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Authors: C.S. Lewis

La última batalla (18 page)

BOOK: La última batalla
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Fue el Unicornio el que resumió lo que cada cual sentía. Golpeó el suelo con su casco delantero derecho, relinchó y luego gritó:

—¡He llegado a casa por fin! ¡Esta es mi verdadera patria! Aquí es donde pertenezco. Esta es la tierra que he estado buscando toda mi vida, aunque nunca lo supe hasta ahora. La razón por la cual amamos la antigua Narnia es que a veces se parecía un poquito a ésta. ¡Brijiji! ¡Vamos más hacia arriba, vamos más hacia adentro!

Sacudió sus crines y se lanzó en un veloz galope, un galope de Unicornio que en nuestro mundo lo habría hecho perderse de vista en escasos minutos.

Y entonces sucedió algo sumamente extraño. Todos los demás echaron a correr y descubrieron, para su asombro, que podían ir al paso del Unicornio; no sólo los Perros y los humanos, sino hasta el gordiflón Cándido y el Enano Poggin con sus piernas cortas. El aire les daba en la cara como si fueran conduciendo un auto muy rápido y sin parabrisas. El paisaje pasaba volando como si lo miraran desde las ventanillas de un tren expreso. Corrían cada vez más ligero, pero nadie sintió calor ni se cansó ni quedó sin aliento.

Adiós a las Tierras Irreales

Si uno pudiera correr sin cansarse, creo que muchas veces no querría hacer ninguna otra cosa. Pero debe haber una razón especial para detenerse, y fue una razón especial la que hizo que Eustaquio gritara de pronto:

—¡Caracoles! ¡Paren! ¡Miren a dónde estamos llegando!

Y había por qué gritar. Porque tenían ante sus ojos la Poza del Caldero y detrás de la Poza los elevados e inescalables acantilados y, bajando a torrentes por los acantilados, a miles de toneladas de agua por segundo, centelleando como diamante en algunas partes y oscura y de un verde cristalino en otras, la Gran Catarata; y ya su tronar llegaba a sus oídos.

—¡No se detengan! Más hacia arriba y más hacia adentro —gritó Largavista, elevándose en ángulo al volar un poco más hacia arriba.

—Todo esto es muy fácil para
él
—protestó Eustaquio, pero Alhaja también gritó:

—No se detengan. ¡Más hacia arriba y más hacia adentro! ¡Sin miedo!

Su voz apenas se escuchaba por sobre el estruendo del agua, pero al instante siguiente vieron que se había zambullido en la poza. Y atropellándose detrás de él, con un chapoteo tras otro chapoteo, los demás hicieron lo mismo. El agua no estaba tan penetrantemente helada como todos (y especialmente Cándido) esperaban, sino de una frescura deliciosa y espumante. Se encontraron nadando derecho hacia la Catarata.

—Esto es absolutamente de locos —dijo Eustaquio a Edmundo.

—Ya lo sé. Y, sin embargo... —repuso Edmundo.

—¿No es maravilloso? —dijo Lucía—. ¿Se han dado cuenta de que uno no puede sentir miedo, aunque quisiera? Hagan la prueba.

—Cielos, no se puede —exclamó Eustaquio después de haber tratado.

Alhaja fue el primero en llegar al pie de la Catarata, y Tirian iba sólo un poquito más atrás. Jill fue la última, de modo que pudo ver todo mejor que los demás. Vio algo blanco que se movía continuamente de cara a la Catarata. La cosa blanca era el Unicornio. No podías decir si estaba nadando o trepando, pero seguía moviéndose, cada vez a más altura. La punta de su cuerno dividía el agua justo encima de su cabeza, y la hacía caer en cascada formando dos riachuelos con los colores del arco iris alrededor de sus hombros. Poco detrás de él venía el Rey Tirian. Movía sus piernas y brazos como si fuera nadando, pero subía derecho hacia arriba, como si uno pudiera subir nadando por una muralla.

