Pero ahora aquel tesoro humano se había perdido. Siete sobrevivientes —Evie no contaba— no habían bastado para salvarlo. Y durante mucho tiempo la Tribu sólo había sido un grupo de padres y niños, sin generaciones intermedias. Los padres habían enseñado a jugar a los pequeños. La Tribu era, pues, maleable, y podía cambiar con cualquier influencia. Era una ventaja, pero también una responsabilidad, y un peligro.
Sería peligroso, por ejemplo —e Ish se estremeció—, permitir que actuara en la Tribu alguna fuerza nefasta. Un demagogo no encontraría oposición.
Aunque evidentemente, e Ish sonrió con una mueca, los niños no se habían mostrado muy maleables como escolares.
En cuanto a la superstición, reemplazaría quizás a la religión ausente. Los niños parecían sentir la necesidad de creer en algo sobrenatural, y hasta quizá tenían el deseo inconsciente de encontrar una explicación al origen de la vida.
Algunos años antes, había organizado servicios religiosos que pronto parecieron una absurda parodia. Los habían interrumpido, pero quizás habían cometido un error.
Ish comprendió, más claramente que nunca, que podía fundar una religión. Su palabra era ley. Con un poco de insistencia podía grabar cualquier idea en la mente de sus alumnos. Podía decirles que Dios había hecho el mundo en seis días. Lo creerían. Podía declarar, como en la antigua leyenda india, que el mundo era obra de un viejo coyote. Lo creerían.
Pero ¿qué podía enseñarles sinceramente? Una de las teorías de su profesor de cosmogonía. La aceptarían sin resistencia, aunque la tradición cristiana o la leyenda india fuesen más poéticas y atrayentes.
En realidad, cualquier sistema podía dar origen a una religión. Otra vez, como hacía veinte años, rechazó la idea. No podía renegar de su sincero escepticismo.
Más vale, pensó recordando alguna de sus lecturas, no creer en Dios, que tener de él una idea indigna.
Encendió otro cigarrillo y se hundió en el sillón... Sin embargo, había allí un vacío. Si no se lo colmaba, en tres o cuatro generaciones sus descendientes evocarían quizá los demonios, obedecerían servilmente a presuntos brujos, practicarían los ritos de la antropofagia. El vudú, el chamanismo, los tabúes se extenderían entre ellos.
Se sobresaltó. Sí, la Tribu tenía ya sus tabúes, y sin quererlo, él mismo había sido el instigador.
El caso de Evie, por ejemplo. Lo había discutido hacía tiempo con Em y Ezra. Los pequeños que Evie podía dar a luz serían siempre una carga para la Tribu. Y ahora ella era para los muchachos algo así como una intocable. Evie, de cabellos rubios y grandes ojos azules, era quizá la muchacha más hermosa de la Tribu. Pero, sabía Ish, ninguno de los jóvenes se había acercado a ella. No temían ser alcanzados por un rayo, no; simplemente, nunca se les había ocurrido. No se necesitaba ninguna ley. Evie era tabú.
Había otro problema parecido. Temiendo que los celos terminaran en desórdenes, habían hecho de la fidelidad conyugal más que una virtud una necesidad. Los jóvenes se casaban en la adolescencia. Ezra, como bígamo, no había tenido discípulos. La fidelidad era ciertamente una ventaja en aquellas circunstancias, pero se la aceptaba más como una cuestión de fe que de razón. La primera infracción —y seguramente la habría— podía conmover terriblemente a la Tribu.
