otro hombre—. Ha venido una visita. Acaba de volver de Wakamatsu.
Sachi asintió. Uno de los suyos había regresado del frente y les llevaba noticias. Era una razón suficientemente buena para que el anciano hubiera abandonado su puesto. Se volvió para saludar al recién llegado, que bajaba de la galería poniéndose las sandalias de paja. Miraba hacia abajo, pero antes de que levantara la cabeza Sachi lo supo.
Era Shinzaemon.
Shinzaemon miraba a Sachi con expresión firme y serena. Sus ojos —unos ojos rasgados, de felino, en un rostro hermoso— la traspasaban. No era atractivo como un actor de kabuki, como Daisuké; su cara era demasiado feroz, demasiado musculosa, demasiado poderosa. Sachi reconoció su arrogancia, su pausada elegancia, ese aire de estar dispuesto a conquistar el mundo. Aunque hubiera peleado en el bando de los perdedores, estaba orgulloso de sí mismo.
Sachi se dio cuenta de que Shinzaemon había estado viviendo a la intemperie. Tenía la piel muy bronceada, y la ropa gastada y arrugada. Un bigote incipiente asomaba sobre su labio superior.
El espíritu de Sachi corrió hacia él, pero ella no se movió. Se quedó quieta y recatada, como correspondía a una mujer. Se moría de ganas de lanzarse a sus brazos, pero no lo hizo, por supuesto. Bajó la mirada e inclinó la cabeza.
Taki también tenía la cabeza agachada, y se tapaba los ojos con la manga del kimono.
—Shin —dijo—. Debes de estar cansado. Bienvenido a casa. Ha pasado mucho tiempo.
Shinzaemon hizo una solemne reverencia.
—No tengo excusa —dijo— para presentarme así, sin avisar.
Habló con voz grave y sonora. Sachi percibió su olor —ese olor salado a sudor, mezclado con olor a humo de tabaco—. Recordó todas las veces que había notado ese olor: caminando por el Nakasendo con él, en la cima de la montaña, abrazada a él en el puente.
Sachi agachó la cabeza y pronunció las frases oportunas, pero apenas sabía lo que hacía. Estaba esperando el momento en que se quedarían a solas.
Los saludos se prolongaron eternamente. Entonces Taki agarró a Haru por la manga. Despacio, deliberadamente —o eso le pareció a Sachi—, se quitaron primero una sandalia y luego la otra y subieron al sombrío vestíbulo. Volvieron a saludar con una inclinación y entraron en la casa. Sachi vio cómo sus espaldas desaparecían.
Se estaba poniendo el sol, y el suelo estaba teñido de rojo, plata y oro.
Sachi llevaba mucho tiempo esperando ese momento, pero ahora que había llegado, se sentía tímida como una niña. Mantenía la mirada fija en el suelo. Shinzaemon llevaba los tabi sucios, y las sandalias gastadas y rotas. Había varios nudos en las tiras de las sandalias. El ruedo de la falda de su kimono estaba manchado.
La miraba con fijeza.
—Has venido —susurró ella.
—Nantonaku —repuso él—. De alguna forma.
El día de su último encuentro, ambos pensaron que nunca volverían a verse. Sachi lo miró con timidez y recordó aquel momento. Él también la miraba; escudriñaba su cara como si recordara cada curva, cada línea. Algo en él había cambiado. Sonreía con ironía. Su esquilada cabeza le daba un aire de niño travieso. Sachi nunca había tenido ocasión de verle tan bien la cara, ni siquiera cuando él llevaba el cabello recogido en una cola de caballo.
—¿Qué te parece? —dijo Shinzaemon, risueño, llevándose una mano a la cabeza.
Tenía una arruga en el entrecejo que no estaba allí la última vez que se vieron. Sachi captó un atisbo de la mirada ausente que había visto en los ojos de Tatsuemon, como si Shinzaemon hubiera visto cosas que nunca podría explicarle. Pero ya había transcurrido medio mes desde la batalla. Shinzaemon había sobrevivido. Y había regresado. Quizá fuera el futuro lo que estaba contemplando, y no el pasado.
—Te veo cambiado —dijo ella componiendo una sonrisa—. Llevas un buen disfraz. Nadie te habría reconocido.
—Pero tú sí.
—Sí —afirmó ella con un susurro.
Quería tocarlo, notar la dureza de su cuerpo, la fuerza de sus manos. Pero se contuvo. Cuanto más esperaba, más fuerte era el ansia que sentía.
Shinzaemon metió una mano en la manga de su kimono y sacó un peine. De carey, con reborde de oro, y con un emblema grabado. El peine de la madre de Sachi, su emblema. La joven todavía no sabía qué era cuando se lo dio a Shinzaemon. Ahora sí lo sabía, y eso también la había cambiado a ella.
—Me protegió. Mejor que una armadura. Mejor que un fajín de las mil puntadas.
Sachi tenía tantas cosas que contarle; pero de pronto comprendió que ya tendrían ocasión de hablar más tarde, y eso la llenó de gozo. Tenían toda la vida por delante.
—Ven a ver los jardines —dijo Sachi.
Caminaron entre los senderos cubiertos de maleza. La brisa mecía las matas de miscantus, desprendiendo una lluvia de pelusilla que formaba remolinos por el aire, como la nieve. Los insectos zumbaban; eran los últimos insectos de la temporada. Los arces estaban radiantes de color. Sachi lo llevó hasta el parapeto.
Se quedaron de pie, lado a lado, contemplando el Goji-in y las tierras donde antes estaban las residencias de los daimios. Había gente por todas partes, trabajando con afán. A lo lejos, en el barrio de los chonin, se veían innumerables andamiajes de bambú, y la gente pululaba como hormigas, levantando paredes y techos. El martilleo de miles de martillos se extendía, claro y diáfano, por los espacios vacíos.
En medio de tanta actividad se alzaba la colina, silenciosa e inerte. Los pájaros volaban describiendo círculos, puntos negros en el cielo que iba oscureciéndose, y graznaban amenazadoramente.