Fuyu.
Recordó también su último encuentro, cuando Fuyu parecía enloquecida. Después había desaparecido, y nadie sabía qué había sido de ella, aunque algunas mujeres decían que su familia debía de haberla ejecutado. Desde entonces, Sachi no había dejado de preguntarse si todo habría sido culpa suya, si sería ella la responsable del terrible sino de su enemiga.
Y allí estaba, enfrente de ellas. Pero ¿era Fuyu de verdad, o era un espíritu de zorro?
Bajo la gruesa capa de maquillaje, la mujer tenía la nariz respingona y el cutis aceitunado de Fuyu. Todavía conservaba el contorno de ese rostro hermoso en forma de corazón que la hacía destacar entre todas las jóvenes del palacio, pero estaba demacrado y transido. Parecía agotada. Tenía los hombros encorvados, como si estuviera acostumbrada a pedir favores, y el kimono le quedaba muy holgado, como una mortaja. Su mirada denotaba fortaleza; se notaba que Fuyu había tenido que luchar para sobrevivir.
—¿También vosotras por aquí? —gruñó. Le faltaban unos cuantos dientes, y los que conservaba, los tenía negros. Llevaba un kimono de crespón, de una calidad poco acorde con su aspecto, con largas y amplias mangas, como los que llevaban las jovencitas. En el palacio, solía disimular su acento de Edo con la entonación de las samuráis de clase más elevada, pero ahora volvía a hablar con un acento mucho más sencillo—. Creí que con la suerte que tienes te habrías librado. —Miraba a Sachi, y en su voz asomaba el antiguo veneno.
Taki se dio la vuelta con brusquedad. Sachi sabía que su amiga estaba haciendo todo lo posible para ocultar sus sentimientos, como debía hacer una samurái, pero sus delgados hombros temblaban de aversión.
—Todas las grandes damas —continuó Fuyu—. Todas habéis acabado aquí.
—¿Quieres decir... que hay otras mujeres? —preguntó Taki—. ¿Otras damas del palacio?
Sachi pensó en sus damas de honor, en sus doncellas y en sus criadas, todas esas mujeres que habían desaparecido. Creía que habrían regresado con sus familias y que estarían a salvó. ¿Cómo podía ser que hubieran acabado allí?
—Claro. Algunas están en la calle. Otras, en los burdeles y en el Yoshiwara. Ya no son tan distinguidas ni poderosas, desde luego.
—¿Y tú? —preguntó Haru.
—No te lamentes por mí —le espetó Fuyu con voz crispada—. Mi amo es prestamista. Él cuida de mí. Cometí un error. Era joven. Pero entonces... —Suavizó la voz y dijo—: Bueno, todo se ha derrumbado, ¿no? Ya no tiene importancia que te nombren concubina del shogun o no. Eso ya no significa nada.
¡La querida de un prestamista! Fuyu se había labrado su propio destino, sin duda, pero por muy mal que se llevaran, era terrible ver lo bajo que había caído. Sachi desconfiaba de Fuyu, pero no podía evitar compadecerse de ella. ¡Cómo había acabado! Fuyu, la estrella del palacio de las mujeres, la candidata preferida de la Retirada para ser la concubina del shogun. Sachi también había descendido mucho desde entonces, pero no tanto como Fuyu.
—Pero ¿qué hacéis aquí? —preguntó Fuyu—. ¿Buscáis un sitio donde alojaros? ¿Trabajo? ¿Buscáis trabajo? Venid. No importa lo que busquéis; mi amo os ayudará.
Sachi miró a Taki y a Haru y asintió con la cabeza. Estaban completamente perdidas y no tenían otra alternativa que seguir a Fuyu. Las guió por el laberinto de callejuelas, y ellas la siguieron, mirando alrededor con desconfianza.
—Quizá quiera vendernos —le dijo Taki a Sachi en voz baja, mirando en torno a sí con sus grandes ojos—. Ahora todo es posible. Fuyu sabe mejor que nadie quién eres y lo que podría conseguir si te entregara a los sureños.
