Ish explicó que, sin llegar a ese caso extremo, las ratas, ya más escasas, encontrarían otros medios de subsistencia.
Era indudable que las ratas no destruían la especie en beneficio de algunos individuos; en realidad salvaban la especie. Si hubiesen sido animales sentimentales, resignándose a morir de hambre antes que devorar a un compañero, habrían corrido un gran peligro. Pero eran realistas, y el porvenir de la especie estaba asegurado.
El número de ratas disminuía día a día. Una mañana pareció que no había quedado una sola. Pero Ish sabía que aún había muchas en la ciudad y que su desaparición aparente era un fenómeno común. En épocas normales, las ratas vivían ocultas, y habitaban preferentemente en agujeros y zanjas cubiertas de escombros. Sólo cuando se propagaron demasiado, y los viejos refugios fueron insuficientes, salieron a la luz.
Probablemente, pensó Ish, alguna enfermedad había contribuido a su desaparición, pero esto era sólo una conjetura. Gracias a su ferocidad fratricida, los cadáveres eran poco numerosos. Ish sospechaba que las ratas habían servido de tumbas vivientes a muchos seres humanos víctimas de la epidemia.
Le asombraba la discreción de los ratones. Primero habían aparecido las hormigas, luego las ratas. Entre los dos, podían haberse presentado los ratones. Las circunstancias los favorecían, y se reproducían más rápidamente que las ratas. Ish nunca se explicó el fenómeno y se contentó con felicitarse.
Tanto a Ish como a Em les costó recobrarse de aquel horror. Decidieron al fin que Princesa no había contraído la rabia. La soltaron, y la vida recuperó su normalidad, y olvidaron el continuo ajetreo de aquellos cuerpos grises.
Las fábulas nos han inducido a error. El rey de los animales no era el león, sino el hombre. Y su reino fue a menudo cruel y tiránico.
Pero cuando se oyó el grito de «El rey ha muerto», nadie respondió: «¡Viva el rey!».
En otro tiempo, cuando un monarca moría sin dejar herederos, sus capitanes se disputaban el trono, y si alguno de ellos no superaba en fuerza a los otros, el reino se desmembraba. Y así pasaba ahora, pues la hormiga, la rata, el perro y la abeja son de inteligencia similar. Durante cierto tiempo, habrá luchas, rápidos encumbramientos, bruscas caídas, luego la tierra disfrutará de una calma y una paz que no conoce desde hace veinte mil años.
Otra vez la cabeza de Em se apoyaba en el hueco del brazo de Ish, y él miraba tiernamente los ojos negros.
—Bueno —dijo ella—, es hora de que empieces con esos libros de medicina.
Ish no tuvo tiempo de decir una palabra. Em se estremeció y se echó a llorar. Él nunca había imaginado que el miedo pudiera dominarla. Sintió de pronto su propia debilidad. ¿Qué ocurriría si ella se acobardaba?
—Querida —dijo Ish—. Quizás hay tiempo aún de hacer algo. ¿Por qué sufrir esa prueba?
—Oh, no es eso, ¡no es eso! —protestó Em, estremeciéndose aún—. Te he mentido. No con mis palabras, sino con mi silencio. Pero es lo mismo. Eres tan bueno... Me dices que tengo manos hermosas. Ni siquiera te has fijado en el azul de las lúnulas.
Ish no pudo ocultar su desconcierto. Ahora todo se explicaba: la tez morena, la limpidez de los ojos negros, la blancura de los dientes, la sonoridad de la voz, la flexibilidad del carácter.
—Sí —susurró ella—, al principio no parecía importante. No eres el primer hombre que ama a una mulata. Pero la raza de mi madre nunca tuvo mucha suerte en la tierra. No quisiera que los niños que deben repoblar la tierra lleven esa maldición. Aunque siento, sobre todo, que no he sido leal contigo.
