Sachi aceleró el paso y lo alcanzó. Él la miró, sorprendido; sus sesgados ojos destellaban bajo las espesas cejas. Después de tantos días bajo aquel sol invernal, tenía el rostro muy bronceado. Una barba rala le recubría la barbilla, y su sudor era acre y pungente. No iba perfumado como un cortesano.
Sachi jadeaba, acalorada por el esfuerzo. Cuando miró a Shinzaemon notó cómo se ruborizaba y que le ardían las mejillas.
—Es una larga subida —comentó él mirándola con el entrecejo fruncido, como si la joven fuera una niña traviesa—. Cuatro ri, dijeron en el último puesto de control. Y siempre hacia arriba. No vayas tan deprisa. Tómatelo con calma.
Sachi miró hacia otro lado. Se le erizó el vello de la nuca y sintió algo parecido al pánico en la boca del estómago. El corazón le latía con fuerza, y no sólo debido a la falta de oxígeno del aire.
Estaban los dos solos. Sachi sabía que eso no estaba bien, pero ya era demasiado tarde para pensar en el decoro. Ésa era la ocasión con que había estado soñando. Había tantas cosas que quería preguntarle. Esa flor... ¿se la había dado sólo porque ella estaba fuera de su alcance, o había algo más?
Levantó la cabeza y miró a Shinzaemon. Él la miraba, como si, de pronto, hubiera comprendido también lo importante que era ese momento. Permanecieron allí de pie, mientras las nubes pasaban a su lado proyectando sombras cambiantes en la montaña.
Shinzaemon le tendió una mano.
—Vamos juntos —dijo por fin.
Era una cuesta muy empinada, pero Sachi apenas veía el camino. Sólo tenía conciencia de la proximidad del cuerpo de Shinzaemon y del sonido de su respiración. Casi oía los latidos del corazón de él en medio del silencio.
Cuanto más ascendían, más nieve había. Soplaba un viento cortante. Sachi tenía los pies helados, pero apenas lo notaba. Se paró y miró en torno a sí. La llanura se extendía allá abajo, inhóspita y marrón, salpicada de manchas de nieve. Había algunas colinas. Más a lo lejos, las cimas de las montañas destellaban, blancas, por encima de las nubes.
—El monte Hakusan —dijo Shinzaemon. Estiró una mano enorme y lo señaló. Tenía la piel dorada, y sus dedos, firmes y fuertes, estaban recubiertos de vello negro—. Y el monte Ibuki. Y allí, ¿ves eso de allí? Es el mar. ¿Y más allá, a lo lejos, eso que brilla? Es Kioto. —Sachi hizo visera con una mano y escudriñó la lejanía.
Al final llegaron a lo alto del puerto de montaña. A escasa distancia de la cima había una casa de té; se refugiaron allí y se calentaron las manos al calor del hogar. El acre humo de madera de pino les impregnaba la nariz. La cabaña estaba llena de viajeros. El fuego chisporroteaba y humeaba, las tazas de té entrechocaban; había mucho bullicio, pero todo parecía muy distante. Por unos instantes, preciosos, Sachi y Shinzaemon eran libres, libres de sus familias, de sus deberes, de sus obligaciones, hasta de las clases sociales. Estaban los dos solos en lo alto de una montaña, con las nubes deslizándose por debajo de ellos.
—¿Dónde aprendiste a andar así? —preguntó Shinzaemon. Ya no fruncía el entrecejo, y una sonrisa iluminaba su cara. En sus ojos había una chispa de temeridad, como si ya nada importara—. En el castillo de Edo no, eso seguro.
—Había olvidado lo viva que me siento en la montaña —dijo Sachi en voz baja.
Él alargó un brazo, le cogió una pequeña mano con la suya, grande y áspera, y la sostuvo como si fuera un valioso tesoro. Ella se quedó callada sintiendo el contacto de su piel. De modo que a él también le habría gustado que las cosas fueran de otra manera. Y también comprendía que nunca podrían serlo.
