La Tierra permanece (32 page)

Read La Tierra permanece Online

Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La Tierra permanece
6.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Llegó así a la puerta de su casa, con una profunda amargura. Em lo esperaba. Ish dejó el martillo y la tomó en sus brazos, o fue ella quizá quien se lanzó hacia él, no lo sabía, pero se sintió otra vez seguro de sí mismo. Em no estaba siempre de acuerdo con él. En la noche de la víspera, por ejemplo, habían discutido sobre Charlie; pero él siempre encontraba en ella nuevas fuerzas.

Se sentaron en el sofá y él le contó toda la historia. Aun antes que ella hubiese abierto la boca, Ish sintió su ternura como un bálsamo.

—¡Qué imprudencia! —dijo Em al fin—. No debías haber despedido a los muchachos. Nadie piensa ni entiende tantas cosas como tú, pero no sabes tratar a un hombre de esa especie.

Y Em preparó el plan de operaciones.

—Ve a buscar a Ezra, George y los muchachos —dijo—. No. Mandaré a un chico. Nadie tiene derecho a sembrar la discordia y a decirnos qué debemos hacer.

Ish comprendió que se había equivocado. No tenía por qué descorazonarse y sentirse solo. La Tribu estaba allí y lo protegería.

George fue el primero en llegar. Luego apareció Ezra, quien miró primero a George y luego a Em. Sabe algo, pensó Ish, un secreto que sólo me dirá a mí.

Pero Ezra no trató de hablarle a solas, y se limitó a mirar a Em, embarazado.

—Molly tuvo que encerrar a Evie en un cuarto del primer piso —anunció.

Parecía como si a Ezra le molestase hablar allí, en público, de la pasión que las caricias de un hombre habían despertado en la idiota.

—Es capaz de saltar por la ventana —dijo Ish.

—Podría ponerle unos barrotes —propuso George—, o unas tablas.

A pesar de la gravedad de la situación, todos se echaron a reír. George estaba siempre dispuesto a hacer algún trabajo de carpintería en las casas. Pero no se podía encerrar a Evie por el resto de sus días. Llegaron Jack y Roger, hijos de Ish. Luego apareció Ralph, el último del trío.

La presencia de los muchachos alivió un poco la tensión. Todos se sentaron cómodamente. Esperaban, comprendió Ish, que él dijese algo, y lamentó no haber pensado en prepararse. Se discutía la organización de un nuevo Estado, y no había tiempo de redactar tranquilamente una constitución. Era necesario actuar con rapidez y resolver el difícil problema.

—¿Qué vamos a hacer con Evie y ese Charlie? —preguntó directamente.

Todos se pusieron a hablar a la vez, e Ish tuvo la desagradable impresión de que ninguno, excepto Ezra, lo apoyaba. Los muchachos y George mismo parecían creer que la vitalidad de Charlie enriquecería a la Tribu. Si Evie le gustaba, tanto mejor. Por fidelidad a Ish, estaban decididos a exigirle a Charlie que se excusase. Pero pensaban también que Ish había obrado precipitadamente. Debía haber consultado con los otros antes de discutir con Charlie.

Ish recordó que no se podía permitir que Evie diese a luz niños idiotas. Pero el argumento no causó la impresión esperada. Evie había participado de la vida de la Tribu, y la idea de que sus hijos pudieran parecérsele no asustaba a los muchachos. No alcanzaban a imaginar un futuro lejano donde los descendientes de Evie se mezclarían con los otros haciendo bajar el nivel intelectual de la colonia.

Curiosamente, George, a pesar de su torpeza mental, presentó un argumento más perturbador.

—Pero ¿sabemos si es verdaderamente idiota? —dijo—. Ha sufrido tantas desgracias, la pobrecita... Se le murieron los padres, se quedó sola. Cualquiera podía haber enloquecido en su lugar. Quizás era tan inteligente como nosotros y sus hijos serán normales.

Ish no podía imaginar a Evie con hijos normales, pero quizá George tuviese razón. Todos parecían impresionados, excepto Ezra. Charlie se les aparecía ya como un benefactor de la comunidad e iba a hacer de Evie una persona como las otras. Pero Ezra, evidentemente, tenía algo que decir.