Ish ya no la oía; las convenciones del mundo civilizado parecían ahora una farsa desopilante. No pudo dominarse y se echó a reír, y entonces ella se rió con él, abrazándolo.
—Querida —dijo Ish al fin—, todo ha acabado. Nueva York es un desierto, y ya no hay gobierno en Washington. Senadores, jueces y presidentes no son más que polvo. Los que perseguían a judíos y negros se pudren con ellos. Somos sólo dos pobres náufragos, que viven de los restos de la civilización e ignoran si no serán presa de las hormigas, las ratas u otras bestias. Quizá dentro de mil años la gente pueda ofrecerse el lujo de preocuparse y molestarse otra vez por esas cosas. Pero lo dudo. Por ahora, sólo somos dos, o quizá tres.
Ish besó a Em, que seguía llorando en silencio. Y comprendió que esta vez, por lo menos, había sido más perspicaz, y más fuerte, que ella.
Al día siguiente fue a la universidad y detuvo el coche frente a la biblioteca. No había estado allí desde el Gran Desastre, y se había contentado con los libros de la biblioteca municipal. El edificio estaba intacto. Los arbustos y árboles de alrededor no habían crecido apreciablemente en aquellos meses. Los tubos de desagüe parecían estar en perfecto estado, pues no se veía una mancha en los blancos muros de granito. Ish, sin embargo, tuvo una impresión general de suciedad, desorden y abandono.
No deseaba abrir un agujero en un vidrio por donde entrarían los animales y la lluvia. Pero debió resignarse. Dio unos leves martillazos y logró abrir una brecha pequeña que le permitió pasar la mano y alcanzar el pestillo de la ventana. Más tarde taparía la abertura con unas maderas, y el edificio quedaría protegido otra vez de las ratas y la lluvia.
Sus estudios lo habían llevado cientos de veces a esta biblioteca. Entró ahora sintiendo a la vez miedo y respeto. Allí se almacenaba la sabiduría, que había creado la civilización, y que podía reconstruirla. Futuro padre, el porvenir se le presentaba bajo una luz nueva. Su hijo no sería educado como un parásito; no viviría de las ruinas de un mundo muerto. No, no sería necesario. Todo estaba aquí. Todo el saber humano.
Había venido a buscar unos libros de obstetricia, pero se contentó con examinar algunos estantes de la gran sala de lectura, y se fue. La obstetricia podía esperar.
Volvió a la casa como hipnotizado. ¡Los libros! Todos los conocimientos científicos estaban en esos libros, y sin embargo, los libros no bastaban. Ante todo se necesitaban hombres capaces de leer y utilizarlos. Y era necesario también salvar otras cosas. Las semillas, por ejemplo. Ish se prometió vigilar la preservación de las principales plantas del país.
Comprendió de pronto que la civilización no dependía sólo del hombre, sino de todos los parientes, amigos y compañeros que lo escoltaban. Como san Francisco, que había saludado en el sol a un hermano, ¿por qué no diría él «Oh, mi hermano el trigo», «Oh, mi hermana la avena»? Ish sonrió. Sí, esta letanía podía prolongarse indefinidamente: «Oh, abuela la rueda; oh, primo el compás; oh, amigo el teorema de Newton». Todos los descubrimientos de la ciencia y la filosofía podían personificarse y transformarse en aliados del hombre, aunque esas invocaciones fuesen un poco ridículas.
Pisó a fondo el acelerador, animado por un entusiasmo juvenil; quería comunicar en seguida sus pensamientos a Em. Em trataba, sin mucho éxito, de que Princesa aprendiese a cobrar una pieza.
—¡La civilización! —dijo Em—. Oh, los aviones que vuelan más y más alto y más rápido.
—Sí. Pero también el arte. La música, la literatura, la cultura.
—Ah, sí. Las novelas policiales y esas orquestas de jazz que me lastiman los oídos.
Ella bromeaba, indudablemente, pero Ish se sentía un poco decepcionado.