¿Qué le tenía reservado el futuro a Shinzaemon? La muerte, una muerte gloriosa en el campo de batalla. Y si por casualidad sobrevivía, seguro que sus padres ya le habían planeado una boda. Sachi era una hormiguita en un hormiguero, una abeja zumbando alrededor de una colmena. Él no podía forjar su propio destino. Había adoptado el papel de ronin, de forajido, pero a fin de cuentas pertenecía a su familia, a su clan, a su ciudad.
Y ella... ¿Dónde estaban su familia, su clan y su ciudad? Sachi podía dibujar la vida de él y los distintos caminos que podía seguir, pero él no sabía nada de ella.
—¿Quién eres, Sachi? —preguntó Shinzaemon.
La miraba con sus sesgados ojos, que parecían traspasarla y ver en su interior. Una sonrisa traviesa danzaba en sus labios. Parecía más animado desde que abandonaran Kano, como si el peso de los terribles sucesos de los últimos días se estuviera levantando poco a poco de sus hombros.
—¿Por qué debería revelártelo? —dijo ella.
El aire de la montaña le producía un ligero mareo. ¿Qué importaba que él supiera su secreto o no? De todos modos lo averiguaría, y muy pronto.
—Cerca de aquí hay una aldea, en la región de Kiso —dijo en voz baja—. Es donde crecí, y donde viven mis padres. La ruta Nakasendo pasa por allí. Vamos a pasar por mi aldea. Taki, Yuki y yo queremos quedarnos. Es donde estaremos más seguras.
Casi de inmediato, Sachi temió haber cometido un grave error, pero ya era demasiado tarde para retirar lo que había dicho. Miró a Shinzaemon y se preguntó cómo reaccionaría un orgulloso samurái como él al enterarse de que ella no era más que una vulgar campesina.
Shinzaemon abrió mucho los ojos.
—¿Una aldea? —murmuró, incrédulo.
—Mis padres son verdaderos samuráis. O mejor dicho, mis padres adoptivos. Pero pasé años sirviendo en el castillo de Edo.
Quería decirle la verdad: que era la hija adoptiva de la casa de Sugi, estandartes del daimio de Ogaki. Pero eso no era todo. Era la Retirada Shoko-in, la amada concubina de su difunta Majestad; pero quizá fuera demasiado peligroso revelar ese secreto.
Shinzaemon la miró como si la estuviera viendo por primera vez. Entonces sus labios compusieron una sonrisa que se ensanchó hasta iluminar toda su cara. Le dio la vuelta a la mano de Sachi y, con dulzura, deslizó sus duros dedos de espadachín por la blanca y suave palma de ella.
—Creía que estabas por encima de las nubes —dijo con un hilo de voz—. Creía que eras una cortesana, que estabas más allá de mi alcance. Creía que sólo podría admirarte desde lejos. ¡Pero no es así! Eres un ser humano, igual que yo. —Se inclinó hacia delante y añadió—: Eres como Momotaro.
Sachi sonrió, indecisa. Momotaro, el pequeño niño melocotón. Su abuela le había contado infinidad de veces la historia del viejo leñador y su esposa, que habían suplicado a los dioses que les dieran un hijo. Un día, la anciana estaba lavando ropa en el río cuando vio acercarse por el agua un melocotón enorme. Lo abrió, y de su interior salió un precioso bebé.
Quizá Shinzaemon tuviera razón. Quizá fuera como Momotaro. Ella siempre había sabido que era diferente de los demás. Momotaro tampoco se había quedado en su aldea. Había crecido y se había ido a matar ogros. Pero al final de la historia, después de su última aventura, y cuando ya no quedaban ogros, volvía y encontraba al anciano leñador y a su esposa esperándolo, ansiosos por verlo, como debían de estar los padres de Sachi.