—No digas eso —murmuró Sachi meneando la cabeza.
—Ningún habitante de Edo colaboraría con sus ocupantes —susurró Haru con severidad—. Ni siquiera la pobre Fuyu. Estamos todos juntos en esto.
Doblaron una esquina y fueron a parar a una calle más ancha. Había una barbería, unos baños públicos, un vendedor de verduras y, al lado, una gran tienda con el letrero de un prestamista. Fuyu se metió bajo las cortinas.
—¿Eres tú, Fuyu? —dijo una voz—. ¿Qué haces por ahí habiendo trabajo por hacer?
—Oi! —exclamó otra voz.
Dentro había una nube de humo. Una anciana arrugada, envuelta en una holgada prenda marrón, con el cabello recogido en un moño, estaba sentada, con las delgadas piernas dobladas bajo el cuerpo, fumando una pipa de boquilla larga. Miró a las recién llegadas. Detrás de una reja había un hombre repantigado. Un letrero colgado a sus espaldas advertía que se admitían prendas por un máximo de ocho meses. Ocho meses, pensó Sachi. ¿Quién podía saber qué habría pasado entonces, o dónde estarían todos?
El rostro de Fuyu adoptó una expresión atormentada, como de animal acorralado. Entonces compuso una coqueta sonrisa con los pintados labios.
—Soy yo —dijo con un falsete infantil—. Vengo con unas amigas mías. Viejas amigas.
Al ver a las tres mujeres, el hombre se incorporó despacio y le dio unos golpecitos a la pipa. Llevaba el traje arrugado y la cabeza sin afeitar. Entrecerró los ojos y las miró con recelo; entonces sonrió, muy afable, mostrando unos dientes podridos.
—Damas del palacio, ¿no? Pasad, pasad. Nuestra tienda es muy pequeña. ¿Tenéis algo que empeñar?
—No. Buscamos un mercader de arroz —contestó Haru.
—Se os ha acabado la comida, ¿eh? —dijo él frunciendo el entrecejo y acariciando su ábaco—. Sí, son tiempos difíciles. Esta ciudad está acabada. Toda esa gente que vivía del daimio se ha marchado. Han abandonado la ciudad. Nosotros también hemos preparado el equipaje, ¿no es así, Fu-chan?
Fuyu le dijo algo al oído. El prestamista abrió mucho la boca. Dio un grito ahogado, apartó su ábaco y se arrodilló, tocando la esterilla del suelo con la cara.
—¡Cuánto lo siento! ¡Cuánto lo siento! —exclamó con voz amortiguada, frotando la esterilla con los labios—. Perdonadme, Honorable Señora. Honorable Concubina. Gracias por honrar mi humilde tienda con vuestra presencia. Haré todo lo que pueda para ayudaros. Nunca olvidaremos... A Su joven Majestad.
Una gran lágrima cayó sobre la mugrienta estera, y luego otra. El hombre se enjugó los ojos con la mano. La anciana también se había arrodillado.
—Aquí somos todos súbditos leales de Su Excelencia —dijo ella con voz ronca—. Odiamos a esos sureños como el que más. Haremos cuanto podamos. Cuanto podamos.
Sachi no estaba segura de que hablaran con sinceridad, pero no le importaba, siempre que les consiguieran comida. Haru metió una mano en su obi y sacó una moneda de oro.
—Nos gustaría comprar arroz. Podemos dejar un depósito —dijo.
El hombre cogió unas gafas, se acercó la moneda a la cara y la examinó. Se la pasó a la anciana, que la mordió concienzudamente.
—Creíamos que ya no quedaban —dijo, maravillado, y compuso una sonrisa maliciosa—. Disculpadnos, Señora. No sé si esto servirá aquí. Mirad, lleva el sello de los Tokugawa.
Sachi cogió la moneda y la examinó, desconcertada. Sí, llevaba el emblema con la malvarrosa de los Tokugawa.
