La última concubina (25 page)

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Authors: Lesley Downer

Tags: #Drama, Histórico, Aventura

BOOK: La última concubina
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Sachi creía que sólo lo había pensado, pero lo había dicho en voz alta. Shinzaemon la miró.

—Huyó, sí —dijo asintiendo con la cabeza—. ¡Qué vergüenza!

—¡Basta! —gritó tío Sato. Tenía una mano en el puño de la espada—. ¿Es que no tienes lealtad? Todo eso son sólo rumores. ¿Cómo te atreves a explicarlo como si fuera una certeza?

—Quizá haya una explicación —terció Toranosuké tratando de calmarlos a ambos—. Dicen que el señor Yoshinobu planea librar una última batalla en Edo.

—Está en Edo ahora —dijo Shinzaemon con desdén—. Ya lo sabes, has visto los informes. Y tú también, tío Sato. Todo el mundo se burla de él. «Ha vuelto corriendo porque le da miedo luchar, y ha dejado a sus hombres en la estacada.»

Tío Sato estaba a punto de estallar.

—¿Y tú te crees lo que dicen esos plebeyos? ¿Te atreves a adivinar las intenciones del señor Yoshinobu?

—Él tampoco es nuestro amigo, tío Sato. Lo sabes muy bien —replicó Shinzaemon—. Pero pelearé hasta la muerte por él. Sé cuál es mi deber.

—Así que han derrotado a los norteños... —dijo Sachi.

Necesitaba convencerse de ello. Quizá si repetía muchas veces esas palabras comprendería por fin qué significaban.

—Eso significa que los sureños controlan Kioto. Y todo el sudoeste —dijo Shinzaemon.

Hubo un largo silencio.

—¿Y Edo...? —dijo Sachi.

—Edo está sumido en un caos absoluto —dijo Toranosuké—. No hay nadie que imponga orden. Hay ladrones y bandidos por todas partes.

—Los soldados del señor Yoshinobu están viniendo a montones desde Osaka y lo saquean todo a su paso porque no les han pagado —continuó Shinzaemon.

—Los sureños han distribuido panfletos en los que dicen que va a haber guerra y que la gente debería abandonar la ciudad —dijo Toranosuké—. Los habitantes huyen al campo con sus pertenencias; las calles están llenas noche y día.

—¿Y el castillo? —preguntaron Sachi y Taki al unísono.

Ante los ojos de Sachi pasó una imagen del palacio, de las mujeres y de la princesa, su amada princesa.

—Que nosotros sepamos, sus ocupantes están a salvo.

—¿Tenéis informes?

—La verdad es que no, no tenemos informes. Pero si fuera de otro modo, nos habríamos enterado.

—Los sureños estarán planeando su avance —dijo Shinzaemon—. Tienen buenos generales y armas inglesas. Si toman Edo, tendrán el país dominado.

—Y en Kano nadie va a impedírselo —gruñó tío Sato—. No si el daimio se sale con la suya. Lo único que podemos hacer es dirigirnos hacia el norte e intentar frenar su avance.

Miró a las mujeres como si acabara de percatarse de su presencia.

—Ya sé que sólo somos estúpidas mujeres —dijo tía Sato—, pero nosotras también podemos luchar. No lo olvidéis.

—Ese señor Yoshinobu es escurridizo como una anguila —dijo Shinzaemon—. Nadie sabe a quién apoya realmente ni qué hará a continuación.

Cuando los hombres se hubieron marchado, Taki se quedó a hablar con tía Sato. Llegaban mensajeros. En la gran sala todo el mundo hablaba a gritos y discutía acaloradamente.

Sachi volvió a su habitación, cogió una colcha y salió a la galería. Entre la nieve, que había empezado a derretirse, asomaban pedazos de musgo y el contorno de las piedras del sendero. El farol caído todavía estaba cubierto de nieve, y se apreciaban las diminutas huellas de los pájaros que habían pasado por encima. Un cuervo graznó y se posó aparatosamente en un árbol, derramando una lluvia de nieve entre las ramas. Sachi se sentó y contempló las fantasmagóricas siluetas de los árboles mientras el cielo iba oscureciéndose a medida que caía la noche.

