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Authors: George R. Stewart

Tags: #ciencia ficción

La Tierra permanece (14 page)

BOOK: La Tierra permanece
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Era una mujer alta, morena, de unos treinta años. Observaba las cabriolas de Princesa y en su risa vibraba el eco del paraíso perdido. De pronto, algo se quebró en el corazón de Ish, y rió alegremente.

Cuando la mujer volvió a hablar, no hizo preguntas ni dio órdenes:

—Es magnífico ver a alguien —dijo.

Ish no encontró nada mejor que excusarse por el martillo, que aún tenía en la mano.

—Perdón por la herramienta —dijo, y la dejó en el piso, con el mango hacia arriba.

—No se preocupe, lo entiendo muy bien —dijo ella—. He conocido eso. Hay que llevar algo. La moneda de la suerte o la pata de conejo, ¿recuerda? No hemos cambiado mucho.

Ish temblaba ahora. Se sentía sin fuerzas. Tenía la impresión casi física de otras barreras que se derrumbaban: esas indispensables barreras defensivas que había elevado en meses de soledad y desesperanza. Dominado por el deseo irresistible de un contacto humano, hizo el viejo ademán convencional y tendió la mano derecha. La mujer se la apretó, y advirtiendo que Ish temblaba, lo llevó hacia una silla y casi lo obligó a sentarse. Luego le palmeó ligeramente la espalda.

—Le prepararé algo de cenar —dijo.

Ish no protestó, a pesar de que había cenado antes de salir. El propósito de la invitación tan serena no era calmar una exigencia corporal. La comida en común era un símbolo: sentarse a la misma mesa, compartir el pan y la sal, el primer lazo que unía a los seres humanos.

Ahora estaban sentados uno frente a otro. Comieron un poco, sin apetito, como cumpliendo un rito. El pan era fresco.

—Lo hice yo misma —dijo ella—, pero es cada vez más difícil encontrar harina sin gusanos.

No había manteca, pero sí miel y mermelada para el pan, y una botella de vino tinto.

Y como un niño, Ish se puso a hablar. Esta vez no era como en Nueva York, con Ann y Milt. En aquel tiempo se había refugiado tras sus barricadas. Ahora, y por primera vez, contaba su vida después del desastre. Hasta mostró la cicatriz de los dientes de la serpiente y las marcas más grandes donde había aplicado la ventosa. Describió su terror, su huida, y esa soledad que ahora su imaginación y su pensamiento rechazaban. Y de cuando en cuando ella interrumpía para murmurar:

—Sí, ya sé. Pasé por eso. Continúe.

La mujer había asistido a la catástrofe. Y sin embargo, adivinaba Ish, la había afectado menos. No parecía sentir la necesidad de hablar, pero invitaba a Ish a que contara sus experiencias.

Y mientras hablaba, Ish comprendió que, para él al menos, no era aquél un encuentro fortuito, un breve paréntesis. Todo su futuro estaba allí. Había encontrado en su camino hombres y mujeres, y nunca había querido unirse a ellos. Quizá el tiempo había curado las heridas. O quizá aquella mujer era diferente.

Además era una mujer. Esta idea penetraba cada vez más profundamente en Ish, y no pudo impedir un estremecimiento. Entre dos hombres, partir el pan era una realidad, y sentarse a la misma mesa, un símbolo suficiente. Pero entre un hombre y una mujer, la partición, realidad y símbolo, debía ir más lejos.

De pronto advirtieron que no sabían sus nombres. Sólo Princesa había tenido el honor de una presentación.

—Isherwood —declaró él—. Era el apellido de soltera de mi madre. Terrible, ¿no es cierto? Todos me llamaban Ish.

—Yo me llamo Em —dijo ella—. Es decir Emma. Ish y Em. No son nombres muy poéticos.

La mujer se rió, e Ish se unió a esa risa. Reír juntos, otro acto de comunión. Pero no el acuerdo último. Había una técnica para llegar a ese acuerdo. Ish había conocido hombres experimentados, los había visto actuar. Pero él, Ish, no era de esa especie. Todas aquellas virtudes que le habían permitido sobrevivir lo embarazaban ahora. Aunque las técnicas de antes, reflexionó, estaban fuera de lugar. Habían servido en otro tiempo, cuando había muchachas en todos los bares, en busca de aventuras. Pero ahora la vasta ciudad era sólo un desierto, y esta mujer había soportado la catástrofe, el miedo, la soledad. Sí, y después de tantas pruebas aún había valor en sus ojos, y determinación, y alegría.

En su desvarío, Ish se preguntó si no deberían celebrar alguna suerte de ceremonia matrimonial. Los cuáqueros se casaban sin sacerdote. ¿Por qué no ellos también? Por ejemplo, de pie, juntos, mirarían hacia el este, esperando la salida del sol. Y adivinó que el contacto de las rodillas bajo la mesa parecería menos inconveniente que palabras y juramentos. Advirtió que habían callado desde hacía un rato. La mujer lo miraba serenamente, e Ish supo que ella había entendido su silencio.