—A propósito de civilización —dijo Em—, estamos perdiendo la cuenta del tiempo. Ya no sabemos en qué mes estamos. Sería necesario fijar las fechas, si no no podremos festejar el cumpleaños del pequeño.
He aquí la diferencia, pensó Ish. La diferencia entre el hombre y la mujer. A Em sólo le interesa lo inmediato. El porvenir de la civilización le parece menos importante que una fecha de nacimiento. Se sintió otra vez muy superior a ella.
—No he leído un solo libro de obstetricia —dijo—. Lo siento. Pero no hay prisa, ¿verdad?
—Oh, no. Y quizás es inútil. En los viejos tiempos, ¿recuerdas?, había nacimientos en los taxis y los ascensores. Cuando quieren salir, nada los detiene.
Más tarde, hubo de confesarse que la sugerencia de Em tenía su importancia. Sí, era indispensable medir el paso del tiempo. Al fin y al cabo, el tiempo, la historia, la tradición y la civilización eran una sola cosa. Perder la continuidad del tiempo, era perder algo irreemplazable. Quizá ya se había perdido, si otros sobrevivientes no habían sido más cuidadosos. Los siete días de la semana, con su día de descanso, eran una valiosa tradición. Existía desde hacía por lo menos cinco mil años, y nadie sabía si no se remontaba a épocas anteriores. ¿Podría situar alguna vez exactamente el domingo?
Encontrar el primer día del año no sería difícil. Conocía bastante astronomía, y si descubría el día del solsticio y lo relacionaba con el calendario del año anterior, llegaría quizás a establecer la fecha y el día de la semana.
Era tiempo de abocarse al problema. De acuerdo con las condiciones atmosféricas, y el tiempo que había pasado desde la catástrofe, imaginaba que estarían a mediados de diciembre. Observando las puestas de sol podría descubrir el día del solsticio.
Al día siguiente se procuró un anteojo meridiano, y aunque no sabía muy bien cómo emplearlo, lo instaló en el porche de cara al oeste. Oscureció los lentes con hollín, para protegerse los ojos de la luz, y sus primeras observaciones le mostraron que el sol desaparecía detrás de las montañas de San Francisco, al Sur del Golden Gate. Creía recordar que el extremo meridional del tránsito no estaba muy lejos. Inmovilizó el anteojo y registró el ángulo de la puesta.
A la mañana siguiente el sol declinó un poco más al Sur. Luego su sistema, como ocurre con todos los sistemas, se hizo añicos. Una violenta tempestad vino del océano, e Ish debió interrumpir sus observaciones toda una semana. Cuando el cielo se aclaró, el sol se ponía ya al norte.
—Bueno —declaró Ish—, el error no puede ser muy grande. Si añadimos un día a la hora de la última puesta, estaremos muy cerca del solsticio. Y si le añadimos diez días habremos entrado en el nuevo año.
—¿No es estúpido? —preguntó Em.
—¿Por qué?
—¿No debería comenzar el año cuando el sol se dirige otra vez hacia el norte? ¿No se pensó eso en un principio, y luego hubo una confusión y se perdieron diez días?
—Sí, creo que ocurrió algo parecido.
—Y bien, ¿por qué no hacer coincidir nuestro nuevo año con eso que tú llamas... el solsticio? Sería más simple.
—Sí, pero uno no puede tomarse libertades con el calendario. Es muy antiguo. No vamos a cambiarlo ahora.
—¿No lo cambió un tal Julio? Hubo algunas dificultades, creo recordar, pero los cambios se hicieron.
—Sí, tienes razón. Podríamos reformarlo, si quisiéramos. Me siento, realmente, un hombre importante.
Luego, dejando que la imaginación se desbordara, decidieron que en la loma donde vivían había todo un calendario. Los meses, las semanas y los días no tenían mucha importancia, pues el sol describía ante ellos todo su arco. Para fechar los acontecimientos sólo tenían que observar si el sol se ponía en medio del Golden Gate, si alcanzaba la primera cima del norte, o los otros puntos de la montaña. ¿Para qué dividir el tiempo en meses?