Oyó un débil ruido. Una figura, con la cabeza y la cara envueltas en un pañuelo, caminaba con brío bordeando la casa. Se dirigió hacia Sachi haciendo crujir la nieve; se movía con la agilidad de un gato. De debajo de su manto asomaban dos espadas. El hombre se acercó a la galería. Sachi, consternada, notó que se le aceleraba el pulso y que el rubor teñía sus mejillas. Apoyó las yemas de los dedos en la pulida madera de la barandilla y agachó la cabeza.

—Maestro Shinzaemon —murmuró bruscamente, desconcertada por su propia confusión.

—Disculpadme por entrometerme —dijo él en voz baja.

Sachi notó, aliviada, que se le enfriaban las mejillas.

—Hemos de prepararnos para partir de inmediato, Señora —dijo él. Sus negros ojos destellaban sobre los pliegues de la tela que le tapaba la cara, y tenía las cejas fruncidas—. Estamos en guerra, Señora. Los sureños están concentrando sus ejércitos. El pueblo de Edo se prepara para un asedio. El señor Yoshinobu... Ya conocéis su decisión, Señora, y la confusión en que nos ha dejado a nosotros y a nuestra causa. Disculpad mi franqueza, Señora. Ya sé que pertenecéis a la corte de Su Majestad, pero... El señor Yoshinobu se ha propuesto destruirnos. Está haciendo todo lo posible para que dejemos de defendernos de los sureños, que son sus enemigos. No sabemos qué hacer, Señora. Nadie entiende a qué juega. Pero nuestro honor nos obliga a luchar para defender a los Tokugawa.

Sachi asintió, pensativa, aunque apenas prestaba atención a lo que Shinzaemon estaba diciendo. Esa voz, tan áspera y fiera, tan grave y vibrante, tan diferente de una voz de mujer, la llenaba de un secreto placer y hacía que se le acelerara el pulso. Todos los demás se comportaban como debían y decían lo que debían, pero él no. A él no parecía importarle lo que pensara la gente.

—Decidme la verdad —dijo Sachi inclinándose hacia él—. ¿Qué os han contado?

—Dicen que los sureños controlan al joven emperador y que dictan edictos en su nombre. Según cuentan, el último día de la batalla desfilaron bajo el estandarte imperial, y se hacían llamar «ejército imperial». Han tildado al señor Yoshinobu de traidor y de enemigo del emperador. Por eso él se negó a luchar. Pero a nosotros no nos importa lo que haga el señor Yoshinobu. Nosotros hemos jurado lealtad a los Tokugawa. Los defenderemos pase lo que pase.

—Los sureños son más indeseables de lo que yo imaginaba —susurró Sachi.

—Cuando era joven, estaba convencido de que serviría ciegamente a mi señor hasta el día de mi muerte —prosiguió Shinzaemon—. Pero ahora ni siquiera sabemos quiénes son nuestros líderes. ¿Cómo podemos ser servidores leales?

—¿Qué me proponéis, señor? —preguntó ella bajando la mirada.

El corazón le latía con fuerza. Intentó controlar su voz, hablar con firmeza, con ímpetu, como debía hablar una dama de su posición.

—De momento los caminos están tranquilos, Señora —contestó él—. En Edo no hay más problemas que en otros sitios. El castillo se aseguró después del incendio; se reforzaron sus defensas. Ahora es inexpugnable; hay tantos soldados dentro que se ha convertido en la mayor fortaleza del país. Si hay algún lugar seguro, es el castillo de Edo. Mis camaradas y yo estamos cansados de esperar. Necesitamos volver al frente. Cuanto antes podamos eliminar a unos cuantos sureños, mejor. Hemos decidido ir a Edo para unirnos a la resistencia. Si queréis volver allí, os escoltaremos.

»Me crié aquí, en Kano —continuó, como si hablara solo—. Solía venir a este jardín para practicar con la espada con mis primos. Es extraño volver.

