La Tierra permanece (23 page)

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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La Tierra permanece
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En apariencia por lo menos. Seguramente todos estaban aún sorprendidos e inquietos. Unos habían ido a pescar, otros a cazar codornices. Ish había oído ya dos disparos de escopeta. Pero sentían probablemente un malestar, un remordimiento. Regresarían al atardecer, fatigados, y el momento sería favorable. Ish los reuniría. El hierro no estaría ya al rojo vivo, pero sería posible calentarlo un poco.

Entonces, con cierta inconsecuencia, aplastó el segundo cigarrillo y se abandonó al descanso; libre de toda preocupación, cómodamente estirado en el sofá.

Qué agradable, pensó. Es como...

En esos días, los hombres miran el mar, y gritan de pronto
:

—¡Un buque! ¡Un buque! ¿No ves el humo de la chimenea? ¡Sí, viene hacia aquí! —Y todos se regocijan y dicen alegremente—: ¿Por qué desconfiamos? La civilización no podía haberse perdido totalmente, era insensato... Sí, siempre lo dije... En Australia, o África del Sur, en alguna región solitaria del norte, o alguna de las islas...

Pero no es ningún navío sino una nubecita en el horizonte.

O bien alguien despierta de su siesta y alza los ojos.

—¡Sí! ¡Sabía que no tardaría! Es el motor de un avión... No me engaño.

Pero son las langostas en las malezas. No hay aviones en el cielo.

O algún otro equipa con baterías un aparato de radio y con los auriculares puestos busca una estación.

—¡Sí! —exclama de pronto—. Callad... ¡Aquí está! ¡Justo en la frecuencia 920! Alguien habla... Lo escucho muy bien, parece español... Ah, ahora se perdió...

Pero no hay voces en el aire, sino el eco de una lejana tormenta.

Sí, qué agradable, pensó Ish estirado en el sofá. ¡Y de pronto un sobresalto! En la calle se oyen dos detonaciones; el tubo de escape de un poderoso camión que ocupa la mitad de la calle. Es un hermoso camión pintado de rojo con adornos azules, y en la carrocería hay unas grandes letras blancas: U.S. GOVT. Baja un hombre, es el conductor, y sin embargo lleva... la ropa que conviene a su jerarquía: traje de etiqueta y sombrero de copa. El recién llegado no ha pronunciado una sílaba, pero Ish sabe que es el gobernador de California. Y siente una inefable felicidad. Ese hombre representa la seguridad, la autoridad constituida. Viene a socorrer a unas pobres gentes hundidas en las tinieblas. Ish ya no es más un niño débil y abandonado en un mundo hostil.

Esta felicidad, excesiva, lo despierta. Tiene las palmas húmedas; el corazón le golpea el pecho. Está en la sala familiar. Su felicidad se extingue como la llama de una vela, y siente una indecible desolación.

Al fin pareció despertar del todo, y la desolación también desapareció. Cuántas veces, en el curso de aquellos veintiún años, había tenido ese sueño, en distintas formas. Aunque no en los primeros años; la sensación de soledad e inseguridad parecía haber crecido progresivamente. Y el nacimiento de los niños no había podido impedirlo.

Sí, el símbolo era claro. Las circunstancias cambiaban, pero su significado era evidente. Aparecía casi siempre como un retorno del gobierno. Ish estaba un poco sorprendido. Nunca había sido excesivamente patriota, y nunca había pensado en los posibles beneficios de su ciudadanía. Pero para pensar en el aire que se respira, es necesario que la asfixia le apriete a uno la garganta. En los viejos días, la inmensidad y los recursos del país debían de haber afectado de algún modo a todos los ciudadanos.

Se sintió otra vez en la realidad y se movió en el sillón. De acuerdo con la posición del sol juzgó que había dormido una hora. Se oyeron otros disparos. Los cazadores de codornices, se dijo con una débil sonrisa. De ahí habían nacido los ruidos del camión. Bueno, convocaría a una reunión esa noche.

Los recipientes de agua estaban casi vacíos al terminar el día, pero por lo menos nadie había pasado sed. A la noche, los mayores, y además Robert y Richard, de dieciséis años, acudieron a la invitación de Ish. Nadie parecía muy inquieto. Casi todos opinaban que la mejor solución era cavar un pozo en San Lupo antes que mudarse cerca de un manantial. Sí, sería necesario vigilar la higiene e instruir a los niños.

La asamblea no tenía presidente. De cuando en cuando alguien le pedía consejo a Ish, reconociendo su superioridad intelectual, o simplemente por cortesía al dueño de casa. Nadie tomaba notas. Por otra parte, no se había presentado ninguna moción, ni se había votado ningún proyecto. La reunión era mundana más que parlamentaria. Ish escuchaba.

—Pero ¿cómo saber si el pozo dará agua?

—No sería un pozo si no diese agua.

—Bueno, ese agujero en la tierra, si prefieres.

—¡Es cierto!

—Quizá sea mejor traer un caño desde un río o un manantial y unirlo a nuestras viejas tuberías.

—¿Qué opinas, George? ¿Te parece bien?

