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Authors: C.S. Lewis

La última batalla (12 page)

BOOK: La última batalla
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—Padre mío —dijo una voz clara y resonante que venía de la izquierda de la muchedumbre.

Tirian supo de inmediato que el que hablaba era uno de los calormenes, ya que en el ejército del Tisroc los soldados rasos llaman a los oficiales “Mi Amo”, pero los oficiales llaman a sus oficiales superiores “Padre mío”. Jill y Eustaquio no lo sabían, pero después de mirar a todos lados vieron al que habló, porque por supuesto la gente que estaba a los lados era más fácil de ver que la gente del medio donde el resplandor del fuego oscurecía todo lo que se encontraba detrás. Era joven y alto y esbelto, y bastante buenmozo dentro del estilo oscuro y altanero de los calormenes.

—Padre mío —le dijo al capitán—. Yo también deseo entrar.

—Calla, Emeth —respondió el capitán—. ¿Quién te ha pedido tu opinión? ¿De cuándo acá un muchacho puede hablar en un consejo?

—Padre mío —dijo Emeth—. Es cierto que soy más joven que tú, pero soy también de sangre de Tarkaanes como tú, y también soy un siervo de Tash. Por lo tanto...

—Silencio —dijo Rishda Tarkaan—. ¿No soy tu capitán? No tienes nada que ver con este Establo. Es para los narnianos.

—No, Padre mío —contestó Emeth—. Tú has dicho que el Aslan de ellos y nuestro Tash eran uno solo. Y si eso es verdad, entonces es Tash el que está allá adentro. Y entonces, ¿cómo dices que yo no tengo nada que ver con El? Si yo moriría con gusto miles de muertes si puedo ver por una vez la cara de Tash.

—Eres un idiota y no entiendes nada —replicó Rishda Tarkaan—. Estos son asuntos delicados.

El rostro de Emeth mostró una expresión más obstinada.

—¿Entonces no es verdad que Tash y Aslan son uno solo? —preguntó—. ¿El Mono nos ha mentido?

—Por supuesto que son uno solo —dijo el Mono.

—Júralo, Mono —dijo Emeth.

—¡Hasta cuando! —se quejó Truco—. Ojalá dejaran de molestarme. ¿No ven que me duele la cabeza? Sí, sí, lo juro.

—Entonces, Padre mío —dijo Emeth—, estoy absolutamente decidido a entrar.

—Imbécil —empezó a decir Rishda Tarkaan, pero en ese mismo momento los Enanos comenzaron a gritar:

—Vamos, Negrito. ¿Por qué no lo dejas entrar? ¿Por qué permites entrar a los narnianos y dejas a tu propia gente afuera? ¿Qué tienes ahí dentro que no quieres que lo vean tus propios hombres?

Tirian y sus amigos podían ver sólo la espalda de Rishda Tarkaan, de manera que jamás supieron cuál fue la expresión de su cara cuando se encogió de hombros y dijo:

—Todos son testigos de que yo soy inocente de la sangre de este joven idiota. Entra, muchacho imprudente, y date prisa.

Entonces, tal como había hecho Jengibre, Emeth se encaminó hacia la ancha franja de hierba entre la fogata y el Establo. Sus ojos brillaban, su rostro estaba muy serio, tenía la mano apoyada en el puño de su espada, y llevaba la cabeza erguida. Jill casi se puso a llorar cuando miró su cara. Y Alhaja susurró en el oído del Rey: “Por la Melena del León, casi siento cariño por este joven guerrero, aunque sea calormene. Se merece un dios mejor que Tash”.

—Me gustaría tanto saber lo que hay realmente ahí dentro —dijo Eustaquio.

Emeth abrió la puerta y entró a la negra boca del Establo. Cerró la puerta detrás de él. Pasaron sólo unos pocos momentos, pero que parecieron mucho más largos, antes de que la puerta se abriera nuevamente. Una figura con armadura calormene salió con paso vacilante, cayó de espaldas y quedó inmóvil; la puerta se cerró detrás suyo. El capitán dio un salto hacia adelante y se inclinó a mirar su cara. Hizo un gesto de sorpresa. Luego se recuperó y volviéndose hacia la multitud, gritó:

—El muchacho imprudente ha cumplido su voluntad. Ha mirado a Tash y ha muerto. Que les sirva de advertencia a todos ustedes.