Escudriñó el rostro de Sachi, acariciándola con la mirada como si quisiera retener su imagen para siempre. Ella sonrió. Parecía que estuvieran caminando otra vez por las montañas, como hermano y hermana. Pero no. No era nada de eso; no eran hermano y hermana.

Shinzaemon miró al suelo. Se agachó y le acercó algo a Sachi. Ella tendió una mano, sin pensar lo que hacía, y lo cogió. Sus manos se rozaron un instante. Sachi notó el tacto de la áspera piel del espadachín. Entonces él se dio la vuelta y se alejó rápidamente.

Sachi tenía en la mano una diminuta flor blanca. Era una orquídea silvestre.

6. LAS PUERTAS DE LA CÁRCEL
I

La nieve se estaba derritiendo, y empezaban a aparecer puntiagudas hojas de bambú y parches de oscuro musgo. Aquí y allá, las orquídeas silvestres brillaban como pequeñas y blancas estrellas. En el ciruelo, los capullos se estaban hinchando, y unas pocas flores de cinco pétalos, de color berenjena, refulgían ya en las retorcidas ramas.

Desde el día que mantuvo aquella conversación con Shinzaemon en la galería, Sachi tenía el equipaje preparado y estaba lista para partir. Taki le había pedido a tía Sato que le llevara el menos valioso de sus trajes a un comerciante para venderlo o, como mínimo, empeñarlo. Pero tía Sato se negó a hacerlo. Dijo que ella les prestaría dinero; al fin y al cabo, iban a irse con Shinzaemon, y él era de la familia. Ya le devolverían el dinero cuando todo hubiera vuelto a la normalidad. Pero no habían vuelto a saber nada de Shinzaemon. El silencio era cada vez más alarmante.

En la casa, la vida continuaba como siempre. Pero algo había cambiado. Quizá que la gente andaba más deprisa, o que hablaba en voz más baja, o que se sobresaltaba cada vez que se abría la puerta principal. O que todo el mundo parecía estar muy atento, como si fuera a suceder algo espantoso. Hasta la maternal tía Sato parecía inquieta.

Pero había otra cosa que ocupaba el pensamiento de Sachi. Una y otra vez metía una mano en la manga del kimono y sacaba la orquídea silvestre que le había regalado Shinzaemon. La había guardado allí para no perderla. La miró, mustia sobre la palma de su mano. Recordó cómo la había mirado Shinzaemon; él debía de saber que era inaceptable comportarse de esa forma con una mujer respetable, y más aún con una mujer de su rango. Sachi debería estar indignada, pero no lo estaba. Cada palabra que él había pronunciado resonaba en su mente como una campana al dar las horas. Cuando cerraba los ojos, veía su cara.

Sachi sabía muy bien que ninguna mujer decente debía estar a solas con un hombre; y mucho menos ella, que estaba comprometida con el difunto shogun para el resto de sus días. Había hecho votos sagrados. Habría sido descabellado imaginar que pudiera desobedecer a sus superiores o tomar otro camino que no fuera el que le habían marcado. Ese otro camino sólo podía conducirla al desastre.

Y sin embargo... Estaban en guerra. Las cosas eran diferentes. Nadie sabía quién era ella. Y ¿quién sabía si cada uno de ellos viviría o moriría? Sachi suspiró. Le habría gustado poder ver a Shinzaemon una sola vez más para preguntarle qué había querido decir.

Se acercaba la hora de la serpiente y las doncellas ya se habían llevado las bandejas del desayuno, pero Yuki todavía no había aparecido para tomar su clase de poesía. Desde que había despertado, Sachi tenía la sensación de que algo iba mal. En lugar de los rutinarios ruidos domésticos de todas las mañanas, Sachi oía correteos, ruidos metálicos y gritos.

Sonó un melancólico lamento; provenía de las criptomerias que crecían junto a la mansión. Sachi se sobresaltó. Parecía el gemido de una caracola llamando a los soldados a la guerra, y por un instante la joven creyó estar de nuevo en Edo. Pero sólo era el ululato de un búho.