Tercer ejemplo, aunque de menor importancia. La biblioteca universitaria era tabú, y se la consideraba un templo sagrado. Un día, cuando los muchachos eran pequeños, Ish los había llevado a pasear, y habían llegado así al parque universitario. Mientras él dormía la siesta, dos de los niños habían desclavado una madera que reemplazaba a un vidrio roto, habían entrado en la sala de lectura y jugando habían tirado algunos libros al suelo. Aterrado ante esa profanación del santuario del pensamiento, Ish los había castigado de tal modo que más tarde no podía recordarlo sin vergüenza y remordimiento. Su furia y su horror, sin proporción con los destrozos, habían producido más efecto que los golpes. Advertidos por sus mayores, los otros niños habían respetado desde entonces la biblioteca, con gran satisfacción de Ish. Sólo ahora descubría qué clase de temor los alejaba del edificio.
Había un cuarto ejemplo, que lo llevó al punto de partida. Se incorporó y se acercó a la chimenea.
El martillo estaba allí, donde lo había dejado. No le había pedido a nadie, ni siquiera a Joey, que lo volviera a su sitio.
El martillo estaba allí, en equilibrio sobre la cabeza de acero herrumbrado, de dos kilos. Ish lo tenía desde hacía años. Lo había encontrado poco antes que lo mordiera la serpiente de cascabel. Era, pues, su más viejo amigo, anterior a Em y Ezra.
Lo examinó con curiosidad y atención. El mango estaba estropeado. Mostraba las huellas del tiempo y un golpe que había recibido antes que Ish lo encontrase. ¿Qué madera era aquélla? No lo sabía. Quizá fresno o nogal. Más probablemente nogal blanco.
Lo más simple, concluyó de manera impulsiva, sería deshacerse del martillo. Arrojándolo al mar, por ejemplo.
No, eso sería tratar los síntomas, y no la enfermedad. Los niños no se librarían así de la superstición, que podría fijarse sobre otros objetos, y tomar formas más siniestras.
La destrucción del martillo sería quizás una lección simbólica, pues probaría que era sólo una herramienta desprovista de poder. Pero ¿cómo lograrlo? Quemar el mango sería fácil, pero no podría destruir la cabeza. Podía recurrir a unos ácidos, mas los niños pensarían que deseaba librarse de un enemigo peligroso.
E Ish tuvo entonces la impresión de encontrarse ante un objeto de maléfico poder. Sí, aquella unión de madera y acero reunía todas las cualidades necesarias para convertirse en símbolo: solidez, permanencia, entidad. La significación fálica era evidente. ¿Cómo no se le había ocurrido nunca darle un nombre? Los hombres se complacían en personificar las armas, que son, de algún modo, emblemas de fuerza. Durendal, por ejemplo. Ya se conocía el martillo como atributo divino, Thor, y habría otros seguramente. Y no había que olvidar a aquel rey franco que había rechazado a los sarracenos y al que sus guerreros apodaban Martel. ¡Carlos del Martillo!
¡Ish del Martillo!
Cuando los niños llegaron a clase, a la mañana siguiente, Ish prefirió no tocar el asunto de la superstición. Esperaría el momento propicio, observándolos atentamente un día o dos, o una semana. Y sobre todo sondearía los pensamientos de Joey.
Pasaron algunas semanas, e Ish concluyó que Joey no era como los otros. Había cumplido diez años aquel verano. Su precocidad dejaba a veces una triste impresión. Era, como se decía en otro tiempo, «demasiado grande para sus pantalones». Por la edad se encontraba entre Walt y Weston, de doce años, y Chris, de ocho. Pero buscaba siempre la compañía de los mayores. Le costaba, sin duda, competir con muchachos de mayor desarrollo físico. En cuanto a Josey, su hermana melliza, la hacía a un lado con ese desprecio que los niños de su edad muestran por las niñas. Josey, por otra parte, carecía de dones intelectuales.
De ese modo, Joey, comprobó Ish tristemente, vivía en una continua tensión nerviosa. Sus camaradas no osaban tocar la herramienta, pero habían creído natural que Joey se expusiera al peligro. O quizá lo creían invulnerable. Ish recordaba haber leído que los salvajes atribuían a algunos de ellos una fuerza sobrenatural.