Turbado, se incorporó tan bruscamente que volcó la silla. La mesa ya no era un símbolo de unión, sino un obstáculo. Fue hacia ella. Em se incorporó también y los brazos de Ish se cerraron sobre aquel cuerpo cálido.

Cantar de Cantares. Son tiernos tus ojos, amor mío, y tus labios dulces y firmes. Tu cuello es marfil, y tus hombros pulidos como el marfil. Tus pechos son suaves como la lana. Tus muslos firmes y fuertes como cedros. Oh Cantar de los Cantares.

 

Em había pasado al cuarto vecino. Ish, el corazón palpitante, esperaba. Sólo tenía un temor. En un mundo donde no había médicos ni otras mujeres, ¿podían correr ese riesgo? Pero ella estaba en el cuarto. Había visto también el peligro, y había decidido afrontarlo.

Oh Cantar de Cantares. Amor mío, tu lecho es fragante como las ramas del pino y tibio es tu cuerpo. Eres Astarté. Eres Afrodita, que guarda el templo del amor. En mí está la fuerza. Los torrentes están contenidos. Ha llegado mi hora. Oh, recíbeme en tu ser infinito.

7

Em dormía a su lado. Los pensamientos se agolpaban en la mente de Ish impidiéndole conciliar el sueño. Recordaba las palabras que ella había dicho horas antes: poco importaban los sucesos que habían cambiado el mundo; él no había cambiado, y seguiría siendo igual a sí mismo. Sí, era cierto. A pesar de la tragedia, que lo había sacudido profundamente, él era siempre el investigador, el espectador que un poco apartado observa los fenómenos, sin confundirse con ellos. Era algo raro. En el mundo de otro tiempo no hubiera ocurrido nunca. Para él el amor había nacido de las ruinas.

Se durmió. Al despertar, era de día, y estaba solo. Paseó alrededor una mirada asustada. Sí, el cuarto era pobre y estaba mal arreglado. Quizá lo que él suponía una notable experiencia de amor no hubiera sido en otro tiempo más que una vulgar aventura en la habitación de cualquier hotel barato. Ella... no era ciertamente una diosa, una ninfa de los bosques que asoma entre las sombras del crepúsculo. Excepto en el momento del deseo, nunca sería Astarté o Afrodita. Quién sabe cómo es a la luz del día, se preguntó estremeciéndose. Era mayor que él; quizá no había buscado en ella sino un poco de ternura maternal. Oh, tanto peor, se dijo. La perfección no es de este mundo. El universo no va a trastornar sus leyes para complacerme. Recordó entonces que las primeras palabras de Em no habían sido ni una pregunta ni una orden, sino una afirmación. Sí, estaba bien así. Es necesario aceptar sin protestas los dones del destino.

Se levantó y vistió. Y mientras se arreglaba, un aroma llegó al dormitorio. ¡Café! Era también un símbolo... un poco más moderno, nada más.

Em había puesto la mesa del desayuno en el comedor, como la mujer de un empleado cualquiera. Ish la miró, casi con timidez. Y a la luz de la mañana vio aún más claramente los grandes ojos negros y apartados en el rostro moreno, los carnosos labios, la curva de los senos bajo la bata verde clara.

Ish no se adelantó a besarla, y ella no hizo ningún movimiento. Pero cambiaron una sonrisa.

—¿Dónde está Princesa? —preguntó Ish.

—La dejé salir un momento.

—Perfecto. Será un hermoso día, me parece.

—Sí, creo que sí. Lo siento, pero no hay huevos.

—No importa. Oh, jamón.

—Sí.

Estas frases no significaban mucho, pero los colmaban de alegría; más quizá que si se hicieran grandes promesas de amor. Una tranquila felicidad embargó a Ish. No, no había sido una aventura cualquiera en una habitación alquilada. Interrogó a aquellos ojos serenos, y sus incertidumbres se disiparon. Sería algo duradero.

Algunas horas más tarde se instalaron en la casa de San Lupo. Ish tenía más bienes, libros sobre todo, que ella. Parecía menos complicado unirse a los libros que llevarlos a casa de Em.

Desde entonces los días pasaron más rápidos y tranquilos. Había mucho que compartir. Sí, recordó Ish. «Un amigo dobla las alegrías, y reduce las penas.»

Em no recordaba nunca el pasado. Una o dos veces Ish le hizo alguna pregunta, pensando que ella quizá necesitaría hablar. Pero Em le respondió entrecortadamente, e Ish pensó que ella se había adaptado ya a la nueva vida y sólo pensaba en el porvenir.

Sin embargo, ella no se envolvía en ningún misterio. Por observaciones casuales, Ish supo que había tenido un marido, a quien había querido sin duda, y dos hijos. Había estudiado en el liceo, pero no había frecuentado la universidad. Su sintaxis no era siempre perfecta. El acento que lo había sorprendido desde las primeras frases recordaba a Kentucky o Tennessee. Sin embargo, ella nunca mencionaba que hubiese vivido fuera de California.

Su nivel social, suponía Ish, debía de haber sido inferior al suyo. Pero ahora los viejos prejuicios eran verdaderamente ridículos. Aquellas viejas tonterías ya no contaban. Y los días se sucedían apaciblemente.

