La última concubina (50 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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—Edo... Edowadzu.

Edwards.

¿Qué haría él? Sabía que Sachi pertenecía al palacio. Bastaba con que dijera esa palabra para que la entregaran a los sureños, que la retendrían como rehén, o la ejecutarían. Los extranjeros eran tan ingenuos; no sabían disimular.

Hubo un largo silencio. Sachi oía los latidos de su corazón, notaba los riachuelos de sudor que resbalaban por su frente hasta sus ojos. Los soldados sureños miraban con recelo al pequeño grupo de mujeres, acariciando sus rifles. Entonces Edwards miró a Sachi y a Taki, y abrió mucho los ojos, sorprendido. A Sachi le pareció que las reconocía; entonces juntó las cejas, furioso.

—¡Conque era esto! —gritó—. ¿Qué demonios hacéis aquí?

Rugía de tal modo que hasta los pájaros que estaban posados en los cadáveres echaron a volar agitando sus enormes y negras alas. El extranjero le dijo unas cuantas palabras al otro extranjero; luego se volvió de nuevo hacia las mujeres.

—No puedo creerlo —bramó—. Os pago un salario, vivís en mi casa, y mira cómo me lo pagáis. Ese imbécil, Jiro... ¡Mira que meterse en un lío así! Y vosotras, mujeres, deberíais estar limpiando mi casa y preparándome la comida.

Sachi lo miraba con la boca abierta, tan asombrada que parecía una sirvienta de verdad.

—¿No esperabas encontrarme aquí, verdad? —continuó Edwards—. Vais a venir todos conmigo ahora mismo.

Sachi recobró los sentidos, se arrodilló y tocó el suelo con la frente.

—Os ruego que me perdonéis, amo —gimoteó—. Ahora mismo, amo. Nuestro muchacho, nuestro Jiro...

Taki se arrodilló también encorvando los hombros. No hacía falta que fingiera agotamiento y miedo.

Los sureños, boquiabiertos, hacían ruidos de asombro, roncos e inarticulados. Sachi los oyó murmurarse unos a otros: «¿Su casa? Podría ser. Además, parece que los conoce. Y ellos sabían cómo se llama...»

—Es mi ama de llaves —dijo Edwards con desdén.

—¿Su ama de llaves? —masculló uno.

—Un momento —dijo otro—. Entonces, ¿de dónde ha sacado ese muchacho ese uniforme?

—Bueno, si el extranjero lo dice —gruñó otro.

Todos se volvieron hacia Edwards y dieron una cabezada, componiendo obsequiosas sonrisas.

Sachi estaba tan exhausta que no sabía si sería capaz de ponerse de nuevo en pie. Quería llorar de puro alivio, pero sabía que no habría estado bien que mostrara su debilidad ante los odiosos sureños.

El extranjero alto de cabello negro se había agachado y le había acercado una petaca a los labios a Tatsuemon. Con mucho cuidado, le levantó el brazo herido y le hizo un cabestrillo. Entonces lo levantó sin ningún esfuerzo, como si fuera un crío. Los miembros del muchacho colgaban inertes, como los de una muñeca de trapo.

Las mujeres siguieron a los extranjeros hasta el pie de la colina, esquivando los cadáveres que iban encontrando. Pasaron al lado de esposas —viudas— que, arrodilladas en el barro, montaban guardia junto a sus hombres. Algunas estaban en silencio, con la cabeza agachada. De vez en cuando, un sonido se mezclaba con los graznidos de los cuervos, el zumbido de las moscas y los mosquitos y el monótono canto de las cigarras: un agudo lamento, como el de un animal atrapado en los bosques; un gemido de angustia y desesperación.

Después de trasponer la Puerta Negra y de cruzar el puente, los soldados sureños desaparecieron. Las mujeres, aturdidas y cubiertas de mugre, miraron a Edwards.

—Gracias —susurró Sachi.