Mana
, así llamaban a esa fuerza los antropólogos. A los ojos de los niños, Joey estaba protegido por el
mana
, y Joey se imaginaba al abrigo de todo peligro.
Ish no dejaba de advertir, ciertamente, los defectos de Joey, pero ponía aún en él todas sus esperanzas. Joey representaba el futuro. La civilización era obra de la inteligencia humana, y sólo la inteligencia lograría resucitarla un día. Y Joey tenía inteligencia, y hasta era posible que tuviese, también, aquel otro poder. El
mana
no era quizá más que una invención de mentes primitivas. Sin embargo, aun los pueblos más evolucionados reconocen a ciertos hombres, marcados por el destino, como jefes indiscutidos. Y nadie había explicado nunca ese misterio.
¿Joey se sabía elegido por el destino? Ish se lo preguntaba a menudo. No lo sabía, pero fue convenciéndose cada vez más, y al fin del verano creía ver ya en Joey el signo de los elegidos.
Pero aunque rechazara la idea de la predestinación, o el
mana
, sólo Joey, indudablemente, era capaz de alzar la antorcha que alejaría las tinieblas. Sólo él era capaz de recoger el tesoro de tradiciones humanas y transmitirlo a sus descendientes.
Pero Joey no se distinguía únicamente en la adquisición de conocimientos. A la edad de diez años, tenía sus propias experiencias, y hacía sus propios descubrimientos. Había aprendido a leer casi solo. Aunque desde luego, su genio sólo se revelaba en el terreno de la experiencia infantil.
Los rompecabezas, por ejemplo. Los niños, entusiasmados de pronto con los juegos de paciencia, habían desvalijado las tiendas. Ish, que se entretenía mirándolos, comprobó que Joey era menos hábil que los otros. Parecía carecer de sensibilidad para las formas y trataba de juntar piezas que indudablemente no podían adaptarse. Sus camaradas no le ocultaban su indignación. Joey, humillado, abandonó durante un tiempo el juego.
Pero de pronto se le ocurrió algo. No se guiaría por las formas, sino por los colores. Logró armar así su rompecabezas con mayor rapidez que los otros.
Confesó orgullosamente el secreto de su éxito, pero los otros rehusaron adoptar el sistema.
—¿Para qué? —preguntó Weston—. Tu método es más rápido, pero menos divertido. No tenemos prisa.
—Sí —añadió Betty—. No tiene gracia juntar primero los pedazos amarillos, luego los rojos, luego los azules.
Joey no supo qué replicar, pero Ish leyó en el fondo de su pensamiento. En verdad, la rapidez no era una de las reglas del juego; pero Joey se complacía en hacer un trabajo rápido y bien. Prefería correr a caminar. Parecía tener ese espíritu de empresa y competencia que había distinguido alguna vez a sus antepasados. Poco hábil en distinguir las formas, sin vigor físico, había recurrido a su inteligencia. «Usaba la cabeza», como se decía antes.
Sólo la edad de Joey hacía notable el descubrimiento, pero Ish no dejaba de decirse, complacido, que el niño había intuido las leyes de la clasificación, instrumento fundamental del progreso humano. La clasificación era la base de la lógica, y del lenguaje, con nombres y verbos que agrupaban y separaban objetos y actos. Gracias a la clasificación, el hombre había podido ordenar el aparente desorden del mundo físico.
Y Joey apreciaba realmente el lenguaje. No sólo se servía de él para expresar deseos y sentimientos. Le parecía el entretenimiento más apasionante. Hacía juegos de palabras y buscaba rimas. Las adivinanzas lo fascinaban.
Un día, Ish lo oyó mientras planteaba una adivinanza a los otros niños.
—La inventé yo mismo —dijo Joey orgullosamente—. ¿En qué se parecen un hombre, un toro, un pez y una serpiente?
—En que todos comen —le dijo Betty maquinalmente.
—Eso es demasiado fácil —dijo Joey—. También los pájaros comen.