Entonces se abrió la puerta. Yuki entró y se arrodilló. Saludó a Sachi con una cabezada, y sus coletas se desplazaron hacia delante.

—Lo siento —susurró.

—¿Qué pasa? —preguntó Sachi.

La niña tenía los ojos muy abiertos y la miraba con fijeza. Estaba pálida y ojerosa como un fantasma.

—Mi madre... ha desaparecido. Se ha ido a casa, estoy segura. No me dejan ir a buscarla. ¡Ayúdame, por favor!

Intentaba mantener la compostura propia de una samurái, mordiéndose los labios para que no le temblaran. Las últimas palabras que dijo fueron casi un sollozo.

Sachi la miré, horrorizada. ¿Qué podía significar que se había ido a casa? Entonces recordó la casa abandonada que habían visto el día de Año Nuevo. Le cogió una mano a la niña y se la apretó.

—¿Qué te hace pensar que se ha ido a casa, Yu-chan? —preguntó con apremio.

—Lo sé. Esta mañana...

Tía Sato había seguido a la niña. Su rostro, impenetrable como una máscara, parecía labrado en piedra.

—Basta, Yu-chan —dijo con aspereza—. Ten paciencia. Tu madre volverá.

Tenía los labios fuertemente apretados y sus oscuros ojos parecían opacos. Ya no era la risueña tía Sato que Sachi conocía.

—Tengo que encontrarla —dijo la niña con fiereza—. Iré yo sola, no me importa.

Sachi la miró y dijo:

—Yo te acompañaré.

En silencio, Sachi y Yuki se pusieron ropa de abrigo y se calzaron unos zuecos. Era la primera vez que Sachi salía a la calle desde Año Nuevo. La nieve, al fundirse, había cubierto las calles de barro. Había nieve sucia amontonada junto a las paredes. La niña arrastró a Sachi tirándole de la mano. Pasaron ante un gran portal con tejadillo, donde un par de criados montaban guardia, y luego por otro. Entonces llegaron a un portal con un letrero de madera que rezaba «Miyabe». No estaba muy lejos, pero las casas eran tan grandes y los muros tan largos que parecía que hubieran caminado muchísimo.

La noche de Año Nuevo, el portal estaba cerrado y con el cerrojo echado. Ahora estaba abierto de par en par. La niña le soltó la mano a Sachi y echó a correr antes de que pudiera impedírselo.

Sachi la siguió. En lugar de una pulcra extensión de grava, como en la casa de Sato, los jardines eran una jungla de árboles y arbustos abandonados, medio enterrados bajo la nieve. Sachi vio a la niña correr entre la maraña de plantas que había a uno de los lados de la casa y la siguió tan aprisa como pudo, tropezando con ramas, pasando entre arbustos y trepando por rocas. Las ramas se le enganchaban en la ropa, como si intentaran retenerla. De los árboles caían lluvias de nieve que le empapaban la ropa.

—¡Yu-chan! —gritó—. ¡Espérame!

Pero Yuki ya había desaparecido por la puerta lateral.

La puerta estaba medio podrida, y se habían desprendido algunas tablas. Sachi apretó los puños hasta que se le clavaron las uñas en las palmas, respiró hondo y fue detrás de Yuki.

Las persianas estaban cerradas. En la oscuridad, Sachi oía los pasos de la niña y su aflautada voz gritando: «Hahaue! Hahaue! ¡Madre! ¡Madre!» Corrió tras ella, levantando nubes de polvo del enmohecido tatami. Había montones de hojas secas que le rozaban los pies, y las telarañas estiraban sus tentáculos y se le enganchaban en la cara y en las manos. Todo estaba impregnado de un olor a moho y a humedad.

Sachi se paró para escuchar. Ya no oía la voz ni los pasos de la niña.

A lo lejos se veía un destello de luz. Sachi miró alrededor, temerosa, como si esperara ver el fantasma de una mujer deslizándose como el humo, gimiendo y arrancándose mechones de negro cabello. Se suponía que era una samurái y que no le temía a ningún enemigo mortal. Pero un lugar como aquél no podían habitarlo mortales.

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