Se incorporó. No era hombre ceremonioso, y a todos les sorprendió también verlo un poco turbado. Se le había encendido el rostro aún más que de costumbre. Miraba a un lado y a otro, y de cuando en cuando clavaba los ojos en Em, indeciso.

—Tengo algo que decir —anunció—. Hablé largamente con ese hombre, Charlie, anoche, en mi casa, antes de acostarnos. Había bebido mucho y el alcohol le soltó la lengua. —Se interrumpió, y miró a Em—. Es un jactancioso, y ya conocéis esa clase de hombres. —Esta vez se volvió hacia los muchachos, pobres salvajes, incapaces de conocer las alusiones de un hombre civilizado—. Me habló mucho de sí mismo, y yo le tiré de la lengua.

Ezra se detuvo otra vez. Ish no lo había visto nunca así.

—Bueno, Ezra, habla. Estamos entre nosotros —dijo.

La timidez de Ezra se quebró de pronto.

—Ese hombre, ese Charlie, está podrido como un pescado de diez días. Tiene varias enfermedades, enfermedades venéreas. Todas las que existieron alguna vez.

George se tambaleó como si hubiese recibido un golpe en el pecho. El rubor cubrió el rostro moreno de Em. Los muchachos no parpadearon. No conocían las enfermedades venéreas.

Antes de intentar una explicación, Ezra esperó a que Em dejase la sala, pero no logró hacerse entender, pues los muchachos tenían una idea muy vaga de la enfermedad en general.

Mientras tanto, Ish se abandonaba al torbellino de sus pensamientos. Esta situación no tenía precedentes, ni en la antigua ni en la nueva vida. Recordó que los leprosos habían vivido apartados. Podía prohibirse que un hombre enfermo de tifus trabajara en un restaurante. Pero ¿para qué buscar ejemplos? Ya no había leyes en la tierra.

—Que se vayan los muchachos —le dijo bruscamente a Ezra—. Decidiremos nosotros.

Los muchachos, en efecto, no conocían los peligros de las enfermedades, e ignoraban que una sociedad tiene derecho a defenderse. Dejaron uno a uno la sala, obedientes como niños, a pesar de su edad y estatura.

—Y ni una palabra a nadie —les advirtió Ezra.

Los tres hombres quedaron solos y se miraron.

—Llamemos a Em —propuso Ezra.

Em se unió a ellos. Se quedaron un minuto callados, como aplastados por la inminencia del peligro. Había una amenaza de muerte en el aire, no de una muerte limpia y digna, sino degradante y vergonzosa.

—¿Y bien? —dijo Ish advirtiendo que los otros esperaban que dijese algo.

Roto el silencio, discutieron la situación. Pronto se pusieron de acuerdo en un punto: la Tribu tenía el derecho de protegerse. Cualquier sociedad, o individuo, puede golpear en defensa propia.

Pero aceptado ese derecho, ¿a qué medios podían recurrir? ¿Una simple advertencia? Sería insuficiente. Y si Charlie contagiaba a alguien, el castigo que podían infligirle sería una simple venganza social que nada remediaría. Encerrarlo indefinidamente sería imponer una pesada carga a aquella pequeña sociedad. La mejor solución sería ordenarle que se alejara, que desapareciera. No encontraría dificultades para vivir. Si regresaba, el castigo sería la muerte.

¡La muerte! Se estremecieron. No había, desde hacía mucho tiempo, ni guerras ni ejecuciones. La idea que necesitasen castigar con la pena capital no podía dejar de perturbarles.

—¿Y luego? —La voz de Em era la voz misma de los temores de todos—. ¿Si vuelve? Nosotros, los padres, somos sólo una minoría. Podría entenderse secretamente con los jóvenes. ¿Y si gana la amistad de algunos de los muchachos, que deciden protegerlo? Y Evie, ¿no encontraría cómplices entre las muchachas?