Una mañana Ish fue a buscar provisiones. Subió al auto y apoyó el pulgar sobre el botón de arranque. Se oyó un leve ruidito metálico, y nada más. Probó otra vez, sin resultado.

Ningún melodioso ronroneo, ningún golpecito tranquilizador indicó que los fríos cilindros se pusieran a funcionar. Sintió pánico. Apretó el botón varias veces y sólo obtuvo el mismo ruido. La batería se ha agotado, pensó.

Bajó del coche, destapó el motor y contempló con desesperación el complicado orden de cables y piezas. Era demasiado para él. Descorazonado, regresó a la casa.

—El coche no marcha —dijo—. Se agotó la batería o algo similar.

Había hablado en un tono tan lúgubre que cuando Em estalló en una carcajada no podía dar crédito sus oídos.

—No nos esperan en ninguna parte —dijo ella—. Viéndote, uno creería que todo está perdido.

Ish también se rió. La contrariedad, compartida, le pareció de pronto sin importancia. Era cómodo tener un coche para recorrer las tiendas y transportar los paquetes. Pero podían vivir sin él. Em tenía razón: nadie los apuraba.

Había imaginado una jornada exasperante, con largas horas pasadas en elegir un coche nuevo o reparar el antiguo. Pero la búsqueda fue como un juego, aunque encontraron lo que necesitaban sólo al concluir la mañana. La mayor parte de los coches no tenían llaves. Ish hubiese podido servirse de algún alambre, pero le pareció que no sería muy cómodo. En otros no funcionaban las baterías. Al fin encontraron en una loma un coche casi completo. La carga de la batería era demasiado débil para poner en marcha el motor, pero los faros llegaban a encenderse, e Ish pensó que la corriente haría funcionar las bujías.

Lo empujaron loma abajo y al cabo de un rato los cilindros golpearon y chisporrotearon. Ish y Em rieron alegremente. Al fin circuló la gasolina, se calentó el motor, y se puso en marcha. Descendieron por la avenida desierta a noventa kilómetros por hora. Em se inclinó hacia Ish para besarlo. Y de pronto Ish sintió, asombrado, que nunca había sido más feliz en su vida.

El auto no era tan bueno como la camioneta, pero permitía ampliar el área de exploraciones. Buscaron en la guía telefónica la dirección de los comercios de baterías. Al fin forzaron la entrada de un depósito y encontraron docenas de baterías y reservas de ácido. Aunque poco sabían de mecánica, se arriesgaron a verter el ácido en una batería apropiada y luego la pusieron en la camioneta. Las primeras pruebas fueron un éxito.

El motor ronroneaba suavemente, tan pronto como Ish apoyaba el pie en el acelerador. Ish se dijo alegremente que había resuelto dos problemas. Ante todo había aprendido a reparar un automóvil. Y, lo que era más importante, había comprobado que no necesitaba un coche para vivir feliz y sin miedo.

Al día siguiente la nueva batería había dejado de funcionar. Estaba en mal estado, o habían cometido algún error al instalarla. Esta vez, sin embargo, no sintió pánico, y no se apresuró. Dos días después, decidió solucionar el problema. Lo ayudó la suerte, o puso más cuidado, pero al fin las baterías funcionaron satisfactoriamente.

Vestidos de lacas bruñidas y cromo brillante, las piezas del motor dispuestas en un orden milimétrico, los conmutadores exactos como cronómetros, habían sido el orgullo de una civilización, y su símbolo.

Y ahora están encerrados ignominiosamente en los garajes, abandonados en los parques de estacionamiento o junto a las aceras. El viento los cubre de hojas muertas y polvo. Y la lluvia transforma este polvo y estas hojas en un barro donde caen otros polvos y otras hojas. Los parabrisas son cristales opacos.

En el interior, los cambios son más lentos. Las superficies aceitadas resisten a la herrumbre. Las bobinas, los conmutadores, los carburadores y las bujías se mantienen en buen estado.

En las baterías, noche y día, operan lentas reacciones químicas, descomponiendo y neutralizando. Pasan algunos meses y los acumuladores mueren. Pero, separados, los acumuladores y ácidos no se alteran, y poner el ácido y adaptar el nuevo acumulador no es tarea difícil. Los acumuladores no son, pues, el punto débil.

El punto débil son sobre todo los neumáticos. El caucho se descompone lentamente. Los neumáticos viven un año, cinco años, pero llevan en sí el principio de la muerte. Las cámaras se desinflan, y los neumáticos, aplastados por el peso del coche, son pronto inútiles. El caucho se altera aún bajo techo. Los neumáticos almacenados durarán diez, veinte años, quizá más aún. Pero entonces ya no habrá rutas, y los hombres no sabrán conducir un automóvil, y hasta habrán perdido el deseo de hacerlo.

La cabeza de Em reposaba sobre el brazo plegado de Ish, y él le miraba los límpidos ojos negros. Estaban acostados en el diván de la sala. El rostro de Em parecía aún más oscuro a la luz del crepúsculo.

Un problema, pensaba Ish, estaba aún sin solución. Y ella lo había sacado a la luz.

—Sería maravilloso.

—No estoy tan seguro.

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