Authors: C.S. Lewis
—¡Ven para que conozcas tú también a Tash!
Hubo un ruido ensordecedor. Como cuando arrojaron dentro al Mono, la tierra tembló y brilló una luz enceguecedora.
Los soldados calormenes que se encontraban afuera aullaban, “¡Tash, Tash!” y cerraron de un portazo. Si Tash quería a su propio capitán, Tash lo tendría. Ellos por ningún motivo querían conocer a Tash.
Durante uno o dos segundos Tirian no supo dónde estaba ni siquiera quién era. Luego se calmó, parpadeó, y miró en rededor. No estaba oscuro dentro del Establo, como él esperaba. Había una luz muy fuerte; por eso había parpadeado.
Se volvió para mirar a Rishda Tarkaan, pero Rishda no lo miraba a él. Rishda dejó escapar un gran gemido y señaló algo; luego se tapó la cara con las manos y cayó de cabeza al suelo. Tirian miró en la dirección señalada por el Tarkaan. Y entonces comprendió.
Un personaje terrible se acercaba a ellos. Era mucho más bajo que lo que habían visto desde la Torre, aunque aún mucho más grande que un hombre, y era el mismo ser. Tenía cabeza de buitre y cuatro brazos. Su pico estaba abierto y sus ojos centelleaban. Un graznido salió de su pico.
—Vos me habéis llamado a Narnia, Rishda Tarkaan. Aquí estoy. ¿Qué tenéis que decirme?
Pero el Tarkaan no levantó la cabeza del suelo ni dijo una sola palabra. Se estremeció como un hombre con un ataque de hipo. Era muy valiente en la batalla, pero la mitad de su valor lo había abandonado mucho antes esa noche cuando empezó a sospechar que podría existir un verdadero Tash. El resto lo acababa de abandonar ahora.
Con un súbito sacudón, como una gallina que se encorva para recoger una lombriz, Tash se abalanzó encima del desdichado Rishda y se lo puso debajo de sus dos brazos izquierdos. Después Tash volvió la cabeza hacia un lado para fijar en Tirian uno de sus feroces ojos, porque, por supuesto, teniendo cabeza de pájaro, no podía mirarte de frente.
Mas de inmediato, desde atrás de Tash, fuerte y serena como un mar de verano, una voz dijo:
—Fuera de aquí, Monstruo, y llévate tu legítima presa a tu propio reino: en el nombre de Aslan y del gran Padre de Aslan, el Emperador de más allá del mar.
La horrible criatura desapareció, llevando aún al Tarkaan bajo sus brazos. Y Tirian se dio vuelta para ver quién hablaba. Y lo que vio hizo que su corazón latiera como nunca latió en ningún combate.
Había siete Reyes y Reinas de pie ante él, todos con coronas sobre sus cabezas y vistiendo relucientes trajes, y los Reyes usaban las más finas mallas además y tenían en sus manos las espadas desenvainadas. Tirian hizo una cortés reverencia y se aprestaba a hablar cuando la más joven de las Reinas se echó a reír. El miró fijamente su rostro, y luego se quedó alelado de asombro al reconocerla. Era Jill, pero no la Jill que había visto la última vez con su cara toda suciedad y lágrimas y con un viejo vestido de algodón que casi se le caía de un hombro. Ahora se veía fresca y limpia, tan limpia como si viniera saliendo del baño. Y al principio le pareció que se veía mayor, pero luego pensó que no, y nunca pudo decidirse sobre este punto. Y después se dio cuenta de que el más joven de los Reyes era Eustaquio: pero él también había cambiado igual que Jill.
Tirian se sintió de repente muy incómodo de estar entre aquellas personas cubierto todavía con la sangre y polvo y sudor de la batalla. Al minuto siguiente se dio cuenta de que no se hallaba en absoluto en ese estado. Estaba fresco y limpio, y vestido con ropajes que habría usado para algún importante festín en Cair Paravel. (Pero en Narnia nunca la ropa elegante fue incómoda. Sabían hacer ropas que sentaban bien al mismo tiempo que lucían hermosas; y no había cosas como almidón o franela o elástico en ningún rincón del país).