—Éste es el doctor Willis —dijo Edwards—. Él cuidará de su amigo. El muchacho ha tenido suerte. Si hubiera dado la más leve señal de vida, los sureños le habrían cortado la cabeza.

—Mi hospital está lleno de sureños —dijo Willis—. No puedo llevarlo allí. Decapitan a todos los prisioneros. ¿Y si...?

—¿Mi casa? —se anticipó Edwards—. Tengo sitio para él. Al fin y al cabo, es un empleado mío.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Sachi.

—No lo sé —respondió el médico—. Tendrá que rezar a sus dioses.

11. ANTES DEL ALBA
I

Sachi volvía a estar en la mansión de los Shimizu. Cuando salió de allí, estaba decidida a no volver jamás, pero al final no había habido otro sitio adonde ir. Estaba dando vueltas en su futón. Hacía un calor insoportable. La cabeza se le resbalaba una y otra vez de la almohada de madera. La apartó y se tumbó sin ella.

Creía estar trasponiendo la Puerta Negra. Sus pies rozaban la gomosa carne de los cadáveres y tenía el repugnante olor a muerte en los labios. Ante sus ojos danzaban imágenes de cuerpos desmembrados, y la del perro con la mano humana en la boca.

Tantos hombres, centenares y centenares, pudriéndose en el suelo... Sachi estaba tan ocupada buscando a Shinzaemon que apenas había pensado en todos esos otros, todos esos cuerpos destrozados y todas esas caras que ella había visto y que no eran los de Shinzaemon. Todos debían de tener esposas, amantes, hijos, padres. Todos debían de haberse despedido con bravatas al partir a caballo con sus camaradas, dispuestos a conquistar la gloria.

Esas esposas y esas amantes debían de haber rezado para volver a ver a sus hombres, pese a que pareciera poco probable. Muchas debían de seguir rezando y confiando. Sachi había visto a unas cuantas en la colina, buscando entre los cadáveres. Pero la mayoría nunca sabría qué había pasado y sus hombres se pudrirían hasta que se los comieran los cuervos y los perros.

Y ¿para qué? Para cumplir su obligación con su señor, el shogun: rechazar a los bárbaros sureños que estaban invadiendo el país. La guerra todavía no había terminado. Habría otros combates, se dijo Sachi, otros campos de batalla tan macabros o peores. Y sin embargo... Era terrible haber luchado con tanta valentía y no poder ser enterrado. Tras haber contemplado ese espectáculo, resultaba muy difícil pensar que uno pudiera morir honrosa y dignamente en la batalla. La guerra no era más que una carnicería, una matanza y un derroche terrible.

Y Genzaburo... Era tan joven y, pese a su espíritu travieso, tan inocente. Él no estaba firmemente comprometido con el shogun, y sin embargo había luchado en el monte Ueno. Siempre había estado donde podía haber algún peligro o alguna aventura. Sachi recordaba su infancia juntos: esa vez que había peleado con un jabalí, y lo orgulloso que estaba de su cicatriz; cómo nadaba en el río, como un pez, y cómo les arrancaba pelos de la cola a los caballos para hacer sedales; esa vez que fueron juntos a contemplar la comitiva de la princesa. Genzaburo le había dicho a Sachi que fuera a esconderse con él en los aleros, pero ella no había querido, y se la habían llevado a Edo; y cuando volvió a verlo, Sachi ya se había convertido en otra persona.

Recordaba el aire nostálgico con que la había mirado cuando se encontraron en la aldea, unos meses atrás. Él estaba tan vivo entonces; ahora era como si la infancia de Sachi hubiera muerto con él. Habían pasado tantos años juntos, y al final no había podido hacer nada por él, ni siquiera enterrarlo. Se despidió de él mentalmente. Era como el final de un capítulo de su vida.