Lo más cómico eran los Perros. Durante el galope no se cansaron, pero ahora, mientras hormigueaban y serpenteaban hacia arriba, hubo una cantidad de balbuceos y estornudos; era porque seguían ladrando y cada vez que ladraban se les llenaban la boca y las narices de agua. Pero antes de que Jill tuviera tiempo de advertir plenamente todas estas cosas, también ella iba subiendo por la Catarata. Era la clase de cosas que hubieran resultado imposibles de hacer en nuestro mundo. Incluso, si no te hubieras ahogado, te habría hecho pedazos el terrible peso del agua contra las incontables puntas de rocas. Pero en aquel mundo podías hacerlo. Subías, más y más arriba, con toda clase de reflejos de luz que te deslumbraban desde el torrente y todo tipo de piedras de colores resplandeciendo a través del agua, hasta que te parecía estar escalando la propia luz, y siempre más alto y más alto hasta que la sensación de altura te habría aterrado si pudieras aterrarte, pero acá era nada más que una gloriosa emoción. Y después llegabas por fin a la curva verde, deliciosa y tersa, donde el agua vertía encima de la cumbre y te encontrabas afuera en el tranquilo río sobre la catarata. La corriente seguía su curso detrás de ti, pero tú eras un nadador tan extraordinario que podías avanzar contra ella. Pronto estuvieron todos en la orilla, chorreando agua, pero felices.

Un extenso valle se abría adelante y grandes montañas nevadas, mucho más cercanas ahora, se alzaban contra el cielo.

—Más arriba y más adentro —gritó Alhaja, y de inmediato echaron a andar nuevamente.

Habían salido de Narnia ya y estaban en el Salvaje Oeste que ni Tirian ni Pedro ni siquiera el Aguila habían visto antes. Pero sí el Señor Dígory y la Señora Polly. “¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?”, decían..., y lo decían con voces firmes, sin jadear, a pesar de que todo el grupo corría ahora más ligero que una flecha volando.

—¿Qué, Señor? —preguntó Tirian—. ¿Es verdad entonces, como cuentan las historias, que ustedes dos vinieron aquí el mismo día en que se hizo el mundo?

—Sí —respondió Dígory—, y me parece que fue sólo ayer.

—¿Y en un caballo volador? —preguntó Tirian—. ¿Esa parte es verdad?

—Por cierto —contestó Dígory.

Pero los Perros ladraban: “¡Más rápido, más rápido!”

Corrieron, pues, más y más rápido hasta que pareció que volaban en lugar de correr, e incluso el Aguila que aleteaba encima no iba más ligero que ellos. Y cruzaron uno tras otro los serpenteantes valles y subieron las abruptas laderas de las colinas y, más rápido que nunca, descendieron al otro lado, siguiendo el curso del río y a veces atravesándolo y corriendo a ras del agua a través de los lagos de las montañas como si fueran vivientes lanchas a motor, hasta que finalmente, al otro extremo de un inmenso lago azul como una turquesa, divisaron una tersa colina verde. Sus laderas eran tan inclinadas como las de una pirámide y alrededor de su cumbre había un muro verde: y por encima del muro se alzaban las ramas de los árboles, cuyas hojas parecían ser de plata y sus frutos de oro.

—¡Más hacia arriba y más hacia adentro! —gritó el Unicornio, y nadie se quedó atrás.

Echaron a correr justo al pie de la colina y luego se encontraron subiendo casi como el agua de una ola al romper sube por una roca en la punta de alguna bahía. Aunque la ladera era tan inclinada como el techo de una casa y el pasto terso como un campo de golf, nadie resbaló. Sólo al llegar a la cumbre aminoraron la velocidad; fue porque se encontraron frente a enormes puertas de oro. Y por un momento nadie tuvo el valor de comprobar si estaban abiertas. Sentían la misma sensación que tuvieron con la fruta. “¿Nos atrevemos? ¿Será correcto? ¿Serán para
nosotros?”

Pero mientras estaban en eso, un potente cuerno, maravillosamente bajo y dulce, sonó desde alguna parte dentro de aquel jardín amurallado y las puertas se abrieron de par en par.

Tirian se quedó reteniendo el aliento y preguntándose quién iría a salir. Y lo que salió fue lo último que hubiesen esperado: un pequeño y lustroso Ratón que Habla de ojos brillantes, con una pluma roja prendida en una diadema sobre su cabeza y su pata izquierda reposando sobre una larga espada. Hizo una reverencia, la más graciosa reverencia, y dijo con su voz chillona:

—Bienvenidos, en nombre del León. Vengan más arriba y más adentro.

Entonces Tirian vio al Rey Pedro y al Rey Edmundo y a la Reina Lucía precipitarse hacia adelante y arrodillarse y saludar al ratón gritando: “¡Rípichip!“

Y la respiración de Tirian se aceleró de puro asombro, pues se dio cuenta de que estaba contemplando a uno de los grandes héroes de Narnia, el Ratón Rípichip, que combatió en la gran Batalla de Beruna y después navegó hasta el Fin del Mundo con el Rey Caspian el Navegante. Pero antes de alcanzar a pensar en todo esto, sintió que dos fuertes brazos lo abrazaban y sintió el beso de unas barbas en sus mejillas y escuchó una voz tan recordada que decía:

—¿Qué tal, muchacho? Estáis más robusto y más alto desde la última vez que os abracé.