—Podríamos meterlo en el jeep y dejarlo a cien o ciento cincuenta kilómetros de aquí —propuso Ezra, y después de una pausa, añadió—: Sí, pero al mes estará de vuelta, ¿y quién le impedirá merodear con un rifle y disparar contra cualquiera? Los muchachos y los perros podrán ahuyentarlo, pero uno de nosotros habrá muerto. Me echaría a temblar cada vez que pasase ante un matorral.

—No se puede castigar a un hombre por un crimen que aún no ha cometido —declaró George.

—¿Por qué no? —replicó Em.

Todos la miraron, pero ella no dijo nada más.

—Porque... bueno, es imposible. —George exponía trabajosamente su pensamiento—. Es necesario que cometa un crimen. Luego se somete al hombre a un tribunal. Así es la
ley
.


¿Qué ley?

Todos callaron. Luego la conversación se desvió, como si nadie tuviese el coraje de seguir el pensamiento de Em.

Ish trató de ser imparcial.

—No sabemos si tiene realmente esas enfermedades. Y no tenemos médicos que puedan comprobarlo. Quizá se curó hace tiempo, o es un jactancioso. Conocí hombres como él.

—En efecto —dijo Ezra—. No hay doctores, y nunca podremos estar seguros. Hasta podemos pensar que se jacta tontamente. Pero no hay pruebas. Por mi parte, creo que está realmente enfermo. Camina lentamente, como si sufriera.

—Parece que las sulfamidas son eficaces —observó Ish, que deseando ser justo trataba de ahogar su secreta alegría.

Se volvió hacia George y vio consternado horror y disgusto en sus ojos. George, el ciudadano de la clase media, cargado de prejuicios contra las enfermedades venéreas. George, el diácono, que recitaba los versículos de la Biblia sobre los pecados de los padres.

Em habló otra vez.

—Pregunté qué ley —dijo—. En los viejos libros hay muchas leyes, pero no rigen ya. En la ley antigua, como dijo George, se esperaba a que alguien cometiera un crimen, y luego se lo castigaba. Pero el mal ya estaba hecho. ¿Podemos asumir esa responsabilidad? Hay que pensar en los niños.

El argumento era irrefutable. Todos guardaron silencio, hundidos en sus pensamientos.

Em no habla en nombre de una filosofía, pensó Ish. Piensa en los niños, un caso particular. Sin embargo, quizás hay en ella algo más profundo que una filosofía. Es la madre, y defiende la vida.

El silencio les pareció muy largo, aunque sólo había durado unos pocos minutos. Ezra fue el primero en hablar.

—Estamos aquí, cruzados de brazos, y el problema es urgente. Habría que actuar. —Añadió como si pensara en voz alta—: En aquellos días vi, sí... vi morir a mucha gente buena. Estoy casi acostumbrado a la muerte... aunque no, no del todo.

—¿Y si votásemos? —propuso Ish.

—¿Qué? —preguntó George.

Hubo otra pausa.

—Podríamos echarlo —dijo Ezra—, o... lo otro. No podemos encerrarlo. No hay mucho que elegir.

Em decidió rápidamente la cuestión.

—Podemos votar expulsión o muerte.

Había papel en los cajones del escritorio. A los niños les gustaba dibujar. Em encontró cuatro lápices. Ish cortó una hoja de papel en cuatro trozos, se guardó uno y dio los otros a sus compañeros. Pensó que eran cuatro y podía producirse un empate.

Tomó su papel, escribió una E, y se detuvo.

No nos precipitamos, no nos apasionamos, no odiamos.

Ignoramos la furia del hombre que defiende encarnizadamente su vida en la batalla. Ignoramos la locura de dos adversarios que la ambición o una mujer ha enfrentado.

Anudad la cuerda, afilad el hacha, echad el veneno, apilad los leños.

Ha matado a su semejante sin provocación, ha quitado el hijo a su madre, ha escupido la imagen de nuestro Dios, ha sellado un pacto con el demonio, ha revelado al enemigo los secretos de nuestras fortalezas.

Tenemos miedo, pero nos dominamos. No discutamos más. Somos la Justicia, la Ley; Nos, el Pueblo; el Estado.