Cuando consiguió conciliar el sueño, Sachi no vio a Genzaburo, sino a Shinzaemon despatarrado entre los muertos. Tenía los ojos abiertos y la miraba. Le tendía una mano, pero ella pasaba de largo como un fantasma. Sachi oía el rugido de un fuerte viento, veía los espíritus de los guerreros muertos elevándose como columnas de humo, blancos, suspendidos sobre la colina. Oía sus lamentos, notaba su frío aliento. Despertó sobresaltada, estremeciéndose de horror y empapada de sudor.

En la habitación de al lado sonó una campana. Por la rendija que había entre las puertas se filtraba la luz. Haru había permanecido despierta toda la noche. Estaba recitando sutras, rezando a los budas por las almas de los difuntos. Entonces le pidió al buda Amida que salvara a Tatsu.

Sachi se arrodilló, encendió una vela y se puso a rezar también. Primero rezó por Genzaburo, para que su espíritu encontrara la paz, y luego por Shinzaemon y por Toranosuké, para que los dioses los protegieran, donde quiera que estuvieran. Entonces frotó con fuerza las cuentas de su sarta y susurró: «Amados dioses, amados ancestros, buda Amida: dejad a Tatsu aquí, no lo enviéis a reunirse con esos guerreros muertos. Es muy joven. Sólo está empezando a vivir.» Le avergonzaba pensarlo, pero no podía evitarlo: si él sobrevivía, quizá pudiera decirle dónde estaba Shinzaemon, tanto si estaba vivo como si estaba muerto.

«Se han marchado al norte —había dicho el sacerdote—. Muchos se han marchado al norte.» Seguro que Shinzaemon se contaba entre ellos. Algún día regresaría; aparecería en el gran vestíbulo de la mansión, mirándola con sus almendrados ojos, con el pelo enmarañado. Si Sachi lograba aferrarse a esa certeza, quizá se hiciera realidad. Rezó al buda Amida para que lo protegiera.

Por fin llegó la mañana, aún más calurosa y bochornosa que el día anterior. Sachi tenía la ropa adherida al cuerpo, la cara pegajosa de sudor y ni pizca de apetito; apenas se atrevía a respirar. No podía pensar en otra cosa que en los muertos de la colina y en aquellos que quizá no lo estuvieran: Shinzaemon, Toranosuké... y Tatsuemon. El joven Tatsu.

Taki y Haru habían abierto las puertas de papel que dividían las silenciosas habitaciones. Las estaban quitando de los marcos para convertir las estancias en un gran pabellón abierto y así poder aprovechar la más leve brisa. El canto de las cigarras hendía el estancado aire.

A lo lejos se oía un débil ruido: cascos de caballo subiendo por la colina.

¿Y si eran malas noticias? ¿Y si Tatsu había muerto esa noche? Sachi se quedó un momento paralizada de miedo. Entonces se levantó de un brinco, se recogió las faldas del kimono y echó a correr por las sombrías habitaciones. Taki y Haru la siguieron correteando por el tatami.

Se puso las sandalias casi sin detenerse, y al salir de la sombra del vestíbulo chocó contra una pared de calor. En el patio, la luz era tan intensa que, por un instante, cegó a Sachi. Cada piedra de la grava, cada hoja, cada diminuta pizca de musgo parecían pedir auxilio. Entonces volvió a quedar en la sombra: Taki se le había acercado y la había tapado con una sombrilla.

Sachi se paró en seco y escudriñó aquella luminosidad. Un hombre caminaba a grandes zancadas, cruzando la zona oscura bajo los enormes aleros del portal. El día anterior sólo se había fijado en que le resultaba familiar, en que lo conocía. Pero entonces le impresionó comprobar que era un ser extraordinario. ¡Era un gigante! Cuando el hombre salió a la luz del sol, Sachi vio que sus piernas, sus pies y sus brazos eran enormes. Hasta su nariz, que sobresalía como la de un tengu, proyectaba una larga sombra. El pelo, amarillo como la luz del sol, le crecía en las mejillas y en la barbilla. Llevaba un sombrero —el sombrero más raro que Sachi había visto jamás— negro y cilíndrico, como un tsutsumi, un tambor pequeño.