—Nos servirá, nos servirá —dijeron las pobres Bestias.

Mas Tirian y sus amigos contemplaron primero al calormene muerto y luego se miraron unos a otros. Porque ellos, como estaban tan cerca, pudieron ver lo que la multitud, que se encontraba muy alejada y detrás del fuego, no pudo ver: este hombre muerto no era Emeth. Era muy distinto: un hombre más viejo, más robusto y no tan alto, con una larga barba.

—Jo, jo, jo —rió el Mono burlonamente—. ¿Alguien más? ¿Nadie quiere entrar? Bueno, como son tan tímidos, yo escogeré al próximo. ¡Tú, tú Jabalí! Ven para acá. Tráiganlo, calormenes. El
verá
a Tash cara a cara.

—Animo —gruñó el Jabalí, levantándose pesadamente—. Vengan, pues. Prueben mis colmillos.

Cuando Tirian vio a aquel valiente Jabalí dispuesto a luchar por su vida, y a los soldados calormenes cercándolo con sus cimitarras desenvainadas, y vio que nadie iba en su ayuda, algo pareció estallar dentro de él. No le importó más si era el mejor momento para intervenir o no.

—Afuera las espadas —susurró a los otros—. La flecha en el arco. Síganme.

En seguida, los atónitos narnianos vieron siete personajes que se lanzaban hacia adelante frente al Establo, cuatro de ellos vestidos con relucientes mallas. La espada del Rey relampagueaba a la luz del fuego al blandirla por sobre su cabeza, mientras gritaba con voz potente:

—Aquí estoy yo, Tirian de Narnia, en el nombre de Aslan, para probar personalmente que Tash es un pestilente demonio, el Mono un consumado traidor, y que estos calormenes merecen la muerte. Pónganse a mi lado todos los verdaderos narnianos. ¿Van a esperar hasta que sus nuevos amos los hayan matado uno tras otro?

Se acelera el paso

Rápido como un relámpago, Rishda Tarkaan dio un brinco hacia atrás esquivando la espada del Rey. No era un cobarde y hubiera peleado con una sola mano contra Tirian y el Enano si fuere necesario. Pero no podía medirse con el Aguila y el Unicornio al mismo tiempo. Sabía que las Aguilas podían volar encima de tu cara y picotearte un ojo y cegarte con sus alas. Y le había oído a su padre (quien se había batido con los narnianos en la guerra) que ningún hombre, excepto si está aperado de flechas o de una lanza larga, puede enfrentar a un Unicornio, pues éste se para en sus patas traseras cuando te ataca y entonces tienes que vértelas con sus cascos y su cuerno y sus dientes, todo al mismo tiempo. Por tanto, se precipitó en medio de la muchedumbre y allí se detuvo, gritando:

—A mí, a mí, guerreros del Tisroc, que viva para siempre. ¡A mí, todos los narnianos leales, si no queréis que la ira de Tashlan caiga sobre vosotros!

Mientras ocurría esto, otras dos cosas sucedían también. El Mono no captó el peligro que corría con la rapidez del Tarkaan. Durante un par de segundos permaneció en cuclillas junto al fuego mirando a los recién llegados. Luego Tirian se abalanzó sobre la pérfida criatura, la tomó por el cogote y se fue corriendo hacia el Establo gritando: “¡Abran la puerta!” Poggin la abrió. ¡Ve a tomar tu propia medicina, Truco!”—exclamó Tirian arrojando al Mono en medio de la oscuridad. Pero cuando el Enano cerraba de un portazo la puerta nuevamente, una enceguecedora luz azul verdosa brilló desde adentro del Establo, la tierra tembló, y se sintió un ruido extraño..., un cloqueo y un grito semejantes a la voz ronca de alguna ave monstruosa. Las Bestias gimieron y berrearon y gritaron: “¡Tashlan! ¡Escóndenos de él! “, y muchos se cayeron, y muchos ocultaron sus caras entre sus alas o garras. Nadie, aparte de Largavista, el Aguila, que tenía la mejor vista de todos los seres vivientes, advirtió la expresión del semblante de Rishda Tarkaan en ese momento. Y por lo que vio, Largavista supo de inmediato que Rishda estaba tan sorprendido, y casi tan aterrado, como cualquier otro. “He aquí uno”, pensó Largavista, “que ha invocado dioses en los cuales no cree. ¿Qué va a ocurrirle si realmente han venido?”