—Creerán que las hemos robado. Los soldados registran nuestras casas. Los soldados sureños. Dicen que buscan el oro del shogun. Dicen que ha desaparecido.
—No seas necio, Hermano Mayor —le espetó Fuyu—. Lo que buscan son los lingotes. No olvides que yo también vivía en el palacio. Pero nadie cree que estén allí. Seguro que los escondieron fuera del palacio hace ya mucho tiempo. Hazles este favor a las damas. Puedes fundir las monedas.
—¿No tenéis cobre, Señoras? —preguntó el hombre con una sonrisa obsequiosa—. Aunque sólo sean unos pocos nion. Eso bastaría como depósito. Al fin y al cabo, es para la Honorable Concubina.
Haru metió una mano en el obi y sacó una sarta de monedas de cobre.
—Me ocuparé de todo, Señoras —dijo el prestamista—. Tengo que poner mi grano de arena en memoria de Su joven Majestad.
El prestamista cumplió su palabra. Al día siguiente, Haru informó de que habían llevado a la mansión suficiente arroz, sal, miso, aceite para lámparas, verduras y leña para proveer a las mujeres durante meses.
Unos días más tarde, Sachi estaba escribiendo cuando oyó un frufrú de seda. Taki apareció en la puerta, con las manos sobre el tatami y la cabeza, perfectamente peinada, agachada.
—Tenéis visita —anunció con formalidad.
Pasaba algo raro. La voz de Taki era un poco más chillona que de costumbre. Había un deje de histerismo en su voz.
—¿Es Edward-sama?
—No —dijo Taki—. Es vuestro honorable padre, Daisuké-sama.
Sachi dejó el pincel.
—¡Mi padre! Pero... ¿por qué? Ya sé que se ha ocupado de nosotras, pero... No sé si quiero recibirlo.
Dijo esas palabras sin proponérselo.
—Ya sé que es tu padre —dijo Taki adoptando una expresión severa. Juntó las cejas y aspiró entre los dientes produciendo un silbido—. Pero me asusta que lo dejes acercarse demasiado a ti. Él no escomo nosotras. No es de la clase de los samuráis. Recuerda lo que le pasó a tu madre.
—Aun así tengo que verlo —murmuró Sachi, casi como si hablara sola—. Tengo que saber más sobre mi madre.
No era que hubiera olvidado a su madre, pero la había escondido —a ella y el misterio de su destino— en lo más recóndito de su mente. Como un fuego sofocado y reducido a cenizas, ahora esas ansias volvieron a prender en ella, más abrasadoras que nunca.
Taki le acercó un espejo. Sachi vio su pálido rostro reflejado en la pulida superficie de bronce. Ya no llevaba el pelo corto, como las viudas, sino largo y enrollado. Recordaba los tiempos en que adoptaba un peinado nuevo cada vez que ascendía de posición, y nuevos kimonos para señalar el paso de los meses. Sonrió con tristeza al pensar en la inocencia de esos tiempos, cuando esas nimiedades parecían emocionantes y muy importantes. Ese mundo había desaparecido para siempre.
Se acarició una mejilla con las yemas de los dedos. Había tristeza en su cara. Parecía más delgada, tenía los pómulos un poco más destacados, y unas débiles ojeras. Todavía no había cumplido diecinueve años, pero era difícil imaginar qué le depararía el futuro. Pero no sólo se veía a sí misma. Se estaba acercando más y más a la edad que tenía su madre cuando conoció a su padre. Resultaba extraño y desconcertante sentirse habitada por su propia madre, una madre a la que ni siquiera había conocido. Cuanto más la castigaba la vida, cuanto más se reflejaba el sufrimiento en su cara, más debía de parecerse a su madre. Sachi decidió recibir a su padre.
Taki iba delante de ella, asegurándose de que todas las puertas estuvieran abiertas, y Sachi fue atravesando una oscura habitación tras otra. La acolchada orilla de su kimono susurraba detrás de ella. En parte no quería llegar a la gran sala, no quería ver a aquel encantador tan poco de fiar, su padre. Pero por otra parte estaba impaciente. Redujo el paso hasta apenas moverse, deslizando un pie y luego el otro por el tatami, como le habían enseñado a hacer en el palacio, como caminaban las grandes damas. Pero era como si su espíritu corriera delante de ella.