Y pese a lo extraño que era, no resultaba nada amenazador. Le había salvado la vida, no una sino dos veces. Era como un bodhisattva, un guardián de otro reino.

Sachi escudriñó su rostro, tratando de leer en él, y se le acercó lentamente. La sombrilla que tenía sobre su cabeza tembló: a Taki le temblaba la mano con que la sujetaba.

—¿Cómo está? —preguntó entrecortadamente.

Edwards meneó la cabeza. Frunció la frente hasta que sus cejas se tocaron. Tenía una piel rojiza, oscurecida por el sol. Sachi veía los poros de la piel y el brillo de sus claros ojos.

—Todavía es pronto para decirlo —dijo él—. Está durmiendo. Tiene fiebre.

Al menos estaba vivo. Sachi sintió un alivio inmenso, casi mareo. Las mujeres rodearon a Edwards y lo acribillaron a preguntas. ¿Cuándo despertaría? ¿Había dicho algo? ¿Qué opinaba el doctor Willis?

—El doctor Willis le ha sacado una bala del brazo, pero el hueso ha quedado destrozado —contestó Edwards—. La herida podría estar infectada. El doctor Willis no está seguro de que pueda salvarle el brazo. Quizá tenga que amputárselo.

Sachi dio un grito ahogado y se tapó la boca con ambas manos.

—Estamos en guerra —añadió Edwards—. Muchos hombres pierden brazos y piernas. Quizá sus médicos no hagan esas cosas, pero los nuestros sí. Muchas veces es la única forma de salvar al paciente.

Sachi lo sabía muy bien. Pero también sabía que a veces los pacientes morían después de que les amputaran un miembro.

—Nuestra medicina funciona tan bien como la suya, y en algunos casos, incluso mejor —prosiguió Edwards—. Su amigo está muy grave, y tiene mucha fiebre. El doctor Willis es un famoso cirujano. Ha salvado a muchos hombres.

—Tenemos que ver a Tatsu —dijo Sachi—. Llévenos, por favor.

—Eso es imposible —dijo Edwards—. El doctor Willis dice que el paciente tiene que descansar.

—Pero ¿y si... empeora? Él nos conoce. Será un consuelo para él que estemos allí.

—Hay mujeres en la casa. Vendré a buscarlas con un carruaje cuando el doctor Willis diga que puede recibir visitas.

—¿Un carruaje? —dijo Taki, impresionada—. ¿Como los de los grabados?

—No seas ridícula —dijo Sachi sonriendo—. Iremos andando. En Edo las distancias no son muy grandes.

Edwards volvió a fruncir la frente bajo el ala del sombrero.

—Vivo cerca de Shinagawa, cerca de uno de los terrenos de ejecución. No creo que hayan estado ustedes nunca allí. Es una zona muy peligrosa. Su milicia era la única policía de Edo. Ahora no hay nadie; el ejército sureño no puede mantener el orden. Hay saqueadores que irrumpen en los almacenes y roban arroz, y ladrones y asesinos deambulando por todas partes. La ciudad está sumida en el caos.

—Somos samuráis —replicó Sachi con serenidad—. Estamos entrenadas para luchar. Ayer fuimos andando al monte Ueno. Podemos ir andando a cualquier sitio.

Edwards la miró deteniéndose un poco más de lo necesario.

—Y... ¿qué otras noticias hay? —preguntó Sachi, y sus palabras quedaron suspendidas en el silencio.

—Todo el mundo está esperando a ver qué pasa ahora.

Era evidente que los sureños controlaban la ciudad. Pero los ciudadanos de Edo estaban con los norteños. Pertenecían todos al shogun. Los sureños tendrían que pelear muy duro para derrotarlos.

II

Unos días más tarde oyeron un retumbar y un traqueteo a lo lejos, chacoloteo de caballos y gritos de voces masculinas. Había mucho ruido, como si un batallón de soldados desfilara hacia las puertas.

Edwards estaba esperando en el patio. Se quitó el sombrero e inclinó la cabeza.

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