Los niños pensaron un momento, y luego buscaron otra distracción. Con la amenaza de perder su auditorio, Joey se apresuró a decir:
—Se parecen en que ninguno tiene alas para volar.
En el primer momento, Ish no descubrió nada extraordinario en esa adivinanza. Pero luego, pensando, le asombró que a un niño de diez años le hubieran llamado la atención semejanzas negativas. Una vieja definición le vino a la memoria: «El genio es la capacidad de ver lo que no hay». Claro, esta definición del genio, como tantas otras, no era muy exacta, pues podía incluir también a los locos. Sin embargo, encerraba cierta verdad. Los grandes pensadores habían intuido un mundo que no se revelaba siempre, y lo habían buscado hasta descubrirlo. El primer requisito para hacer un descubrimiento, a no ser que se cuente con la casualidad, es indudablemente notar que algo falta.
Joey tuvo otras aventuras aquel verano. Un día volvió a la casa tambaleándose, oliendo a alcohol. Se descubrió más tarde que había visitado con Walt y Weston una licorería de la zona comercial. Era un peligro ya previsto por Ish. Una vez se había puesto a vaciar las botellas de un depósito. Al cabo de una hora, comprobó que las reservas apenas habían disminuido. La tarea era enorme, y los niños deberían resistir la tentación. Algo similar le había ocurrido a él en su juventud. Su padre había tenido siempre un poco de whisky, coñac y jerez, y a Ish poco le hubiese costado hacer una visita clandestina al aparador. Se había abstenido, y ahora sus hijos y nietos no parecían mostrar tampoco gran interés en vaciar botellas. El alcoholismo era un dios ignorado en la Tribu. La vida era tan sana y simple que no había necesidad de estimulantes. O quizás el alcohol había perdido su atracción por estar al alcance de todos.
Joey, e Ish se alegró, no había bebido mucho, y no parecía enfermo, ni muy borracho. Evidentemente, había alardeado otra vez ante los niños mayores, y había logrado impresionarlos. Walt y Weston no habían salido tan bien de la aventura.
Sin embargo, Joey estaba un poco marcado y no protestó cuando lo mandaron a la cama. Ish aprovechó la ocasión para hablarle de los peligros de la vanidad. El niño lo miraba con sus ojos grandes e inteligentes. Entendía, a pesar del alcohol, y su mirada parecía decir: Nos entendemos. Sabemos muchas cosas. No somos como los otros.
En un repentino impulso de ternura, Ish le tomó una manita. Los ojos de Joey se iluminaron de alegría, e Ish comprendió que a pesar de sus fanfarronadas, su hijo era un niño tímido y sensible, como había sido él. Sí, su temeridad no era más que una forma de la timidez.
—Joey, pequeño —dijo de pronto—, ¿por qué te esfuerzas tanto? Weston y Walt tienen dos años más que tú. No te atormentes. Dentro de diez años, veinte años, los habrás dejado muy atrás.
El niño sonrió. Pero Ish no se engañaba. Joey sonreía al sentir el cariño de su padre, no por lo que éste pudiera haberle dicho. A los diez años se vive en el presente, y los años futuros se pierden en una brumosa lejanía.
Inclinado sobre Joey, Ish vio que los grandes ojos parpadeaban con el alcohol y el sueño. Se sintió inundado otra vez por el amor a su hijo. Es el elegido, pensó. Él llevará la antorcha.
Los párpados de Joey se cerraron. El padre se quedó a la cabecera de la cama, con la manita en su mano. Luego, quizá porque el sueño es imagen de la muerte, sintió un repentino temor. Caprichos del destino, pensó. Amar es exponerse a sufrir. Hasta ahora los hados lo habían favorecido. Em... Joey... Aquella manita era tan frágil...; sentía bajo sus dedos un pulso débil y rápido. Cualquier cosa podría detenerlo. Un niño tan débil, con un alma demasiado ardiente, ¿qué posibilidades tenía de llegar a ser hombre?