Durante años, Sachi había añorado la aldea; ahora empezaba a reconocer el paisaje, y sabía que estaba llegando a su hogar. La noche anterior había estado segura de que eso era lo que quería, pero ya no estaba segura de nada. Cuando abandonara la carretera para quedarse en la aldea, Shinzaemon seguiría su camino hacia Edo y ella nunca volvería a verlo. Justo cuando empezaban a conocerse, tendrían que separarse.
El sol se había ocultado. Una gélida corriente de aire se filtró en la cabaña. Sachi se estremeció.
Shinzaemon le acarició la mejilla con un dedo.
—Como un melocotón —murmuró como si hablara solo.
La miró largo rato. Entonces echó un vistazo alrededor, como si acabara de despertar de un sueño. Su rostro se ensombreció. Soltó la mano de Sachi.
—¿Qué me has hecho? —protestó—. Haces que la vida parezca demasiado valiosa. Tengo que estar preparado para morir. ¿Cómo voy a luchar sintiéndome así?
Por la puerta de la casa de té, Sachi vio llegar a sus amigas por el camino, cubierto de nieve, seguidas por una hilera de porteadores con enormes fardos cargados a las espaldas. Shinzaemon le lanzó una penetrante mirada.
—Se supone que soy un hombre y un soldado. Quizá Toranosuké tenga razón. Si te mezclas demasiado con mujeres, te conviertes en una mujer. Tengo que poner fin a este absurdo comportamiento. Si mi padre se enterara, me mataría él mismo.
Sachi tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta, y las lágrimas se agolpaban en sus ojos. No merecía unas palabras tan crueles. Respiró hondo varias veces e intentó serenar los latidos de su corazón. Tenía que tranquilizarse para poder presentarse ante Taki y Yuki.
Shinzaemon hacía bien, por supuesto, rechazándola. Era absurdo pensar, ni siquiera un instante, que sus vidas pudieran cambiar. Y las bruscas palabras de Shinzaemon harían más soportable su separación. Era mejor así; era mejor olvidar lo que había pasado.
El descenso del puerto era muy escarpado. Sachi iba con Taki y Yuki; las cogió de la mano y las ayudó a bajar las partes más empinadas del camino. Se avergonzaba de haberlas dejado solas, de haberse dejado llevar por sus sentimientos. Al fin y al cabo, ya no era una niña. Sabía muy bien que no era libre.
Esperaba que Taki la regañara por haber estado a solas con un hombre. Pero Taki no dijo nada. Ni siquiera parecía haberse fijado en que se había alejado de ellas.
Sachi la miró con fijeza. Había estado tan concentrada en sus propios pensamientos y sentimientos que no le había prestado atención. Taki también parecía estar en un sueño. Le brillaba la cara, y sus enormes ojos lanzaban destellos. Sachi nunca la había visto tan hermosa y tan viva. Los contornos de su rostro parecían más suaves y más femeninos.
Entonces la sorprendió mirando con timidez a Toranosuké, y vio cómo se ruborizaba al acercarse él a ella.
El resto del día caminaron en silencio, evitando la calzada principal siempre que fuera posible. Sachi puso mucho cuidado en no alcanzar nunca a Shinzaemon. A veces, miraba de reojo sus anchas espaldas, que se alejaban por el camino, y se preguntaba si él se volvería para ver si ella lo seguía. Pero Shinzaemon no se volvió ni una sola vez.
Sachi observaba atentamente a Taki, que de vez en cuando miraba de soslayo a Toranosuké y que bajaba los párpados con timidez cuando él estaba cerca. Era muy atractivo; tenía unas facciones muy refinadas y llevaba el cabello recogido en una brillante cola de caballo. Para ser un hombre que había pasado gran parte de su vida en la guerra, tenía una piel muy delicada, no tan bronceada como la de Shinzaemon. Era samurái hasta la médula: musculoso, distinguido y muy cortés. Pero siempre mantenía una distancia indefinible. Había otra cosa que lo convertía en la personificación del espíritu del samurái: Tatsuemon iba siempre a su lado. Por la noche siempre se acostaban juntos.