—Sí, sí... supongo... Sí... creo que podría...

—Lo malo es que necesitamos agua ahora mismo.

—Sería necesario levantar una represa de tierra para contener las aguas del manantial.

—No es imposible.

—No, pero sería un buen trabajo.

La conversación saltaba de un tema a otro, e Ish se sentía cada vez más perturbado. Aquel día se había dado un paso atrás, quizá definitivo. De pronto advirtió que se había incorporado y que estaba dirigiendo un verdadero discurso a las diez personas del grupo.

—Este accidente no debería haber ocurrido —declaró—. Nos hemos dejado sorprender. En estos últimos seis meses deberíamos haber advertido que el agua bajaba en los depósitos, pero no nos molestamos en mirar. Y aquí estamos, atrapados. Hemos retrocedido varios siglos, y quizá no podamos nunca recuperar lo perdido. Hemos cometido demasiados errores. Es necesario que los niños aprendan a leer y escribir. Nadie me ha apoyado. Es necesario enviar una expedición para saber qué ocurre en el mundo. No es prudente ignorar qué sucede del otro lado de la montaña. Deberíamos tener más animales domésticos, gallinas por ejemplo. Deberíamos producir lo que comemos...

En ese momento, cuando Ish empezaba a sentirse arrebatado por su propia oratoria, alguien aplaudió. Ish calló complacido. Pero oyó entonces que todos reían alegremente y comprendió otra vez que el aplauso era puramente irónico.

—¡El bueno del viejo! ¡Otra vez con su discurso! —dijo uno de los muchachos.

Y otro entonó:

—¡George va a hablar de la nevera!

Ish rió con los demás. Esta vez no se sentía irritado, pero le apenaba haberse repetido. Había fracasado otra vez. Ezra se apresuró a tomar la palabra. El bueno de Ezra, siempre dispuesto a ayudar a sus amigos.

—Sí —dijo—, es el viejo discurso, pero con algo nuevo. ¿Qué os parece lo de enviar una expedición?

Ante la sorpresa de Ish, se inició una acalorada discusión. Decididamente, pensó Ish, las reacciones de los seres humanos, sobre todo cuando pertenecen a un grupo, son imprevisibles. La idea de la expedición se le había ocurrido espontáneamente, y había nacido quizá de los acontecimientos del día y los tristes resultados del descuido general. Era, para él, la menos importante de sus sugerencias, pero había despertado la imaginación del grupo. Todos la aceptaron, e Ish se unió a ellos. Era, por lo menos, un modo de sacudir la apatía de la Tribu.

Pronto se dejó ganar por el entusiasmo. Su idea original era simplemente la de explorar la región en unos ciento cincuenta kilómetros cuadrados, pero los otros le habían atribuido proyectos más ambiciosos, y él los apoyó. Pronto todos hablaban de una expedición transcontinental.

Lewis y Clark al revés, pensó Ish, pero no dijo nada. ¿Cuántos de los presentes conocían los nombres de Lewis y Clark?

La conversación continuó animadamente.

—¡Demasiado lejos para ir a pie!

—O aun con los perros.

—Los caballos serían más útiles, si tuviéramos alguno.

—Seguramente hay muchos en el valle.

—Habría que capturarlos y domarlos.

De pronto, Ish recordó su sueño habitual, el que había tenido aquella misma tarde. ¿Cómo podían saber realmente si el gobierno había desaparecido? Quizá se había formado otra vez. Pequeño y débil, no había podido comunicarse con la costa oeste. Pero la Tribu podía intentar algún contacto.

Curiosamente, todos querían ir. Los hombres, al parecer, no podían estarse quietos, siempre ansiosos por ver nuevos escenarios. Pero era necesario elegir. Ish fue eliminado, y no protestó, pues desde que lo había lastimado el puma le costaba moverse. George tenía demasiados años. Ezra, a pesar de sus protestas, no fue aceptado, pues no sabía disparar un fusil e ignoraba el arte de vivir en el campo. En cuanto a los muchachos, todos, excepto ellos mismos, declararon a coro que sus mujeres y sus hijos los necesitaban. Al fin la elección recayó en Robert y Richard, aún adolescentes, pero capaces de cuidar de sí mismos. Las madres, Em y Molly, no parecían muy convencidas, pero el entusiasmo general borró cualquier objeción. Robert y Richard estaban contentísimos.

Había que resolver aún dos cuestiones: el itinerario y el medio de transporte. Desde hacía años, nadie andaba en automóvil, y a lo largo de la avenida San Lupo se veía una fila de coches con los neumáticos desinflados donde jugaban los niños. En calles y avenidas había árboles caídos y restos de chimeneas, recuerdo del último terremoto. Por otra parte, los jóvenes no conocían el placer de devorar kilómetros sin otro trabajo que mover unos dispositivos. ¿Y a dónde ir, aun con un Rolls Royce? No esperaba ningún amigo en los otros barrios de la ciudad, ni ningún cinematógrafo. Para llevar cajas de conserva y botellas, o para las partidas de pesca a orillas de la bahía, bastaban los carritos de perros.