La tercera cosa que sucedió también en ese mismo instante, fue lo único verdaderamente hermoso de esa noche. Cada uno de los Perros que Hablan presentes en esa asamblea (había quince) vino saltando y ladrando alegremente al lado del Rey. La mayoría eran enormes perros de anchos hombros y pesadas quijadas. Su venida fue como el romper de una inmensa ola sobre la playa; casi te botaba. Porque aunque eran Perros que Hablan eran igualmente tan aparatosos como cualquier perrito: y todos se pararon en sus cuartos traseros y pusieron sus patas delanteras sobre el hombro de los humanos y les lamieron la cara, diciendo: “¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos! Nosotros los ayudaremos, nosotros los ayudaremos, ayudaremos, ayudaremos. Dinos cómo podemos ayudar, dinos cómo, cómo. ¿Guau, guau, guau?”

Fue tan encantador que te daban ganas de llorar. Esta era, por fin, la clase de cosas que habían estado esperando. Y cuando un momento más tarde numerosos pequeños animalitos (ratones y topos y una ardilla o dos) vinieron con sus pasos ligeros, chillando de felicidad y diciendo: “Ves, ves, aquí estamos”, y cuando después de eso el Oso y el Jabalí vinieron también, Eustaquio empezó a creer que quizás, al fin y al cabo, todo iría a resultar bien. Mas Tirian dio una mirada a su alrededor y vio cuan poquísimos animales se habían movido.

—¡A mí!, ¡a mí! —llamó—. ¿Se han vuelto todos unos cobardes desde cuando yo era vuestro Rey?

—No nos atrevemos —gimotearon decenas de voces—. Tashlan se enojaría. Protégenos de Tashlan.

—¿Dónde están los Caballos que Hablan? —preguntó Tirian.

—Los hemos visto, los hemos visto —chillaron los Ratones—. El Mono los ha hecho trabajar. Están todos amarrados... allá abajo del cerro.

—Entonces ustedes, pequeñitos —dijo Tirian—, ustedes los mordedores y roedores y cascanueces, váyanse a todo correr y vean si los Caballos están de nuestra parte. Y si es así, entierren sus dientes en las sogas, róanlas hasta que los Caballos queden en libertad, y tráiganlos hasta aquí.

—Con todo gusto, señor —se escucharon las vocecitas y sacudiendo sus colas aquellas criaturas de mirada penetrante y dientes afilados se fueron corriendo. Tirian sonrió de puro amor cuando las vio alejarse. Pero ya era hora de pensar en otras cosas. Rishda Tarkaan estaba dando sus órdenes.

—Adelante —decía—. Cójanlos a todos vivos si es posible y arrójenlos dentro del Establo; o llévenlos hasta ahí. Cuando ya estén todos allí, le prenderemos fuego y haremos de ellos una ofrenda al gran dios Tash.

—¡Ah! —exclamó Largavista para sí mismo—. Así que de ese modo espera obtener el perdón de Tash por su incredulidad.

La línea enemiga, cerca de la mitad de las fuerzas de Rishda, ya estaba avanzando, y Tirian escasamente tuvo tiempo para darles sus órdenes a los suyos.

—Sal por la izquierda, Jill, y trata de disparar lo que más puedas antes de que nos alcancen. Jabalí y Oso junto a ella. Poggin a mi izquierda, Eustaquio a mi derecha. Defiende el ala derecha, Alhaja. Quédate con él, Cándido, y usa tus cascos. Revolotea y golpea, Largavista. Ustedes, Perros, justo detrás de nosotros. Métanse en medio de ellos en cuanto empiecen a cruzarse las espadas. ¡Que Aslan nos ayude!