Era su propio padre, el buen Rey Erlian; pero no como Tirian lo viera la última vez cuando lo trajeron a casa pálido y herido a raíz de su lucha con el gigante, ni tampoco como lo recordaba Tirian en sus últimos años cuando era un guerrero de cabellos grises. Este era su padre joven y alegre como podía recordarlo de su infancia, cuando él era un niñito que jugaba con su padre en los jardines del castillo en Cair Paravel un poco antes de irse a la cama en las tardes de verano. Recordó el olor del pan con leche que acostumbraba comer a la cena.

Alhaja pensó para sí: “Los dejaré conversar un poco y luego iré a saludar al buen Rey Erlian. Hartas manzanas deliciosas me dio cuando no era más que un potrillo”. Pero luego encontró otra cosa en qué pensar, pues por la puerta venía un caballo tan enorme y noble que hasta un Unicornio se sentiría tímido en su presencia: un gran caballo alado. Miró un momento al Señor Dígory y a la Señora Polly y relinchó: “¡Ustedes, mis amigos queridos!“ y ambos gritaron: “¡Volante! ¡Mi querido Volante! “ y se abalanzaron a besarlo.

Pero en ese momento el Ratón los urgía a entrar. De modo que todos entraron por las puertas de oro, al delicioso aroma que les llegaba desde ese jardín y a la fresca mezcla de luz de sol y sombra de árboles, caminando encima de un césped ligero enteramente salpicado de flores blancas. Lo primero que les impresionó a todos fue que el lugar era mucho más grande de lo que parecía desde afuera. Pero nadie tuvo tiempo de pensar en eso, porque de todas partes venía gente a recibir a los recién llegados.

Todos aquellos de quienes hayas oído hablar (si conoces la historia de esos países) parecían estar allí. Estaban el Búho Plumaluz y el Renacuajo del Pantano, Barroquejón, y el Rey Rilian el Desencantado, y su madre, la hija de la Estrella, y su abuelo, el propio Caspian. Y junto a él estaban el Señor Drinian y el Señor Berne y el Enano Trumpkin, y Cazatrufas el buen Tejón, con el Centauro Vendaval y una centena de otros héroes de la Gran Guerra de la Liberación. Y luego por otro lado venían Cor, el Rey de Archenland con el Rey Lune, su padre, y su esposa, la Reina Aravis y el valiente príncipe Corin Puño de Trueno, su hermano, y el Caballo Bri y la Yegua Juin. Y luego —lo que fue una maravilla por encima de todas las maravillas para Tirian venían desde el pasado más remoto los dos buenos Castores y Tumnus el Fauno. Y hubo un alboroto de saludos y besos y darse la mano y recordar viejos chistes (no tienes idea lo bien que suena un chiste viejo cuando lo vuelves a sacar a luz después de un reposo de quinientos o seiscientos años) y todo el grupo se encaminó hacia el centro del huerto donde el Fénix estaba sentado en un árbol mirándolos a todos hacia abajo y bajo aquel árbol había dos tronos y en esos tronos un Rey y una Reina tan grandes y hermosos que todos hicieron ante ellos una profunda reverencia. Y habían de hacerlo, pues eran el Rey Francisco y la Reina Elena, de quienes descendían todos los más antiguos Reyes de Narnia y de Archenland. Y Tirian se sintió como te sentirías tú si te llevaran delante de Adán y Eva en toda su gloria.

Cerca de una media hora más tarde, o también podría haber sido medio siglo más tarde, ya que allá el tiempo no se parece al tiempo de aquí, Lucía seguía con su querido amigo, su más antiguo amigo narniano, el Fauno Tumnus, mirando por la muralla de aquel jardín y viendo toda Narnia extendida a sus pies. Pero cuando mirabas hacia abajo te dabas cuenta de que esta colina era mucho más alta de lo que habías pensado; se hundía en medio de imponentes acantilados a miles de metros debajo de ellos y los árboles en aquel mundo de las profundidades no parecían mayores a unos granitos de verde sal. Después se volvió hacia adentro nuevamente y apoyó la espalda en el muro y miró al jardín.

—Ya entiendo —dijo pensativamente al final—. Ahora entiendo. Este jardín es como el Establo. Es mucho más grande por dentro que por fuera.

—Por supuesto, Hija de Eva —dijo el Fauno—. Mientrasmás alto y más adentro llegas más grande es todo. El interior es más grande que el exterior.

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