Sin embargo, los fundadores de la Tribu afirmaban que era posible reparar un automóvil, y hacerlo recorrer largas distancias, incluso con los neumáticos desinflados. Bastaba marchar a poca velocidad, cuarenta kilómetros por hora, algo enorme si se lo comparaba con la velocidad que alcanzaban los perros. En una palabra, se podía llegar a Nueva York, por lo menos si las carreteras estaban transitables.

Sólo había que solucionar la segunda dificultad: el itinerario. Ish se encontró en su elemento y desplegó sus conocimientos geográficos. Al este, en la sierra Nevada, los árboles y los deslizamientos de tierra habrían obstruido todos los caminos; las rutas del norte no estaban probablemente mejor. El sur ofrecía más posibilidades. Era la ruta que había elegido Ish para llegar a Nueva York, veintidós años antes. Los caminos del desierto no habrían cambiado mucho. Los puentes del Colorado podían haberse hundido. Sólo había un modo de saberlo: ir hasta allí.

Con una creciente emoción, ayudado por viejos mapas camineros, Ish trazó el itinerario. Luego del Colorado, los viajeros no encontrarían montañas muy escarpadas ni grandes ríos. Sólo el río Grande en Albuquerque. En seguida, franqueadas las montañas llegarían a las altas planicies, y podrían elegir entre varios caminos. La gasolina no era un problema. La encontrarían en todas partes. Una vez en las llanuras cruzarían sin dificultades el Missouri y el Mississippi. Los grandes puentes de acero eran sólidos, según lo probaba el puente de la bahía.

—¡Qué aventura! —exclamó Ish—. Daría no sé qué por acompañaros. Buscaréis sobrevivientes. No uno o dos, sino comunidades. Veréis cómo los otros grupos han resuelto sus dificultades y han empezado a vivir.

Más allá del Mississippi, volviendo al itinerario, empezaban las conjeturas. Era un país de bosques, y los caminos estarían quizás obstruidos. A menos que los incendios no hubieran acabado con los árboles, sobre todo en Illinois. Una vez allí, decidirían.

Las velas se habían consumido. El reloj señalaba las diez, lo que correspondía aproximadamente a la vieja hora. De cuando en cuando Ish ponía su reloj de acuerdo con el sol, y todos lo consultaban para poner en hora sus propios relojes. Era bastante tarde para gente privada de electricidad, y acostumbrada a acostarse y levantarse con el sol.

De pronto todos se pusieron de pie y se despidieron. Cuando se quedaron solos, Ish y Em mandaron a Robert a la cama y ordenaron un poco el salón. Ish sintió cierta nostalgia. Tantos cambios, y sin embargo las apariencias eran las mismas. Volvían los viejos días. El chico que se había ido a acostar era él y no Robert. Tantas veces, espiando entre los barrotes de la escalera, como Robert sin duda, había mirado a sus padres que vaciaban ceniceros, golpeaban almohadones, ponían todo en su sitio, para no ver a la mañana siguiente el triste espectáculo de una habitación en desorden. Era un agradable y pequeño intermedio familiar que terminaba la jornada y calmaba los nervios después del zumbido de la charla.

Concluida la tarea, se sentaron en el diván para fumar un último cigarrillo. Ish no podía olvidar los acontecimientos del día. Las conclusiones no habían estado de acuerdo con sus planes, pero sentía que había logrado una victoria.

—Las comunicaciones —dijo—. Las comunicaciones son lo esencial. Lo prueba la historia. Cuando una nación o una sociedad se aíslan, dejan de progresar y degeneran. Son como George y Maurine que amontonan toda clase de objetos, sin ningún propósito. Así ocurrió en China y Egipto. Pero cuando se aseguran las comunicaciones el mecanismo del progreso se pone otra vez en marcha. Lo mismo nos pasará a nosotros.

Em calló e Ish pensó que ella no aprobaba totalmente su discurso.

—¿Qué piensas, querida?

—Pienso que a los indios no les alegró mucho poder comunicarse con los blancos, ni a mis antepasados de la costa africana conocer a los negreros.

—Sí, pero quizás eso también me da la razón. ¿Qué dirías si una mañana bajaran de la montaña unos negreros, sin que nosotros hubiésemos sospechado su existencia? ¿No habría sido mejor que los indios hubieran enviado exploradores a Europa, preparándose para recibir a los hombres blancos que llegaron con caballos y fusiles?

Ish se sentía orgulloso de su respuesta. La política de Em consistía en dejar pasar las cosas y vivir en la ignorancia. Esta filosofía debía llevar al desastre.

—Oh, quizá, quizá —murmuró Em.

—¿Recuerdas? —dijo Ish—. Lo digo desde hace mucho tiempo. Es necesario crear y no vivir del pillaje. Ya lo decía cuando esperábamos el primer hijo.

—Sí, recuerdo. Lo dijiste mil veces. Y sin embargo, es más fácil abrir latas de conserva.

—Pero las latas se acabarán un día. Y no debe encontrarnos desprevenidos, como la falta de agua.

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