—Señor —dijo Jill, adelantándose y haciendo una graciosa reverencia—, déjame presentarte al gran Rey Pedro, el Rey sobre todos los Reyes de Narnia.
Tirian no tuvo necesidad de preguntar cuál era el gran Rey, pues recordaba su rostro (a pesar de que aquí se veía lejos mucho más noble), que había visto en sueños. Dio un paso adelante, hincó una rodilla en el suelo y besó la mano de Pedro.
—Gran Rey —dijo—. Bienvenido a mí.
Y el gran Rey lo hizo alzarse y lo besó en ambas mejillas, como debe hacer un gran Rey. Luego lo condujo hasta donde se hallaba la mayor de las Reinas —pero tampoco era anciana, no tenía canas en su cabeza ni arrugas en sus mejillas— y dijo:
—Caballero, ésta es aquella Señora Polly que vino a Narnia el Primer Día, cuando Aslan hizo que brotaran los árboles y que las Bestias hablaran.
Lo llevó junto a un hombre cuya barba dorada caía sobre su pecho y cuyo semblante rebosaba sabiduría.
—Y éste es mi hermano, el Rey Edmundo; y ésta es mi hermana, la Reina Lucía.
—Señor —dijo Tirian, una vez que los hubo saludado a todos—. Si he leído correctamente las crónicas, debería haber alguien más. ¿No tenía Su Majestad dos hermanas? ¿Dónde está la Reina Susana?
—Mi hermana Susana —repuso Pedro, en tono serio y cortante— ya no es más amiga de Narnia.
—Sí —dijo Eustaquio—, y cada vez que tratas de hacerla venir para conversar sobre Narnia o hacer algo por Narnia, siempre dice: “¡Qué memoria tan maravillosa tienen ustedes! Mira que seguir pensando en esos juegos divertidos que solíamos jugar cuando éramos chicos”.
—¡Ah!, Susana —lamentó Jill— sólo se interesa actualmente en medias de nylon y lápices de labios y en invitaciones. Siempre estuvo un poquito impaciente por llegar a ser persona grande.
—Persona grande, qué va —dijo la Señora Polly—. Me gustaría que ella
creciera
de verdad. Desperdició toda su época de colegio deseando tener la edad que tiene ahora, y va a perder todo el resto de su vida tratando de conservarse de esta edad. Su gran ideal ha sido correr a toda prisa para alcanzar lo más rápido posible la época más tonta de la vida y luego detenerse ahí lo más que pueda.
—Bueno, no hablemos de eso ahora —dijo Pedro—. ¡Mira! Aquí hay unos deliciosos árboles frutales. Vamos a probar sus frutos.
Y entonces, por primera vez, Tirian miró a su alrededor y comprendió lo extraña que era esta aventura.
Tirian había pensado, o más bien hubiese pensado si hubiera tenido tiempo para ello, que se hallaban dentro de un pequeño establo techado de paja de unos cinco metros de largo por dos de ancho. Pero en realidad se encontraban parados sobre el pasto con el cielo profundamente azul arriba, y el aire que soplaba suavemente en sus caras era como el de un día de comienzos de verano. No lejos de allí se alzaba una arboleda de espeso follaje y bajo cada hoja asomaba el dorado o el tenue amarillo o el púrpura o el encendido rojo de frutas que nadie ha visto en nuestro mundo. La fruta hizo a Tirian pensar que debía ser otoño; mas había algo, que se sentía en el aire, que le dijo que debía ser a más tardar diciembre. Todos se encaminaron hacia los árboles.
Cada uno levantó la mano para coger la fruta que más le gustó y luego cada uno se detuvo, titubeando, por un segundo. Esta fruta era tan preciosa que cada cual pensó: “No puede ser para mí..., seguramente no estamos autorizados para tomarla”
—No se preocupen —dijo Pedro—. Sé lo que todos estamos pensando. Pero estoy seguro, segurísimo, de que no debemos preocuparnos. Tengo la sensación de que hemos llegado al sitio donde todo está permitido.