Mucho antes de llegar a la gran sala, olió la leñosa fragancia a humo de tabaco y ese peculiar aroma extranjero que siempre desprendía la ropa de Daisuké. También había otro olor. Sachi se quedó quieta. Olor a almizcle, aloe, ajenjo, incienso... La clase de perfume que una cortesana emplearía para perfumar sus túnicas. Aceleró de nuevo el paso.
Entonces oyó unas voces conocidas. Haru ya estaba allí.
—Haru. —Era la grave voz de Daisuké.
Sachi oía cada palabra. Se detuvo y le hizo señas a Taki para que guardara silencio.
—¿Crees que me equivoqué, Haru? ¿Debí esperar en el templo? Esa pregunta me ha atormentado desde entonces. Pensé que lo mejor para ella era que yo despareciera.
Para ella. Estaban hablando de Okoto, la madre de Sachi. Daisuké hablaba con voz lastimera.
—Necesito saber por qué no regresó. ¿La encerraron? ¿La enviaron al exilio? ¿La obligaron a quitarse la vida? Si supiera que está muerta, al menos podría llorar su muerte. No soporto esta incertidumbre. He tenido que llevarla dentro de mí todos estos años. —Dio un profundo suspiro—. Tú debes de saber qué fue de ella, Haru. Dímelo, por favor. Ya he pagado por mis delitos. Ya he sufrido bastante.
Sachi no se atrevía ni a respirar. Siempre había pensado que su madre podría estar en algún sitio, viva; que sólo se trataba de encontrarla.
—Ahora no, Hermano Mayor —dijo Haru con un hilo de voz—. Mi Señora viene hacia aquí. Llegará en cualquier momento.
Él dio un gruñido.
—Si sigue con vida, sólo dímelo. Sólo una palabra, nada más.
Sachi no lo soportó más y entró en la gran sala.
Las volutas de humo formaban espirales en los haces de luz que entraban por las rendijas de las puertas de papel. El humo se movía como la niebla alrededor de las enormes y negras vigas. Daisuké y Haru estaban sentados uno frente al otro, inclinados hacia delante, separados por la caja de tabaco. Entre ellos dos, reluciendo como un pedazo de cielo, estaba el michiyuki. El michiyuki de la madre de Sachi, pulcramente doblado. Daisuké tenía una gran mano posada encima con suavidad, como si lo acariciara.
Al verla, Daisuké y Haru se sobresaltaron y se echaron hacia atrás, como si los hubieran sorprendido tramando algún terrible crimen. Daisuké quitó la mano de encima del michiyuki. Abrió mucho los ojos y puso cara de asombro. Sachi sabía que él no la estaba viendo a ella, sino a su madre. Entonces Daisuké dejó su pipa, se arrodilló e inclinó la cabeza.
Los anchos hombros y la sólida espalda, el fuerte cuello y la gran cabeza, cubierta de pelo corto y entrecano; las fuertes manos posadas sobre el tatami... Todo en él transmitía fuerza, capacidad, sinceridad, franqueza. Habían pasado varios meses, y sin embargo parecía que no hubiera transcurrido apenas tiempo. Sachi sabía que debía ser precavida: Daisuké era el responsable de la caída en desgracia de su madre, y había luchado en el bando de los sureños. Pero también sabía que había cuidado muy bien de ella, de Haru y de Taki. No pudo evitar sentir alivio y júbilo al pensar que aquel hombre era su padre. Se arrodilló rápidamente.
Daisuké levantó la cabeza y miró largamente a Sachi, como si temiera que si dejaba de mirarla ella volvería a desaparecer. Parecía un poco atribulado, tenía los carrillos un poco más flojos y la arruga que tenía entre las cejas era más profunda, pero seguía pareciendo tan amable y apuesto como siempre.