Ish tenía aún el lápiz suspendido sobre la letra E. Sabía muy bien que el destierro de Charlie no resolvería el problema. Charlie volvería; era un hombre fuerte e insidioso capaz de conquistar a los jóvenes. ¿Qué me pasa?, se preguntó. ¿Temo aún perder mis privilegios? ¿Temo que Charlie me reemplace? No estaba seguro. Pero sabía que la Tribu se encontraba en un peligro real que amenazaba su existencia. Sabía en fin que el amor a sus hijos y nietos, su responsabilidad, le quitaban toda posibilidad de elección. Tachó la E y escribió la otra palabra. Las seis letras parecían brillar sobre el papel blanco. ¿Era justo? Al escribir esa palabra, ¿no resucitaba la guerra, la tiranía, el abuso de autoridad, enfermedades más graves que todas aquellas que Charlie podía transmitir? ¿Por qué no esperar? ¿Por qué no reflexionar?

Tomó el lápiz para tachar la palabra, pero se detuvo. No, a pesar de todos sus escrúpulos, no la tacharía. Si Charlie cometía un crimen, nadie dudaría en castigarlo con la pena capital, y sin embargo no harían más que seguir las convenciones del pasado. Ojo por Ojo, diente por diente. Ejecutar al asesino no devolvía la vida a la víctima, era una simple venganza. Para ser eficaz, el castigo debía preceder al crimen.

¿Cuánto tiempo había pensado? Advirtió de pronto que estaba mirando su papel y que los otros esperaban. Al fin y al cabo, él era una sola voz. La mayoría estaría quizá contra él. Habría cumplido su deber y Charlie sería desterrado, simplemente.

—Dadme los papeles.

Los puso sobre el escritorio. Y cuatro veces leyó, en voz alta:

—Muerte... Muerte... Muerte... Muerte...

8

Echaron otra vez tierra en la tumba, bajo el roble. Luego la cubrieron con ramas y piedras pesadas para protegerla de los coyotes. En seguida se volvieron a sus casas, apretándose unos contra otros. Ish caminaba entre ellos con el martillo en la mano derecha. Aunque sabía desde un principio que no lo iba a necesitar, había preferido llevarlo. El peso de la herramienta lo ayudaba de algún modo a mantenerse en pie. Lo había llevado en la mano, como un emblema de autoridad, cuando habían ido a buscar a Charlie. Rodeado de los muchachos, con los fusiles listos, Ish había pronunciado la sentencia, que Charlie había recibido con obscenas maldiciones.

La vida ya nunca sería la misma. Ish trataba de olvidar; cuando recordaba la ejecución sentía náuseas. Sin la firmeza de George nunca hubieran podido llegar hasta el final. George, con su habilidad práctica, había puesto la escalera y había anudado la cuerda.

No, nunca le gustaría recordarlo. Era a la vez un fin y un principio. El fin de esos veintiún años de vida idílica en un viejo paraíso terrestre. Habían tenido algunas dificultades, era cierto; hasta habían conocido la muerte. Pero qué sencillez y qué paz. Era un fin, y sin embargo era también un principio y un largo camino se abría ahora ante ellos. En el pasado sólo habían sido un pequeño grupo, apenas algo más que una familia numerosa. En el futuro serían un Estado.

Había allí una paradójica ironía. El Estado debía ser una especie de madre nutricia que protegiera a los individuos y los ayudara a vivir una vida más plena. Y ahora el primer acto del Estado, su nacimiento podría decirse, era una condena a muerte. Pero quizás en el lejano pasado el Estado había nacido siempre en alguna hora difícil, cuando se había sentido la necesidad de recurrir al poder, y el poder primitivo se expresaba a menudo en sentencias de muerte.

Other books

A Pig in Provence by Georgeanne Brennan
Trotsky by Bertrand M. Patenaude
(in)visible by Talie D. Hawkins
The Thai Amulet by Lyn Hamilton
Unthinkable (Berger Series) by Brayfield, Merinda
Ruin by C.J. Scott
A Painted Goddess by Victor Gischler
Lennox by Craig Russell