—¡Allá vamos, entonces! —exclamó Eustaquio. Y todos empezaron a comer.
¿Cómo era la fruta? Desgraciadamente, nadie puede describir un sabor. Todo lo que puedo decir es que, comparado con aquellas frutas, el pomelo más fresco que hayas comido es desabrido y la naranja más jugosa es seca, y la pera más tierna es dura y de cáscara áspera, y las fresas silvestres más dulces son ácidas. Y no tenían pepitas ni huesos, ni avispas. Si alguna vez probaras esas frutas, todas las cosas más exquisitas de este mundo te sabrían después a remedio. Pero no puedo describirlo. No podrás saber como eran a menos que llegues a esa tierra y las pruebes tú mismo.
Cuando hubieron comido lo suficiente, Eustaquio le dijo al Rey Pedro:
—Todavía no nos has dicho cómo llegaron aquí. Estabas por explicarlo cuando apareció el Rey Tirian.
—No hay mucho que contar —dijo Pedro—. Edmundo y yo estábamos parados en el andén y vimos que venía el tren de ustedes. Me acuerdo que pensé que tomaba la curva demasiado ligero. Y recuerdo que pensé que era divertido que mi gente fuera probablemente en el mismo tren y que Lucía no lo supiera...
—¿Tú gente, gran Rey? —preguntó Tirian.
—Quiero decir mi padre y mi madre, los padres de Edmundo y de Lucía y míos.
—¿Por qué iban ellos ahí? —preguntó Jill—. ¿No querrás decir que
ellos
saben de Narnia?
—No, no tienen nada que ver con Narnia. Ellos iban camino a Bristol. Yo sólo había escuchado que partirían esa mañana. Pero Edmundo dijo que debían ir seguramente en aquel tren.
(Edmundo era de esa clase de personas que lo saben todo sobre las líneas de ferrocarril).
—¿Y qué pasó entonces? —dijo Jill.
—Bueno, no es muy fácil de describir, ¿no es así, Edmundo? —respondió el gran Rey.
—No mucho —asintió Edmundo—. No fue nada parecido a aquella otra vez cuando fuimos arrancados de nuestro mundo por magia. Hubo un estruendo tremendo y algo me golpeó con el ruido de un estampido, pero no me hizo daño. Y no me sentí tan asustado como..., bueno, emocionado. ¡Ah...!, y esto es algo bien curioso: Yo tenía una rodilla harto adolorida de una patada que recibí jugando rugby. Me di cuenta de que ya no me dolía. Y me sentí muy liviano. Y luego... estábamos aquí.
—Fue casi lo mismo que nos pasó a nosotros en el coche del tren —dijo el Señor Dígory, limpiando las últimas huellas de la fruta de su barba dorada—. Sólo que creo que tú y yo, Polly, sentimos principalmente que nos habíamos desanquilosado. Ustedes los más jóvenes no lo entenderán. Pero dejamos de sentirnos viejos.
—¡Más jóvenes, qué dices! —exclamó Jill—. No creo que ustedes dos aquí sean en realidad mucho mayores que nosotros.
—Bueno, si no lo somos, lo hemos sido —dijo la Señora Polly.
—¿Y qué ha ocurrido desde que llegaron aquí? —preguntó Eustaquio.
—Mira —dijo Pedro—, por largo rato (al menos supongo que fue un largo rato) no sucedió nada. Luego se abrió la puerta...
—¿La puerta? —murmuró Tirian.
—Sí —replicó Pedro—. La puerta por donde ustedes entraron... o por donde salieron... ¿Lo has olvidado?
—Pero ¿dónde está?
—Mira —contestó Pedro, señalando.
Tirian miró y vio la cosa más curiosa y más ridícula que te puedas imaginar. A pocos metros, muy fácil de ver a la luz del sol, se elevaba una tosca puerta de madera rodeada de la estructura del portal: nada más, ni murallas, ni techo. Fue hacia allá desconcertado, y los demás lo siguieron para ver qué hacía. Dio la vuelta hasta el otro lado de la puerta. Pero era igual del otro lado; siempre se hallaba al aire libre, en una mañana estival. La puerta estaba simplemente parada como si hubiera crecido igual que un árbol.