Sachi no les había prestado mucha atención hasta entonces. No le correspondía hacerlo. Pero ya no podía evitar fijarse en la mirada de adoración con que Tatsuemon contemplaba a su amo.
No era sorprendente. La relación de Toranosuké con Tatsuemon era tan evidente que ni siquiera era digna de mención. Como samurái, Toranosuké vivía rodeado de hombres, y creía que el contacto con mujeres lo volvería blando como una mujer. Taki tenía que saberlo. Quizá sus sentimientos no le permitieran ver lo que para los demás era tan evidente, pensó Sachi. El lazo que unía a Toranosuké y a Tatsuemon no era insólito entre varones. La sociedad lo consentía, porque no amenazaba sus normas. Por muy íntima que fuera su relación, ésta no interferiría en los planes de matrimonio que sus familias hubieran hecho para ellos.
Quienes tenían que verse a escondidas eran Sachi y Shinzaemon. Eran sus sentimientos los que eran intolerables, y no los de Toranosuké y Tatsuemon.
A la mañana siguiente, el escandaloso cacareo de los gallos despertó a Sachi de sus sueños. Al pasar por una aldea situada en lo alto de una meseta, la brisa le trajo el olor a humo de leña, y oyó el murmullo de un riachuelo que discurría junto al camino. El viento le alborotaba el cabello, la luz del sol hacía brillar las rocas, y Sachi supo que casi había llegado a casa.
Pero ¿por qué parecía la gente tan pobre y harapienta? En una aldea, la gente los persiguió tendiéndoles sombreros de paja que sostenían a modo de cestos, suplicándoles que les arrojaran limosnas. Estaban esqueléticos; tenían la mirada extraviada y las mejillas ennegrecidas y hundidas. De vez en cuando, Sachi oía flautas y tambores. Unas voces tarareaban aquella subversiva cantinela: «¿A quién le importa un comino? ¿A quién le importa un comino?»
Allá donde iban, oían rumores de que los sureños estaban en camino. Shinzaemon, Toranosuké y Tatsuemon tomaron la precaución de disfrazarse de sirvientes. Guardaron sus espadas largas en los baúles que transportaban los porteadores, junto con las alabardas de las mujeres; ya sólo llevaban encima las espadas cortas para defenderse.
Una tarde estaban descansando en una posada, calentándose las manos junto al fuego de la chimenea, cuando oyeron la conversación de un par de individuos.
—Cada vez que veo el emblema del shogun se me saltan las lágrimas —dijo uno.
Sachi lo miró de reojo. Era un joven de rostro amable e ingenuo, ojos saltones y expresión seria. Recordaba un poco a un pez globo. Aunque iba vestido como un campesino, no hablaba como tal; en esos días nadie podía estar seguro de quién era qué. En todas las posadas había letreros en los que se prohibía hablar de política. Pero ¿cómo podía imponerse semejante norma?
—Es un poco tarde para hablar así —replicó el otro, algo mayor; tenía el rostro mofletudo y unos pequeños y vigilantes ojos.
Él también iba vestido de campesino, pero sus manos, demasiado regordetas y limpias, lo delataban.
—¿De verdad crees que este nuevo gobierno va a funcionar? —preguntó el primero—. Con los shogunes, al menos sabíamos lo que podíamos esperar. El país estaba en paz. Podíamos ganarnos el sustento. Esos sureños nos están llevando a la ruina. ¿Qué derecho tienen a darnos órdenes? Sus armas, nada más...
Se interrumpió y miró rápidamente alrededor. La habitación se había quedado en silencio.
—Entonces, ¿en qué bando estás? —le preguntó su interlocutor con un tono ligeramente amenazador, mirándolo con fijeza.
Sachi lo miró y se preguntó si sería un espía en busca de traidores a la causa sureña.