Eustaquio sentía que su corazón latía terriblemente, esperando y rogando portarse valiente. Jamás había visto algo (a pesar de haber visto un dragón y una serpiente de mar) que le helara la sangre tanto como ese destacamento de hombres de caras oscuras y ojos brillantes. Había quince calormenes, un Toro narniano que Habla, un Zorro llamado Sigiloso, y el Sátiro Wraggle. Luego escuchó a su izquierda tuang y zip y cayó un calormene; luego tuang y zip nuevamente y cayó el Sátiro. “¡Oh, muy bien, hija!”, se oyó la voz de Tirian; y en seguida los enemigos se lanzaron sobre ellos.

Eustaquio no pudo recordar nunca lo que sucedió en los siguientes dos minutos. Fue todo como un sueño (ese tipo de sueño que tienes cuando estás con más de cuarenta de fiebre) hasta que oyó la voz de Rishda Tarkaan gritando desde la distancia:

—Retirarse. Vuelvan acá y reagrúpense.

Entonces Eustaquio volvió en sí y vio a los calormenes corriendo hacia donde estaban sus amigos. Pero no todos ellos. Dos yacían muertos, traspasados uno por el cuerno de Alhaja y otro por la espada de Tirian. El Zorro yacía muerto a sus propios pies, y se preguntaba si era él quien lo había matado. También estaba en el suelo el Toro, con una flecha de Jill en medio del ojo y con el costado herido por un colmillo del Jabalí. Pero nuestro bando también tenía sus pérdidas. Tres perros habían muerto y un cuarto cojeaba detrás del grupo, equilibrándose en tres patas y gimoteando. El Oso yacía por tierra, moviéndose débilmente. Luego refunfuñó entre dientes con su voz gutural, desconcertado a más no poder: “No..., no..., entiendo”, dejó caer su enorme cabeza en el pasto tan tranquilamente como un niño que se va a dormir, y no se movió nunca más.

A decir verdad, el primer ataque había fracasado. Eustaquio no fue capaz de alegrarse por ello: tenía mucha sed y le dolía tanto el brazo.

Cuando los derrotados calormenes regresaron donde su comandante, los Enanos comenzaron a burlarse de ellos.

—¿Tienen suficiente ya, Negritos? —vociferaban—. ¿No les gustó? ¿Por qué vuestro gran Tarkaan no va a pelear él en persona en vez de mandarlos a ustedes para que los maten? ¡Pobres Negritos!

—Enanos —gritó Tirian—. Vengan aquí y usen sus espadas en lugar de sus lenguas. Todavía hay tiempo. ¡Enanos de Narnia! Yo sé que saben pelear bien. Recobren su lealtad.

—¡Bah! —se burlaron los Enanos—. No tenemos confianza en ti. Tú eres sólo un farsante igual a todos los demás. No queremos más Reyes. Los Enanos con los Enanos. ¡Buuu!

Entonces comenzó a tocar el tambor: no el tambor de los Enanos esta vez, sino un gran tambor calormene de piel de toro. Los niños detestaron su sonido desde el principio.
Bum... bum... bababum,
sonaba. Pero lo habrían detestado muchísimo más si hubiesen sabido lo que significaba. Tirian sabía. Significaba que había otras tropas calormenes cerca en alguna parte y que Rishda Tarkaan las estaba llamando en su ayuda. Tirian y Alhaja se miraron uno al otro con tristeza. Justo habían comenzado a tener esperanzas de vencer esa noche; pero todo acabaría para ellos si aparecían nuevos enemigos.

Tirian miró a su alrededor con desesperación. Numerosos narnianos apoyaban a los calormenes ya fuera por traición o por simple miedo a “Tashlan”. Otros se habían quedado sentados muy quietos, con los ojos fijos, sin decidirse a unirse a ningún bando. Pero había poquísimos animales ahora: la muchedumbre se había reducido enormemente. Era claro que muchos de ellos se habían ido cautelosamente en medio de la batalla.

Bum...
bumm... bababum,
continuaba sonando el horrible tambor. De pronto un nuevo sonido se mezcló a O. “¡Escuchen!“, dijo Alhaja; y luego, “¡Miren!”, dijo Largavista. Un momento después ya no cabía duda acerca de qué era. Con un tronar de cascos, sacudiendo sus cabezas, con las ventanillas de las narices dilatadas, y haciendo ondear sus crines, una veintena de Caballos que Hablan de Narnia venía cargando cerro arriba. Los roedores y los mordedores habían cumplido su misión.

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