—Noble señor —dijo Tirian al gran Rey—, ésta es una verdadera maravilla.
—Es la puerta por donde cruzaste con aquel calormene hace cinco minutos —repuso Pedro, sonriendo.
—¿Pero no salí del bosque para entrar al Establo? Mientras que ésta parece ser una puerta que lleva de ninguna parte a ninguna parte.
—Así lo parece si caminas
alrededor
de ella —dijo Pedro—. Pero pon tu ojo en ese sitio donde hay una rendija entre los tablones y mira
por
ahí.
Tirian acercó un ojo a la abertura. AI comienzo vio solo oscuridad. Luego, a medida que sus ojos se fueron acostumbrando, vio el monótono resplandor rojo de una fogata que se estaba casi apagando, y encima de ella, en un cielo negro, las estrellas. Después pudo ver unas siluetas oscuras que se movían o estaban quietas entre él y el fuego: pudo escucharlas hablar y sus voces eran semejantes a las de los calormenes. De modo que comprendió que estaba mirando por la puerta del Establo hacia la oscuridad del Páramo del Farol donde él había librado su última batalla. Los hombres discutían si irían a buscar a Rishda Tarkaan (pero ninguno quería hacer eso) o si le prendían fuego al Establo.
Miró en rededor nuevamente y apenas pudo creer a sus ojos. Allí estaba el cielo azul encima, y el terreno cubierto de hierba que se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba a ver, y sus nuevos amigos lo rodeaban, riéndose.
—Entonces parece —dijo Tirian, sonriendo también—, que el Establo visto desde adentro y el Establo visto desde fuera son dos lugares diferentes.
—Sí —asintió el señor Dígory—. Su interior es más grande que su exterior.
—Sí —dijo la Reina Lucía—. En nuestro mundo también, un Establo tuvo una vez algo dentro que era más grande que todo el mundo.
Era la primera vez que hablaba, y por la emoción en su voz, Tirian comprendió por qué. Ella absorbía todo con más profundidad que los otros. Había estado demasiado feliz para hablar. El quería escucharla hablar otra vez, así que dijo:
—Por favor, señora, cuéntanos. Cuéntame toda tu aventura.
—Luego del sacudón y el ruido —dijo Lucía—, nos encontramos todos aquí. Y nos extrañó mucho esa puerta, igual que a ti. Entonces la puerta se abrió por primera vez (cuando ocurrió, vimos sólo oscuridad por el portal) y la atravesó un hombre alto con una espada desenvainada. Por sus armas supimos que era un calormene. Se instaló junto a la puerta con su espada levantada descansando sobre su hombro, lista para herir al que saliere. Fuimos hacia él y le hablamos, pero nos pareció que no podía vernos ni oírnos. Y nunca dio ni una mirada al cielo ni al sol ni al pasto: pienso que tampoco los podía ver. Entonces esperamos mucho rato. Después escuchamos que sacaban el pestillo de la puerta desde el otro lado. Pero el hombre no se preparó para golpear con su espada hasta que pudo ver quien venía. Así que pensamos que se le había dicho que golpeara a algunos y dejara pasar a otros. Pero en el momento preciso en que se abrió la puerta, de repente Tash estaba allí, a este lado de la puerta; ninguno de nosotros vio de donde venía. Y atravesó la puerta un gran Gato. Dio una mirada a Tash y escapó a perderse; justo a tiempo, pues él se le abalanzaba encima y la puerta le pegó en el pico al cerrarse. El hombre pudo ver a Tash. Se puso sumamente pálido e hizo ante el Monstruo una profunda reverencia, pero éste desapareció. Después esperamos por otro largo rato. Finalmente se abrió la puerta por tercera vez y salió un joven calormene. Me gustó. El centinela de la puerta se sobresaltó y pareció muy sorprendido de verlo. Creo que esperaba a alguien muy distinto...