—Espera —dijo Em de pronto—. Las navidades no pueden estar muy lejos. No lo había pensado. ¿Crees que podré bajar a la ciudad antes que cierren las tiendas para comprarte una corbata?
Ish la miró sonriendo.
—Estas navidades deberían ser bastante lúgubres, y sin embargo estoy contento.
—El año próximo —dijo Em— será mejor. Le regalaremos el primer árbol.
—Sí, y un sonajero, ¿no te parece? Pero más hermoso será cuando tenga un tren eléctrico, que yo manejaré. No, pobrecito. No habrá para él trenes eléctricos. Aunque quizá nuestros nietos, dentro de veinticinco años, puedan disfrutar otra vez de la electricidad.
—¡Veinticinco años! En ese entonces seré una vieja. Pienso ahora en el porvenir más que en el pasado. Hasta hace poco tiempo el pasado me obsesionaba. Pero ahora... ¿Y los años? Habrá que señalar los años. Los náufragos en las islas desiertas hacen unas marcas en las cortezas de los árboles, ¿no es así? El niño querrá saber qué día ha nacido. Le servirá para votar, o sacar un pasaporte. Aunque quizá tú no quieras establecer estas formalidades. ¿En qué año estamos realmente?
Es algo bien femenino, pensó Ish, subordinar ideas tan importantes al futuro de un niño que aún no ha nacido. Sin embargo, como siempre, o casi siempre, el instinto de Em era infalible. Sería una lástima que se rompiera el hilo de la historia. Los arqueólogos, sin duda, podrían retomarlo alguna vez, pero podría evitárseles desde ahora ese trabajo.
—Tienes razón —dijo—. Por otra parte, es muy simple. Sabemos en qué año estamos, y cuando decidamos que ha empezado otro, grabaremos la fecha en una roca.
—¿No es tonto comenzar por un año de cuatro cifras? —dijo Em—. Para mí... —Se interrumpió y paseó a su alrededor una de aquellas calmas miradas que daban a veces la impresión de una dramática intensidad—. Para mí, este año será el año uno.
Aquella tarde dejó de llover. Las nubes estaban aún muy bajas, pero el aire era claro y limpio. Habrían podido verse las luces de San Francisco, si hubiesen estado encendidas.
Ish, de pie en el porche, miraba el oscuro oeste, y aspiraba profundamente el aire fresco y húmedo. Sentía aún aquella exaltación.
Hemos terminado con el pasado, se dijo. Estos últimos meses, esta cola de año, son sólo pasado. Es la hora cero, y estamos entre dos eras. Comienza una nueva vida. Comienza el año uno. ¡El año uno!
Ahora, ante él, en la oscuridad, ya no se extendía un mundo desierto, y en perpetuo cambio. En los años próximos se asistiría a la lucha de una sociedad que renacía de sus cenizas, y se ponía otra vez en camino. Y él, Ish, no sería el único espectador, o no sería sólo eso. Sabía leer. Tenía ya bastantes conocimientos. Añadiría otros, técnicos, psicológicos, políticos, si fuese necesario.
Otros sobrevivientes se unirían a él, hombres de valor, que colaborarían en la creación del mundo nuevo. Se prometió buscarlos. Buscaría con cuidado, apartando a todos los desequilibrados y enfermos.
Pero en lo más hondo de su ser acechaba aún un profundo terror. Em podía morir, y el espíritu del futuro desaparecería con ella. Y sin embargo, este terror no era real. El corazón de Em era una llama demasiado clara. Em era la vida misma. Era imposible asociarla a la idea de la muerte. Era la luz del futuro y sus hijos participarían de esa gloria. Oh, madre de las naciones. Tus hijos te bendecirán.